Levanten la mano los que se manchan con yogur o leche el labio
superior y los quince milímetros que lo separan de la
nariz. Los que levantaron la mano se van para afuera.
Hay un aviso de televisión
protagonizado por un bailarín de ballet clásico,
aquella cosa elegante y rusa que pintaba Degas. El bailarín
habla de cuidar el cuerpo,
mientras la imagen se llena de su abdomen terso, virgen de chinchulines
y grasas poliinsaturadas. Un vaso oculta su boca, luego la desolculta,
y entonces se puede ver el bigote blanco de yogur. Semiótica
del publicista: he aquí que el bailarín ha tomado
yogur, puesto que el signo natural
(=huella) "mancha
de yogur sobre el labio" lo demuestra. Nosotros, los que
hemos permanecido aquí porque no levantamos la mano (aunque alguno puede haber mentido) sabemos que entre las cosas más
difíciles de la vida se encuentra el logro de una mancha
de yogur sobre el labio. Lo podemos lograr, aunque para ello debamos
prescindir del uso de buena parte del lóbulo frontal del
cerebro.
Los niños
algunas veces se manchan el labio, porque usan recipientes demasiado
grandes para sus boquitas y caritas. Para el publicista, el labio
manchado indica inocencia, y su exhibición por parte de
un adulto es una señal de orgullo por esa inocencia infantil.
Hay allí una serie de contenidos asociados a las virtudes
del producto: ya que se trata de algo que hace bien al cuerpo,
hay que poner de manifiesto el cuerpo (¿hay
algo más corporal que una piel sucia de comida, ignorada
por el sujeto?);
en contraposición con los males de la adultez -que hace
caso omiso del cuerpo, y por tanto lo llena de alcohol y otras
drogas-, orgullosa mostración
de un acto primario, la alimentación, el contacto con la
maternalidad de la leche, la primigenia necesidad de todo cuerpo.
El bigote blanco no es una
ocurrencia de un creativo solitario en plena etapa oral. Hace
decenios que se viene repitiendo, primero en el norte, luego aquí.
Entiendo todo eso, comprendo perfectamente el mecanismo. ¿Por
qué, entonces, me siento desgraciado? Cada vez que veo
al bailarín con el bigote blanco, me siento insultado,
degradado. ¿Será porque su arte
representa, como el de los
tres tenores, la más alta cumbre de la decadencia de
Occidente, la complacencia,
la mistificación, el vacío? Quizá porque
me hace sentir idiota el hecho de que
estoy mirando televisión; después de todo, si es
a través suyo que me destratan ¿por qué insisto
en mirar la pantalla?
No puede haber ninguna conclusión, porque lo que produce
este bigote blanco es un desánimo general, unas ganas de
abandonar todo y declarar clínicamente muerta la esperanza.
Apto para un relato expresionista o kafkiano,
en el que la reiteración con mínimas variaciones
puede seguir eternamente hasta que la muerte
ponga un final, con quejas psicológicamente correctas y
torturantes preguntas sobre el propio destino, el bigote blanco
no es apto para una nota periodística. Porque para aumentar
el desasosiego y ahondar
la rendición de las razones, el publicista y sus bigotes
blancos es un personaje clave para la supervivencia de estas notas,
las de al lado y las que siguen.
Paternalmente el publicista puede permitir los grititos del pequeño
columnista en contra de la ñoñez de la publicidad,
porque la voz del infante nunca podrá enmascarar el grito
del padre.
Más desesperanza, futilidad, decaimiento. Digo, hablo,
grito gracias al bigote blanco que me ofende y me insulta. Al
menos queda la opción de admirar el bello círculo
vicioso que sostiene esta situación.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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