"Gotta spell on me baby / turning my heart into stone /
I need you so bad / my Junk-Woman / I can't leave no more"
Carlos Santana, Black
magic Woman.
La femineidad de la
droga no necesita ser desmentida. Por algo Venus y venenum
son palmas jimaguas, es decir de idéntica raíz.
Y por algo las florescencias de la Hierba tienen nombre de mujer,
trátese de Rosa María caribe o de Mulatinha
brasileña, amén de otras latitudes. Menos obvio
sería su maternalismo paródico.
La défonce
francesa o "desfonde" alude a la tóxica disolución
de las estabilidades; el italiano sballo, empréstito
de tahúres, indica el pasarse de puntos en la veintiuna
del sentido, así como la rota dibuja la circunscripción
de la "crisis de abstinencia"; mientras lo que mitifica
el norteamericano al volverse "de piedra" o stoned
por aquí es experimentable a título de "traba"
en correspondencia a la interrupción de las cadenas operacionales.
Hacer del obstáculo
un vehículo, de la detención un acceso, es la paradoja
del viaje inmóvil que manifiestan en su homofonía
el árabe Kief, "reposo", y la marca marroquí
de cierto carburante para alfombras voladoras, el Kif.
En Marruecos justamente circula un llamado a la temperancia del
marijuanero que proyecta el cuadrilátero de la alfombra
hacia paredes de horno: "Es el kif como su fuego: poco
calienta y quema mucho".
Mas ninguna expresión
como la mejicana hornearse me parece concentrar el sinsentido
fetal de la traba medúsea en vientre candente de vaca
de Falaris. Digo vaca, pues, aunque la máquina del miserable
milagro sea asimilable al horno en forma de toro que para deleite
del tirano de Agrigento transformaba en cantos sublimes los gritos
de quienes se retorcían en sus entrañas, la extraña
lógica del encabalgamiento del adentro y del afuera inherente
a la identidad asintótica de droga y drogado, por la que
quien mete varillo se mete en él, compele a explotar la
imagen refundiendo el metal de Falaris en el de Pasifae, en la
concha acústica de su madre saturante, la que se pare a
sí mismo, que se da a luz al rojo vivo.
Más allá de
la movediza frontera entre hábito y dependencia, de chicharra
a jeringa, la ansiedad de la aguja y la fiebre de la perforación
sugieren que todo chutero que se respete, todo morfinómano
que se espete una y otra vez, no solamente aspira a la autofecundación
en endogamia absoluta, sino también a parodiar a la madre
para odiarla mejor.
Remito a dos relatos
de Andrés Caicedo, uno de los más fecundos drogadictos
del siglo, apareados en la edición original, para ilustrar
cómo el cuchillo, con que El Atravesado se hunde
en el ombligo de araña metido en la mitad del túnel
del relato que lleva al centro del aro de un eclipse y de la
mirada de su madre, desdobla la hipodérmica desechable
con que el protagonista de Maternidad inyecta medio gramo
de la mejor cocaína en las venas de su esposa, para substituirla
y substraerle el hijo.
El fruto de la maternidad
d(e)rogada, el hijo robado con peluca de Anthony
Perkins, cuando no es un texto, porque fármaco puede
ser también negrura de letras y piel de página,
es absorto aborto de escritura
indescifrable, tarjeta perforada de computadora tartamuda, o,
en el mejor de los casos (o sea en el hipotético instituto
amazónico de enseñanza primaria que fuese administrado
por los propios jívaros que suministran yajé a los
muchachos escépticos y poco dispuestos a las creencias
tradicionales) como asegura el etnólogo Michael Harner,
quien persistiese en la dieta recomendada por Timothy Leary, de
cuerno diario y ácido semanal, figuraría en un rincón
del aula verde, coronado de capirote asnal.
En la menos escolar hipótesis
de un alquimista la misma corona depararía una chance:
el dragón del caos,
que ciñe las sienes cerrando su rueda, puede devorar la
placenta venenosa sobre la que se proyecta el viaje,
que ha incoporado su término, y escupir el principio de
un nuevo orden.
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