H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CRÍTICA - LIBERACIÓN - CONDICIÓN LECTORA -

El regreso de los muertos vivos*

Martín Gómez Chans
La crítica, en suma, se interesa en sí misma, en sus propias condiciones. Sabe que es una operación ejercida menos sobre textos o sobre objetos que sobre situaciones e instituciones de lectura


1

Después de varios siglos hemos aprendido que no hay verdad más rotunda que la ficción. Todo el mundo sabe que no vamos ya (nadie va ya) a alcanzar la gracia estética a través de la originalidad de una obra contrastable, oponible, legible o leída en contra de un standard. Uruguay no tuvo su Joyce o su Proust (esto es para muchos, la forma misma del escándalo: un verdadero vacío estuporoso). Ahora, demasiado maravillados andamos con la incesante complejidad del mundo, como para crear (en el sentido más trivial y convencional de esa palabra) -hacer literatura.

Picos eufóricos y lagunas depresivas se alternan ante la sospecha de que quizá mi condición cultural exija revertir la cláusula práxica de Marx. Transformar y no interpretar el mundo: quizá, para mí (hablo no por, sino desde un lugar, desde una historia, desde una condición) no quepa sino interpretar, y esperar, ingenuidad de toda soberbia, que la transformación se solape, se agregue, se endose. Interpretar (o, mejor, para mi gusto, criticar) no es, a fin de cuentas, sino una práctica. Dejemos esto para después; primero recorramos, ligeramente nuestro suelo. Dícese que tenemos una cultura muy crítica.

La cosa parece fácil. Si voy a ser culto, aprenderé, penosamente, a glosar y a parasitar las reglas de un juego de lenguaje, en el buen entendido de que estoy haciendo "crítica de cine", "crítica literaria", "crítica de música" o "crítica teatral".

O aprenderé, más sofisticadamente, que Uruguay merece o necesita un periodismo antropológico o historiográfico o sociológico, una escritura que "rescate" o "recupere" figuras perdidas, olvidadas, marginales; o partes marginales o forcluidas de figuaras reconocidas, históricas - esto último es gestualmente mejor, es decir más fuerte: no sólo me detiene sobre lo que ninguno vio o ninguno quiso ver, sino sobre lo que se dejó de decir por decir otras cosas.

Así, cuando llegue el momento, me batiré por Lautreámont, por Herrera y Reissig, y por devolver la sexualidad a los desasexuados y a los monumentos.

Si voy a ser intelectual y serio, aprenderé antes que nada, una administración del espacio (ésta es relativamente nueva): la analítica política la realizan y la administran, los politólogos o los sociólogos, el discurso filosófico encuentra su cauce en la figura profesional de un filósofo, la historia es escrita por los historiadores, los antropólogos buscan al ab-origen.

Os ayudaré a descubrir junto a antropólogos, psicólogos, historiadores, semiotas y literatos
(la utopía democrática de las humanidades: la interdisciplina), en cierta condición polimorfa o heterológica de mi propia "interioridad" cultural (o mi propio pasado), la más radical de las exterioridades, mi paraíso teórico descentrado, alternativo, débil, menor, subalterno, y propio.

(Eso, por lo menos, siempre es mejor que buscar la legitimidad -objeto, método, fundamentos, orígenes, escrituras canonizables, maestros- de mi propia institución, cosa que se hacía a menudo, que se sigue haciendo y que seguirá provocando la desagradable impresión de que la razón académica, la curricular y la burocrática son una. Y esto se prolonga, ahora estoy corrigiendo lo que acabo de decir, en la interdisciplina).

2

La economía política de la crítica, en este país, es de apariencia un poca boba, fácil, simplona, llena de dramas discretos y transparentes: académico/no académico, investigador/docente, literato/epistémico, sajón/francés. Nada parece enturbiar esa relación fluída y espontánea, ese vínculo aproblemático y aconflictivo, ese verdadero romance, con el texto, o más raramente aun, con mi propia capacidad y condición lectoras.

Se ha pensado durante mucho tiempo que la pregunta básica a un texto era ¿qué se dice? (ideas, significados, tópicas, contenidos), y no, necesariamente ¿qué se escribe? (géneros, mapas clasificatorias, disciplinas, asignaturas), o ¿quién escribe? (lugar, circunstancia, pasado, historia, clase, estrato, etnia). Si estas preguntas habían sido desplazadas (ahora se ha teorizado y se teoriza largamente sobre ellas), las preguntas verdaderamente elididas, nunca hechas, fuera de todo interés, evidentemente, son ¿quién lee? O ¿qué lee (ése que lee)?

Nadie, ninguna ciencia, ninguna literatura, se interroga mayormente sobre la condición lectora (si bien se suele hablar de adquisición, de habilidades o capacidades lectoras, etc.).

El problema es doble: no hemos advertido, mayormente, la materialidad del texto o de la escritura, y deberíamos estar en condiciones de advertir la materialidad de la lectura.
Mi condición -geopolítica de la lectura- parece ser fatalmente crítica, interpretativa: debo hacerme cargo del drama de mi propia opacidad, de la conflictividad y las verdaderas tormentas que esconde mi pasividad lectora, mi obediencia.

Si era posible, adoptando la medida y la figura de la cadena productiva, evitar cierta fantasmalización del texto (de un texto que es, fatalmente el texto del Otro) y devolverle su carácter procesal, contradictorio, irreductiblemente estratégico (y hasta, se diría, local), la pequeña euforia de esta solución puede forzarme a negligenciar el contravalor de lo prductivo: lo residual.

Toda máquina que produce genera un gasto, un insumo: se calienta, hace ruido. Segrega sustancias no utilizables. Esa entropía, esas formas torpes del descontrol energético, esa imposibilidad de un aprovechamiento radical, de una organización de materia, son las que trazan, delimitan, me parece, mi lugar, mi escala, con respecto a la línea de producción de escritura (digamos) metropolitana.

3

Va de nuevo, con otras palabras. Durante mucho tiempo se pensó que el gran problema de un discurso marginal o subordinado o periférico
(hermosas metáforas) se batía entre dos posibilidades: consumo o produzco. Si no me resigno a las formas tontas de la fidelidad y la repetición que la lectura me ofrece, me lanzo a la conquista de la escritura.
En parte, el problema consiste en que mi condición cultural ya hace materialmente imposible la distinción operativa entre un orden de la producción y un orden del consumo. ¿Cómo hago
(si desde la escuela me eseñan otra cosa) para darme cuenta de si mi práctica de escritura es, o no es, una simple prolongación de la lectura (del consumo, de la pasividad ante el trabajo productivo del otro)?

Si "invento" razones intelectuales para disfrutar del cine de Greenaway y las escribo en mi columna de crítica cinematográfica, o si escribo, para obtener mi diploma de graduación o posgraduación, un trabajo sobre un trabajo de Quine de los años cincuenta, o si escribo un libro de poemas simbolistas o superrealistas en verso libre ignorando mis modelos, mis arquetipos y por lo tanto mis escalas, ¿qué he hecho?, ¿cuál es mi práctica, mi operación?, ¿está más cerca del consumo o de la producción?
La operación, entonces, no debía realizarse sin precauciones.
Hubo, durante un tiempo, la faena de inventar un Sujeto
(marginal, minoritario, latinoamericano, tercermundista, sureño, o como se prefiera) que produjera una escritura (digámoslo así, aunque no suene bien) competitiva, capaz de habitar con comodidad el orden de la producción internacional (Universal) de escritura, desde ciertos rasgos de especificidad. El mero debate teórico sobre la construcción de ese sujeto, se pensó, ya era un tipo válido de intervención.

El problema, tarde o temprano, era el de escribir para ellos. La pregunta de si es posible una filosofía latinoamericana (tópica de los 60; hoy sería imposible, Dios me perdone, reconocer algo en el adjetivo latinoamericano) encierra, aunque no lo sabe, esa violenta y exéntrica tragedia, un verdadero empecinamiento (residual) del deseo europeo: querer participar en -pertenecer, ser, merecer- una institución discursiva monumental (Filosofía), sin dejar de ser pobre, petiso, colonizado, negrito o aindiado, o queriendo extraer de esta diferencia un plus que debe convertirse en mi legitimidad, es decir, que debe ser explicado, racionalizado, novelado -para el otro, en un juego de legitimación que es el de él.

Pero éste, por lo menos visualiza un problema; aquél que escribe en la adopción simple, digamos, en la mímesis de una posición kantiana o analítica o derrideana, es un injerto: su aproblematicidad habla de su radical incapacidad.

4

El problema es que no puedo zambullirme en un proceso de producción textual institucionalizado y ajeno, sin arrastrar, fatalmente, los residuos de esa distancia, de ese pliegue infinito de la interpretación, de esa especie de insight explosivo: estoy aquí. No es una zambullida absolutoria o bautismal, como en el Ganges, luego de la cual todo residuo, todo exceso, todo pecado
(ser el otro), se disuelve.

Si un primer paso consiste en jugar con una especie de curiosidad viril, un empuje que me lleva a querer saber cómo ha sido hecho eso
(ese texto), dejando por un momento en suspenso todo protocolo, toda institución de lectura, todo sistema institucional de inteligiblidad, y en suma (por qué no decirlo) toda ideología para dar con la rotunda materialidad del texto, un segundo paso (no se trata de un orden) supone una recuperación de eso que antes abandoné (instituciones, protocolos, pertenencias, comunidades, asentamientos, ideología), pero bajo la forma de lo residual, es decir, no como lo que posibilita el flujo inmaterial de la idea desde el texto al espíritu, sino como aquello que lo detiene, que lo coagula, que lo ancla, que lo delata en su flagrante, irreductible emergencia.

El residuo es lo que no vemos, es el ruido y la torpe pérdida en energía calórica de la máquina kantiana, freudiana, marxista, joyceana, faulkneriana, foucaultiana, cuando pretenden trabajar en otras condiciones, en las condiciones del otro, en las que no fueron creadas. Es la distancia que va desde sus condiciones de produccón (su suelo) a sus condiciones de adopción. Esos ingenios, que ya poseían, originariamente, gasto y residuo, ahora poco menos que se convierten en su propia pérdida, en su propia secreción (noción opuesta a la de producto): es más: es posible que la hipertrofia del residuo, acá, me permita manejar hipótesis no triviales sobre el funcionamento intrusivo y, tal vez, también fundante de lo residual allá.

Si cada vez que hablo me alieno, en el sentido en que me veo forzado a mimetizarme, a convertirme, a ser ese otro que tengo enfrente, incluso si mi objetivo es el de discriminarme, o el de tacharme, cada vez que escribo, esa alienación es casi intolerablemente microscópica y a la vez masiva: debo convertirme en todo otro, o mejor, en un Otro global y monstruoso compuesto por las partes de los otros que han tenido para mí, alguna importancia, alguna investidura del signo que fuese: las palabras (las voces, los estilos, los lenguajes, las metáforas, en fin) que admiro, las que quiero usar, las que respeto, las que desprecio, las que odio, las que ignoro. Ese Otro, precisamente, es mi texto.

Esa monstruosidad, ese residuo, ese barroco, siempre presente en todo texto, es especialmente importante en culturas casi exclusivamente lectoras donde la escritura, circunstancia, prolongación de la lectura, es generalmente parafrásica (no me estoy refiriendo, necesariamente, a culturas continentales o racionales, aunque sí quiero rescatar el uso geográfico de la noción: prefiero hablar de zonas, de franjas, de lugares, de comunidades -la institución universitaria en el primer mundo debe estar llena de escrituras parafrásicas, y esto se debe a que la institución favorece esas escrituras, etc.).

5

La crítica se interesa básicamente por ese texto anómalo
(cualquier texto), incapaz de ocultar que es hecho de partes, que segrega más de lo que produce, que murmura más de lo que dice, o cuyos borradores, con sus tachaduras y parches, dicen más que su versión definitiva.

Se interesa también por la preocupación de ese texto por ser leído allá, del otro lado, por su paranoia y su incesante travestismo, por su forma de no existir a no ser volcado hacia esa "exterioridad". Se interesa por sus excesivas precauciones para decantar una versión definitiva cuyo propósito fundamental sea esconder los borradores a través de la construcción de un Sujeto unificador, que resuma una discriminación y una afirmación de su identidad.

Se interesa por el discreto enloquecimiento de ese texto por ser aceptado, que es lo que termina por delatar su monstruosidad y su impureza basal
(eso es también su patético su melancolía, su tristeza), así como cuando el travesti se emperifolla para gustar, incapaz de detener esa folie douce de pintarse, de dibujarse, de recrearse con minuciosidad, de autoconcebirse como sumatoria de partes que pueden manipularse y modificarse (¿estará bien así mi nariz?, ¿mis tetas no estarán muy grandes?, ¿debo agrandar o achicar mis ojos con el delineador?, ¿mis orejas no estarán salidas?).

La crítica, en suma, se interesa en sí misma, en sus propias condiciones. Sabe que es una operación ejercida menos sobre textos o sobre objetos que sobre situaciones e instituciones de lectura.

Sabe que es la hija (la hija fálica, que juega a emanciparse, a ser rebelde, a contagiar a otros con su rebeldía) de una condición lectora, de una condición cholula, tranquila y advenediza.

* Publicado orignalmente en La República de Platón, Nº 63

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia