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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - POESÍA URUGUAYA DE LOS NOVENTA -



El lenguaje de la poesía uruguaya 1980-1997*



Roberto Appratto

El poema es un poema, pero además es un acto de autorreflexión sobre la forma de verter una experiencia en un molde insuficiente: en algunos casos, da la impresión de que los movimientos del texto no fueran parte de un proyecto sino de un estiramiento ‘natural’ de la letra escrita; en otros, la forma externa determina el comportamiento de los signos, su forma de juntarse, en cada fragmento

Desde 1980 a la fecha, Uruguay ha producido decenas de poetas. Ese es un hecho conocido por cualquier persona que se mueva en el ambiente literario, o que lo conozca de lejos; a las publicaciones -numerosísimas, sobre todo en la primera de ambas décadas-, deben sumarse las lecturas de poemas en lugares públicos, muy frecuentes en los últimos cinco años, y la producción no recogida en libro, ni leída, pero sí divulgada por medio de talleres literarios en el mismo período. La cantidad es, a su vez, índice de variedad, sobre todo si se tiene en cuenta que en estos diecisiete años conviven al menos dos generaciones: es difícil equiparar la poesía de Luis Bravo (1957) a la de Pablo Galante (1970) por la diferencia de mundos, de actitudes ante la poesía, de opciones ante el texto y los materiales.

Esos son tan sólo ejemplos. Lo que interesa es que la dificultad de publicar, incluso su inutilidad en términos de llegada comercial, no han disminuído el interés por la poesía en Uruguay, sea cual fuere la forma en que se presente -escrita, oral, en performances, en CD-Rom-. Por otra parte, esa necesidad expresiva sirve para pasar de lo sociológico a lo estético, en la medida en que lo hecho en estos años en nombre de la poesía puede concebirse como un cuerpo más o menos estable en el que cristalizan algunas constantes: son los modos cómo el Uruguay ha recibido los cambios culturales, y por consiguiente también poéticos, de las últimas décadas; son el enganche de esos modos con las tradiciones hispanoamericanas y nacionales y, finalmente, las respuestas que esta época está dando al problema del lugar de la poesía en el mundo.

1980 está ubicado al final del período de la dictadura uruguaya y también al comienzo de una crisis de lo que puede llamarse, parafraseando a Haroldo de Campos, los “lenguajes exclusivos”; una crisis interna de la literatura, que se explica por la saturación de los moldes genéricos y deriva en el cruce y la penetración de distintas formas de discurso, y que se junta a su vez con otra: la de la vigencia de los modelos de escritura adscriptos a la vanguardia de los años 60-70. Es decir, una liberación ‘natural’, de evolución, se suma a otra, que es precisamente la negación de la idea de evolución. En ese doble movimiento está tal vez la clave de la poesía uruguaya de estos años: las diferencias (indudables, como las que pueden encontrarse en cualquier otro período) son las modulaciones de una misma estructura, que podría llamarse, de manera más o menos adecuada, posmodernidad.

Hay, como se ha dicho, dos generaciones: la de principio de los años 80, y la de principio de los 90. Entre unos y otros, una variante sustancial: la idea de incidir en la realidad (encarnada, sobre todo, por los integrantes del grupo Ediciones de Uno) pasó al énfasis en la expresión individual.

Es decir, una diferencia social que no hizo a la problematización común de la experiencia poética; de un modo u otro, de un extremo al otro del período, escribir poesía es la respuesta -si volvemos al terreno estético- a la necesidad de expresarse en un canal ya saturado por las prácticas de todo el siglo y de todo el mundo hispanoamericano: las experiencias de vanguardia, la poesía social, el confesionalismo, la coloquialidad, el “buen decir” de los maestros -
Paz, Borges, Neruda, Vallejo- operaban como un bloqueo, ciertamente explicable.

Si esos moldes no servían, o servían provisoriamente, era necesario ampliar el registro de la poesía, entre otras razones porque había un mundo distinto que expresar. Hay una reacción ante el mundo tal como se propone, desde un background particular situado en la música -sobre todo el rock- las imágenes -el
cine, el videoclip, el comic, el delirio individual- y en una visión de la cultura que rescata modelos contestatarios, de renuncia o de marginalidad -Jack Kerouac, Carver, Bukowski, Alejandra Pizarnik, Artaud, Marcel Duchamp; en el Uruguay, Marosa Di Giorgio, Mario Levrero, Eduardo Mateo, aunque también pueden ser Alfredo Fressia o Roberto Echavarren, o no existir-.

A partir de ahí, la poesía puede encararse como un terreno de búsquedas, lo cual explica, en un extremo del espectro, las ‘salidas fuera de marco’ de las performances y las experiencias en Cd-Rom de Bardanca, Wojciechowsky, Bravo o Isabel de la Fuente; es decir, el roce de lo poético ‘canónico’ con la música, el teatro, la imagen o las superposiciones de voz grabada, de modo de lograr una resonancia o un espesor adicionales para la palabra escrita.

El problema fundamental es el desgaste de la manera tradicional de escribir: si se atiende a los resultados generales de todo este grupo de escritores, el rechazo no se dirige tanto a la coincidencia de texto y significado, sino a la gramaticalidad esperable del enunciado poético -es decir, el ‘escribir bien’ atribuible por un lado a la tradición normativa del 45, y por otro a la conciencia textual de la vanguardia, ambas ‘frías’-.

El desborde de ese modo gramatical -aunque la denominación parezca un contrasentido, si se tiene en cuenta lo que hicieron con la gramática algunos vanguardistas- pasa también con los tipos de discurso: un libro de poemas puede ser también un mosaico de citas, una serie de apuntes personales, una historia, una crónica, entre otras variantes.

Peveroni, Ojeda, Wojciechowski, Blanqué, aunque no sólo ellos, conciben algunos de sus textos como un salto hacia fuera, como una ruptura de las expectativas de lectura: si se considera exclusivamente el formato de esos intentos, se percibe el esfuerzo por acumular esos marcos, lo cual impediría situar el impulso expresivo en un solo lugar ‘físico’.

El poema es un poema, pero además es un acto de autorreflexión sobre la forma de verter una experiencia en un molde insuficiente: en algunos casos, da la impresión de que los movimientos del texto no fueran parte de un proyecto sino de un estiramiento ‘natural’ de la letra escrita; en otros, la forma externa determina el comportamiento de los signos, su forma de juntarse, en cada fragmento. Es bajo los signos del fragmento y del cambio que transcurre una línea de la poesía del período.

En cuanto al fragmento, el aislamiento de un bloque de palabras, una frase o una palabra, hay suficientes ejemplos; también modelos, aunque no sean reconocidos -Ungaretti,
Milán, Fierro-.

Se trata de la concepción del poema como un entramado -a veces azaroso- de golpes verbales que funcionan como instantáneas fotográficas o planos cinematográficos. En Bardanca, Richieri, Galante, Elder Silva, el fragmento equivale a síntesis que procura una densidad visual extra o una mini-narración que se despliega, detenida, ante el lector. Si bien es cierto que su acumulación puede saturar y convertirse en enumeración caótica, en muchos casos apunta a ese cruce de la telegrafía y el periodismo con que McLuhan designó la revolución poética de Mallarmé.

El cambio, por su parte, está en el pasaje de un registro a otro, y también en el uso momentáneo del cliché, del lugar común del habla de cualquier tipo. El
anuncio publicitario, el slogan político, la frase hecha o el giro coloquial pueden aprovecharse por lo que dicen, tomarse tal como están en el repertorio lingüístico: es un acto de apropiación de lo cotidiano que sale del coloquialismo de Laforgue, de Eliot, de Pound, y hasta del argentino César Fernández Moreno, y que resulta en la suspensión paródica del fragmento y la ondulación significante del texto.

Por una pate -la menos frecuente- ese mismo recurso se acerca al neobarroco rioplatense -de Echavarren, Carrera o Perlongher- por la deriva imprevisible del texto entre charcos ajenos a lo poético; por otra es el signo de una actitud paródica, por la cual el texto se sitúa afuera del discurso que integra, y lo convierte en secundario, como materia ‘a tratar’.

Desde una constelación de valores que incluye el papel tradicional del poeta frente a la sociedad -sensible, desubicado, infeliz, perceptivo- el poema arrastra menciones de los desprestigiado, lo que pertenece, como emanación, al mundo extra-poético. Son dos operaciones diferentes: en el caso del neobarroco la atracción de lo no textual funciona como un diálogo, y por consiguiente todos los elementos quedan a un mismo nivel, lo cual genera una relativa inseguridad en la lectura: ¿qué es lo que corresponde a lo específicamente literario? ¿desde dónde se dirige el trabajo? ¿qué sentido tiene la incorporación de signos ajenos al contexto, si no se determina el lugar que ocupan?

La respuesta a todas esas preguntas está en el propio discurso, que se propone como una polifonía sin centro, o para la cual la mención de un elemento adquiere valor instrumental -fónico, de espesor o de enganche -oblicuo- con otros elementos del texto.

En el otro polo, el de la parodia ‘desde afuera’, la jerarquización de niveles ideologiza la expresión: es un diálogo sólo aparente, porque se sabe siempre quién manda. Entre uno y otro, una variedad de discursos que mantienen, esporádicamente, la deriva significante. Hay una resultante de la mezcla, que es la llegada al texto de un nivel de dicción situado en la más estricta coloquialidad, y que justifica el exabrupto, muchas veces humorístico, o la desfachatez lisa y llana.

Cuando no se trata de citas sino de producir un discurso -por ejemplo, Barrubia, Biurrun, Tizzi- la parodia se convierte en irreverencia: es la misma ideología consistente en no aceptar las connotaciones de lo establecido, dentro o fuera de la literatura. De ahí la reducción de signos de prestigio a palabras que pueden tratarse directamente, o de manera no respetuosa; lo mismo que se hace con lugares comunes románticos, periodísticos o políticos puede hacerse con conceptos provenientes de una rama prestigiosa de la cultura -historia, filosofía, o la propia
literatura-. En esos términos se plantea el diálogo entre el texto y sus materiales, en un caos o descuido compositivo que permite decir, virtualmente, cualquier cosa.

En este punto el rock opera como mecanismo de franquía: el discurso se suelta, se abre, se repite, se oscurece: la rebelión se desliza de lo socio-político a lo sonoro y a una de las formas de verbalización más interesantes del período, que es la entrada de lo coloquial al texto a un nivel más profundo. No se trata de determinadas palabras, solas o agrupadas, sino de un impulso que las conecta, las separa o las prolonga en períodos. Algunos textos de Inverso, de Volonté o de Peveroni están trabajados en función de una estética respiratoria que mimetiza la sintaxis de lo coloquial, así como capta las interrupciones del continuo en el tejido de lo real.

Dentro del verso, de un verso a otro, de un lugar de la página al otro, los impulsos se someten a un golpeteo rítmico que los acorta o estira. De ese modo se crea un efecto fónico independiente del verbal, que puede ir en otra dirección.

En todos los casos hay una distancia reflexiva, una contemplación del bloque como entidad en movimiento, y también en relación con otros: por aquí se llega a la idea de montaje, que va desde la alternancia conceptual “recogida” por el texto hasta el roce de imágenes y sonidos que utiliza el texto como campo de maniobras. Esa alternancia es el producto, a su vez, de otra, que se mantiene a lo largo de las dos décadas: la concepción del poema como expresión versus la concepción del poema como máquina productora de una reflexión nueva. La ‘orquestación’ del impulso y del montaje adquiere sentidos diferentes si se ubica de uno u otro lado, ya que no es un procedimiento incuestionable en sí mismo -no puede serlo, después de Pound y Ernesto Cardenal-.

Esa orquestación expresiva o productora se aplica, en otro nivel, a un tipo determinado de tratamiento del material. Tal vez un producto de la irreverencia emanada del rock y del énfasis en lo coloquial, la pérdida de distancia entre lenguaje y mundo obliga al encare directo de los hechos.

Dos elementos intervienen aquí: la sustitución de teoría por experiencia y el privilegio del presente como tiempo, tanto de la
escritura como de la realidad. Un lugar, una situación, una persona, un sentimiento, una acción, se acercan hasta un primer plano que los minimaliza: ahí están y hay que tratarlos, sin plano de fondo que los explique o justifique su elección. La desnudez de los hechos posibilita el desborde de los sentidos: de ahí el énfasis en lo erótico y en la sensibilidad, que responden al mismo enclave doble: si por un lado son el enganche con lo confesional, por el otro se convierten en líneas de fuerza no verbales del poema.

El trato directo, como de cuento ocasional y sin intención estética, favorece el detalle. Gestos, objetos, circunstancias, paisajes: todo llevado a un punto de accidentalidad máxima, una cristalización en medio del cambio. El detalle -un vestido, un peinado, un sonido de la casa, la marca de un automóvil- es objeto de una atención casi maniática, hasta el punto de perder significación fuera de la mirada.

Es el influjo del cine, de un cierto tipo de cine -de Jarmusch, de Kieslowski, de David Lynch, de los hermanos Coen- en tanto permite la exploración de un tiempo subjetivo de lo objetivo. Lo simple se mantiene a la altura, pero es el punto de arranque de búsquedas que conectan a la poesía con otros géneros, especialmente la narrativa.

La salida más elemental es la descripción, que es el pasaje de lo dramático a lo documental, del desborde a la decantación; de captar un detalle a tratarlo como figura dialogante del discurso -Labadie, Villanueva, especialmente
Mariella Nigro-. En mayor o menor nivel, aquí tiene que haber una conciencia del lenguaje que opera seleccionando, cortando o prolongando; por otro lado, la forma -el esqueleto- de la poesía sirve para graduar instancias de la descripción o intercalar lo fáctico, o lo que se propone como tal, con lo reflexivo, com enseñó John Ashbery. Esa tensión entre lo estático y lo dinámico es un vector de la poesía moderna: su presencia en algunos casos, con modulaciones personales, no es extraña.

El objetivo, en esta variante, es mantener esa tensión a un nivel de credibilidad suficiente: la lectura promueve un comentario que se desarrolla y no lo anula -caso de Ojeda, o de
Bravo en Naturaleza fugitiva-. En cuanto a las anécdotas, hay otro problema a resolver, que pasa a ser una tentación: cómo sacar partido de una historia como secuencia de acciones eslabonadas y conservar la división en versos, lo cual supone dos planos simultáneos de evolución.

Esa relación con la prosa recibe muchos tipos de tratamiento, uno de los cuales consiste en la acumulación fatigada sin más justificativo que el acto de mostrar una historia; otro, más arriesgado y lúcido, en la imbricación de los dos tipos de sintaxis, que aprovecha el estiramiento narrativo para crear una respiración particular en el desarrollo del poema. Es un ir y venir de un tiempo al otro, de un plano al otro, que puede aplicarse también a casos en que el referente no es una historia sino una reflexión -
Mazzucchelli, por ejemplo-.

No siempre se mantiene la división en versos, sino que se opta por el poema en prosa. A eso lleva la intensificación enunciativa: com si la discreción clásica de cortar en líneas no alcanzara para recibir el impulso, se pasa a otro sistema menos reglado, de expresión en continuidad, y que acelera el pasaje de un plano al otro. Llega un punto -en Guerra, en Tizzi- en que la prolongación del envío es un desborde, una elevación de la temperatura del texto que impide atender al enunciado: es estrictamente la intensidad de decir, que a veces se personaliza en un diálogo simulado. Algunos ensayos o narraciones de Bardanca o Escanlar tienen esa virtud de informar por desfasaje.

Lo que se dice, restringido a una historia o a una confesión personal, puede verse en esos casos como la potenciación verbal del imaginario -que se expandiría, por ejemplo, cuando no se queda en lo verbal-. Ese problema del ajuste entre lenguaje y cosmovisión depende de la capacidad opoerativa de cada uno, aunque deba hacerse una precisión: en un alto número de poetas, el rechazo a la conciencia del lenguaje reduce el planteo de cualquier forma obsesiva -ensoñación, experiencia, deseo- a su formulación metafórica, que se supone la forma máxima de creación dentro del
género.

Es decir: se supone una carga previa de poeticidad -
locura o singularidad, las más de las veces- y se expresa de modo tradicional, en lenguaje figurado: es la visión de lo bello, si bien se acerca más al desgaste y a la cursilería. El peso de las imágenes se convierte así en un narcótico que anula la información y recupera, paradójicamente, la verbalidad de la que quiere huir.

Otra de las debilidades posibles está en el uso de las referencias culturales como un decorado, o una compañía que reasegura la llegada del discurso. Hay casos en que eso funciona como un material más, o como un estímulo compositivo, y no como un
fetiche -por ejemplo, en Volonté o en Benítez-, y así se privilegia el análisis sobre el objeto.

Es un ejemplo más de la intensidad significante que queda como legado del período, junto con la exactitud, la suspensión controlada del discurso, el uso de la imagen como glosa instantánea de una idea y otros, ya mencionados, que tienen que ver con el cómo nombrar en poesía. Ese es un problema que comparten con todas las generaciones, y no es más que una variante del escribir bien, o mal, en sus propios términos, y desde una visión estética que ya tiene algunos resultados concretos.


*Publicado originalmente en Insomnia

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