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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



VIOLENCIA INFANTIL EN URUGUAY -

La torta de cumpleaños (II)

Andrés Alsina
Según Unicef, "la desnutrición en las primeras épocas de la existencia está relacionada con las carencias en el desarrollo intelectual del niño, que persisten pese a la escolarización y que dificultan su capacidad de aprendizaje"

María llegó finalmente a su casa con Luis, a comenzar la historia. Su hija Gloria lo miraba seguramente con esa mirada reflexiva, inteligente, que tiene ahora, y él le acariciaba el pelo rubio y bien largo, que le parecería increíble. "Yo lo vi desnutrido", es hoy el comentario de Gloria; así que la mirada era de diagnóstico. Una foto de esa época lo muestra sonriente sentado a la mesa de la casa de María, con la frente muy ancha, los ojos hundidos, la mandíbula salida y la cara que se le adelgazaba, con la piel exactamente sobre la conformación de la calavera. "Yo creí que era hidropesía (la acumulación anómala de líquido seroso, en este caso en la frente), pero era sólo desnutrición", concluyó la enfermera María.

Luis llegó sin examen médico y sin historia clínica a la casa de María. La enfermera hizo lo mejor que pudo y hasta le hizo análisis de VIH. Pero no se tiene su peso y estatura para compararlos con los de la población de referencia, que es el criterio de Unicef, y se supone que standard, para determinar el grado de desnutrición que tenía Luis. Esa información hubiese sido básica para establecer un plan de salud en su beneficio; María lo alimentó lo mejor que supo y hoy se lo ve saludable, fuerte, con las mejillas llenas y sin estar gordo.

Tampoco está determinado si hay un retraso en el crecimiento de Luis y su relación con el deficiente desarrollo intelectual. Según nuevamente Unicef, "la desnutrición en las primeras épocas de la existencia está relacionada con las carencias en el desarrollo intelectual del niño, que persisten pese a la escolarización y que dificultan su capacidad de aprendizaje". Y también: "Cuando a los 11 años de edad se volvió a examinar a los niños, los que tenían mayores retrasos a los dos años siguieron obteniendo, en las pruebas de inteligencia, puntuaciones inferiores a las de los niños sanos, si bien la brecha había disminuido…"; en Estado mundial de la infancia 1998, Unicef
(páginas 14 y 16).

Cuando esta entrevista, cinco o seis años después de cambiar sus condiciones de vida, Luis sigue acusando un retraso de aproximadamente dos años: está en tercer año de escuela, con diez de edad. La falta de iniciativa y preocupación de las autoridades, particularmente las del área social, pasa de ser una anécdota a ser una constante. La extraña actitud de la jueza que le dijo en ese pueblo natal de Luis "vamos a dejar que se lo lleve. Pero usted a mí no me conoce, no me vio, no me trató", resulta coherente con la prescindencia de apoyo estatal a María y a su abnegado propósito de criar con amor a un niño desvalido.

Eso se expresa en muchas instancias, y los que María enumera son sólo los que tienen que ver con recursos económicos, que es donde aprieta el zapato: costear durante un año los 900 pesos mensuales del CEMI, una escuela especial privada para Luis, es el 13% del sueldo de María y poco más de lo que costaba el colegio de su hija. Esto, sin saber ella que el BPS financiaba un tercio si se lo solicitaba; luego, Luis debió dejar de asistir a una segunda escuela especial para sordomudos porque María no tenía el dinero para pagar el transporte, cuando el BPS otorga una partida especial para ese rubro, de 470 pesos, algo de lo que María se entera tarde; ella pierde su trabajo en la primera mutualista por faltas reiteradas y una jefa que se negaba a contemplarle la posibilidad de hacer otros horarios que le permitieran atender la enfermedad que atravesó Luis, cuando podría haber acudido al servicio social de la propia mutualista a certificar su situación y sus necesidades y justificar así su falta. De eso se enteró después, siempre tarde, y ahora no tiene dinero para hacerle una demanda judicial a esa mutualista que además sentía como su segundo hogar, pues fue el trabajo que le permitió independizarse.

También perdió la asignación familiar de 1.800 pesos por el chico porque su sueldo supera verdaderamente en poco un mínimo establecido y no atinó a plantear que se hiciera una excepción. Perdió otra asistencia económica estatal a la discapacidad por tener teléfono y calefón en su casa, que estaban instalados desde antes de la llegada de Luis y que además habían sido condición
(esto María no lo dijo, pero son las reglas de juego del Iname) para darle la tenencia. Los funcionarios de Iname exigen la comodidad de poder contactar por teléfono a los padres adoptivos.

Ese desinterés por la suerte real de las personas a las que debería asistir una política social es en definitiva la misma por la que se tardó tanto, quince años, en percibir la situación en que esa mujer tenía y no criaba cada vez a más hijos, imparable. Fue tanto el tiempo del desinterés de las autoridades que Luis, el penúltimo de esos hijos de la desgracia, tuvo tiempo de crecer dentro del buzo que le pusieron por única vez, para que no molestara mucho, y que tal vez le haya limitado el desarrollo de su caja torácica.

Aparentemente ninguna autoridad investigó cómo vivía Luis con dos años ni con seis meses, cuando se decidían sus carencias intelectuales, si es que éstas se deben a las condiciones de vida. Porque tampoco eso se sabe: tal vez sean carencias congénitas, pero María no ha logrado convencer a la mutualista barata en que inscribió a Luis cuando la echaron de su trabajo, de que le hagan un encefalograma o lo que corresponda para determinar si es un problema de nacimiento el que tiene, o producto de un modo de vida.

Una vez le tocó el timbre una asistenta social enviada por el juzgado de menores: venía a corroborar las condiciones de vida, trabajo y nivel de ingresos y ver el bendito calefón, pero no le dio información alguna sobre los seguramente pocos recursos de la política social del Estado, dónde obtener un diagnóstico real, la atención médica, psiquiátrica y pedagógica que correspondiera para Luis, el apoyo a la familia que está haciendo lo que es deber del Estado hacer, y más no sea poner unas piedritas que la guíen en el laberíntico y brumoso camino de la ayuda estatal.

Ella, María, no se atrevió a preguntar. Es que tenía temor de que le quitaran a Luis porque es divorciada. No sabía entonces que existe una posibilidad que se llama "adopción simple", que ahora está tramitando para afirmar su vínculo con Luis, que se define porque no le permitirá a éste heredarla a menos que haya expreso testamento en su favor, como si esa fuese la cuestión, y que detectó gracias a un abogado que contrató con su escaso dinero y que demostró su compromiso humano con el caso.

A esto hay que sumarle la desorientación. "La categoría del chico no está contemplada. Si fuera down, o sordomudo, o ciego, todo sería más fácil porque tienen una gran infraestructura, una buena cobertura y mucho asesoramiento. Pero esto del retraso mental está muy desguarnecido", suspira, "y por eso los chicos van rodando hasta que uno se da más o menos cuenta. En el CEMI no le daban escolaridad, aunque parecía recibir allí buena terapia, que lo ayudaba con sus problemas, y yo no sabía qué hacer. Al principio lo mandé a una escuela pública, pero fue un desastre. Los demás chicos no le entendían cuando hablaba y todos los días llegaba con la túnica rota. Un día me di cuenta de que lo destrataban, lo llamaban `boludo´ y él no se preocupaba. Y eso hacía que los demás chiquilines se aprovecharan. Entonces
(a esa altura era 1989) fui a Primaria a que me solucionaran el tema y me dijeron que estaba fuera de plazo, pero como yo insistí me lo dejaron entrar a una escuela para discapacitados intelectuales. Y de tarde tendría que haber seguido yendo a la escuela para sordomudos, para que le trataran el problema que tiene para hablar, pero yo no podía llevarlo y traerlo, por el horario".

Fue a esa escuela que lo llevaba la camioneta financiada por el BPS, pero cuando ella se enteró del subsidio, los plazos de la escuela para reinscribirlo no coincidían con los plazos del BPS para pagar retroactivo ni la paciencia del conductor para cobrar, así que aquello simplemente fracasó y Luis se quedó sin mejorar su habla. Con todo, esto es sólo una muestra de las desinteligencias posibles entre necesidades reales y la asistencia social del Estado que sufrió María con Luis en brazos, agarrado tan firme como el primer día.


* * *

Ese día que llegó Luis a su casa, María descubrió que él no sabía lo que era una cama. Tampoco había visto una televisión, y se abalanzó, torpe, sobre la imagen. Miraba la luz eléctrica como algo extraño, y para María era difícil saber lo que pensaba y lo que lo inquietaba de este mundo nuevo, así que le armó una cama al lado de la suya "porque lo desconocía; no sabía lo que podía pasar. Y tenía problemas de incontinencia, todavía los tiene".

La nueva familia empezó a conocerse. "Podía estar muerto de hambre y haber fruta en la mesa que él no la tocaba si no se le decía. Recién hace dos años que se sirve solo"; ese era el grado de represión que oprimía todos sus actos. Pero las primeras veces que se le servía comida cubría el plato con la izquierda, como para que no se la robaran. Y comía con la mano; al parecer no sabía usar otro cubierto que la cuchara.

"A veces le estaba abotonando la camisa, o simplemente estaba allí de pie y se dormía parado. Tardé en darme cuenta que era porque lo ponían en penitencia las horas, y él aprendió a dormirse parado, porque no aguantaba". María y su hija Gloria dedujeron que lo dejaban en penitencia afuera del rancho y aun bajo la lluvia, por cosas que sugería, actitudes suyas y porque enunciaba conceptos propios de más edad: "si estás con los pies mojados te resfriás", por ejemplo. Le tenía terror al agua. La primera vez que la hermana lo quiso duchar, empezó a gritar espantado, y por mucho tiempo debieron bañarlo mojándolo y enjuagándolo con un jarro que vertían suavemente sobre él, tal como debió hacer María la primera vez, en aquella pieza de pensión para viajantes de comercio.

Con el tiempo, Luis fue contando cosas. "El tío Pocho me ponía en penitencia y no me daba comida. Mi mamita, ¿yo nunca más me voy a mojar?", pregunta, y a María se le retuerce el corazón. "La tormenta y los rayos lo ponen muy, muy nervioso. Y el viento, también el viento", cuentan ellas. Es de suponer que afuera de ese rancho de tres puertas era muy oscuro de noche, demasiado para un chiquito que no tenía cinco años, puesto allí en penitencia y sin comer. Sólo hay que imaginar las sombras de las ramas que gesticulaban ante él mientras hacían silbar al viento y le hablaban a sus temores por ratos que eran eternidades, del chicotear de la lluvia que soportaba paradito en medio de la inmensidad; de ese mundo de terror y hambre en el que estaba por su propia culpa, porque quienes tenían autoridad y siempre tienen razón, los mayores, lo habían castigado así. De los estragos que eso dejó en él sólo se ve la tristeza que permanece en sus grandes ojos negros.

Casi un año y medio después de estar en casa de María, en un invernal mes de agosto, Luis preguntó como de la nada: "mi mamita, ¿yo nunca más voy a tener frío?" Es difícil saber qué se contesta a eso; no al chico, al que sólo cabe asegurarle que no, que nunca más, sino a uno mismo, por vivir donde esa pregunta es posible.

"Una va descubriendo la situación del niño, poco a poco, hasta hoy. Si bien él es muy noble vemos muchas veces que está en el limbo. Pero si le levantamos la voz, se sobresalta. Se ve que le gritaban mucho". Fue peor las veces que María lo cascó, como a ella la educaron que se hacía con los chiquilines. "No larga ni una lágrima. Todo se guarda, y eso me duele. Y le termino de dar la palmada, él se da cuenta que terminé y me dice: ¿te ayudo, mi mamita?", como si no hubiese pasado nada, como si tolerar los golpes fuese parte natural de la vida.

"Yo soy tu mamá del corazón", le enseñó María. "Tu mamá está en el campo", le decía al principio. Pero a él no parecía importarle. "No sé si se debe juzgar a la madre", debate María consigo misma. "Es un ser totalmente carente de moral, que no siente el ser madre". Pero al mismo tiempo está su rabia por lo que va sabiendo e intuyendo y su deseo íntimo, legitimado en el calvario que fue el pasado de él y en su propia entrega cotidiana como mujer, de ser de raíz la madre que ella es hoy para Luis a tiempo completo. Esa rabia de la que no habla debe ser, claro, una dificultad a la hora de reconocerle inimputabilidad a la madre que aparentemente quedó atrás para siempre.

Todo suena bien pero el cronista siente que está ante una realidad que no termina de ser coherente, que hay algo impuesto en la actitud de Luis, que él sigue siendo un sobreviviente y hace lo que el instinto le indica para ser aceptado. No necesariamente es ésta una actitud oportunista, porque hay nobleza y bondad en él, eso es evidente. Pero la falta de naturalidad está allí, y María también la siente; no sólo eso, sino que se refiere a ella de manera espontánea. El chico "tiene la reacción de ayudar con todas las personas. Es que tiene la bondad adentro, que va saliendo. Al principio lo consideraba un poco servil: me traía las chinelas y me sacaba los zapatos cuando llegaba cansada. Yo lo sentía, no sé, mal, como si me quisiera recompensar".

El cronista le pide que dibuje algo y él dibuja una guitarra, que es lo que su "mi mamita" contó que ella hubiera querido aprender y que su padre no la dejó estudiar, reprimiéndola tal como él, Luis, imagina el castigo y en definitiva no muy distinto a como realmente fue. Así, Luis le está regalando una guitarra a su madre adoptiva, la que le faltó a ella de chica, pero no está dibujando lo que quiere; no se siente libre para ser espontáneo. Dibujo tras dibujo se lo lleva a dibujar lo que tal vez realmente quiera, y resulta ser un ancla, de todos los símbolos posibles.

Cuando Luis dibuja a la familia, las figuras son tres: María, Gloria y él. Pero Luis hoy reconoce explícitamente más familia que esa, porque en setiembre de 1997 María y los padres adoptivos del hermano más chico de Luis, del que lo separan dos años, organizaron su reunión. Ésa es una relación muy importante para Luis, tal como se demostró en el encuentro, pero el hermano está afuera de esos tres personajes; tal vez "familia" no quiera decir para él el núcleo básico e incuestionable que sugiere el concepto, tal vez sea otro su significado para Luis.

En todo caso el hecho es que esas son las personas que él integra a su dibujo de "familia" y lo cierto es que su actitud es consecuente con lo que dibuja. Una vez estaban ante el desalojo de la casa que ocupaban María, Luis y Gloria, anunciado como inminente por el dueño. La situación se sumaba al despido de María de la mutualista, así que la angustia debía traslucirse claramente en el ánimo de "mi mamita". Ella lloraba y Luis la miraba, serio. Luego le anunció que iba a hablar con Dios al respecto, y se puso a meditar tal como ella le enseñó en la práctica del yoga. Realmente se concentró, cuenta María, y luego le informó que efectivamente había hablado con Dios y que no se iban de la casa. Pues así fue: la venta no se concretó y el dueño renovó el contrato de alquiler.

María va habitualmente a misa, muchas veces en compañía de Luis. A ella le gusta particularmente ir a la misa carismática, en la que se canta mucho, en un acto de expresión de los sentimientos. A Luis también le atrae, porque le gusta cantar y seguramente le gusta la mancomunión que se da en ella, donde todos hacen cosas por las que a él lo tratan de "loquito" cuando sólo es espontáneo. En verdad es todo un tema que a María le guste en particular la misa carismática, porque en esa misa el fiel festeja la alegría que permite llevar a cabo acciones para el bien del conjunto de la comunidad cristiana. Son las cartas de San Pablo las que desarrollan la teología del carisma, y representan una prueba manifiesta de la acción del Espíritu Santo, de la que nunca se debe presumir.
María no presume de nada, pero a veces Luis le hace pasar vergüenza. El chico sigue hablando alto, como en el campo, y María lo suele llevar con ella a rezar al Sagrado Corazón de Jesús, a la iglesia del Cordón. Y allí se escuchó la voz de Luis, hablándole a Dios fuerte y claro: "Todo lo que te pido es un papito para mí y un novio para mi madre".

Ella habrá pasado vergüenza entonces y en otras ocasiones, pero Luis no se inhibe. Canta, bailotea, expresa su alegría con grandes ademanes, tanto que muchas veces su actitud queda fuera de lugar. Después de todo, la normalidad es la justa medida, y él no fue educado en los códigos que la establecen. De la misma manera, a veces lo insultan los chiquilines en la escuela, pero a él no le importa que le digan "boludo"; no porque no entienda lo que quiere decir o el carácter denigratorio de su uso, sino porque en verdad reacciona como un adulto sin saberlo: el dolor que atravesó le hace estar más allá de esas niñerías.

En cambio conserva otras, como la fascinación con los trenes. Hoy María deduce de su actitud que vivió cerca de una vía, porque trata de reconstruir ese pasado ignominioso en nombre del bien de Luis, para comprenderlo mejor, para ayudarlo, para estar con él, y también para saber.
Pero María debería comprender que las huellas del pasado son difíciles de interpretar. El primer sonido que le escuchó María a Luis, luego de temer que fuera mudo, luego de temer que tuviera frenillo por cómo chasqueaba la lengua, fue en aquel hospedaje de pueblo, después de comer y aún en la mesa, por una moto que pasó en la calle: imitó su sonido. Es que tenía, acaso por primera vez en mucho tiempo, la panza llena, y estaba satisfecho. Bien podía permitirse el lujo de un sonido. Ahora se los permite todo el tiempo. Al principio a ellas les extrañaba las cosas que sabía Luis, que nunca había estado en Montevideo. Pasaban delante de una panadería y él afirmaba, sin dudarlo: "Ahí dan pan". Es que él entraba a pedirlo; tal vez reconocía el olor.

Al poco tiempo de estar en Montevideo, al mes escaso, Gloria subió con él a un 127, que en su trayecto atraviesa una zona rural. A Luis le bastó ver campo por la ventanilla y trató desesperadamente de bajarse. "No gritó, sólo se quería bajar corriendo", cuenta la hermana. "Yo entendí enseguida que él pensaba que lo llevaba de vuelta, así que lo pude tranquilizar". Debe de haber sido un alivio para todos.

Dos años después, cuando Luis tendría siete, María y Gloria decidieron hacer algo muy lindo: lo llevaron al interior y visitaron Minas, con sus museos y su plaza, con un ambiente natural con similitudes con el pueblo de Luis, y él no reaccionó mal. Y son lindos recuerdos. "En Minas podés pasear y ver cosas muy importantes, no pavadas", enuncia, y la mano se le agita, nerviosa, revelando que la procesión va por dentro. Contesta una cosa por vez y si se lo apura, extiende vertical la palma de la mano, como un policía de Tránsito, frenando el ímpetu de la preguntas. Las cosas importantes son la fuente de agua mineral Salus y museos, que sostiene que le gustan mucho: "me encanta ver cómo era el Uruguay". A consecuencia de ese interés fueron también a Colonia, donde vio el esqueleto de una ballena "y de dinosaurios de un mundo prehistórico que no existía y nosotros no lo sabíamos". Genial.

Esos dos años cambiaron mucha cosa en él, pero también fue necesario mucho para que cambiaran. El viaje a Lavalleja fue muy distinto a aquel viaje al mes de haber llegado a Montevideo, en el 127 que pasó por una zona rural. Por la ventanilla del ómnibus interdepartamental, Luis miró el campo y le dijo a la hermana (
él le dice "hermana" a Gloria, a rajatabla): "Ves, en un campo como ese viví una vez. Cuando sea grande te voy a pasear en una carreta tirada por bueyes", le prometió, y se ve que ese es un lindo recuerdo de esa época de su breve vida que nunca detalló.

Todavía tiene la tonada del interior, de su pago que dice que no recuerda, y cuando va a los museos le gustan en particular las armas, pero no las armas largas como las que usaban los portugueses, sino los revólveres, que casualmente son los que le resultarían más fáciles de manejar. "Me gustan porque son como de los cowboys", alega. Los que empezaron la violencia contra Artigas fueron los portugueses, o sea, los malos. "Allí comenzaron las batallas y las peleas y se comenzaron a matar". Y aunque "eso pasó hace mil años atrás", el no quiere violencia. "No quiero violencia, no. La violencia me asusta. Pero a veces veo películas de karate y de violencia que me gustan. Es que me gusta la violencia pero no de armas, sino de lucha. Golpear pero no matar. Y no golpear a las mujeres, porque es una falta de respeto. Además no hay que jugar con armas y balas porque los niños menores de edad no tienen que jugar con armas".

Todo esto lo dice sin que se le pregunte. ¿Quién te dijo todo eso? "Nadie. Pero las armas pueden estar cargadas y si se juega se mata. La violencia no es buena, es mala. Pero yo juego al karateka". Cuentan ellas que le encantan las películas de karate. Y cuando el cronista le pide a Luis que le pegue una piña en la palma abierta, ese chico de diez años descarga sin aparatosidad una enorme fuerza; los nudillos llevan el peso de los huesos y la fuerza de los músculos con precisión; la palma abierta queda dolorida. Allí hay mucha agresividad y no hace falta haber cursado psicología para diagnosticarlo.

El tema de la vida en "el campo" no sale solo; hay que preguntar. "Yo vivía con Pocho, con mi mamá, que no sé cómo se llama, ya no me acuerdo; con Tapón y con Regina y con mi hermano", y al que nombra como su hermano aunque los anteriores dos también lo son, es con quien se reencontró en setiembre de 1997, cuatro o cinco años después de haberse ido en brazos de María de ese rancho atravesado.

"Esa gente no me alimentaba y yo pasé toda la vida así. No me gusta acordarme del campo". Tiene razón, tiene toda la razón, pero pasaría tiempo desde su llegada a la casa de María antes de empezar a intuir cuánta; pasarían nueve meses, el tiempo de una gestación, hasta que Luis bajó un poco las defensas y mostró algo de sí. Seguían durmiendo en el mismo cuarto, Luis con una cama propia al lado de la de María, que dudaba como el primer día "porque lo desconocía; no sabía lo que podía pasar." Y entonces pasó.

"Vino entonces una parte muy fea, muy difícil; tuve que tener mucha fuerza, explica María". Ella vio que él se metía habitualmente la manito en la boca y hacía un movimiento que no podía sino ver como masturbatorio. "Yo le pegaba en las manos pero él miraba dibujos de moda, de mujeres, y lo hacía. Entonces traje un psicólogo a casa, que no tuvo la habilidad de entender lo que pasaba". Después resultó que el psicólogo no lo era, o al menos no todavía, porque no estaba recibido, y pese a eso le cobró un platal, pero esa es otra historia.

"Este niño tuvo que haber sido violado oralmente", insistía ella, y lo llevó a una revisación médica. No se encontraron rastros físicos de una violación pero el médico concordó en las sospechas de María. El psicólogo, o proto psicólogo, trataba de hacerle presente a Luis su ambiente anterior, de marginalidad, a través de láminas. Y le estaba haciendo identificar a cada uno de los personajes de la vida en el campo cuando llegaron al tío Pocho, y ella intuyó. "¿Cómo es de grande el tío Pocho?", se metió ella. "¿Así o así?", y dibujó dos líneas de distinto largo. Entonces Luis tomó el lápiz y dibujó una línea muy larga; era un hombre adulto, un viejo a los ojos de Luis.

A los nueve meses entonces de aquel día de San Pancracio que le alumbró a Luis la opción de una vida sacándolo en brazos de aquel rancho atravesado, una noche, Luis y María estaban ya con la luz apagada cuando se escuchó la voz de Luis. "El tío Pocho me daba la paliza. Me ponía en penitencia y yo me dormía parado. El tío Pocho me ponía el pitito en la boca y me hacía pichí en la boca, en los ojos y en el cuerpo".

María prende entonces el velador y con esa calma de que sólo son capaces las mujeres para las horas más trágicas, le pide que le muestre cómo, y se destapa. Él va con su boca hacia el pubis de ella y se pone en posición de hacer la fellatio.

En esa etapa de los trámites legales, las actuaciones estaban a cargo de una jueza en Montevideo, a quien ella lleva su ira y dolor, nadie sabrá nunca cuánta y cuánto. La jueza entiende, más de lo que ella esperaba. "Si usted quiere, tendrá todo mi apoyo para procesar a este tío Pocho", cuenta María que le dijo. "Pero yo quiero que usted sepa cómo funciona esto en verdad. El Iname va a investigar a todos los hombres que estén en el entorno de su familia y de su vida, y luego, como estuvieron a cargo de esta situación y no detectaron la violación, van a terminar quitándole el niño para encubrir su falta. Eso es lo que va a pasar y usted tiene que decidir, y sé que no es fácil. Pero decida lo que decida, tendrá mi total apoyo", le dijo la jueza.

Fue aquella toda una lección sobre cómo funciona el mundo real en la tacita de plata que María agradece. Decidió lo que juzgó mejor para Luis, tal como lo venía haciendo, huérfana de todo apoyo eficaz de los servicios sociales del Estado: no hizo la denuncia. En cambio, reunió suficiente dinero como para pagar el diagnóstico de una psiquiatra que allá está, en papeles que ella llevó a cada ronda de la larga entrevista junto con otra documentación, como si se necesitara verificar la historia. Un único dato de todo ese papelerío: la psiquiatra vaticinó que de no haber sido dado en tenencia, ese chico probablemente hubiese sido autista.

Tras la confesión de lo terrible, Luis empezó a decir que de grande quería ser policía, para poder matar al tío Pocho. Pero nadie sabe cuán terrible fue aquello para Luis, y sin el apoyo de una verdadera red de asistencia social que contenga la situación de él y la de quienes lo adoptaron, uno de los aportes posibles del Estado que demuestra su ausencia, es improbable que Luis pueda digerir esa parte de su vida y vivir sin fantasmas la que le queda. El único ungüento que calma es el amor de María y de Gloria, y eso es lo que Luis recibe y devuelve.

María se debe haber desvelado las noches imaginando el mundo de terror de ese niño que dormía en una cama junto a la suya, maltratado, violentado, rodeado del desamor y falto de padre tal como lo fue ella misma, pero además hambreado, aterrorizado, violado, e ignorado por la madre. Ella no habla de eso, es demasiado.

Y nadie sabe el efecto que esa experiencia, propia de un campo de concentración en forma de familia, tendrá sobre Luis. A los diez años coquetea con niñas de 14, y lo hace con éxito; esto sugiere una adolescencia prematura pero aparentemente María no lo relaciona con la experiencia traumática de la violación, incluyendo el oscuro placer que sólo le dio culpa. Todo está librado a la formidable intuición de esa mujer, a la inteligencia de su hija, a la voluntad de hacer el bien de ambas, y todo indica que siendo eso mucho, no es suficiente.

Dos meses después era abril, el cumpleaños de Luis, el primero con María y Gloria; sus seis años. Todo es programado y cada paso del festejo es explicado detalladamente a Luis. Todo, menos que habría una torta de cumpleaños, sin saber que lo obvio para unos puede ser increíble para otros. Él estaba vestido de marinero, su hermana se vistió de payaso, había regalos y todo lo previsible. Las fotos lo muestran a Luis nervioso, torciendo los pies, juntando las rodillas, mordiéndose los labios, retorciendo los dedos de sus manos.

Cuando aparece la torta, él no puede creer que esa torta sea para él. Le insisten que sí, claro, naturalmente, y finalmente parece el momento indicado para prender las velitas y soplarlas. Lo hace, y dice "Bueno, ahora vos, mi mamita", y en ese instante le viene un ataque de nervios por el que queda mudo y luego tartamudo. La fiesta se interrumpe, claro, y María lo lleva a la sala de urgencias de la mutualista del chico. Allí le dicen que la tartamudez se le irá pasando pero cinco años después, persiste.

"Lo ahogué. Le di todo de golpe. Yo no sabía. Lo ahogué". Aun hoy el sentimiento de culpa hace que María relate en forma entrecortada el episodio. La licenciada en Psicología Alejandra Retta, quien trabajó con chicos con diverso grado de retraso durante dos años, afirma que es una situación relativamente común: el chiquilín siente que puede bajar sus defensas y entonces se exteriorizan este tipo de deficiencias. Menos mal que María no escuchó esto, si no pensará que es su amor el que le causó la tartamudez.


* * *

Es amor todo lo que Luis tiene, pero no es poco. Los signos exteriores de la desnutrición han pasado pero son los mismos ojos grandes, negros y serios de las fotos del primer tiempo. Él le muestra el álbum de fotos al cronista. "Yo acá estaba en mi cumpleaños. Quedé nervioso por la tortita. Y acá me visten de marinero. Y acá estaba muy contentísimo porque era mi fiesta. Y después acá quedé sorprendido. Y acá jugaba con globos, contentísimo, porque estaba emocionado. Después… (espera que la atención del adulto vuelva a él, con paciencia y firmeza) acá quedé tan emocionado. Me encanta mirar las fotos".

Si hay algo que Luis sabe es que su vida hoy es distinta. Por eso se permite decir que "al campo" no quiere volver; "sólo si necesito volver cuando sea grande, para mostrarle a mi hermana dónde vivía". Su pasado late tanto como su presente. "Cuando me adoptaron yo tenía cinco añitos, así", y muestra con los dedos. "Yo no sabía leer y ahora aprendí". Aprendió bastante más. "Se lo ve despierto, inteligente, con curiosidad por las cosas. Es imaginativo: cualquier hojita es un mundo" sostiene María, y no parece exagerar la realidad. "Canta muy lindo", agrega María, sumando méritos; "canta la canción de El rey del ganado. Y enseguida aprendió a escribir".

Su hija, Gloria, lo aprendió a querer. "El amor lo sentíamos a medida que descubríamos vivencias de él. Lo sobreprotegíamos todas, claro. Y ahora más". Ella dijo que sí aquella medianoche a su madre, pero luego se tuvo que decir que sí a sí misma varias veces. "Mi madre estaba doce horas afuera. Había que prepararlo, llevarlo a la escuela, traerlo, darle de comer y después yo iba al liceo; estaba en 5º. Mi madre es muy impulsiva. No estamos arrepentidos, pero nos cambió mucho la vida y fue difícil al principio. Un niño implica rutina de hogar, y además no sabíamos cómo iba a reaccionar a cada cosa. Para mí era como tener un hijo. Y con él me siento así, hay que tenerlo como a un hijo. Salía de la Facultad, lo iba a buscar a la escuela y lo llevaba a la segunda escuela", cuando había dinero para que asistiera a dos escuelas.

Tampoco ella sabe explicar la determinación de su madre de adoptar a Luis, pero avala su espontaneidad. "Fue un impulso que tuvo, y la entiendo. Era una situación horrible: estaban regalando chicos. Ni siquiera razonamos que no teníamos realmente todos los medios para hacernos cargo". Gloria estaba entonces demasiado centrada en sus estudios: es ambiciosa, determinada, reflexiva e inteligente, y con todo eso pudo superar la situación que le trajo su madre una madrugada y hacerse cargo de la responsabilidad. "Ahora ya estoy estabilizada", respira. Vive con su novio hace tres años y estudia, mucho. Por ahora no piensan tener hijos, pero
(o porque) tienen a Luis.

La madre está tanto en su propia casa como en la de ellos, aunque no se recorra esa distancia caminando. El novio de Gloria aceptó a esa bella chiquilina junto con Gloria y con Luis; era un único paquete y así funciona. La preocupación que hoy comparten es procurarle "una buena educación a Luis", y están dispuestos a sacrificarse para dársela. No es fácil saber lo que es bueno para un chico con un impreciso retraso mental, pero allá van, medio a los tumbos, totalmente a la uruguaya; no por responsabilidad de ellos sino del Uruguay.

El amor fue una gran cosa, y Luis progresó. Dijo que dejó de querer ser policía para matar al tío Pocho y por un tiempo declaró que sus expectativas eran llegar a ser piloto; últimamente había pasado a pronosticarse un futuro como fabricante de Coca Cola. Todo parecía ir bien. Y Gloria cuenta que cada vez lo quiere más a este hijo que no tuvo. "Y más ahora, que hay personas que lo marginan".

A veces son pequeñas cosas las que lo marginan a Luis, pero ocurren demasiadas veces para atribuirlas a lo aleatorio. Gloria y su novio entran a un almacén con Luis y algo no le permite al dueño verlo adecuadamente vestido y en compañía de dos clientes adultos; ese algo es lo mismo que le hace mirarle la piel oscura, los rastros de la indigencia que pueden haber en su cara, en su postura, y le dice, seco, "no tengo nada para vos". Gloria mira al comerciante, con esa mirada con la que alguna vez triunfará en su profesión, y le dice, queda: "está con nosotros", y los tres se dan media vuelta y se van.

Otra vez es en una reunión familiar, donde se prepara la foto de grupo y la mujer, pariente de María, busca a Luis para integrarlo al grupo no más por ese instante en que disparará la máquina: "A ver, dónde está el del asilo". No hubo respuesta "pero nunca más la vimos" informa María, queda. "Es que hay gente que tiene el preconcepto de que si no es hijo natural es menos gente", señala Gloria, y la madre reitera el criterio como propio: "es gente que cree que los adoptados no son personas". Pero luego María cuenta algo que sobrepasa esa confusión. Un abogado que tiene con María lo que los que saben llaman "una amistad colorida", va por primera vez a su casa a buscarla, para salir a cenar. Cuando Luis lo recibe, lo hace con su alegría espontánea, "medio loquito", acota María, y además parloteando en su tartamudez.

El abogado, funcionario del gobierno, precisa María, pide explicaciones apenas suben al auto rumbo a la parrillada. María le cuenta. La síntesis es que en aquella mesa de restaurante él le dio su veredicto: "Te tenés que deshacer de ese hijo. Sabés que ese niño es un orillero. Él tiene que volver a su lugar de origen". María se levanta y se va, sola. El abogado vuelve a su lugar de origen.

Con todo su amor por Luis, ella no parece percibir la moraleja de estas anécdotas de discriminación. Ella dedicó muchos esfuerzos a no ser arrastrada a la marginalidad de su padre, se salvó de la trampa de la marginalidad de su marido, se hizo como persona, salvó de la marginalidad a Luis y está decidida a darle la oportunidad que le garantiza la Constitución. Esto, pese a la falta de apoyo estatal, a temer el saboteo de sus esfuerzos por parte del Iname, el organismo en el que supuestamente podría respaldarse, a no poder denunciar la violación y el maltrato del chico, que por cierto no figura en las prolijas estadísticas sobre maltrato infantil que el Iname envía regularmente a todos los medios de difusión.

María hizo este esfuerzo pese a su falta natural de conocimientos específicos sobre cómo encarar la educación de un chico con retraso mental y a insuficientes recursos materiales, y encuentra, tal como reflejan las anécdotas que transmite, que la sociedad quiere que los marginales sigan siendo marginales. Cuando llegan a las puertas de la sociedad y amenazan con integrarse a ella, los rechaza. Y si alguien los acepta, como María, ese alguien también es rechazado.

* * *

En setiembre de 1997, como está dicho, María y Gloria pudieron coordinar una reunión con al menos uno de los hermanos de Luis. Ese chiquito era el que Luis, de cuatro años, arrastraba de la mano por aquel pueblo pidiendo limosna, con el que entraba al salón comedor donde lo aplaudieron cuando entró con María y bien vestido. Así se lo contó a María el dueño del hospedaje, que se acercó a la mesa a saludarlos y a manifestar su alegría por la nueva situación. Y también contó que cuando alguno de los mayores de ese rancho de tres puertas estimaba que lo recaudado en la mendicidad no era suficiente, el que se la ligaba era sólo Luis, porque éste siempre protegía a su hermano.

Esa anécdota es importante a la hora de ver el video de aquel encuentro de setiembre de 1997, porque en él se llaman mutuamente "hermano", y hay notorias demostraciones de cariño entre ellos, pese a la presencia incómoda de la cámara, a la de los mayores, y a la de regalos. En determinado momento, el hermano menor se acerca a la mesa donde hay cosas de comer, toma un plato y pone un poco de cada cosa: pizza, sandwiches; lo que hay. Luego lleva el plato al sofá donde lo espera Luis, se sienta a su lado y le da de comer en la boca. "Vos antes me cuidabas a mí. Yo ahora te cuido a vos, ¿ves?", y Luis acepta ese algo de valía que viene de su vida anterior; reconoce ese entendimiento que había entre ellos ya entonces y que perdura, aunque la imagen de sí mismo de aquellos años sea algo que Luis afirma una y otra vez que no quiere recordar.

"Porque yo te extraño", se escucha que Luis le dice a su hermano en el video del encuentro. "Nos abrazamos, cuenta Luis al cronista al tiempo que se mira el video, y mi hermano me apretaba porque hacía muchos años
(que no se veían). Y ahora lo veo". En las vacaciones de julio se visitaron pero para concretar las reuniones ahora hay que vencer la resistencia de los padres adoptivos del hermano de Luis, que quedaron asustados con la situación que descubrieron, llamada "tío Pocho", sin saber bien cómo manejarse ante ella.

El video sigue mostrando sus juegos. El más chico le tapa con la cortina la cara a Luis y dice por un micrófono a pilas. "Ahora vamos a presentar a un estupendo, a mi hermano". Fueron todas palabras de felicidad, de esperanza, de futuro, y también de inseguridad ante el pasado. "Aquello nos pareció lo correcto a los mayores, por la soledad con que cada uno mostraba su pasado", señala María. "Y que no piensen mañana que uno los arrancó de donde estaban".
El video sigue corriendo. "¿Te acordás que nos pegaban?", dialogan los chicos. "Si, pero ahora no nos van a pegar más", replica el otro. "¿Te acordás del tío Pocho?", le dice Luis. Los padres adoptivos del menor se enteraron en ese momento del abuso sexual a que era sometido Luis y al que había estado por lo menos expuesto el chico a cargo de ellos. "Sí, cuando seamos grandes vamos a ser policías", replica el menor. "Sí, vamos a ser policías y vamos y lo matamos". Se ve que la tienen pensada desde entonces.

 

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