Me
gustaría sugerir que la profesión de las letras tiene que
ver con dos deseos diferentes. Uno es el deseo de aprender a leer y
escribir con el mayor grado de capacidad y sutileza de que uno sea
capaz. Porque sí, porque somos gente y la gente en nuestra cultura,
entre otras cosas, escribe. Pero creo que esto es dependiente de
un deseo
más básico, el deseo de comunicarse con los muertos. Las
humanidades se podrían ver entonces como la profesión que
institucionaliza, en la modernidad tardía (S
XIX), la νέκυια (nekya),
el ritual de invocar a los muertos. O, de otro modo, hace factible institucionalmente cierto
intenso deseo de “viajar hacia abajo”, de hacer la experiencia de
Odisea, XI, de ir a donde los muertos yacen, y de
escucharlos. Y ¿para qué escucha uno a los muertos? Por supuesto, para
intentar ser mejor, para tratar de mejorar el mundo y pasarlo lo mejor
posible a los que vendrán, para quienes seremos, también, muertos que
hablan. O mejor dicho, que escriben. Es decir que la dimensión de
futuro, de progreso y cambio ligada con la educación
—que sirve tanto para pasar las costumbres vigentes
como para que estas sean transformadas y aun revolucionadas
continuamente— está vinculada genéticamente
al deseo de hablar con los difuntos. Si esto fuese así, las
“humanidades”, y puesto que atienden al bien de los que vendrán, no solo
no pueden ser una forma egoísta y rebuscada del hedonismo estético, ni
excluyen el bien común(1),
sino que trabajan para él —a menudo bajo la
conocida forma de servir a quien quiera mejorarse a sí mismo.
"Odisea: XI, por Johannes Stradanus".
Los di-funtos son los
que ya no performean, los paroxísticamente disfuncionales, los que no
fungen de nada, los privados de habla y gestos. Pero que no funjan
de vivos no significa que no vivan: han tenido, durante milenios, la
escritura como medio de comunicación —dejo
aparte sueño y telepatía, rituales de necromancia e invocación. Al
establecer y cuidar la comunicación con los muertos, las humanidades
tienen una relación genética con lo escrito, la que sin embargo no
parece nada arcaica, sino muy actual —y aun
tendida hacia el futuro. Invoco una opinión admirable: “Cualquiera sea
el abismo que separa sus regímenes, naturaleza y cultura tienen al menos
esto en común: ambos empujan a los vivos a servir el interés de los que
aun no han nacido. Sin embargo, ambas difieren en un aspecto decisivo:
la cultura se perpetúa a sí misma a través del poder de los muertos,
mientras que la naturaleza, hasta donde sabemos, no emplea ese recurso
excepto en un sentido estrictamente orgánico”.
La cita es de Robert Harrison,
y es el comienzo de —para mí—
uno de los libros de más recompensadora lectura
entre todos los que se haya escrito, pese a que es muy nuevo. Se llama
The Dominion of the Dead. Ese párrafo de apertura marca una
diferencia que puede explorarse desde muchos ángulos. El de la teoría de
sistemas sociales al estilo Niklas Luhmann, por ejemplo, mostraría que,
para los vivos, los muertos no son parte del entorno sino del sistema
mismo. Lo anterior significa, al menos, que no podemos integrar los
muertos completamente, puesto que son la parte de nosotros que siempre
es, al mismo tiempo, más que nosotros, y que además obra a través de
nosotros. La parte que no conocemos, pero que siempre intentamos
conocer, y no por capricho, sino porque es el sustrato húmico (de
humus) del que crecemos. Crecemos de ahí, y la palabra que se nos
da al nacer tiene una condición que es anterior a todas las demás
condiciones: “Aun si tenemos fe en que en el comienzo fue el logos
(Juan: 1:1), nadie sabe realmente lo que la palabra logos quería
decir al comienzo, pues para el tiempo en que nuestras palabras
comienzan a significar algo, ya tienen un pasado, ya nos alcanzan a
través de quienes nos han criado. Con independencia de nuestro dialecto,
hablamos con las palabras de los muertos”. Harrison, también.
La idea de que los muertos son
parte del sistema no solo “cultural”, sino
individual de cada uno, explica la particularmente ambigua necesidad de
apartar el cadáver pero, al mismo tiempo, hacerlo de un modo
intensamente cultural, ritual y complicado: incluso el momento de mayor
distancia con los muertos, el momento de quiebre, que es el del
entierro, debe ser un momento densamente cultural. Lo único que no se
hace con los muertos humanos es tirarlos a la basura, desprenderse de
ellos, o ningunear su muerte haciendo desaparecer el cadáver. Y hacerlo
es, precisamente, el último y más extraordinario insulto jamás
inventado, como todas las culturas humanas saben.
Una de las instituciones
humanas universales, aun anterior a lo que Gianbattista Vico considera
el orden de desarrollo natural de toda cultura (“primero las selvas,
luego las chozas, luego los villas, luego las ciudades, finalmente las
academias”), sería —también según Vico—
el entierro, preexistente al momento en que hubo
hombres nómades apenas resguardándose entre los árboles. Para ver esto
más claro es preciso, sin embargo, abandonar cualquier concepción del
sujeto aislacionista y objetivista, y entender que la definición misma
de sujeto incorpora a los demás sujetos como parte de la existencia. El
sujeto no es una cápsula aislada, pese a las imágenes al respecto que
desde Descartes se han difundido y hecho populares, basadas en una
ontología del cuerpo que no es mucho más que una ficción objetivista
obsesionada con los espejos. El sujeto tiene como uno de sus elementos
constituyentes (siempre, desde siempre) lo que está ahí delante, el
“ser-junto a” (Heidegger, Introducción a la filosofía, 124). Y
entre ello, característica esencial de la existencia es lo que el mismo
filósofo llama “el ser unos con otros”. Ese ser-unos-con-otros, el ser
colectivo, es constitutivo del sujeto individual, del Dasein. Es
así, creo, que cuando una de las partes del sujeto muere (es decir, por
ejemplo, cuando otro hombre muere) sigue siendo parte del sistema aun
como muerto, para lo cual hace falta una serie de operaciones
significativas a efectos de consumar propiamente la separación de los
cuerpos.
Pero el carácter constitutivo
de los muertos respecto de los vivos continúa completamente vigente a
través de los signos. Es esta una de las razones que se me ocurren para
observar que, lejos de ser un “sistema de significación secundario”
(Benveniste) basado en el habla, la escritura es aun más constitutiva de
la existencia humana que el habla. Porque el sujeto solo
se constituye cuando toma posesión de la dimensión de sus muertos.
Y esto solo
pudo hacerse, hasta hace relativamente muy poco, a través de la
escritura. Considerando que en el último siglo y poco hemos alcanzado el
almacenamiento y reproducción de voz e imagen con bastante calidad y
economía, es creciente la posibilidad de comunicar con los muertos por
medios audiovisuales.
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"Galería subterránea del
Necromanteion, santuario dedicado a Hades y Perséfone, donde los griegos
peregrinaban a comunicarse con los muertos. Situada a orillas del
Aqueronte, noroeste de Grecia."
Sin embargo un muerto en
pantalla es algo muy diferente de un muerto escrito. En el segundo está
estilizada la conciencia del que vivió, mientras que el primero es un
simulacro, una mimesis, del viviente. Ambas experiencias generan
relaciones completamente diversas con esa parte de nosotros que vivió
antes bajo otro nombre. Por tanto, voz e imagen no pueden propiamente
reemplazar la palabra escrita: ésta última establece un tipo específico
de relación con el mundo, y con el logos del mundo
—pensamiento en palabra y narración—
que la oralidad no reproduce, y al que el resto del
“sistema de los vivos” solo accede a través
de la escritura. La oralidad, a su vez, tiene su propia forma de ser en
relación con el mundo. Una y otra no se sustituyen mutuamente sin
pérdida, lo que en mi opinión aconsejaría seguir conservando la
escritura como parte de la cultura general, en lugar de continuar un
movimiento de abandono de la escritura compleja y de largo aliento que,
pienso, está llevando a la escritura a volver a convertirse en una
especie de conocimiento esotérico, o de lengua extranjera, para la gran
mayoría de las personas. El aparente fracaso de la estrategia de
alfabetización general parece sugerir que quizá esta última sea la
situación: no perderemos en tanto humanidad,
la escritura, pero la relegaremos de nuevo a un grupo de iniciados de
alguna clase. No lo sé, aunque es posible
—pero ese no es el tema aquí, en cualquier caso.
No poder integrar a los
muertos significa, a su vez, que no estamos en condiciones de
olvidarlos. Que su palabra sea la nuestra significa, al menos, que no
tenemos el poder que creemos tener sobre nuestro lenguaje. No solamente
en que no somos capaces de innovar tanto como pensamos a veces, sino,
más interesante acaso, que los intentos de forzar el lenguaje a decir,
por ignorancia, lo que no puede decir, generalmente terminan en un decir
ridículo que, antes o después, es expuesto a alguna forma de letrada
humillación, y enseguida al olvido.
***
Parte de esta fenomenología
macabra que nos ocupa por unos momentos es el curioso fenómeno de que la
muerte libera el significado de una persona, que hasta ese momento había
estado como fragmentado en sus múltiples aspectos y decires. Morir es
finalmente poder hacer síntesis. Y la síntesis se hace siempre en, o a
través de, los demás. Dudo que sea un acto estrictamente voluntario de
los que quedan, me parece que es algo que
simplemente le pasa a los vivos cuando uno de ellos pasa a ser muerto.
Esa es una sospecha que tengo a menudo acerca de la persistencia, pese a
todas las evidentes críticas de que es pasible, de las diversas formas
de la generalmente odiada institución del canon
—y esto en todas las culturas, no solo
en las occidentales. En lugar de ser meramente una institución
caprichosa manufacturada por y para el poder terrenal, sería institución
de un poder bastante más impersonal y ancho. Algunos muertos son más
recordados que otros, porque algunas síntesis forman más parte del ser
de todos que otras, dentro del sistema que incluye y comunica vivos con
muertos.
Gregory Nagy (Greek
Mythology and Poetics, capítulo 8) ha argumentado persuasivamente
sobre la conexión entre las etimologías de
ΣῆΜΑ (sêma)
y noos, dos términos vinculados en su uso griego en tanto uno es
el poder de comunicación del signo, el otro el poder mental de la
interpretación de signos. Las voces de la familia de noêsis
(comprender, captar), noein (percibir), nous (mente),
según un artículo de Frame, “vienen de la raíz indoeuropea -nes,
significando ‘retorno a la luz y la vida’”. Profesar la interpretación
de semas es, volviendo al par del principio, profesar dos cosas:
la interpretación de signos y la interpretación de tumbas, de muertos:
en griego antiguo, sêma funciona como voz de una y de la otra
cosa. De ahí que se pueda vislumbrar, pese a todas las discusiones, la
permanencia y transformación futura de las humanidades, pues interpretar
tumbas/signos está en nosotros. No permanecerá acaso en su forma
institucional actual, pero sí en su propósito, que ha conocido diversas
formas institucionales, pero cuya raíz es sugerida por la conexión que
ve Nagy entre el signo y el poder de su interpretación, que es el poder
de “volver a la vida”. Hojeando el citado capítulo de Nagy noto un hecho
interesante, reportado por Dale S. Sinos: “... los
puntos de giro (las marcas que los carros debían pasar, girando
alrededor de ellas) en los circuitos de carreras de carros en los juegos
pan-helénicos estaban convencionalmente indicadas por las tumbas de
héroes”. En Ilíada, XXIII, se ve cómo es posiblemente una tumba (sêma)
el lugar marcado para el giro de los carruajes:
“Es o bien la tumba de un
hombre que murió hace mucho
o era un punto de giro en tiempos de los primeros hombres.
Ahora Aquiles de pies ligeros lo ha hecho ser el punto de giro en la
carrera”.
La tumba, el signo, es a donde
hay que ir —hasta donde hay que ir—
como una de las cosas que hace el ser humano,
independientemente de cómo queramos conformar institucionalmente la
actividad. En la séptima Nemea escribe Píndaro:
“Tanto los ricos como los pobres vuelven después de haber doblado el
signo de la Muerte”.
Nota:
(1)
Paradójicamente, se me acaba de acusar públicamente (ver link
aquí) de sostener, respecto a la profesión, una posición hedonista
como la que aquí se menciona. Es al revés. Una crítica a la posición
hedonista representada por Stanley Fish fue desarrollada por quien
escribe en el contexto de un artículo publicado hace un tiempo en Chile.
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