A modo de epígrafes:
I
love your body and your spirit and your clothes.
L.Cohen,
First we take Manhattan
Menos aventuradas son sus prendas
Que su cuerpo en su cenit,
Cosidas como ella,
Cosidas a su alma de por vida
Djuna
Barnes, Seen from the L,
The Book of Repulsive Women, 1915.
Ella era una criatura
plástica, hecha de destellos y detalles como un afiligranado
vitreaux art-nouveau, una mujer inexplicablemente aurática.
Todo en ella: que su nombre fuera Djuna, una mezcla del príncipe
indio llamado Djalma en El judío errante de Eugéne
Sue, y la forma en que su hermano Thurn pronunciaba la palabra
luna; que hiciera acrobacia decadentista con tinta
china sobre el papel blanco creyéndose la encarnación
norteamericana de Aubrey Beardsley; que cruzara de determinada
forma las tirillas de sus zapatos negros y fuera una de las primeras
en animarse con el genre pauvre de Coco Chanel. Que caminara por
la Quinta Avenida con la famosa capa negra de Peggy Guggenheim,
que hicera cínicos e ingeniosos malabares con su conversación
de salonière, y que T.
S. Eliot
colgara una foto de ella en su despacho muy cerca de una de Valéry,
una de Keats y otra de Groucho Marx; que fuera vecina de E.E.
Cummings en el legendario Patchin Place de Greenwich Village;
y que nunca aceptara conocer a Carson McCullers.
En detrimento de su obra, esto u aquello, dice cierto criticismo
feminista que busca alistarla al corpus furiosamente anti-patriarcal
del París-Lesbos de los años 20. Y en detrimento
de su obra, esto u aquello, quienes quieren desde otro lado proponerla
como único exponente femenino que puede atreverse a rondar
la casa de la sagrada trilogía Joyce-Eliot-Pound. No es precisamente justo, pero su estilización
como personaje literario no fue menos importante que el mejor
poema de Ezra
Pound,
y acaso porque Pound sabía eso, jamás pudo soportarla.
Dijeron:
Es mucho mejor un texto sin adornos. Fueron los editores
de Boni & Liveright, mientras duraron las tratatativas para
publicar Ryder, su primera novela. En esta torpe descalificación
de su arte -las ilustraciones como elemento prescindible, ajenas
al texto- subyace la misma concepción por la cual la historia
de la crítica literaria que se ha venido ocupando de Djuna
Barnes se siente tentada a reprimir su costado glamoroso y plástico,
como si éste pudiera sabotear la solvencia de su obra; como si no fueran
elementos íntrinsecos, específicos de su textualidad.
Pero el
acercamiento ensañadamente textualista a su obra, tiene
motivos más o menos lógicos, sin embargo. En primer
lugar, porque quien más se ha ocupado de ella, sobre todo
a partir de los 70s y 80s, es la crítica feminista:
en su rescate de las poéticas modernistas femeninas para
un canon básicamente masculino, parece verse en la obligación
de relegar su objeto de estudio al espacio exclusivo del texto,
ya que se sabe que la frivolidad o la superficialidad malentendidas
han sido tradicionalmente achacadas al sexo femenino.
Y parece
lógico -en este contexto de discutibles razonamientos-
que uno se sienta incapacitado de ir a pelear con un Joyce o con
un Eliot con el arsenal provisto por los más modernos estudios
culturalistas,
en donde sí cabe lugar para el estudio de un concepto tan
atorrantemente vago como el aura de un escritor, su
plasticidad, etcétera.
La crítica, digamos anacrónicamente estructuralista de su obra, se
justifica también cuando se sabe que Djuna Barnes es una
escritora básicamente autobiográfica, y que se han
cometido verdaderos crímenes interpretativos con ella,
seudolacanianismos asombrosos. También la crítica
literaria del lesbianismo literario, ha querido inscribirla en
su particular linaje de amazonas parisienses; y en
ese juego, otra vez Djuna y su aura salen perdiendo.
Mucho más claros como paradigmas de literatura lésbica
han resultado Natalye Barney o Gertrude Stein, pero con Djuna,
y también con Hilda Doolittle, todo se vuelve mas complicado.
No sólo por lo de su bisexualidad, sino porque ambas se
han negado explícitamente a integrar ese canon, aún
cuando escribieron textos que discuten de una u otra forma la
homosexualidad femenina. El texto lésbico no se condice
pues, con la estilización glamorosa -que tradicionalmente
se supone femenina- de Djuna Barnes. Estilización que
le ha valido la consagración como la Garbo de la
literatura; una ecuación también inexacta
que Djuna habría juzgado estúpida.
París-Lesbos
Jamás
dos momentos históricos tan luminosos pelearon así
por una mujer. A Djuna Barnes la siguen disputando París
y el Greenwich Village. Ella es una perfecta excusa para vagar
por los pálidos y elegantes años neoyorquinos de
la pre-guerra. Entrar al cobertizo del muelle de los Provincetown
Players, el grupo teatral experimental neoyorquino que
hizo despertar de un largo sueño a la dramaturgia norteamericana;
entrar y ver a Djuna Barnes discutiendo con Chaplin, mientras
los poetas Mina Loy y William Carlos Williams repetían
su letra jugando a ser actores. Los pálidos y suaves años
de Albert Stieglitz y sus fotografías de calles y ventanas
indiscretas, al ritmo elegantemente ocioso de una New York de
carrosas y salones.
Pero la
historia literaria la discute, porque ella es una perfecta excusa,
a su vez, para tomar el mapa de la Rive Gauche parisiense de los
20s, y tratar de encajarla de algún modo en el puzzle de las célebres
expatriadas estadounidenses, como Edith Wharton, Gertrude
Stein y Alice B. Toklas, Natalye Barney, Mina Loy, Janet Flanner,
Margaret Anderson, Anaïs Nin, Sylvia Beach, Adrienne Monnier,
Colette, Nancy Cunar, H. D (Hilda Doolittle) y un largo etcétera. Toda
una comunidad artística de mujeres escritoras, libreras,
periodistas, imprenteras, responsables históricas de la
inserción definitiva de la mujer-artista en el espacio
público del arte del s. XX: su promoción, discusión,
circulación y comercialización.
El
París-Lesbos de la belle époque donde el
lesbianismo comenzaba, tibiamente, a dejar de ser entendido como
patología, donde se disctutían los recientes descubrimientos
de algunos fragmentos de la poesía de Safo, una oportunidad
para ampararse en una tradición literaria e histórica
que les había sido saboteada.
El París demagógico en donde la homosexualidad masculina
se ostentaba con traje de elegante dandysmo en el salón
privado. El París homosexual de la haute
bourgeoisie de Proust y el París lésbico del
demimonde teatral de Colette. El París promiscuo
de los 20s, donde estaba permitido saltar alegremente de
una cama a la otra. Como en el carnaval medieval después
de la cuaresma, aquellas mujeres saludaron cortésmente
al pacato s. XIX, y sin dejar que la pollera bajara del todo,
corrieron al espejo a maquillarse, desnudarse, travestirse.
Morir
correctamente, morir en aeroplano
El
halo que reposaba sobre la cabeza de Djuna Barnes cuando transitaba
la Quinta Avenida parece estar hecho de la luz beatífica,
aristocrática y difusa de las fotografías neoyorquinas
de Albert Stieglitz. Djuna lo entrevistó alguna vez, dejando
constancia implícita de su amistad en el tono íntimo
y anécdotico de la nota. Ella entraba en su galería
de la Quinta, con los labios furiosamente rojos y un portafolios
de dibujos bajo el brazo; y él le daba una serie de recomendaciones
valiosísimas en clave nada sucede y todo es relativo.
La clásica performance del artista experiente y la chica
novata.
Porque Djuna Barnes era periodista. Pionera en el estilo periodístico-literario
inaugurado a principios de siglo que se conoció luego como
el New York style. En Djuna, ese estilo se mimetizaba con
el código decadente del fin de siglo, el estilo ultra-ingenioso
de Wilde, el artificio glamoroso,
el apunte satírico o morboso, la provocación burguesa.
Un artículo publicado en Vanity Fair, titulado ¿Cuál
es la forma correcta de morir?, resulta muy ilustrativo,
en ese sentido. Allí se proponían doce
muertes elegantes para damas audaces. Una rubia ha
de colgarse dulce, airosa y tenazmente por el cuello
mientras que la vampiresa morena de gruesos párpados,
fría y cruel ha de elegir el veneno.
Duante los primeros años de su carera trabajó para
todos los periódicos de lengua inglesa de Nueva York exceptuando
el Times: comenzó en el Brooklyn Daily Eagle,
en donde irrumpió con un vestido de calicó y un
cesto en la mano diciendo que ella sabía dibujar y escribir
y que sería un absurdo que no la contrataran. Luego vagó
por las redacciones del New York Press, el New York
World Magazine, el Morning Telegraph y Harpers.
Su amigo James Joyce, a quien también entrevistó
más de una vez, le dijo en 1920 que no escribiera sobre
temas insólitos, que hiciera insólito lo corriente;
que los sucesos extraordinarios corresponden al periodismo, mientras
que lo corriente corresponde a lo literario. Djuna siguió
el consejo a medias. Hizo su periodismo, pero también su
literatura a base de extraordinariedad.
Célebres son en ese sentido sus reportajes sensacionales
(así
los llamaba ella misma): a los veintidós años
escribió algunos de ellos para el Sunday World;
entre los planes temerarios de su director, estaba aquel que
consistía en hacerla subir a un aeroplano de fabricación
casera. Por entonces, su novio Putzi Ernst Hanfstaengl,
un galerista de arte alemán, le ofreció los veinticinco
dólares que habría ganando subiendo al artefacto,
y Djuna renunció a la hazaña.
El avión se estrelló y murieron todos los ocupantes.
Se sometió más tarde a un tratamiento de alimentación
forzada para escribir un reportaje sobre la experiencia:
muchas sufragistas murieron en las cárceles británicas
de principios de siglo debido al método. La chica
y la gorila por su parte, otro de sus reportajes, consistía
en una irónica entrevista con Dina la bosquimana,
un especimen africano de dimensiones sorprendentes, enjaulado
en el zoo del Bronx, y Mis aventuras cuando me rescataron
versa sobre el resultado de una visita que realizó en
abril de 1914 a la escuela de bomberos de la calle Setenta y
Siete. En su primer descenso, salió por una ventana y
bajó por una cuerda desde unos treinta metros de altura.
Para entonces era la inquietante y brillante periodista de New
York, y la más glamorosa de las habitantes del edificio
número 86 de la avendia Greenwich, donde Djuna compartía
un piso lleno de periódicos con Courtney Lemon (jovenzuelo socialista,
que leía vorazmente filosofía y teoría política). El edificio
albergaba una asombrosa colección de residentes. Susan
Light, y su marido Jimmy, actor y director de los Provincetown
Players, alquilaron la residencia -una suerte de Palacio Salvo
con escaleras quejumbrosas, goteo de bañeras e inodoros
deficientes- y subarrendaron habitaciones a diversos personajes
del Village: Berenice Abbot, la fotógrafa, Mina Loy, una
de las poetas más brillantes del principios de siglo neoyorquino,
Marcel Duchamp, el fotógrafo Albert Stieglitz, Eugene
O`Neill.
El alma del Village, y el alma de Djuna entonces, estaba con
los Provincetown Players: muchos de los amigos de Djuna pertenecían
a este grupo teatral, fundado por George Cram Cool y su esposa
Susan Glaspell en 1915, núcleo fundacional del teatro
experimental independiente de la ciudad. Representaban sus obras
en un cobertizo situado en un muelle. Algunas de las primeras
obras de ONeill nacieron allí, y allí se
estrenaron la célebres Watch a Sunrise de Wallace
Stevens, y Lima Beans de Alfred Kreymborg, con los protagónicos
interpretados por Mina Loy y William Carlos Williams.
Allí
se conocieron Djuna y Chaplin, y fue el clima de este grupo el
que animó las primeras piezas de teatro de Barnes, publicadas
en el New York Telegraph. Básicamente, todas compartían
su tono ultra-decadente, y dialogaban, no tan solapadamente, con
dos irlandeses: Oscar Wilde y John Millington Synge.
Djuna ha sido insistentemente acusada de ciertos robos
literarios: la presencia de Joyce en El bosque de la noche,
Wilde en su periodismo y en ciertos relatos, y Synge en su dramaturgia.
Éste último uno de los escritores que más
la cautivarían: lo leyó atentamente durante casi
diez años, e incluso llegó a publicar un artículo
en 1917 (The
Songs of Synge: The Man who shapes his life as He shaped his
plays),
ilustrado con sus inevitables dibujos beardsleyanos.
La
Rive Gauche
La revista McCalls envió a Djuna Barnes a
París en abril de 1921 (cuarenta
años antes la misma revista había enviado a Londres
a su abuela Zadel),
para que se desempeñara como cronista de costumbres del
ambiente cultural de la Rive Gauche; las destinatarias estadounidenses
esperaban un poco de aventura romántica, algo de moda,
y mucho de bohemia. Djuna era especialmente apropiada para la
misión. Vagaries Malicieux se publicó
en mayo de 1922: recogía algunas impresiones bastante
desfavorables sobre París -incluso algunas sobre Joyce,
a quien conoció inmediatamente a su llegada- en el estilo
pretencioso de periodista hastiada del mundo que lo ha visto
todo.
Con el tiempo,
París se convertiría en una suerte de paraíso
para ella; allí conocería a Thelma Wood, y allí
modelaría su escritura y su actitud literaria.
Nunca perteneció del todo al grupo de la rue lOdéon,
el centro intelectual de la comunidad de expatriados en París,
la calle de Shakespeare and Company y La Maison des Amis des Livres,
las librerías de Sylvia Beach y Adrienne Monnier.
Aunque
era muy conocida por ese grupo, y aunque se la cita prácticamente
en todas las memorias de la época, Djuna siempre perteneció
a la gente de McAlmon, el grupo de expatriados en
París que había formado parte de Greenwich Village.
París siempre la recordará como la mujer más
bella, la más excéntica y la más ingeniosa
saloniére entre las mujeres. Sentada en el Dome, la Coupoule
o el Café de la Flore, vestida con la larga y monárquica
capa de Peggy Guggenheim, un block en una mano y un trago en
la otra.
Química
& Satélites
Así es el universo de El bosque de la noche (Nigthwood, 1936): una serie de personajes
giran como satélites, según una lógica cósmica
extraña, alrededor de Nora Flood. La historia es la de
los acercamientos, los contactos y las repelencias entre esos
satélites químicamente distintos. Material químico
que muta, y que establece contactos, compatibles o no según
los ciclos, con el material químico de los otros. No importa
en verdad el resto; no importan los géneros o sexos, ni la
homosexualidad ni la heterosexualidad de nadie: importa su compatibilidad
o incompatibilidad química, y la pésima, amorfa,
y arbitraria regulación del universo, en donde todos estos
seres chocan desorbitados, creyendo tener destinos, dioses, y
otras muchas trascendencias.
Y así fue el universo de Djuna Barnes durante su larga
vida. Qúimica favorable o desfavorable, con unos cuantos
satélites. Su familia primero, y algunos otros que fueron
apareciendo con el tiempo: Thelma Wood, T. S. Eliot, James Joyce,
Peggy Gugghenheim, Emily Coleman, son acaso los que mas influyeron
o distorsionaron su rumbo. La grabadora Thelma Ellen Wood (1901-1970) fue el gran
amor de Djuna. El bosque de la noche contrapuntea esa conflictiva
relación de casi ocho años, signada por los celos,
las borracheras, las infidelidades (de Thelma) y los reproches (de Djuna).
En cuanto a Peggy Guggenheim y Emily Coleman, fueron sus dos
grandes benefactoras y promotoras literarias. Peggy, hija de
Benjamin Guggenheim, había heredado una gran fortuna tras
la muerte de su padre en el hundimiento del Titanic, y fue una
de las mas excéntricas y destacadas benefactoras de principios
de siglo, rodeándose de artistas e intelectuales a quienes
promocionaba, costeándoles ediciones y exposiciones. Fueron
célebres los veranos del 1932 y 1933 en Hayford Hall,
su casa de campo en Inglaterra, en donde Djuna escribió
buena parte de El bosque de la noche. Allí alternaban
artistas e intelectuales norteamericanos, ingleses, berlineses,
y en honor a la promiscuidad y las borracherras cometidas, la
casa fue bautizada por Djuna como Residencia Resaca.
Djuna
nunca se mostró del todo afectuosa con Peggy Guggenheim,
a pesar de que ésta costeó sus gastos hasta no
mucho tiempo antes de morir.
Con Emily Coleman, crítica y escritora, famosa sobre todo
por su novela The Shutter of Snow (1930), las cosas no eran iguales. Si Guggenheim
tenía dinero, Emily tenía verdadera fe en su trabajo,
valiosos contactos y una agenda en la que estaba el nombre de
T. S. Eliot. Djuna había publicado ya varios libros con
el sello Boni & Liveright (A
Book, Ryder) y las ediciones de ambos habían resultado
demasiado irritantetes. Así que Emily Coleman decidió
ir a ver a Eliot. Y fue Eliot, desde el sello Faber & Faber,
quien publicaría la novela y quien se convirtiera en tutor
y angel guardián de aquella excéntrica y bella periodista
que escribía novelas desconsoladamente crípticas.
Según
Emily Coleman, la actitud de Djuna con Eliot era la de una
niñita que ofrece una manzana al maestro. Djuna
nunca negó eso y, al igual que con James Joyce, se sentía
enormemente halagada de que ambos respetaran tanto su trabajo.
También se sintió halagada por el entusiasmo de
Dylan
Thomas
con la novela: leía pasajes de la misma en Cambridge a
sus alumnos, y las imágenes de uno de sus poemas están
inspiradas en el libro de Djuna. Para Dylan Thomas se trataba
de la mejor escritora entre las que había leído,
y años después lo confirmaría grabando con
su voz El bosque de la noche para Caedmon Records.
Pero no todos se entusiasmaron con el libro. Eliot no consiguió
nunca que André Gide escribiera un prólogo a la
traducción francesa. Tampoco a Ezra Pound le gustó
la novela.
Hay toda una chismografía literaria respecto a la mala
relación de ambos; que Pound no soportaba la combinación
de su belleza con su inteligencia y sus preferencias sexuales;
que Pound se sentía frustrado porque ella lo había
rechazado como amante; que simplemente él no soportaba
que Joyce y Eliot hubieran apadrinado a una mujer que hacía
arte con su vida comercializando su belleza y su excentricidad
a través de lo literario. Lo cierto es que jamás
simpatizaron; el descrédito público de Djuna llegó
a convertirse en obsesión de Pound durante cierto lapso
de tiempo, descrédito que indirectamente tocaba a Eliot
y a Joyce, sus padrinos literarios. Pound llegó
a escribir unos versos maliciosos sobre ella:
Había
una vez una dama llamada Djuna
que escribía casi como un mono. Su
prosa hinchada no tenía pies ni cabeza;
ojalá la Ballena lo descubra pronto.
(D. D. Paige,
The Letters of Ezra Pound, Harcourt Brace, Nueva York, 1950)
Y Djuna
decía de Pound en una carta a Emily Coleman:
Ahora
se cree una especie de César Borgia y a tal fin ha hecho
pintar columnatos y qué se yo en las paredes de su estudio
de tres por dos. Olga Rudge (ex lesbiana, pobrecita, y madre
de Omar, u Homero, no sé, Shakespeare Pound) sigue con
las cabras en el monte, aunque de vez en cuando le permiten bajar
por las piedras resbaladizas de Rapallo a tocar el violín
en la capilla, la señora Pound en algún sitio cerca,
¡maldiciendo las barbas de él, supongo! Él
escribe en la gaceta local y habla como un paleto, cada vez que
abre la boca se le cae un tallo de trigo. (20 de febrero
de 1937)
Desmoronándome
muy bien, gracias
No puedo ir a Arizona, cariño, aunque me gusta
la idea del Oeste pero, no sé, representa todo lo que
odiaba de mi padre, el aspecto Mark Twain, Bret Hart, Walt Whitman;
Ezra Pound y su prosa de papanatas palurdo, le escribía
a Emily Coleman en 1939, rechazando una invitación solidaria
de su amiga para sacarla de un cuarto atiborrado de libros, ceniceros
repletos e incontables botellas de whisky. Djuna no paró
de beber y fuma indiscriminadamente hasta 1950; hacía
gala de un ingenio increíble cuando debía justificarse
ante sus amigos. De vuelta en New York, encontró un pequeño
apartamento en Patchin Place, el legendario edificio de cincuenta
pisos en dos hileras que había habitado Jane Bowles. Y
allí pasó los últimos cuarenta años
de su vida, alimentando su leyenda a base de mal humor, hostilidad,
y neurosis.
Me considero (pregúntale a Johny) cínica,
algo resentida y correcta, con esa frialdad francesa, exactamente
lo contrario que tú. Empecé tétricamente
sentimental, lo cual es estúpido. Nada me gustaría
más ahora por tanto que escribir lógicamente y
sin emoción. Totalmente imposible para mí, claro.
Incluso en Shakespeare encuentro demasiada dulzura. ¡No
conozco a ningún escritor tan despiadado como sería
yo! Proust, entre sus carámbanos, rezuma sentimentalismo.
John Holms dijo que mi libro era el más oscuro y triste
que había leído. Si alguna vez acabo otro (cosa
incierta), me gustaría que fuera implacable y cruel, tan
cruel como la realidad escribió a Emily Coleman
en octubre de 1942.
Fue partir de entonces que cambió su aura
bearsdleyana, decadente y elegante, por el tipo de mujer ruda
y cruel, una suerte de Onetti norteamericana; el verdadero ogro
sabio que no salía de casa y que prácticamente
no recibía a nadie. Vivir hasta los 90 años no
fue fácil para ella: cuando le preguntaban por su salud,
respondía: Desmoronándome muy bien, gracias.
Sólo
conversaba un poco con E. E. Cummings, vecino de piso, con la
poeta Marianne Moore, o Malcom Lowry, de tanto en tanto. Pero
por alguna razón nunca quiso recibir a Carson McCullers,
a pesar de sus insistencias. Djuna Barnes siempre fue una de
las escritoras favoritas de Susan Sontag; le envío Contra
la interpretación en 1966, y sin embargo jamás
lograron formalizar el encuentro. Barnes escribió a Sontag:
Me han contado que al verme en las calles del Village
te abstuviste de dirigirte a mí porque alguien te ha dicho
que soy un demonio bastante violento e insultante. ¿Me
concederás el placer de hablar conmigo la próxima
vez, por favor? (24 de febrero de 1967)
Djuna Barnes murió en 1982, un 19 de junio. Apenas siete
días antes había cumplido noventa años.
Para entonces ya no dibujaba; E.E Cummings, su vecino, había
muerto casi veinte años atrás; seguía usando
su viejo bastón de ébano con empuñadura
de plata.
Nota: Los datos
biográficos y citas (cartas, testimonios) de esta nota
fueron extraídos de Djuna Barnes de Phillip Herring (Circe,
Barcelona, 1997). Para aspectos mas teóricos o históricos
se ha recurrido, fundamentalmente, a Mujeres de la Rive Gauche
(París 1900-1940), de Shari Benstock (Lumen, Barcelona,
1992).
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 12
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