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Después de varios
siglos hemos aprendido que no hay verdad más rotunda que
la ficción. Todo el mundo sabe que no vamos ya (nadie va ya) a alcanzar la gracia estética
a través de la originalidad de una obra contrastable,
oponible, legible o leída en contra de un standard. Uruguay
no tuvo su Joyce o su Proust (esto
es para muchos, la forma misma del escándalo: un verdadero
vacío estuporoso).
Ahora, demasiado maravillados andamos con la incesante complejidad
del mundo, como para crear (en
el sentido más trivial y convencional de esa palabra) -hacer literatura.
Picos eufóricos
y lagunas depresivas se alternan ante la sospecha de que quizá
mi condición cultural exija revertir la cláusula
práxica de Marx. Transformar y no interpretar el mundo:
quizá, para mí (hablo
no por, sino desde un lugar, desde una historia, desde una condición) no quepa sino interpretar,
y esperar, ingenuidad de toda soberbia, que la transformación
se solape, se agregue, se endose. Interpretar (o,
mejor, para mi gusto, criticar)
no es, a fin de cuentas, sino una práctica. Dejemos esto
para después; primero recorramos, ligeramente nuestro
suelo. Dícese que tenemos una cultura muy crítica.
La cosa parece fácil.
Si voy a ser culto, aprenderé, penosamente, a glosar y
a parasitar las reglas de un juego de lenguaje, en el buen entendido
de que estoy haciendo "crítica de cine", "crítica
literaria", "crítica de música"
o "crítica teatral".
O aprenderé, más sofisticadamente, que Uruguay merece
o necesita un periodismo antropológico o historiográfico
o sociológico, una escritura
que "rescate" o "recupere" figuras perdidas,
olvidadas, marginales; o partes marginales o forcluidas de figuaras
reconocidas, históricas - esto último es gestualmente
mejor, es decir más fuerte: no sólo me detiene sobre
lo que ninguno vio o ninguno quiso ver, sino sobre lo que se dejó
de decir por decir otras cosas.
Así, cuando llegue
el momento, me batiré por Lautreámont, por Herrera
y Reissig, y por devolver la sexualidad a los desasexuados
y a los monumentos.
Si voy a ser intelectual
y serio, aprenderé antes que nada, una administración
del espacio (ésta es
relativamente nueva):
la analítica política la realizan y la administran,
los politólogos o los sociólogos, el discurso filosófico
encuentra su cauce en la figura profesional de un filósofo,
la historia es escrita por los
historiadores, los antropólogos buscan al ab-origen.
Os ayudaré a descubrir junto a antropólogos, psicólogos,
historiadores, semiotas y literatos (la
utopía democrática de las humanidades:
la interdisciplina),
en cierta condición polimorfa o heterológica de
mi propia "interioridad" cultural (o
mi propio pasado),
la más radical de las exterioridades, mi paraíso
teórico descentrado, alternativo, débil, menor,
subalterno, y propio.
(Eso, por lo menos, siempre
es mejor que buscar la legitimidad -objeto, método, fundamentos,
orígenes, escrituras canonizables, maestros- de mi propia
institución, cosa que se hacía a menudo, que se
sigue haciendo y que seguirá provocando la desagradable
impresión de que la razón académica, la
curricular y la burocrática son una. Y esto se prolonga,
ahora estoy corrigiendo lo que acabo de decir, en la interdisciplina).
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La economía política de la crítica, en este
país, es de apariencia un poca boba, fácil, simplona,
llena de dramas discretos y transparentes: académico/no
académico, investigador/docente, literato/epistémico,
sajón/francés. Nada parece enturbiar esa relación
fluída y espontánea, ese vínculo aproblemático
y aconflictivo, ese verdadero romance, con el texto, o más
raramente aun, con mi propia capacidad y condición lectoras.
Se ha pensado durante
mucho tiempo que la pregunta básica a un texto era ¿qué
se dice? (ideas, significados,
tópicas, contenidos),
y no, necesariamente ¿qué se escribe? (géneros, mapas clasificatorias,
disciplinas, asignaturas),
o ¿quién escribe? (lugar,
circunstancia, pasado, historia, clase, estrato, etnia). Si estas preguntas habían
sido desplazadas (ahora se
ha teorizado y se teoriza largamente sobre ellas), las preguntas verdaderamente
elididas, nunca hechas, fuera de todo interés, evidentemente,
son ¿quién lee? O ¿qué
lee (ése que
lee)?
Nadie, ninguna ciencia,
ninguna literatura, se interroga mayormente sobre la condición
lectora (si bien se suele
hablar de adquisición, de habilidades o capacidades lectoras,
etc.).
El problema es doble: no
hemos advertido, mayormente, la materialidad del texto o de la
escritura, y deberíamos estar en condiciones de advertir
la materialidad de la lectura.
Mi condición -geopolítica de la lectura- parece
ser fatalmente crítica, interpretativa: debo hacerme cargo
del drama de mi propia opacidad, de la conflictividad y las verdaderas
tormentas que esconde mi pasividad lectora, mi obediencia.
Si era posible, adoptando
la medida y la figura de la cadena productiva, evitar cierta fantasmalización
del texto (de un texto que
es, fatalmente el texto del Otro) y devolverle su carácter
procesal, contradictorio, irreductiblemente estratégico
(y hasta, se diría,
local), la pequeña
euforia de esta solución puede forzarme a negligenciar
el contravalor de lo prductivo: lo residual.
Toda máquina
que produce genera un gasto, un insumo: se calienta, hace ruido.
Segrega sustancias no utilizables. Esa entropía, esas formas
torpes del descontrol energético, esa imposibilidad de
un aprovechamiento radical, de una organización de materia,
son las que trazan, delimitan, me parece, mi lugar, mi escala,
con respecto a la línea de producción de escritura
(digamos) metropolitana.
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Va de nuevo, con otras palabras. Durante mucho tiempo se pensó
que el gran problema de un discurso marginal o subordinado o
periférico (hermosas
metáforas)
se batía entre dos posibilidades: consumo o produzco.
Si no me resigno a las formas tontas de la fidelidad y la repetición
que la lectura me ofrece, me lanzo a la conquista de la escritura.
En parte, el problema consiste en que mi condición cultural
ya hace materialmente imposible la distinción operativa
entre un orden de la producción y un orden del consumo.
¿Cómo hago (si
desde la escuela me eseñan otra cosa) para darme cuenta de si mi práctica
de escritura es, o no es, una simple prolongación de la
lectura (del consumo, de
la pasividad ante el trabajo productivo del otro)?
Si "invento"
razones intelectuales para disfrutar del cine de Greenaway y
las escribo en mi columna de crítica cinematográfica,
o si escribo, para obtener mi diploma de graduación o
posgraduación, un trabajo sobre un trabajo de Quine de
los años cincuenta, o si escribo un libro de poemas simbolistas
o superrealistas en verso libre ignorando mis modelos, mis arquetipos
y por lo tanto mis escalas, ¿qué he hecho?, ¿cuál
es mi práctica, mi operación?, ¿está
más cerca del consumo o de la producción?
La operación, entonces, no debía realizarse sin
precauciones.
Hubo, durante un tiempo, la faena de inventar un Sujeto (marginal, minoritario, latinoamericano,
tercermundista, sureño, o como se prefiera) que produjera una escritura
(digámoslo así,
aunque no suene bien)
competitiva, capaz de habitar con comodidad el orden de la producción
internacional (Universal) de escritura, desde ciertos
rasgos de especificidad. El mero debate teórico sobre
la construcción de ese sujeto, se pensó, ya era
un tipo válido de intervención.
El problema, tarde o temprano,
era el de escribir para ellos. La pregunta de si es posible una
filosofía latinoamericana (tópica de los 60; hoy sería
imposible, Dios me perdone, reconocer algo en el adjetivo latinoamericano) encierra, aunque no lo sabe, esa
violenta y exéntrica tragedia,
un verdadero empecinamiento (residual)
del deseo europeo:
querer participar en -pertenecer, ser, merecer- una institución
discursiva monumental (Filosofía), sin dejar de ser pobre, petiso,
colonizado, negrito o aindiado, o queriendo extraer de esta diferencia
un plus que debe convertirse en mi legitimidad, es decir, que
debe ser explicado, racionalizado, novelado -para el otro, en
un juego de legitimación que es el de él.
Pero éste, por lo menos visualiza un problema; aquél
que escribe en la adopción simple, digamos, en la mímesis
de una posición kantiana o analítica o derrideana,
es un injerto: su aproblematicidad habla de su radical incapacidad.
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El problema es que no puedo zambullirme en un proceso de producción
textual institucionalizado y ajeno, sin arrastrar, fatalmente,
los residuos de esa distancia, de ese pliegue infinito de la
interpretación, de esa especie de insight explosivo:
estoy aquí. No es una zambullida absolutoria o bautismal,
como en el Ganges, luego de la cual todo residuo, todo exceso,
todo pecado (ser el otro), se disuelve.
Si un primer paso consiste en jugar con una especie de curiosidad
viril, un empuje que me lleva a querer saber cómo ha sido
hecho eso (ese texto), dejando por un momento en
suspenso todo protocolo, toda institución de lectura,
todo sistema institucional de inteligiblidad, y en suma (por qué no decirlo) toda ideología para
dar con la rotunda materialidad del texto, un segundo paso (no se trata de un orden) supone una recuperación
de eso que antes abandoné (instituciones,
protocolos, pertenencias, comunidades, asentamientos, ideología), pero bajo la forma de lo
residual, es decir, no como lo que posibilita el flujo inmaterial
de la idea desde el texto al espíritu, sino como aquello
que lo detiene, que lo coagula, que lo ancla, que lo delata en
su flagrante, irreductible emergencia.
El residuo es lo que
no vemos, es el ruido y la torpe pérdida en energía
calórica de la máquina kantiana, freudiana, marxista,
joyceana, faulkneriana, foucaultiana, cuando pretenden trabajar
en otras condiciones, en las condiciones del otro, en las que
no fueron creadas. Es la distancia que va desde sus condiciones
de produccón (su suelo) a sus condiciones de adopción.
Esos ingenios, que ya poseían, originariamente, gasto
y residuo, ahora poco menos que se convierten en su propia pérdida,
en su propia secreción (noción
opuesta a la de producto):
es más: es posible que la hipertrofia del residuo, acá,
me permita manejar hipótesis no triviales sobre el funcionamento
intrusivo y, tal vez, también fundante de lo residual
allá.
Si cada vez que hablo me
alieno, en el sentido en que me veo forzado a mimetizarme, a convertirme,
a ser ese otro que tengo enfrente, incluso si mi objetivo es el
de discriminarme, o el de tacharme, cada vez que escribo, esa
alienación es casi intolerablemente microscópica
y a la vez masiva: debo convertirme en todo otro, o mejor, en
un Otro global y monstruoso
compuesto por las partes de los otros que han tenido para mí,
alguna importancia, alguna investidura del signo que fuese: las
palabras (las voces, los estilos,
los lenguajes, las metáforas, en fin) que admiro, las que quiero usar,
las que respeto, las que desprecio, las que odio, las que ignoro.
Ese Otro, precisamente, es mi texto.
Esa monstruosidad, ese residuo,
ese barroco,
siempre presente en todo texto, es especialmente importante en
culturas casi exclusivamente lectoras donde la escritura, circunstancia,
prolongación de la lectura, es generalmente parafrásica
(no me estoy refiriendo, necesariamente,
a culturas continentales o racionales, aunque sí quiero
rescatar el uso geográfico de la noción: prefiero
hablar de zonas, de franjas, de lugares, de comunidades -la institución
universitaria en el primer mundo debe estar llena de escrituras
parafrásicas, y esto se debe a que la institución
favorece esas escrituras, etc.).
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La crítica se interesa básicamente por ese texto
anómalo (cualquier
texto), incapaz
de ocultar que es hecho de partes, que segrega más de
lo que produce, que murmura más de lo que dice, o cuyos
borradores, con sus tachaduras y parches, dicen más que
su versión definitiva.
Se interesa también
por la preocupación de ese texto por ser leído
allá, del otro lado, por su paranoia y su incesante travestismo,
por su forma de no existir a no ser volcado hacia esa "exterioridad".
Se interesa por sus excesivas precauciones para decantar una
versión definitiva cuyo propósito fundamental sea
esconder los borradores a través de la construcción
de un Sujeto unificador, que resuma una discriminación
y una afirmación de su identidad.
Se interesa por el discreto enloquecimiento de ese texto por ser
aceptado, que es lo que termina por delatar su monstruosidad y
su impureza basal (eso es
también su patético su melancolía, su tristeza),
así como cuando el travesti
se emperifolla para gustar, incapaz de detener esa folie douce
de pintarse, de dibujarse, de recrearse con minuciosidad, de autoconcebirse
como sumatoria de partes que pueden manipularse y modificarse
(¿estará bien
así mi nariz?, ¿mis tetas no estarán muy
grandes?, ¿debo agrandar o achicar mis ojos con el delineador?,
¿mis orejas no estarán salidas?).
La crítica, en suma, se interesa en sí misma, en
sus propias condiciones. Sabe que es una operación ejercida
menos sobre textos o sobre objetos que sobre situaciones e instituciones
de lectura.
Sabe que es la hija (la
hija fálica, que juega a emanciparse, a ser rebelde, a
contagiar a otros con su rebeldía)
de una condición lectora, de una condición cholula,
tranquila y advenediza.
* Publicado
orignalmente en La República de Platón,
Nº 63
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