María llegó
finalmente a su casa con Luis, a comenzar la historia. Su hija
Gloria lo miraba seguramente con esa mirada reflexiva, inteligente,
que tiene ahora, y él le acariciaba el pelo rubio y bien
largo, que le parecería increíble. "Yo
lo vi desnutrido", es hoy el comentario de Gloria; así
que la mirada era de diagnóstico. Una foto de esa época
lo muestra sonriente sentado a la mesa de la casa de María,
con la frente muy ancha, los ojos hundidos, la mandíbula
salida y la cara que se le adelgazaba, con la piel exactamente
sobre la conformación de la calavera. "Yo creí
que era hidropesía (la
acumulación anómala de líquido seroso, en
este caso en la frente),
pero era sólo desnutrición", concluyó la enfermera
María.
Luis llegó sin examen médico y sin historia clínica
a la casa de María. La enfermera hizo lo mejor que pudo
y hasta le hizo análisis de VIH. Pero no se tiene su peso
y estatura para compararlos con los de la población de
referencia, que es el criterio de Unicef, y se supone que standard,
para determinar el grado de desnutrición que tenía
Luis. Esa información hubiese sido básica para
establecer un plan de salud en su beneficio; María lo
alimentó lo mejor que supo y hoy se lo ve saludable, fuerte,
con las mejillas llenas y sin estar gordo.
Tampoco está determinado si hay un retraso en el crecimiento
de Luis y su relación con el deficiente desarrollo intelectual.
Según nuevamente Unicef, "la desnutrición
en las primeras épocas de la existencia está relacionada
con las carencias en el desarrollo intelectual del niño,
que persisten pese a la escolarización y que dificultan
su capacidad de aprendizaje". Y también: "Cuando
a los 11 años de edad se volvió a examinar a los
niños, los que tenían mayores retrasos a los dos
años siguieron obteniendo, en las pruebas de inteligencia,
puntuaciones inferiores a las de los niños sanos, si bien
la brecha había disminuido
"; en Estado
mundial de la infancia 1998, Unicef (páginas
14 y 16).
Cuando esta entrevista, cinco o seis años después
de cambiar sus condiciones de vida, Luis sigue acusando un retraso
de aproximadamente dos años: está en tercer año
de escuela, con diez de edad. La falta de iniciativa y preocupación
de las autoridades, particularmente las del área social,
pasa de ser una anécdota a ser una constante. La extraña
actitud de la jueza que le dijo en ese pueblo natal de Luis "vamos
a dejar que se lo lleve. Pero usted a mí no me conoce,
no me vio, no me trató", resulta coherente con
la prescindencia de apoyo estatal a María y a su abnegado
propósito de criar con amor
a un niño desvalido.
Eso se expresa en muchas instancias, y los que María enumera
son sólo los que tienen que ver con recursos económicos,
que es donde aprieta el zapato: costear durante un año
los 900 pesos mensuales del CEMI, una escuela especial privada
para Luis, es el 13% del sueldo de María y poco más
de lo que costaba el colegio de su hija. Esto, sin saber ella
que el BPS financiaba un tercio si se lo solicitaba; luego, Luis
debió dejar de asistir a una segunda escuela especial
para sordomudos porque María no tenía el dinero
para pagar el transporte, cuando el BPS otorga una partida especial
para ese rubro, de 470 pesos, algo de lo que María se
entera tarde; ella pierde su trabajo en la primera mutualista
por faltas reiteradas y una jefa que se negaba a contemplarle
la posibilidad de hacer otros horarios que le permitieran atender
la enfermedad que atravesó Luis, cuando podría
haber acudido al servicio social de la propia mutualista a certificar
su situación y sus necesidades y justificar así
su falta. De eso se enteró después, siempre tarde,
y ahora no tiene dinero para hacerle una demanda judicial a esa
mutualista que además sentía como su segundo hogar,
pues fue el trabajo que le permitió independizarse.
También perdió la asignación familiar de
1.800 pesos por el chico porque su sueldo supera verdaderamente
en poco un mínimo establecido y no atinó a plantear
que se hiciera una excepción. Perdió otra asistencia
económica estatal a la discapacidad por tener teléfono
y calefón en su casa, que estaban instalados desde antes
de la llegada de Luis y que además habían sido
condición (esto María
no lo dijo, pero son las reglas de juego del Iname) para darle la tenencia. Los
funcionarios de Iname exigen la comodidad de poder contactar
por teléfono a los padres adoptivos.
Ese desinterés por la suerte real de las personas a las
que debería asistir una política social es en definitiva
la misma por la que se tardó tanto, quince años,
en percibir la situación en que esa mujer tenía
y no criaba cada vez a más hijos, imparable. Fue tanto
el tiempo del desinterés de las autoridades que Luis,
el penúltimo de esos hijos de la desgracia, tuvo tiempo
de crecer dentro del buzo que le pusieron por única vez,
para que no molestara mucho, y que tal vez le haya limitado el
desarrollo de su caja torácica.
Aparentemente ninguna autoridad investigó cómo
vivía Luis con dos años ni con seis meses, cuando
se decidían sus carencias intelectuales, si es que éstas
se deben a las condiciones de vida. Porque tampoco eso se sabe:
tal vez sean carencias congénitas, pero María no
ha logrado convencer a la mutualista barata en que inscribió
a Luis cuando la echaron de su trabajo, de que le hagan un encefalograma
o lo que corresponda para determinar si es un problema de nacimiento
el que tiene, o producto de un modo de vida.
Una vez le tocó el timbre una asistenta social enviada
por el juzgado de menores: venía a corroborar las condiciones
de vida, trabajo y nivel de ingresos y ver el bendito calefón,
pero no le dio información alguna sobre los seguramente
pocos recursos de la política
social del Estado, dónde obtener un diagnóstico
real, la atención médica, psiquiátrica y
pedagógica que correspondiera para Luis, el apoyo a la
familia que está haciendo lo que es deber del Estado hacer,
y más no sea poner unas piedritas que la guíen en
el laberíntico y brumoso camino de la ayuda estatal.
Ella, María, no se atrevió a preguntar. Es que
tenía temor de que le quitaran a Luis porque es divorciada.
No sabía entonces que existe una posibilidad que se llama
"adopción simple", que ahora está tramitando
para afirmar su vínculo con Luis, que se define porque
no le permitirá a éste heredarla a menos que haya
expreso testamento en su favor, como si esa fuese la cuestión,
y que detectó gracias a un abogado que contrató
con su escaso dinero y que demostró su compromiso humano
con el caso.
A esto hay que sumarle la desorientación. "La
categoría del chico no está contemplada. Si fuera
down, o sordomudo, o ciego, todo sería más fácil
porque tienen una gran infraestructura, una buena cobertura y
mucho asesoramiento. Pero esto del retraso mental está
muy desguarnecido", suspira, "y por eso los
chicos van rodando hasta que uno se da más o menos cuenta.
En el CEMI no le daban escolaridad, aunque parecía recibir
allí buena terapia, que lo ayudaba con sus problemas,
y yo no sabía qué hacer. Al principio lo mandé
a una escuela pública, pero fue un desastre. Los demás
chicos no le entendían cuando hablaba y todos los días
llegaba con la túnica rota. Un día me di cuenta
de que lo destrataban, lo llamaban `boludo´ y él
no se preocupaba. Y eso hacía que los demás chiquilines
se aprovecharan. Entonces (a
esa altura era 1989)
fui a Primaria a que me solucionaran el tema y me dijeron que
estaba fuera de plazo, pero como yo insistí me lo dejaron
entrar a una escuela para discapacitados intelectuales. Y de
tarde tendría que haber seguido yendo a la escuela para
sordomudos, para que le trataran el problema que tiene para hablar,
pero yo no podía llevarlo y traerlo, por el horario".
Fue a esa escuela que lo llevaba la camioneta financiada por
el BPS, pero cuando ella se enteró del subsidio, los plazos
de la escuela para reinscribirlo no coincidían con los
plazos del BPS para pagar retroactivo ni la paciencia del conductor
para cobrar, así que aquello simplemente fracasó
y Luis se quedó sin mejorar su habla. Con todo, esto es
sólo una muestra de las desinteligencias posibles entre
necesidades reales y la asistencia social del Estado que sufrió
María con Luis en brazos, agarrado tan firme como el primer
día.
* * *
Ese día que llegó
Luis a su casa, María descubrió que él no
sabía lo que era una cama. Tampoco había visto una
televisión, y se abalanzó, torpe, sobre la imagen.
Miraba la luz eléctrica como algo extraño, y para
María era difícil saber lo que pensaba y lo que
lo inquietaba de este mundo nuevo, así que le armó
una cama al lado de la suya "porque lo desconocía;
no sabía lo que podía pasar. Y tenía problemas
de incontinencia, todavía los tiene".
La nueva familia empezó a conocerse. "Podía
estar muerto de hambre y haber fruta en la mesa que él
no la tocaba si no se le decía. Recién hace dos
años que se sirve solo"; ese era el grado de
represión que oprimía todos sus actos. Pero las
primeras veces que se le servía comida cubría el
plato con la izquierda, como para que no se la robaran. Y comía
con la mano; al parecer no sabía usar otro cubierto que
la cuchara.
"A veces le estaba abotonando la camisa, o simplemente
estaba allí de pie y se dormía parado. Tardé
en darme cuenta que era porque lo ponían en penitencia
las horas, y él aprendió a dormirse parado, porque
no aguantaba". María y su hija Gloria dedujeron
que lo dejaban en penitencia afuera del rancho y aun bajo la
lluvia, por cosas que sugería, actitudes suyas y porque
enunciaba conceptos propios de más edad: "si estás
con los pies mojados te resfriás", por ejemplo.
Le tenía terror al agua. La primera vez que la hermana
lo quiso duchar, empezó a gritar espantado, y por mucho
tiempo debieron bañarlo mojándolo y enjuagándolo
con un jarro que vertían suavemente sobre él, tal
como debió hacer María la primera vez, en aquella
pieza de pensión para viajantes de comercio.
Con el tiempo, Luis fue contando cosas. "El tío
Pocho me ponía en penitencia y no me daba comida. Mi mamita,
¿yo nunca más me voy a mojar?", pregunta,
y a María se le retuerce el corazón. "La
tormenta y los rayos lo ponen muy, muy nervioso. Y el viento,
también el viento", cuentan ellas. Es de suponer
que afuera de ese rancho de tres puertas era muy oscuro de noche,
demasiado para un chiquito que no tenía cinco años,
puesto allí en penitencia y sin comer. Sólo hay
que imaginar las sombras de las ramas que gesticulaban ante él
mientras hacían silbar al viento y le hablaban a sus temores
por ratos que eran eternidades, del chicotear de la lluvia que
soportaba paradito en medio de la inmensidad; de ese mundo de
terror y hambre en el que estaba por su propia culpa, porque
quienes tenían autoridad y siempre tienen razón,
los mayores, lo habían castigado así. De los estragos
que eso dejó en él sólo se ve la tristeza
que permanece en sus grandes ojos negros.
Casi un año y medio después de estar en casa de
María, en un invernal mes de agosto, Luis preguntó
como de la nada: "mi mamita, ¿yo nunca más
voy a tener frío?" Es difícil saber qué
se contesta a eso; no al chico, al que sólo cabe asegurarle
que no, que nunca más, sino a uno mismo, por vivir donde
esa pregunta es posible.
"Una va descubriendo la situación del niño,
poco a poco, hasta hoy. Si bien él es muy noble vemos
muchas veces que está en el limbo. Pero si le levantamos
la voz, se sobresalta. Se ve que le gritaban mucho".
Fue peor las veces que María lo cascó, como a ella
la educaron que se hacía con los chiquilines. "No
larga ni una lágrima. Todo se guarda, y eso me duele.
Y le termino de dar la palmada, él se da cuenta que terminé
y me dice: ¿te ayudo, mi mamita?", como si no
hubiese pasado nada, como si tolerar los golpes fuese parte natural
de la vida.
"Yo soy tu mamá del corazón",
le enseñó María. "Tu mamá
está en el campo", le decía al principio.
Pero a él no parecía importarle. "No sé
si se debe juzgar a la madre", debate María consigo
misma. "Es un ser totalmente carente de moral, que no
siente el ser madre". Pero al mismo tiempo está
su rabia por lo que va sabiendo e intuyendo y su deseo íntimo,
legitimado en el calvario que fue el pasado de él y en
su propia entrega cotidiana como mujer, de ser de raíz
la madre que ella es hoy para Luis a tiempo completo. Esa rabia
de la que no habla debe ser, claro, una dificultad a la hora
de reconocerle inimputabilidad a la madre que aparentemente quedó
atrás para siempre.
Todo suena bien pero el cronista siente que está ante
una realidad que no termina de ser coherente, que hay algo impuesto
en la actitud de Luis, que él sigue siendo un sobreviviente
y hace lo que el instinto le indica para ser aceptado. No necesariamente
es ésta una actitud oportunista, porque hay nobleza y
bondad en él, eso es evidente. Pero la falta de naturalidad
está allí, y María también la siente;
no sólo eso, sino que se refiere a ella de manera espontánea.
El chico "tiene la reacción de ayudar con todas
las personas. Es que tiene la bondad adentro, que va saliendo.
Al principio lo consideraba un poco servil: me traía las
chinelas y me sacaba los zapatos cuando llegaba cansada. Yo lo
sentía, no sé, mal, como si me quisiera recompensar".
El cronista le pide que dibuje algo y él dibuja una guitarra,
que es lo que su "mi mamita" contó que
ella hubiera querido aprender y que su padre no la dejó
estudiar, reprimiéndola tal como él, Luis, imagina
el castigo y en definitiva no muy distinto a como realmente fue.
Así, Luis le está regalando una guitarra a su madre
adoptiva, la que le faltó a ella de chica, pero no está
dibujando lo que quiere; no se siente libre para ser espontáneo.
Dibujo tras dibujo se lo lleva a dibujar lo que tal vez realmente
quiera, y resulta ser un ancla, de todos los símbolos
posibles.
Cuando Luis dibuja a la familia, las figuras son tres: María,
Gloria y él. Pero Luis hoy reconoce explícitamente
más familia que esa, porque en setiembre de 1997 María
y los padres adoptivos del hermano más chico de Luis,
del que lo separan dos años, organizaron su reunión.
Ésa es una relación muy importante para Luis, tal
como se demostró en el encuentro, pero el hermano está
afuera de esos tres personajes; tal vez "familia" no
quiera decir para él el núcleo básico e
incuestionable que sugiere el concepto, tal vez sea otro su significado
para Luis.
En todo caso el hecho es que esas son las personas que él
integra a su dibujo de "familia" y lo cierto es que
su actitud es consecuente con lo que dibuja. Una vez estaban
ante el desalojo de la casa que ocupaban María, Luis y
Gloria, anunciado como inminente por el dueño. La situación
se sumaba al despido de María de la mutualista, así
que la angustia debía traslucirse claramente en el ánimo
de "mi mamita". Ella lloraba y Luis la miraba,
serio. Luego le anunció que iba a hablar con Dios al respecto,
y se puso a meditar tal como ella le enseñó en
la práctica del yoga. Realmente se concentró, cuenta
María, y luego le informó que efectivamente había
hablado con Dios y que no se iban de la casa. Pues así
fue: la venta no se concretó y el dueño renovó
el contrato de alquiler.
María va habitualmente a misa, muchas veces en compañía
de Luis. A ella le gusta particularmente ir a la misa carismática,
en la que se canta mucho, en un acto de expresión de los
sentimientos. A Luis también le atrae, porque le gusta
cantar y seguramente le gusta la mancomunión que se da
en ella, donde todos hacen cosas por las que a él lo tratan
de "loquito" cuando sólo es espontáneo.
En verdad es todo un tema que a María le guste en particular
la misa carismática, porque en esa misa el fiel festeja
la alegría que permite llevar a cabo acciones para el
bien del conjunto de la comunidad cristiana. Son las cartas de
San Pablo las que desarrollan la teología del carisma,
y representan una prueba manifiesta de la acción del Espíritu
Santo, de la que nunca se debe presumir.
María no presume de nada, pero a veces Luis le hace pasar
vergüenza. El chico sigue hablando alto, como en el campo,
y María lo suele llevar con ella a rezar al Sagrado Corazón
de Jesús, a la iglesia del Cordón. Y allí
se escuchó la voz de Luis, hablándole a Dios fuerte
y claro: "Todo lo que te pido es un papito para mí
y un novio para mi madre".
Ella habrá pasado vergüenza entonces y en otras ocasiones,
pero Luis no se inhibe. Canta, bailotea, expresa su alegría
con grandes ademanes, tanto que muchas veces su actitud queda
fuera de lugar. Después de todo, la normalidad es la justa
medida, y él no fue educado en los códigos que
la establecen. De la misma manera, a veces lo insultan los chiquilines
en la escuela, pero a él no le importa que le digan "boludo";
no porque no entienda lo que quiere decir o el carácter
denigratorio de su uso, sino porque en verdad reacciona como
un adulto sin saberlo: el dolor que atravesó le hace estar
más allá de esas niñerías.
En cambio conserva otras, como la fascinación con los
trenes. Hoy María deduce de su actitud que vivió
cerca de una vía, porque trata de reconstruir ese pasado
ignominioso en nombre del bien de Luis, para comprenderlo mejor,
para ayudarlo, para estar con él, y también para
saber.
Pero María debería comprender que las huellas del
pasado son difíciles de interpretar. El primer sonido que
le escuchó María a Luis, luego de temer que fuera
mudo, luego de temer que tuviera frenillo por cómo chasqueaba
la lengua, fue en aquel hospedaje de pueblo, después de
comer y aún en la mesa, por una moto que pasó en
la calle: imitó su sonido. Es que tenía, acaso por
primera vez en mucho tiempo, la panza llena, y estaba satisfecho.
Bien podía permitirse el lujo de un sonido. Ahora se los
permite todo el tiempo. Al principio a ellas les extrañaba
las cosas que sabía Luis, que nunca había estado
en Montevideo. Pasaban
delante de una panadería y él afirmaba, sin dudarlo:
"Ahí dan pan". Es que él entraba
a pedirlo; tal vez reconocía el olor.
Al poco tiempo de estar en Montevideo, al mes escaso, Gloria
subió con él a un 127, que en su trayecto atraviesa
una zona rural. A Luis le bastó ver campo por la ventanilla
y trató desesperadamente de bajarse. "No gritó,
sólo se quería bajar corriendo", cuenta
la hermana. "Yo entendí enseguida que él
pensaba que lo llevaba de vuelta, así que lo pude tranquilizar".
Debe de haber sido un alivio para todos.
Dos años después, cuando Luis tendría siete,
María y Gloria decidieron hacer algo muy lindo: lo llevaron
al interior y visitaron Minas, con sus museos y su plaza, con
un ambiente natural con similitudes con el pueblo de Luis, y él
no reaccionó mal. Y son lindos recuerdos. "En Minas
podés pasear y ver cosas muy importantes, no pavadas",
enuncia, y la mano se le agita, nerviosa, revelando que la procesión
va por dentro. Contesta una cosa por vez y si se lo apura, extiende
vertical la palma de la mano, como un policía de Tránsito,
frenando el ímpetu de la preguntas. Las cosas importantes
son la fuente de agua mineral Salus y museos, que sostiene que
le gustan mucho: "me encanta ver cómo era el Uruguay". A consecuencia
de ese interés fueron también a Colonia, donde vio
el esqueleto de una ballena "y de dinosaurios de un mundo
prehistórico que no existía y nosotros no lo sabíamos".
Genial.
Esos dos años cambiaron mucha cosa en él, pero
también fue necesario mucho para que cambiaran. El viaje
a Lavalleja fue muy distinto a aquel viaje al mes de haber llegado
a Montevideo, en el 127 que pasó por una zona rural. Por
la ventanilla del ómnibus interdepartamental, Luis miró
el campo y le dijo a la hermana (él
le dice "hermana" a Gloria, a rajatabla): "Ves, en un campo
como ese viví una vez. Cuando sea grande te voy a pasear
en una carreta tirada por bueyes", le prometió,
y se ve que ese es un lindo recuerdo de esa época de su
breve vida que nunca detalló.
Todavía tiene la tonada del interior, de su pago que dice
que no recuerda, y cuando va a los museos le gustan en particular
las armas, pero no las armas largas como las que usaban los portugueses,
sino los revólveres, que casualmente son los que le resultarían
más fáciles de manejar. "Me gustan porque
son como de los cowboys", alega. Los que empezaron la
violencia contra Artigas fueron los portugueses, o sea, los malos.
"Allí comenzaron las batallas y las peleas y se
comenzaron a matar". Y aunque "eso pasó
hace mil años atrás", el no quiere violencia. "No quiero violencia,
no. La violencia me asusta. Pero a veces veo películas
de karate y de violencia que me gustan. Es que me gusta la violencia
pero no de armas, sino de lucha. Golpear pero no matar. Y no golpear
a las mujeres, porque es una falta de respeto. Además no
hay que jugar con armas y balas porque los niños menores
de edad no tienen que jugar con armas".
Todo esto lo dice sin que se le pregunte. ¿Quién
te dijo todo eso? "Nadie. Pero las armas pueden estar
cargadas y si se juega se mata. La violencia no es buena, es
mala. Pero yo juego al karateka". Cuentan ellas que
le encantan las películas de karate. Y cuando el cronista
le pide a Luis que le pegue una piña en la palma abierta,
ese chico de diez años descarga sin aparatosidad una enorme
fuerza; los nudillos llevan el peso de los huesos y la fuerza
de los músculos con precisión; la palma abierta
queda dolorida. Allí hay mucha agresividad y no hace falta
haber cursado psicología para diagnosticarlo.
El tema de la vida en "el campo" no sale solo; hay
que preguntar. "Yo vivía con Pocho, con mi mamá,
que no sé cómo se llama, ya no me acuerdo; con
Tapón y con Regina y con mi hermano", y al que
nombra como su hermano aunque los anteriores dos también
lo son, es con quien se reencontró en setiembre de 1997,
cuatro o cinco años después de haberse ido en brazos
de María de ese rancho atravesado.
"Esa gente no me alimentaba y yo pasé toda la
vida así. No me gusta acordarme del campo". Tiene
razón, tiene toda la razón, pero pasaría
tiempo desde su llegada a la casa de María antes de empezar
a intuir cuánta; pasarían nueve meses, el tiempo
de una gestación, hasta que Luis bajó un poco las
defensas y mostró algo de sí. Seguían durmiendo
en el mismo cuarto, Luis con una cama propia al lado de la de
María, que dudaba como el primer día "porque
lo desconocía; no sabía lo que podía pasar."
Y entonces pasó.
"Vino entonces una parte muy fea, muy difícil;
tuve que tener mucha fuerza, explica María".
Ella vio que él se metía habitualmente la manito
en la boca y hacía un movimiento que no podía sino
ver como masturbatorio. "Yo le pegaba en las manos pero
él miraba dibujos de moda, de mujeres, y lo hacía.
Entonces traje un psicólogo a casa, que no tuvo la habilidad
de entender lo que pasaba". Después resultó
que el psicólogo no lo era, o al menos no todavía,
porque no estaba recibido, y pese a eso le cobró un platal,
pero esa es otra historia.
"Este niño tuvo que haber sido violado oralmente",
insistía ella, y lo llevó a una revisación
médica. No se encontraron rastros físicos de una
violación pero el médico concordó en las
sospechas de María. El psicólogo, o proto psicólogo,
trataba de hacerle presente a Luis su ambiente anterior, de marginalidad, a través
de láminas. Y le estaba haciendo identificar a cada uno
de los personajes de la vida en el campo cuando llegaron al tío
Pocho, y ella intuyó. "¿Cómo es de
grande el tío Pocho?", se metió ella. "¿Así
o así?", y dibujó dos líneas de
distinto largo. Entonces Luis tomó el lápiz y dibujó
una línea muy larga; era un hombre adulto, un viejo a los
ojos de Luis.
A los nueve meses entonces de aquel día de San Pancracio
que le alumbró a Luis la opción de una vida sacándolo
en brazos de aquel rancho atravesado, una noche, Luis y María
estaban ya con la luz apagada cuando se escuchó la voz
de Luis. "El tío Pocho me daba la paliza. Me ponía
en penitencia y yo me dormía parado. El tío Pocho
me ponía el pitito en la boca y me hacía pichí
en la boca, en los ojos y en el cuerpo".
María prende entonces el velador y con esa calma de que
sólo son capaces las mujeres para las horas más
trágicas, le pide que le muestre cómo, y se destapa.
Él va con su boca hacia el pubis de ella y se pone en
posición de hacer la fellatio.
En esa etapa de los trámites legales, las actuaciones
estaban a cargo de una jueza en Montevideo, a quien ella lleva
su ira y dolor, nadie sabrá nunca cuánta y cuánto.
La jueza entiende, más de lo que ella esperaba. "Si
usted quiere, tendrá todo mi apoyo para procesar a este
tío Pocho", cuenta María que le dijo.
"Pero yo quiero que usted sepa cómo funciona esto
en verdad. El Iname va a investigar a todos los hombres que estén
en el entorno de su familia y de su vida, y luego, como estuvieron
a cargo de esta situación y no detectaron la violación,
van a terminar quitándole el niño para encubrir
su falta. Eso es lo que va a pasar y usted tiene que decidir,
y sé que no es fácil. Pero decida lo que decida,
tendrá mi total apoyo", le dijo la jueza.
Fue aquella toda una lección sobre cómo funciona
el mundo real en la tacita de plata que María agradece.
Decidió lo que juzgó mejor para Luis, tal como
lo venía haciendo, huérfana de todo apoyo eficaz
de los servicios sociales del Estado: no hizo la denuncia. En
cambio, reunió suficiente dinero como para pagar el diagnóstico
de una psiquiatra que allá está, en papeles que
ella llevó a cada ronda de la larga entrevista junto con
otra documentación, como si se necesitara verificar la
historia. Un único dato de todo ese papelerío:
la psiquiatra vaticinó que de no haber sido dado en tenencia,
ese chico probablemente hubiese sido autista.
Tras la confesión de lo terrible, Luis empezó a
decir que de grande quería ser policía, para poder
matar al tío Pocho. Pero nadie sabe cuán terrible
fue aquello para Luis, y sin el apoyo de una verdadera red de
asistencia social que contenga la situación de él
y la de quienes lo adoptaron, uno de los aportes posibles del
Estado que demuestra su ausencia, es improbable que Luis pueda
digerir esa parte de su vida y vivir sin fantasmas la que le
queda. El único ungüento que calma es el amor de
María y de Gloria, y eso es lo que Luis recibe y devuelve.
María se debe haber desvelado las noches imaginando el
mundo de terror de ese niño que dormía en una cama
junto a la suya, maltratado, violentado, rodeado del desamor
y falto de padre tal como lo fue ella misma, pero además
hambreado, aterrorizado, violado, e ignorado por la madre. Ella
no habla de eso, es demasiado.
Y nadie sabe el efecto que esa experiencia, propia de un campo
de concentración en forma de familia, tendrá sobre
Luis. A los diez años coquetea con niñas de 14,
y lo hace con éxito; esto sugiere una adolescencia
prematura pero aparentemente María no lo relaciona con
la experiencia traumática de la violación, incluyendo
el oscuro placer que sólo le dio culpa. Todo está
librado a la formidable intuición de esa mujer, a la inteligencia
de su hija, a la voluntad de hacer el bien de ambas, y todo indica
que siendo eso mucho, no es suficiente.
Dos meses después era abril, el cumpleaños de Luis,
el primero con María y Gloria; sus seis años. Todo
es programado y cada paso del festejo es explicado detalladamente
a Luis. Todo, menos que habría una torta de cumpleaños,
sin saber que lo obvio para unos puede ser increíble para
otros. Él estaba vestido de marinero, su hermana se vistió
de payaso, había regalos y todo lo previsible. Las fotos
lo muestran a Luis nervioso, torciendo los pies, juntando las
rodillas, mordiéndose los labios, retorciendo los dedos
de sus manos.
Cuando aparece la torta, él no puede creer que esa torta
sea para él. Le insisten que sí, claro, naturalmente,
y finalmente parece el momento indicado para prender las velitas
y soplarlas. Lo hace, y dice "Bueno, ahora vos, mi mamita",
y en ese instante le viene un ataque de nervios por el que queda
mudo y luego tartamudo. La fiesta se interrumpe, claro, y María
lo lleva a la sala de urgencias de la mutualista del chico. Allí
le dicen que la tartamudez se le irá pasando pero cinco
años después, persiste.
"Lo ahogué. Le di todo de golpe. Yo no sabía.
Lo ahogué". Aun hoy el sentimiento de culpa hace
que María relate en forma entrecortada el episodio. La
licenciada en Psicología Alejandra Retta, quien trabajó
con chicos con diverso grado de retraso durante dos años,
afirma que es una situación relativamente común:
el chiquilín siente que puede bajar sus defensas y entonces
se exteriorizan este tipo de deficiencias. Menos mal que María
no escuchó esto, si no pensará que es su amor el
que le causó la tartamudez.
* * *
Es amor todo lo que
Luis tiene, pero no es poco. Los signos exteriores de la desnutrición
han pasado pero son los mismos ojos grandes, negros y serios
de las fotos del primer tiempo. Él le muestra el álbum
de fotos al cronista. "Yo acá estaba en mi cumpleaños.
Quedé nervioso por la tortita. Y acá me visten
de marinero. Y acá estaba muy contentísimo porque
era mi fiesta. Y después acá quedé sorprendido.
Y acá jugaba con globos, contentísimo, porque estaba
emocionado. Después
(espera
que la atención del adulto vuelva a él, con paciencia
y firmeza) acá
quedé tan emocionado. Me encanta mirar las fotos".
Si hay algo que Luis sabe es que su vida hoy es distinta. Por
eso se permite decir que "al campo" no quiere volver;
"sólo si necesito volver cuando sea grande, para
mostrarle a mi hermana dónde vivía". Su
pasado late tanto como su presente. "Cuando me adoptaron
yo tenía cinco añitos, así", y
muestra con los dedos. "Yo no sabía leer y ahora
aprendí". Aprendió bastante más.
"Se lo ve despierto, inteligente, con curiosidad por
las cosas. Es imaginativo: cualquier hojita es un mundo"
sostiene María, y no parece exagerar la realidad. "Canta
muy lindo", agrega María, sumando méritos;
"canta la canción de El rey del ganado.
Y enseguida aprendió a escribir".
Su hija, Gloria, lo aprendió a querer. "El amor
lo sentíamos a medida que descubríamos vivencias
de él. Lo sobreprotegíamos todas, claro. Y ahora
más". Ella dijo que sí aquella medianoche
a su madre, pero luego se tuvo que decir que sí a sí
misma varias veces. "Mi madre estaba doce horas afuera.
Había que prepararlo, llevarlo a la escuela, traerlo,
darle de comer y después yo iba al liceo; estaba en 5º.
Mi madre es muy impulsiva. No estamos arrepentidos, pero nos
cambió mucho la vida y fue difícil al principio.
Un niño implica rutina de hogar, y además no sabíamos
cómo iba a reaccionar a cada cosa. Para mí era
como tener un hijo. Y con él me siento así, hay
que tenerlo como a un hijo. Salía de la Facultad, lo iba
a buscar a la escuela y lo llevaba a la segunda escuela",
cuando había dinero para que asistiera a dos escuelas.
Tampoco ella sabe explicar la determinación de su madre
de adoptar a Luis, pero avala su espontaneidad. "Fue
un impulso que tuvo, y la entiendo. Era una situación
horrible: estaban regalando chicos. Ni siquiera razonamos que
no teníamos realmente todos los medios para hacernos cargo".
Gloria estaba entonces demasiado centrada en sus estudios: es
ambiciosa, determinada, reflexiva e inteligente, y con todo eso
pudo superar la situación que le trajo su madre una madrugada
y hacerse cargo de la responsabilidad. "Ahora ya estoy
estabilizada", respira. Vive con su novio hace tres
años y estudia, mucho. Por ahora no piensan tener hijos,
pero (o porque) tienen a Luis.
La madre está tanto en su propia casa como en la de ellos,
aunque no se recorra esa distancia caminando. El novio de Gloria
aceptó a esa bella chiquilina junto con Gloria y con Luis;
era un único paquete y así funciona. La preocupación
que hoy comparten es procurarle "una buena educación
a Luis", y están dispuestos a sacrificarse para
dársela. No es fácil saber lo que es bueno para
un chico con un impreciso retraso mental, pero allá van,
medio a los tumbos, totalmente a la uruguaya; no por responsabilidad
de ellos sino del Uruguay.
El amor fue una gran cosa, y Luis progresó. Dijo que dejó
de querer ser policía para matar al tío Pocho y
por un tiempo declaró que sus expectativas eran llegar
a ser piloto; últimamente había pasado a pronosticarse
un futuro como fabricante de Coca Cola. Todo parecía ir
bien. Y Gloria cuenta que cada vez lo quiere más a este
hijo que no tuvo. "Y más ahora, que hay personas
que lo marginan".
A veces son pequeñas cosas las que lo marginan a Luis,
pero ocurren demasiadas veces para atribuirlas a lo aleatorio.
Gloria y su novio entran a un almacén con Luis y algo
no le permite al dueño verlo adecuadamente vestido y en
compañía de dos clientes adultos; ese algo es lo
mismo que le hace mirarle la piel oscura, los rastros de la indigencia
que pueden haber en su cara, en su postura, y le dice, seco,
"no tengo nada para vos". Gloria mira al comerciante,
con esa mirada con la que alguna vez triunfará en su profesión,
y le dice, queda: "está con nosotros",
y los tres se dan media vuelta y se van.
Otra vez es en una reunión familiar, donde se prepara la
foto de grupo
y la mujer, pariente de María, busca a Luis para integrarlo
al grupo no más por ese instante en que disparará
la máquina: "A ver, dónde está el
del asilo". No hubo respuesta "pero nunca más
la vimos" informa María, queda. "Es que
hay gente que tiene el preconcepto de que si no es hijo natural
es menos gente", señala Gloria, y la madre reitera
el criterio como propio: "es gente que cree que los adoptados
no son personas". Pero luego María cuenta algo
que sobrepasa esa confusión. Un abogado que tiene con María
lo que los que saben llaman "una amistad colorida",
va por primera vez a su casa a buscarla, para salir a cenar. Cuando
Luis lo recibe, lo hace con su alegría espontánea,
"medio loquito", acota María, y además
parloteando en su tartamudez.
El abogado, funcionario del gobierno, precisa María, pide
explicaciones apenas suben al auto rumbo a la parrillada. María
le cuenta. La síntesis es que en aquella mesa de restaurante
él le dio su veredicto: "Te tenés que deshacer
de ese hijo. Sabés que ese niño es un orillero.
Él tiene que volver a su lugar de origen". María
se levanta y se va, sola. El abogado vuelve a su lugar de origen.
Con todo su amor por Luis, ella no parece percibir la moraleja
de estas anécdotas de discriminación. Ella dedicó
muchos esfuerzos a no ser arrastrada a la marginalidad de su
padre, se salvó de la trampa de la marginalidad de su
marido, se hizo como persona, salvó de la marginalidad
a Luis y está decidida a darle la oportunidad que le garantiza
la Constitución. Esto, pese a la falta de apoyo estatal,
a temer el saboteo de sus esfuerzos por parte del Iname, el organismo
en el que supuestamente podría respaldarse, a no poder
denunciar la violación y el maltrato del chico, que por
cierto no figura en las prolijas estadísticas sobre maltrato
infantil que el Iname envía regularmente a todos los medios
de difusión.
María hizo este esfuerzo pese a su falta natural de conocimientos
específicos sobre cómo encarar la educación
de un chico con retraso mental y a insuficientes recursos materiales,
y encuentra, tal como reflejan las anécdotas que transmite,
que la sociedad quiere que los marginales sigan siendo marginales.
Cuando llegan a las puertas de la sociedad y amenazan con integrarse
a ella, los rechaza. Y si alguien los acepta, como María,
ese alguien también es rechazado.
* * *
En setiembre de 1997, como está dicho, María y
Gloria pudieron coordinar una reunión con al menos uno
de los hermanos de Luis. Ese chiquito era el que Luis, de cuatro
años, arrastraba de la mano por aquel pueblo pidiendo
limosna, con el que entraba al salón comedor donde lo
aplaudieron cuando entró con María y bien vestido.
Así se lo contó a María el dueño
del hospedaje, que se acercó a la mesa a saludarlos y
a manifestar su alegría por la nueva situación.
Y también contó que cuando alguno de los mayores
de ese rancho de tres puertas estimaba que lo recaudado en la
mendicidad no era suficiente, el que se la ligaba era sólo
Luis, porque éste siempre protegía a su hermano.
Esa anécdota es importante a la hora de ver el video de
aquel encuentro de setiembre de 1997, porque en él se
llaman mutuamente "hermano", y hay notorias demostraciones
de cariño entre ellos, pese a la presencia incómoda
de la cámara, a la de los mayores, y a la de regalos.
En determinado momento, el hermano menor se acerca a la mesa
donde hay cosas de comer, toma un plato y pone un poco de cada
cosa: pizza, sandwiches; lo que hay. Luego lleva el plato al
sofá donde lo espera Luis, se sienta a su lado y le da
de comer en la boca. "Vos antes me cuidabas a mí.
Yo ahora te cuido a vos, ¿ves?", y Luis acepta
ese algo de valía que viene de su vida anterior; reconoce
ese entendimiento que había entre ellos ya entonces y
que perdura, aunque la imagen de sí mismo de aquellos
años sea algo que Luis afirma una y otra vez que no quiere
recordar.
"Porque yo te extraño", se escucha que
Luis le dice a su hermano en el video del encuentro. "Nos
abrazamos, cuenta Luis al cronista al tiempo que se mira el video,
y mi hermano me apretaba porque hacía muchos años
(que no se veían). Y ahora lo veo". En las vacaciones de
julio se visitaron pero para concretar las reuniones ahora hay
que vencer la resistencia de los padres adoptivos del hermano
de Luis, que quedaron asustados con la situación que descubrieron,
llamada "tío Pocho", sin saber bien cómo
manejarse ante ella.
El video sigue mostrando sus juegos. El más chico le tapa
con la cortina la cara a Luis y dice por un micrófono
a pilas. "Ahora vamos a presentar a un estupendo, a mi
hermano". Fueron todas palabras de felicidad, de esperanza,
de futuro, y también de inseguridad ante el pasado. "Aquello
nos pareció lo correcto a los mayores, por la soledad
con que cada uno mostraba su pasado", señala
María. "Y que no piensen mañana que uno
los arrancó de donde estaban".
El video sigue corriendo. "¿Te acordás
que nos pegaban?", dialogan los chicos. "Si,
pero ahora no nos van a pegar más", replica el
otro. "¿Te acordás del tío Pocho?",
le dice Luis. Los padres adoptivos del menor se enteraron en
ese momento del abuso sexual a que era sometido Luis y al que
había estado por lo menos expuesto el chico a cargo de
ellos. "Sí, cuando seamos grandes vamos a ser
policías", replica el menor. "Sí,
vamos a ser policías y vamos y lo matamos". Se
ve que la tienen pensada desde entonces.
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