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             Desde
            1980 a la fecha, Uruguay ha producido decenas de poetas. Ese
            es un hecho conocido por cualquier persona que se mueva en el
            ambiente literario, o que lo conozca de lejos; a las publicaciones
            -numerosísimas, sobre todo en la primera de ambas décadas-,
            deben sumarse las lecturas de poemas en lugares públicos,
            muy frecuentes en los últimos cinco años, y la
            producción no recogida en libro, ni leída, pero
            sí divulgada por medio de talleres literarios en el mismo
            período. La cantidad es, a su vez, índice de variedad,
            sobre todo si se tiene en cuenta que en estos diecisiete años
            conviven al menos dos generaciones: es difícil equiparar
            la poesía de Luis Bravo (1957) a la de Pablo
            Galante (1970) por la diferencia
            de mundos, de actitudes ante la poesía, de opciones ante
            el texto y los materiales. 
 
            Esos son tan sólo ejemplos. Lo que interesa es que la
            dificultad de publicar, incluso su inutilidad en términos
            de llegada comercial, no han disminuído el interés
            por la poesía en Uruguay, sea cual fuere la forma en que
            se presente -escrita, oral, en performances, en CD-Rom-. Por
            otra parte, esa necesidad expresiva sirve para pasar de lo sociológico
            a lo estético, en la medida en que lo hecho en estos años
            en nombre de la poesía puede concebirse como un cuerpo
            más o menos estable en el que cristalizan algunas constantes:
            son los modos cómo el Uruguay ha recibido los cambios
            culturales, y por consiguiente también poéticos,
            de las últimas décadas; son el enganche de esos
            modos con las tradiciones hispanoamericanas y nacionales y, finalmente,
            las respuestas que esta época está dando al problema
            del lugar de la poesía en el mundo. 
              1980 está 
                ubicado al final del período de la dictadura uruguaya y 
                también al comienzo de una crisis de lo que puede llamarse, 
                parafraseando a Haroldo de Campos, los lenguajes 
                exclusivos; una crisis interna de la literatura, que se 
                explica por la saturación de los moldes genéricos 
                y deriva en el cruce y la penetración de distintas formas 
                de discurso, y que se junta a su vez con otra: la de la vigencia 
                de los modelos de escritura adscriptos a la vanguardia de los 
                años 60-70. Es decir, una liberación natural, 
                de evolución, se suma a otra, que es precisamente la negación 
                de la idea de evolución. En ese doble movimiento está 
                tal vez la clave de la poesía uruguaya de estos años: 
                las diferencias (indudables, 
                como las que pueden encontrarse en cualquier otro período) son las modulaciones 
                de una misma estructura, que podría llamarse, de manera 
                más o menos adecuada, posmodernidad. 
            Hay,
            como se ha dicho, dos generaciones: la de principio de los años
            80, y la de principio de los 90. Entre unos y otros, una variante
            sustancial: la idea de incidir en la realidad (encarnada, sobre todo, por los integrantes
            del grupo Ediciones de Uno) pasó al énfasis en la
            expresión individual.  
 
                Es decir, una diferencia social que no hizo a la problematización 
                común de la experiencia poética; de un modo u otro, 
                de un extremo al otro del período, escribir poesía 
                es la respuesta -si volvemos al terreno estético- a la 
                necesidad de expresarse en un canal ya saturado por las prácticas 
                de todo el siglo y de todo el mundo hispanoamericano: las experiencias 
                de vanguardia, la poesía social, el confesionalismo, la 
                coloquialidad, el buen decir de los maestros -Paz, Borges, Neruda, Vallejo- operaban como 
                un bloqueo, ciertamente explicable.  
 
                Si esos moldes no servían, o servían provisoriamente, 
                era necesario ampliar el registro de la poesía, entre otras 
                razones porque había un mundo distinto que expresar. Hay 
                una reacción ante el mundo tal como se propone, desde un 
                background particular situado en la música -sobre 
                todo el rock- las imágenes -el cine, el videoclip, 
                el comic, el delirio individual- 
                y en una visión de la cultura que rescata modelos contestatarios, 
                de renuncia o de marginalidad -Jack Kerouac, Carver, Bukowski, 
                Alejandra Pizarnik, Artaud, Marcel Duchamp; 
                en el Uruguay, Marosa Di Giorgio, Mario Levrero, Eduardo Mateo, 
                aunque también pueden ser Alfredo Fressia o Roberto 
                Echavarren, 
                o no existir-.  
 
            A partir de ahí, la poesía puede encararse como
            un terreno de búsquedas, lo cual explica, en un extremo
            del espectro, las salidas fuera de marco de las performances
            y las experiencias en Cd-Rom de Bardanca, Wojciechowsky, Bravo
            o Isabel de la Fuente; es decir, el roce de lo poético
            canónico con la música, el teatro,
            la imagen o las superposiciones de voz grabada, de modo de lograr
            una resonancia o un espesor adicionales para la palabra escrita.
 
 
            El problema fundamental es el desgaste de la manera tradicional
            de escribir: si se atiende a los resultados generales de todo
            este grupo de escritores, el rechazo no se dirige tanto a la
            coincidencia de texto y significado, sino a la gramaticalidad
            esperable del enunciado poético -es decir, el escribir
            bien atribuible por un lado a la tradición normativa
            del 45, y por otro a la conciencia textual de la vanguardia,
            ambas frías-.  
 
            El desborde de ese modo gramatical -aunque la denominación
            parezca un contrasentido, si se tiene en cuenta lo que hicieron
            con la gramática algunos vanguardistas- pasa también
            con los tipos de discurso: un libro de poemas puede ser también
            un mosaico de citas, una serie de apuntes personales, una historia,
            una crónica, entre otras variantes. 
              Peveroni, Ojeda, Wojciechowski, 
                Blanqué, aunque no sólo ellos, conciben algunos 
                de sus textos como un salto hacia fuera, como una ruptura de las 
                expectativas de lectura: si se considera 
                exclusivamente el formato de esos intentos, se percibe el esfuerzo 
                por acumular esos marcos, lo cual impediría situar el impulso 
                expresivo en un solo lugar físico.  
 
            El poema es un poema, pero además es un acto de autorreflexión
            sobre la forma de verter una experiencia en un molde insuficiente:
            en algunos casos, da la impresión de que los movimientos
            del texto no fueran parte de un proyecto sino de un estiramiento
            natural de la letra escrita; en otros, la forma externa
            determina el comportamiento de los signos, su forma de juntarse,
            en cada fragmento. Es bajo los signos del fragmento y del cambio
            que transcurre una línea de la poesía del período.
 
 
                En cuanto al fragmento, el aislamiento de un bloque de palabras, 
                una frase o una palabra, hay suficientes ejemplos; también 
                modelos, aunque no sean reconocidos -Ungaretti, Milán, Fierro-.  
 
            Se trata de la concepción del poema como un entramado
            -a veces azaroso- de golpes verbales que funcionan como instantáneas
            fotográficas o planos cinematográficos. En Bardanca,
            Richieri, Galante, Elder Silva, el fragmento equivale a síntesis
            que procura una densidad visual extra o una mini-narración
            que se despliega, detenida, ante el lector. Si bien es cierto
            que su acumulación puede saturar y convertirse en enumeración
            caótica, en muchos casos apunta a ese cruce de la telegrafía
            y el periodismo con que McLuhan designó la revolución
            poética de Mallarmé. 
 
                El cambio, por su parte, está en el pasaje de un registro 
                a otro, y también en el uso momentáneo del cliché, 
                del lugar común del habla de cualquier tipo. El anuncio 
                publicitario, 
                el slogan político, la frase hecha o el giro coloquial 
                pueden aprovecharse por lo que dicen, tomarse tal como están 
                en el repertorio lingüístico: es un acto de apropiación 
                de lo cotidiano que sale del coloquialismo de Laforgue, de Eliot, de Pound, y hasta del argentino 
                César Fernández Moreno, y que resulta en la suspensión 
                paródica del fragmento y la ondulación significante 
                del texto.  
 
            Por una pate -la menos frecuente- ese mismo recurso se acerca
            al neobarroco rioplatense -de Echavarren, Carrera o Perlongher-
            por la deriva imprevisible del texto entre charcos ajenos a lo
            poético; por otra es el signo de una actitud paródica,
            por la cual el texto se sitúa afuera del discurso que
            integra, y lo convierte en secundario, como materia a tratar.
 
 
            Desde una constelación de valores que incluye el papel
            tradicional del poeta frente a la sociedad -sensible, desubicado,
            infeliz, perceptivo- el poema arrastra menciones de los desprestigiado,
            lo que pertenece, como emanación, al mundo extra-poético.
            Son dos operaciones diferentes: en el caso del neobarroco la
            atracción de lo no textual funciona como un diálogo,
            y por consiguiente todos los elementos quedan a un mismo nivel,
            lo cual genera una relativa inseguridad en la lectura: ¿qué
            es lo que corresponde a lo específicamente literario?
            ¿desde dónde se dirige el trabajo? ¿qué
            sentido tiene la incorporación de signos ajenos al contexto,
            si no se determina el lugar que ocupan?  
 
            La respuesta a todas esas preguntas está en el propio
            discurso, que se propone como una polifonía sin centro,
            o para la cual la mención de un elemento adquiere valor
            instrumental -fónico, de espesor o de enganche -oblicuo-
            con otros elementos del texto. 
 
            En el otro polo, el de la parodia desde afuera, la
            jerarquización de niveles ideologiza la expresión:
            es un diálogo sólo aparente, porque se sabe siempre
            quién manda. Entre uno y otro, una variedad de discursos
            que mantienen, esporádicamente, la deriva significante.
            Hay una resultante de la mezcla, que es la llegada al texto de
            un nivel de dicción situado en la más estricta
            coloquialidad, y que justifica el exabrupto, muchas veces humorístico,
            o la desfachatez lisa y llana.  
 
                Cuando no se trata de citas sino de producir un discurso -por 
                ejemplo, Barrubia, Biurrun, Tizzi- la parodia se convierte en 
                irreverencia: es la misma ideología consistente en no aceptar 
                las connotaciones de lo establecido, dentro o fuera de la literatura. 
                De ahí la reducción de signos de prestigio a palabras 
                que pueden tratarse directamente, o de manera no respetuosa; lo 
                mismo que se hace con lugares comunes románticos, periodísticos 
                o políticos puede hacerse con conceptos provenientes de 
                una rama prestigiosa de la cultura -historia, filosofía, 
                o la propia literatura-. En esos términos se plantea 
                el diálogo entre el texto y sus materiales, en un caos 
                o descuido compositivo que permite decir, virtualmente, cualquier 
                cosa. 
              En este 
                punto el rock opera como mecanismo de franquía: 
                el discurso se suelta, se abre, se repite, se oscurece: la rebelión 
                se desliza de lo socio-político a lo sonoro y a una de 
                las formas de verbalización más interesantes del 
                período, que es la entrada de lo coloquial al texto a un 
                nivel más profundo. No se trata de determinadas palabras, 
                solas o agrupadas, sino de un impulso que las conecta, las separa 
                o las prolonga en períodos. Algunos textos de Inverso, 
                de Volonté o de Peveroni están trabajados en función 
                de una estética respiratoria que mimetiza la sintaxis de 
                lo coloquial, así como capta las interrupciones del continuo 
                en el tejido de lo real.  
 
            Dentro del verso, de un verso a otro, de un lugar de la página
            al otro, los impulsos se someten a un golpeteo rítmico
            que los acorta o estira. De ese modo se crea un efecto fónico
            independiente del verbal, que puede ir en otra dirección.
 
 
            En todos los casos hay una distancia reflexiva, una contemplación
            del bloque como entidad en movimiento, y también en relación
            con otros: por aquí se llega a la idea de montaje, que
            va desde la alternancia conceptual recogida por el
            texto hasta el roce de imágenes y sonidos que utiliza
            el texto como campo de maniobras. Esa alternancia es el producto,
            a su vez, de otra, que se mantiene a lo largo de las dos décadas:
            la concepción del poema como expresión versus la
            concepción del poema como máquina productora de
            una reflexión nueva. La orquestación
            del impulso y del montaje adquiere sentidos diferentes si se
            ubica de uno u otro lado, ya que no es un procedimiento incuestionable
            en sí mismo -no puede serlo, después de Pound y
            Ernesto Cardenal-. 
 
            Esa orquestación expresiva o productora se aplica, en
            otro nivel, a un tipo determinado de tratamiento del material.
            Tal vez un producto de la irreverencia emanada del rock y del
            énfasis en lo coloquial, la pérdida de distancia
            entre lenguaje y mundo obliga al encare directo de los hechos.
 
 
                Dos elementos intervienen aquí: la sustitución de 
                teoría por experiencia y el privilegio del presente como 
                tiempo, tanto de la escritura como de la realidad. Un lugar, 
                una situación, una persona, un sentimiento, una acción, 
                se acercan hasta un primer plano que los minimaliza: ahí 
                están y hay que tratarlos, sin plano de fondo que los explique 
                o justifique su elección. La desnudez de los hechos posibilita 
                el desborde de los sentidos: de ahí el énfasis en 
                lo erótico y en la sensibilidad, que responden al mismo 
                enclave doble: si por un lado son el enganche con lo confesional, 
                por el otro se convierten en líneas de fuerza no verbales del 
                poema. 
 
            El trato directo, como de cuento ocasional y sin intención
            estética, favorece el detalle. Gestos, objetos, circunstancias,
            paisajes: todo llevado a un punto de accidentalidad máxima,
            una cristalización en medio del cambio. El detalle -un
            vestido, un peinado, un sonido de la casa, la marca de un automóvil-
            es objeto de una atención casi maniática, hasta
            el punto de perder significación fuera de la mirada.  
 
            Es el influjo del cine, de un cierto tipo de cine -de Jarmusch,
            de Kieslowski, de David Lynch, de los hermanos Coen- en tanto
            permite la exploración de un tiempo subjetivo de lo objetivo.
            Lo simple se mantiene a la altura, pero es el punto de arranque
            de búsquedas que conectan a la poesía con otros
            géneros, especialmente la narrativa. 
 
                La salida más elemental es la descripción, que es 
                el pasaje de lo dramático a lo documental, del desborde 
                a la decantación; de captar un detalle a tratarlo como 
                figura dialogante del discurso -Labadie, Villanueva, especialmente 
                Mariella 
                Nigro-. 
                En mayor o menor nivel, aquí tiene que haber una conciencia 
                del lenguaje que opera seleccionando, cortando o prolongando; 
                por otro lado, la forma -el esqueleto- de la poesía sirve 
                para graduar instancias de la descripción o intercalar 
                lo fáctico, o lo que se propone como tal, con lo reflexivo, 
                com enseñó John Ashbery. Esa tensión entre 
                lo estático y lo dinámico es un vector de la poesía 
                moderna: su presencia en algunos casos, con modulaciones personales, 
                no es extraña.  
 
                El objetivo, en esta variante, es mantener esa tensión 
                a un nivel de credibilidad suficiente: la lectura promueve un 
                comentario que se desarrolla y no lo anula -caso de Ojeda, o de 
                Bravo en Naturaleza fugitiva-. 
                En cuanto a las anécdotas, hay otro problema a resolver, 
                que pasa a ser una tentación: cómo sacar partido 
                de una historia como secuencia de acciones eslabonadas y conservar 
                la división en versos, lo cual supone dos planos simultáneos 
                de evolución.  
 
                Esa relación con la prosa recibe muchos tipos de tratamiento, 
                uno de los cuales consiste en la acumulación fatigada sin 
                más justificativo que el acto de mostrar una historia; 
                otro, más arriesgado y lúcido, en la imbricación 
                de los dos tipos de sintaxis, que aprovecha el estiramiento narrativo 
                para crear una respiración particular en el desarrollo 
                del poema. Es un ir y venir de un tiempo al otro, de un plano 
                al otro, que puede aplicarse también a casos en que el 
                referente no es una historia sino una reflexión -Mazzucchelli, por ejemplo-. 
            No
            siempre se mantiene la división en versos, sino que se
            opta por el poema en prosa. A eso lleva la intensificación
            enunciativa: com si la discreción clásica de cortar
            en líneas no alcanzara para recibir el impulso, se pasa
            a otro sistema menos reglado, de expresión en continuidad,
            y que acelera el pasaje de un plano al otro. Llega un punto -en
            Guerra, en Tizzi- en que la prolongación del envío
            es un desborde, una elevación de la temperatura del texto
            que impide atender al enunciado: es estrictamente la intensidad
            de decir, que a veces se personaliza en un diálogo simulado.
            Algunos ensayos o narraciones de Bardanca o Escanlar tienen esa
            virtud de informar por desfasaje. 
 
                Lo que se dice, restringido a una historia o a una confesión 
                personal, puede verse en esos casos como la potenciación 
                verbal del imaginario -que se expandiría, por ejemplo, 
                cuando no se queda en lo verbal-. Ese problema del ajuste entre 
                lenguaje y cosmovisión depende de la capacidad opoerativa 
                de cada uno, aunque deba hacerse una precisión: en un alto 
                número de poetas, el rechazo a la conciencia del lenguaje 
                reduce el planteo de cualquier forma obsesiva -ensoñación, 
                experiencia, deseo- a su formulación metafórica, 
                que se supone la forma máxima de creación dentro 
                del género.  
 
                Es decir: se supone una carga previa de poeticidad -locura o singularidad, 
                las más de las veces- y se expresa de modo tradicional, 
                en lenguaje figurado: es la visión de lo bello, si bien 
                se acerca más al desgaste y a la cursilería. El 
                peso de las imágenes se convierte así en un narcótico 
                que anula la información y recupera, paradójicamente, 
                la verbalidad de la que quiere huir. 
 
                Otra de las debilidades posibles está en el uso de las 
                referencias culturales como un decorado, o una compañía 
                que reasegura la llegada del discurso. Hay casos en que eso funciona 
                como un material más, o como un estímulo compositivo, 
                y no como un fetiche -por ejemplo, en Volonté 
                o en Benítez-, y así 
                se privilegia el análisis sobre el objeto. 
              Es un ejemplo 
                más de la intensidad significante que queda como legado 
                del período, junto con la exactitud, la suspensión 
                controlada del discurso, el uso de la imagen como glosa instantánea 
                de una idea y otros, ya mencionados, que tienen que ver con el 
                cómo nombrar en poesía. Ese es un problema que comparten 
                con todas las generaciones, y no es más que una variante 
                del escribir bien, o mal, en sus propios términos, y desde 
                una visión estética que ya tiene algunos resultados 
                concretos. 
             
            *Publicado originalmente en Insomnia
          
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