Nadie habrá dejado
de observar que ciertos libros
nunca tienen menos de cuatrocientas páginas. Se trata de
artefactos generalmente denominados best sellers, cuya principal
cualidad es la de permitir un fluido comercio internacional de
papel. El beséler -permítase esta propuesta para
la Academia, y sus
derivados beselerear, beselerización y beselerotomía,
esta última de urgente aplicación- está constituído
por un título, un seudónimo
y cierta cantidad de siglas que corresponden a organismos gubernamentales
estadounidenses, verbigracia CIA, FBI, MDP o SRL. De su lectura
se desprende la afición de sus lectores
por la contemplación de la Nada y sus inmediaciones. Cada
cierto tiempo, cae bajo los ojos
de quien esto escribe uno
de estos dispositivos, ya sea porque aparecen en el armario de
"Libros para reseñar" de la presente revista,
o bien porque, anclado en casa ajena de sobrio balneario, una
breve biblioteca ofrece los lomos brillantes con grandes caracteres
occidentales como una invitación a olvidarse del reloj.
Leer un beséler me produce el oscuro placer
de descubrir la misma repetición de viejas fórmulas,
generalmente escritas de mal en peor, asociado con la esperanza
de encontrar una trama que al menos no contenga errores, ansia
sistemáticamente frustrada, que no por ello implica una
derrota anticipada. Pero durante los últimos días
he ido descubriendo que la beselerización de la cultura
es uno de los ejes del mundo. Hay que aclarar, por cierto, que
beselerear es una actividad norteamericana, a la que permanece
ajeno, casi sin excepciones, el resto de los países del
mundo. Como sea, el beséler que me incita a esto fue producido
en Gran Bretaña, por un señor cuyo seudónimo
es John Le Carré. Leer
El Sastre de Panamá, que por cierto merecerá
una reseña próximamente, es darse cuenta de por
qué cinco o seis países son los dueños de
la manivela. En esa novela plagiaria hasta el infinito -como un
fractal, cada trozo,
cualquiera sea la lente aplicada, es igualmente copiado, desde
la frase más breve hasta la idea
general- se percibe claramente la verdadera misión de este
asunto: Definir el Mundo.
Si uno se para delante de un flaco y le dice: "Che, gordo",
pueden pasar dos cosas: si uno está destinado al fracaso,
el flaco no hace caso; pero si uno es un triunfador, en poco tiempo
el flaco se convence rotundamente de que es gordo. Con la beselerización,
regiones como América Latina, Africa y Asia son definidas
como mundos tropicales donde siempre hay una temporada de lluvias
(aún en zonas tan inconvenientes
como la Patagonia), campea el soborno y el tráfico de
drogas, nacen
epidemias como el SIDA o el ébola, se cultiva el
machismo y se comercia con niños
y riñones y por fortuna siempre hay un mestizo que
a pesar de serlo es bueno y cree en el Foreign Office. Entonces
uno, que creía ser un flaco genético, termina convencido
de que ha vivido equivocado. Y esta gente sigue escribiendo, y
así les va: bien.
Por supuesto, la función de los beséleres no se
limita a indicarnos cómo somos, pero esa es otra cuestión.
Importa más observar que un inglés pedante se atreve
a escribir: "Panamá tiene chismorreo en lugar de
cultura",
tan ensimismado en el espejo
que no se da cuenta de su propia flagrante falta de roce. O practicamos
seriamente la beselerotomía, o, con todo este asunto de
El Niño vamos a terminar convencidos de que las inundaciones
son el producto de nuestra hasta ahora irreconocible temporada
de lluvias.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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