«Cuando se
tiene carácter, hay en la vida un acontecimiento típico
que se repite constantemente.»
F.
Nietzsche
Ascenso
y caída del Jefe Civil
Una vez en Montevideo, Acevedo Díaz redobló su voluntad transformándose
en una suerte de asceta de la causa cívica. Guiado por
la certeza del cumplimiento de una misión superior, encontró
terreno propicio para liderar a la juventud nacionalista de Montevideo
y a un grupo relevante de personalidades. Su prédica de
El Nacional reunificó las fuerzas blancas, amalgamó
las críticas al "exclusivismo" colorado, preparó
los espíritus para el alzamiento militar partidario de
1897, aportó -en suma- una doctrina
democrática radical.
Pese a haberse retirado del campamento saravista en el mes de
julio -antes de que se cerraran las acciones bélicas-,
en diciembre preside el Directorio blanco. Empieza así
la veloz serie de éxitos: instalada la dictadura de Juan
Lindolfo Cuestas con el visto bueno de todos los partidos -a
excepción del diezmado colectivismo herreriano-, Acevedo
Díaz ocupa un sillón en el Consejo de Estado (1898); gana una banca de senador
por Maldonado en las elecciones de 1899; en sus artículos
vigila paso a paso, día a día, todos los acontecimientos;
en sus recorridas por varios puntos del país asombra por
sus cualidades de orador y tribuno, dotes que sus oyentes seguían
recordando con admiración en las décadas sucesivas (Espínola, 1951). Por fuerza
de sus antecedentes familiares, por talento e infatigable voluntad
de dominio, nadie entonces emparejaba sus méritos para
esa brega.
Llegado en el 98 al ápice de su carrera, se dio cuenta
de que era el momento justo para abandonar el puesto de mero séquito
ilustrado del jefe montonero, al que tantos otros aún se
avenían. En ese canje de funciones su ejemplo lleva al
paroxismo el drama del intelectual latinoamericano del siglo XIX,
siempre cumplido con la relativa excepción de José
Martí. Quiso ponerse al frente de un Partido, conducir
a sus masas y orientar el proceso institucional del país.
En esos trances se produce el choque con el caudillo rural quien, en
reclamo de sus fueros, arrebata al "doctor" las aspiraciones
de mando y, después, lo tritura.
En el camino de Acevedo Díaz se cruzó Aparicio
Saravia, aunque si éste no hubiese irrumpido en el escenario
público el Uruguay finisecular hubiera parido otro jefe
campesino, otro contrapeso al liberalismo de la ciudad-puerto.
Baste recordar que en apenas un año, que va de mediados
de 1896 a los primeros meses del siguiente, Saravia pasó
de ignorado "vecino del Cordobés" a árbitro
de la vida política uruguaya y aun a gobernar de hecho
en una porción decisiva del territorio.
Alcanza con observar que luego de su desaparición el posterior
ordenamiento jurídico y político del Estado anuló el
espacio dominante del caudillismo. Pero para que se dieran estas
condiciones tuvo que correr mucha sangre y debieron rodar muchas
cabezas, aunque algunas permanecieran sobre su tronco por un plazo
de gracia.
Una de esas cabezas condenadas, la de Acevedo Díaz, tarde
advirtió la esterilidad del esfuerzo: "Las multitudes
no estiman el valor de sus apóstoles sino en cuanto les
son de utilidad inmediata, sin importarles las proyecciones del
pensamiento ni su fin altruísta o humano [...]" ('Sin pompa...', Página
Blanca, 18/VII/1915, integrado en Casas/Pittaluga, 1978:
238-240).
Los hechos que fulminaron la carrera de Acevedo Díaz se
precipitaron en el tramo final de 1902 y el primer cuatrimestre
del año siguiente. Desde 1901 el grupo acevedista -José
Romeu, Alfredo Vidal y Fuentes, Lauro V. Rodríguez, Carlos
B. Anaya, etcétera- cuestionaba las negociaciones y pactos
electorales que llevaba a cabo un crecido sector del Directorio
con el presidente Cuestas. La animosidad aumentó cerca
de los comicios presidenciales del 1º de marzo de 1903 ya
que, siendo minoría en el Parlamento, los legisladores
blancos se dividieron para votar a los candidatos oficialistas
a la presidencia de la República.
Al fin, la mayoría directorial prefirió a Eduardo
Mac Eachen -digitado por Cuestas-; el sector acevedista aportó
sus votos decisivos para encumbrar a José Batlle y Ordóñez.
Como esa decisión había sido anunciada al Directorio
el 14 de febrero, el día 28 de ese mes candente, los réprobos
fueron expulsados con una declaración de cuatro escuetos
artículos. El día 20 los diarios montevideanos
habían divulgado un documento que presentaba la censura
de Saravia a los que votaran por Batlle. El líder "rebelde"
rechazó este último intento para frenarlo y, en
una frase que sintetiza su carácter, respondió:
"sólo debemos cuenta a nuestra conciencia y a
Dios" (Deus,
1978: 231).
La opinión de Acevedo Díaz sobre Saravia -de quien
había sido su secretario en parte de la campaña
del 97-, mudó radicalmente, como puede verse en innumerables
ejemplos. Así, en el discurso ante la tumba de Diego Lamas,
exaltó al infortunado militar y a "su nobilísimo
compañero Aparicio Saravia", por la mutua "clarividencia
para terminar [la
guerra]
con honra, antes que la fuerza brutal ganase" (El Nacional,
24/IV/1898).
En
vísperas de la proclamación de Mac Eachen sugirió
que el país estaba en manos de una "doble influencia
directriz", pautada por Cuestas y el "meritorio"
caudillo (Acevedo
Díaz (h), 1941: 191). Ya fuera del Partido y del país,
en medio del alzamiento de 1904, opinaba que Saravia "no
es más que un pobre gaucho, engreído y camorrista,
antes que belicoso" (M.J.
Ardao, 1965: 574).
Batlle y Acevedo Díaz habían coincidido en el Ateneo
montevideano en los años de resistencia contra la dictadura
de Latorre; habían compartido la fe espiritualista
ecléctica; juntos integraron el Consejo de Estado de 1898;
un año después, restablecida la normalidad constitucional,
el senador blanco le había ofrecido su voto para llegar
a la presidencia con lo que buscaba impedir que Cuestas siguiera
en el mando. En la emergencia de 1903, Batlle le pareció
el hombre de "energías necesarias para sobresalir
[...] en la democracia
más turbulenta" (Acevedo
Díaz (h), 1941: 179).
Pese a estas afinidades generacionales e ideológicas,
la pasión por un pasado aún muy fresco obstruía
una convergencia política más estricta. La historiografía
parcial afirma que votando a Batlle "no se ve claro cómo
pensaba servir así al partido" (Mena Segarra, 1977: 138), apreciación
que silencia el acoso de los rivales internos y que se resiste
a admitir la vocación acevedista por los objetivos suprapartidarios.
Sería ingenuo creer que el escritor blanco apoyó
al hijo de Lorenzo Batlle -al que había combatido en 1870-72-,
porque previó las reformas de corte socializante que,
según se ha demostrado, vinieron bastante después
(Barrán/Nahum,
1985).
En rigor, "los conservadores temían en el Batlle
de 1903, como lo temían incluso en el decadente Julio
Herrera y Obes, al colorado intransigente, enemigo de acuerdos
y coparticipación y por ello, casi seguro provocador de
la guerra civil. No (es elemental) al promotor
obrero y al nacionalizador económico que todavía
permanecían inéditos" (Real de Azúa, 1963: 30).
Corrobora esta conclusión la carta que le remite a Saravia
el estanciero y dirigente blanco Luis Santiago Botana, satanizando
a los que votarían por quien "haría un
gobierno pasional, de facción, que llevaría a la
guerra civil" (24/I/1903). Para el hijo
de Aparicio Saravia este juicio "define y encuadra la
traición de Acevedo Díaz y sus calepinos"
(Saravia
García, 1956: 364).
Tampoco constan los escritos que estigmaticen la pobreza en la que vivían
criollos e inmigrantes del campo y las ciudades, panorama que
Acevedo Díaz conocía con minucia. Tampoco fue partidario
del nacionalismo económico y estatista; al contrario, sus
tres artículos sobre el Frigorífico Liebig's de
Fray Bentos -publicados en El Nacional en noviembre del
95-, demuestran que confiaba en el empuje transformador del capital
extranjero. Sobre el punto, no obstante, puede crear confusiones
su campaña contra el poderoso hacendado Mac Eachen y sus
votantes del "sector ultraconservador" del Directorio.
Hubo una puja por el poder entre los "doctores" blancos
montevideanos que empezó en murmullo interno y concluyó
en estruendo público. El sector dominante del Directorio
carecía de líderes y desconfiaba de quien, empecinado
por la pureza legalista y apoyado por jóvenes ruidosos,
ponía en continuo riesgo la estabilidad. Acevedo Díaz
que había sacrificado su "porvenir" profesional,
su enriquecimiento material y hasta la convivencia con su vasta
familia, acusó a estos correligionarios de buscar la paz
para la "conservación de estancias, ganados y
saladeros, no de principios y de prácticas austeras"
(Acevedo
Díaz (h), 1941: 142).
Se
trataba de una estrategia circunstancial para disminuir la presión
de sus enemigos internos y de una cabal exposición de
su creencia en el evolucionismo democrático.
De este duelo se deduce que la mayoría de los "doctores"
rodearon a Saravia para anular el riesgoso personalismo de Acevedo
Díaz y que, a su vez, el caudillo personalista se dejó
rodear para darles sosiego a las "clases conservadoras",
y para eliminar al desafiante competidor. De todas maneras la
guerra se desató en 1904 y los "ultraconservadores"
no tuvieron más remedio que apoyar a Saravia en su arranque
bélico, porque en caso contrario hubieran sido borrados
del mapa político.
El
general campesino no podía ceder terreno (o mejor: departamentos
del norte)
al control del gobierno nacional, porque sabía que a la
corta desaparecería como centro de poder. En ese contexto,
no sólo la guerra era inevitable sino también lo
era su desenlace.
En
una página aún inédita, escrita mucho tiempo
después, Acevedo Díaz opinó sobre su expulsión:
"[...] Ocurrida la
elección constitucional del señor Batlle y Ordóñez,
se inició el principal acto subversivo, un pretexto o
motivo de unión. [...] Ese motivo,
[según] el doctor
Alfredo Vidal y Fuentes [tuvo como] única
causal el odio a «determinada persona»; a quien
se necesitaba anonadar para que abriese paso a las ambiciones
desatentadas de una fracción incorregible [...]" (Col. E.A.D., Doc. 10).
Por eso
el acercamiento a Batlle había sido la única salida.
Con Batlle -debió calcular- podría frenar los acuerdos
entre los colorados intransigentes -de cepa colectivista- y los
blancos que no estaban dispuestos a defender la pureza democrática.
Creía -y esto lo prueban tanto su obra doctrinal como
literaria- que el caudillo rural era una formidable herramienta
para avanzar hacia objetivos liberales en un medio atrasado. Hacia
comienzos del nuevo siglo estaba seguro de que se había
afianzado la "sociabilidad" nacional opacando las viejas
virtudes de esa figura. Por eso tenía que destruir el poder
del caudillo, antes de que éste lo destruyera a él.
Enceguecido por el vértigo de su fe y de los acontecimientos,
no cayó en la cuenta de que él mismo se estaba convirtiendo
en una especie de caudillo. Aunque urbano,
ilustrado
y sin el imprescindible apoyo de las columnas populares. Ni siquiera
a la distancia de aquellos hechos dolorosos pudo reconocer su
cuota de responsabilidad y de ceguera: "El movimiento
de 1904, que me sorprendió en Norte América [...] fue una reincidencia injustificable.
[...] Una fe ciega había
ofuscado los ánimos. [...] El Directorio confió de un modo excesivo
en las aptitudes de su caudillo militar, que a pesar de todo dio
su vida con abnegación" (Entrevista concedida a El Día,
Montevideo, 15/IX/1916).
En uno de sus últimos trabajos, Michel
Foucault
se pregunta: "¿No constituye uno de los rasgos
fundamentales de nuestra sociedad el hecho que el destino adquiera
la forma de la relación al poder, de la lucha con o contra
él?" (Foucault,
1992: 182).
Menos que nadie Acevedo Díaz estaba a salvo de esta tensión
que, en su caso, se convertirá en trampa mortal.
Veinte años de soledad
Pasados
los estremecimientos electorales, había llegado la hora
de la soledad. En setiembre de 1903 el presidente Batlle lo designó
Embajador y Ministro Plenipotenciario de la República
ante los Estados Unidos y México. En Washington comenzó
el largo peregrinaje de Acevedo Díaz por el mundo, quien
continuaría en el ejercicio del mismo cargo en Buenos
Aires (1906-08), Roma (1908-11), Río
de Janeiro (1911-16) y Berna (1916-1920).
Tal aceptación del status diplomático se
ha interpretado como fruto de las presiones nacionalistas al
presidente (Deus,
1978: 255) o
como una forma de pago por el favor eleccionario, mezquina hipótesis
que entonces murmuraron sus enemigos. Era imposible que Acevedo
Díaz continuase en esa atmósfera hostil en la que
poco tenía para hacer y donde -con cincuenta y dos años
cumplidos- difícilmente podría sobrevivir después
de haber abandonado todo por la actividad política. La
aceptación del puesto diplomático parece más
verosímil como una huida del país en el que había
perdido su lugar en la batalla, perdiendo así el mejor
sentido de su vida.
En este cuadro merecen interpretarse sus gestiones para lograr
la intervención militar estadounidense durante la guerra
civil de 1904. No puede descartarse el rencor acumulado en los
meses previos ni la defensa de su misión cuando ese esfuerzo
prolongado está en peligro. La documentación prueba
que Acevedo Díaz no sólo fue autorizado por el
gobierno batllista para hacer los trámites solicitando
la presencia militar extranjera, sino que la idea misma le pertenece.
Había pasado casi cuarenta años escribiendo sobre
la ardua conquista de la soberanía nacional y a la distancia
terminó por convencerse de que el Estado uruguayo ni siquiera
podía solucionar sus problemas internos. Harto de la "prepotencia
del caudillismo", prefirió una solución rápida
y tajante, de la que esperaba se obtuvieran buenos resultados
por venir del país "modelo, grande y poderoso [donde] no he visto hasta ahora ni
un mendigo, ni un escandaloso, ni dar un trompis siendo la tierra
del box"
(M.J. Ardao,
1965: 575).
Creía esto necesario ante la posibilidad de una inminente
acción argentina para poner fin a la guerra, aspecto que
le comenta a Romeu en carta del 22 de abril: "Entre una
[intervención]
que
nada sirve, y por el contrario [...] acumula resabios
a los ya existentes; y otra, que asegure una paz para siempre,
con la prosperidad positiva de la república y afianzamiento
de su independencia, creo que la elección no es difícil" (M.J. Ardao, 1965: 577).
Como los Ramírez, como José Pedro Varela y Nicolás
de Vedia, como toda su generación liberal y patricia,
Acevedo Díaz admiraba y aun envidiaba a los Estados Unidos.
Era el deslumbramiento por la democracia modelo, por el país
enorme donde los militares respetaban las instituciones; donde
no anidaban "revoluciones" bárbaras porque no
había población "bárbara" sino
trabajadores progresistas. Esta "nordomanía"
-como la calificara Rodó en Ariel (1900)-, dejaba afuera de su evaluación,
por ejemplo, el lugar de los derechos de los negros, arrinconados
y marginados.
El entonces embajador confiaba en que la intervención
norteamericana afianzaría la independencia uruguaya porque
en su agenda ideológica no contaba la teoría imperialista,
pese a que en 1898 Estados Unidos había hecho práctica
ostensible de ella en las antiguas colonias españolas
de Puerto Rico, Filipinas y Cuba.
La declinación de su carácter no pudo no invadir
el proceso de creación literaria. En la etapa postrera
su producción fue relativamente escasa y -a excepción
de Lanza y sable- se ciñó al rubro ciudadano:
una novela (1907) y una docena de
historias. Casi todos los personajes de este corpus narrativo
pertenecen a la burguesía, alta o media; todos son partidarios
del amor asexuado: los hombres
practican una acartonada galantería; las mujeres, ejercen
complejas y reprimidas artes de seducción.
Zozobró también en el lenguaje de estos relatos,
ya que al abandonar la autenticidad del habla popular campesina
y su sintaxis precisa -hallazgo del otro sector narrativo-, su
prosa "se cargó de un subterráneo preciosismo
[...] o intentó
el virtuosismo que luego ejercitarían los modernistas" (Rama, 1965: 144).
En la amarga monotonía de su carrera diplomática,
también se hizo tiempo para redactar algunos ensayos y
para esbozar unas memorias que nunca terminó. O quizá
prefirió quemar como se estaba quemando su vida. No mucho
más se le podía pedir a quien se le había
arrancado su divisa y su pasión.
En 1914 tituló el prólogo de su última novela
'Sin pasión y sin divisa'. En esas páginas cae
la máscara del optimismo y asume el fracaso de su largo
proyecto vital: "vencer los resabios de la herencia,
no es obra de una generación. El sólo concepto
racional de patriotismo es todavía oscuro para muchos
hombres. El de la nacionalidad, como conciencia plena, apenas
se acentúa. Ahora comienza el empeño"
(p. 6).
Pero ese empeño ya no podía tenerlo a él
entre sus combatientes. Estaba viejo y hacía años
que deambulaba por el mundo representando a un país que
ya no era del todo suyo; donde había sido condenado al
círculo infernal de los traidores del Partido por el que
tantas veces se había jugado en cuerpo y alma. Un país
donde se lo reconocía como gran escritor pero en el que
nadie lo reclamaba (ni
lo reclama) para
su panteón de héroes civiles.
En los últimos años, como le escribe a su esposa,
su salud "ha sufrido tantos quebrantos" (Galmés, 1980: 40)
que la noticia se hizo pública en la prensa montevideana;
esas desventuras hoy pueden apreciarse en una fotografía de 1917, quizá
la última que le tomaran. La foto lo muestra con gesto
esquivo aunque todavía altanero; el cabello intacto y renegrido
corona un rostro gastado; los ojos desafiantes de las imágenes
de su primera madurez ceden paso a una mirada sin luz que evita
la lente, que se pierde en un sitio vago. Sentado ante un escritorio,
sostiene con el brazo izquierdo su cabeza y con su diestra presiona
apenas una pluma sobre un papel en blanco.
En el retrato de este hombre vencido sólo faltó
que alguien hubiese anotado algo así como "A la
espera de la muerte, ocurrida el 18 de junio de 1921".
Treinta años después, el 3 de mayo de 1951, su
hijo Hugo confesó: "Yo nunca pude saber a qué
se refirió mi padre cuando ya en agonía, una mano
entre las mías, subconscientemente dijo y repitió:
«Nunca más!...» " (Inédita. Col.
F. Espínola. Bibl. Nac.).
No por azar en las páginas finales de su última
novela, Acevedo Díaz comenta que las divisas agitaron
en las generaciones sucesivas "la religión de
los odios" (p.
354).
Este ha sido su otro testamento, quizá hasta la exégesis
del secreto que selló en su testamento civil: los odios
de que religiosamente ha sido objeto en el país que vivió
con pasión, impiden que ofrezca sus huesos a esa tierra
perdida para siempre. Nunca más.
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* Publicado
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