Este texto en su origen formaba parte de uno más
extenso en el que el problema de la recepción literaria aparecía
vinculado a una reflexión mucho más amplia sobre las posibilidades
de difusión de la poesía joven en el sistema literario montevideano.
En este marco, el trabajo también abarcaba el fenómeno del elitismo
e intentaba vincularlo a posibles criterios de valoración artística,
partiendo del supuesto de que dicho problema de la valoración no
solo es genuino sino también ineludible. Como puede vislumbrarse, el
texto original poseía una excesiva amplitud temática
(indiscutiblemente en deuda con las circunstancias que motivaron la
escritura: la respuesta a un mail que me enviara mi amigo Santiago
Pereira), que obligó a la escisión y el desarrollo
independiente de algunos de sus apartados. En cualquier caso el
presente texto mantiene el espíritu del original, en tanto reflexión
sobre el sistema literario montevideano contemporáneo
(diagnóstico crítico que es emprendido desde el propio lugar de escritor
under al que pertenezco), y llamado a los
artistas a repensar sus propuestas.
En concreto, este trabajo aborda la
lectura de poesía
como una instancia particular de la recepción literaria; remarca sus
posibilidades, sus particularidades -en tanto evento-, pero también
la poca eficacia que logra actualmente en el mundo de la poesía
montevideana. Como en el texto original, el tono crítico no está
dirigido al público sino más bien a los artistas, a los poetas en
tanto autoridades decadentes de la institucionalidad literaria. Es
necesario que todos aquellos que somos afectados por una recepción
deficiente (los escritores jóvenes en general, los poetas, los que
leemos poesía en recitales poéticos, los que seguimos aspirando a un
escritura no decididamente comercial -por nombrar algunos
grupos y subgrupos “marginales”, a los que además pertenezco)
tomemos conciencia del fenómeno, le demos una explicación, y en la
medida de lo posible aspiremos, de manera genuina, a una recepción más
amplia.
Como puede verse, lo que aquí se dice no pretende de
ningún modo ser externo y neutral; quien habla es también un
escritor; las ideas que expone forman parte de su estética,
dialogan con su producción literaria, parten de la
experiencia creativa y la modifican. No solo se participa del
sistema literario escribiendo y editando cuentos o poesías; las
entrevistas, los ensayos, los recitales poéticos, la aparición
mediática: todo ello construye la significación de lo que un artista
es y dice. De este hecho también deberían ser más concientes los
artistas, logrando así un mayor aprovechamiento de las instancias de
enunciación en las que participan. Este trabajo es una instancia de
enunciación conciente de sí misma, pertinente a mi posicionamiento
en el sistema literario (por más devaluados que este y yo
mismo estemos).
Por último, el cometido central de este texto no es
de la innovación teórica: aquí no se pretende agregar demasiado a lo
ya sabido sobre la
literatura, las lecturas de poesía, o los cambios
recientes a nivel de recepción y construcción del significado
literario. Por el contrario, la argumentación se sirve de categorías
que son relativamente recurrentes en el discurso y las pone en
relación con una praxis artística y cotidiana perfectamente
reconocible: el sistema literario montevideano. En este sentido, el
lector habrá de disculpar cierta heterodoxia en el manejo de los
conceptos; este no es un artículo de teoría, y no está dirigido
tanto a los académicos como a las artistas y a los consumidores de
arte en general. Existen grandes reservorios de escepticismo
conservador en Montevideo, entre docentes, escritores y público; si
pudiera disolverlos al menos un poco con mi prosa creo que habría
logrado mi cometido.
2. Recepción
literaria
Existen dos usos diferenciables
del término
literatura: uno de tipo pretendidamente descriptivo;
la literatura como género discursivo genuino caracterizado
sucesivamente por el carácter ficcional, la creación de un referente
propio, y la utilización de un lenguaje principalmente connotativo;
y un uso deliberadamente axiológico: la buena literatura, la
Literatura; lo bello, lo clásico, lo que debe ser leído, lo
canonizado y lo estimado por el sistema de jerarquización de
los géneros y subgéneros discursivos. Teóricamente se han discutido
los dos usos, y el carácter “meramente” descriptivo del primero
(que también es axiológico). Sin embargo, los cambios
no se han registrado únicamente a nivel de la teoría, sino que
también en el campo de la recepción y el mercado. En las editoriales
y las librerías los libros de
literatura han sido
sustituidos en buena medida por los de autoayuda, los manuales sobre
la Masonería, las biografías, los textos literarios de géneros
tradicionalmente marginales y otros de tipo híbrido, todos ellos
ejemplos, o bien, de un discurso difícilmente clasificable como
literatura bajo una noción “descriptiva”, o bien, de otros que
pueden rotularse perfectamente como “mala literatura” desde una
visión valorativa tradicional.
A este golpe que ha sufrido la institución literaria
debe sumársele otro más global: los efectos que ha producido la
tecnología en los propios hábitos de lectura, reduciendo en general
la cantidad de lectores (la vieja y querida sustitución de la
palabra por la imagen), lo cual aporta un grado importante de
obsolescencia al objeto sagrado del libro y nos deja a nosotros, los
escritores, los apóstoles de la literatura en términos
modernos, en una situación particular de reducción o ausencia
(como pasa muchas veces en el caso de la poesía)
de un público que consuma nuestra producción.
Desde el
punto de vista teórico estos problemas no son nuevos: ya Marinetti
planteaba la obsolescencia del libro a principios del siglo pasado,
y toda la llamada posmodernidad ha estado marcada por
discusiones sobre la valoración estética, los géneros y el propio
concepto de arte y de literatura.
Sin embargo, como
Uruguay es una burbuja de la
modernidad (a la que en su momento siquiera la vanguardia pudo
penetrar de manera adecuada), el solo hecho de traerlos a colación
parece ya ser revolucionario. Y ello porque los gurúes de la
institucionalidad literaria (incluyo a los docentes) realizan un
constante contrabando conceptual, haciendo pasar por “pensamiento
crítico” un marcado rechazo a la historia, al devenir y a los
cambios que este trae. Los pensadores críticos de
Uruguay son a
menudo meros melancólicos de Varela, de Juana, de Maracaná y el
batllismo. Por este motivo creo que en relación a nuestras posturas
frente a cambios globales y locales en
literatura puede tomarse
prestada la vieja dicotomía sesentista establecida por Umberto Eco
entre apocalípticos e integrados. Apocalípticos que juzgan la
historia, que ven en los cambios el advenimiento de un mal ya
profetizado, marxistas que no leyeron bien a Marx, y otros
antimarxistas; integrados: integrados a lo nuevo, ciegos, ebrios de
tecnología y mercado.
No creo que el libro, la
lectura y la literatura estén muertos. Sin embargo debemos abandonar nuestro
estado de negación e indiferencia para comprender que el campo
literario se ha modificado, trastocando irremediablemente el nivel
de la recepción. En vez de comportarnos reactiva y anacrónicamente
es necesario modificar la propia actividad literaria, de manera que
se puedan restablecer las conexiones con el público. La literatura
es una actividad que carece de significación sin receptores.
Y esto sin caer en la fórmula
galeana del compromiso, del lenguaje sencillo, del escritor
que habla por el pueblo. Nunca he visto al pueblo ni sé lo
que es. ¿Es una entidad ideal? Los políticos y los poetas que dicen
hablar por el pueblo rechazarían esa idea. ¿Cuáles son las
coordenadas del pueblo en lo real? ¿Quiénes son el pueblo?
Aún si hubiese existido, ¿existe hoy en una sociedad altamente
diversificada no solo económica sino culturalmente? El pueblo es una
postulación de quien enuncia en su nombre. La jerga de los
escritores del pueblo no es más que otra retórica, otra literatura,
como todas las demás.
En este sentido, pienso en opciones de apertura y de
exploración, no de clausura como lo es la directiva de una
adecuación del arte a lo meramente popular. El arte propone y el
público decide; pretender acatar de manera sumisa lo que el público
decide también es un error, un empobrecimiento de la relación entre
ambos. Además, como puede entreverse en el párrafo anterior, esta
concepción a menudo encierra una falacia: son los mismos escritores
quienes definen al pueblo y su lenguaje, para luego erigirse
como sus representantes. Una de estas opciones de apertura es la ruptura del
género discursivo literario. Un ejemplo de ello es la transgresión
de las fronteras entre ficción y autobiografía; la creación de una
autobiografía ficcionada, o una ficción plena pero autobiográfica,
con todas las consecuencias epistémicas y estéticas que ello tiene;
pero principalmente, con las nuevas
posibilidades a nivel de recepción que supone tal innovación
(una
literatura adecuada a un tipo de lector que se mueve por diferentes
planos de ficción en la vida cotidiana, que cruza permanentemente
los límites entre ella y lo real). Y tomo este ejemplo por
estar comprometido con él desde mi escritura.
Luego, otra opción consiste en la renovación de los
medios artísticos y de difusión. Por un lado, Internet ofrece un
campo de difusión y de creación (por ejemplo a través del
diario en blog -que también va contra la ficcionalidad literaria
moderna) que si bien ya hace unos cuantos años que
está entre nosotros, posee aún campos inexplorados para los artistas
y consumidores de arte uruguayos. Internet permite llegar a lectores
de todo el mundo, democratiza la recepción; pero no solo eso,
introduce cambios en la misma concepción del texto, de la autoría,
acentúa la dimensión gráfica de la escritura, entre otros. En
Uruguay,
los escritores han adherido en buena medida al blog y al Facebook
como medios de difusión, e incluso han logrado acceder a un mercado
mundial a través de páginas como Amazon en las que venden sus
textos. También existen revistas y boletines artísticos virtuales,
todo lo cual da cuenta de que este medio es utilizado de manera
creciente entre los participantes del fenómeno literario. Y esto a
pesar del prejuicio antitecnológico propio de nuestra idiosincrasia
avejentada[4].
Por otro lado, las posibilidades performáticas de la
literatura y su capacidad de acción interdisciplinaria: con el
teatro, con la
música, con las artes audiovisuales y plásticas; la
literatura se redimensiona, adquiere espacios inéditos y logra un
nuevo tipo de receptor: el público propiamente dicho.
Precisamente, sobre el carácter espectacular del fenómeno literario
me interesa hablar en el próximo apartado.
3. Recitales poéticos
Es en este punto que debemos tomar
en cuenta a las lecturas y recitales poéticos. Hace mucho tiempo
(al menos desde principios de siglo XX, con las vanguardias)
que el arte ha tomado conciencia de su espectacularidad,
de sus posibilidades de difusión a través de otros medios
alternativos diferentes del estatismo burgués del libro, el cuadro o
la escultura. También ha tomado conciencia de la flexibilidad de las
disciplinas y la posibilidad de combinarlas en un espectáculo. En
todo caso, la fuerza creativa se resignifica y se abren puertas
hacia nuevos tipos de receptor.
En
Montevideo existen diversos ciclos de lectura poética (además de las
irrupciones urbanas, y otros eventos puntuales como el festival de
Zona Poema) que funcionan bajo ese espíritu (El Farolito
-Marcos Ibarra, Washington Legaspi-; La Pluma Azul
-Alicia Preza, Andrea Estevan-; Kalima tiene la palabra
-Eduardo de Souza-; La Ronda de Poetas[5]
-Martín Barea-, sin contar algunos otros
organizados por librerías y editoriales, de corte comercial); que
ponen a la literatura en un plano oral, y dan lugar a la llamada
performance, o a lo musical-literario. Conozco a cada uno de los
organizadores de estos ciclos (no de los comerciales),
y sé el esfuerzo que hacen para mantenerlos con vida. Conozco
también a buena parte de los escritores que participan, y mantengo
muy buena relación con muchos de ellos. Sin embargo, creo que es
necesario hacer algunas críticas al funcionamiento de estos ciclos,
o mejor dicho, a cómo es concebida la lectura en ellos. Dos hechos
ligados entre sí motivan tales críticas: el mal uso que se hace de
las posibilidades espectaculares de la literatura y la incapacidad
para lograr un público que exceda a los mismos poetas. Si bien estos
ciclos democratizan y ello es bueno, los participantes adolecen a
menudo la falta de evaluación crítica de sus lecturas, hecho sin
dudas relacionado con que Montevideo sea una ciudad pequeña y los
involucrados en la movida poética (en los recitales y
lecturas) tengamos conocimiento personal unos de
otros, lo cual hace que la crítica o bien no se ejerza, o bien se
ejerza de manera poco seria[6].
Esta carencia crítica redunda luego en lecturas aburridas y carentes
de interés para quien no haga
literatura. Me
interesa discutir qué es lo que está saliendo mal. Y lo digo sin
pretender ofender a nadie, partiendo de varias certezas anteriores a
la crítica: primero, que la existencia de las lecturas poéticas es
un hecho valioso en sí mismo; segundo, que estos ciclos de lecturas
se mantienen con vida gracias al esfuerzo y el cariño de quienes los
organizan (también poetas todos ellos) y de
quienes participan y asisten; tercero, que la participación
igualitaria en ellos es también un hecho positivo a priori. En mi
caso, he participado de estos y de otros ciclos hoy no existentes.
Aún antes de editar, o de ganar un concurso de poesía, la
participación en las lecturas significó una puerta y una oportunidad
de crecimiento.
Una
primera postura frente a las lecturas y lo performático en general
es el rechazo. Existen numerosos escritores que desde el prejuicio
defienden posiciones conservadoras, negando la espectacularidad de
la literatura, a menudo con adjetivos descalificatorios.
Generalmente estas críticas se acompañan de una defensa del libro, y
de los espacios íntimos de escritura y lectura, generándose así una
falsa oposición, pues intimidad y puesta en público son
complementarias y en algún punto inconmensurables (lo mismo
que escritura y oralidad) y no excluyentes[7].
Sin embargo, más que argumentos lo que encontramos es miedo a lo
nuevo y lo diferente, rechazo instintivo.
Una
segunda postura consiste en considerar a los recitales
poéticos como meras reproducciones del poema escrito,
perdiéndose así el valor performático de la actividad. Premisa
básica: leer un poema no es lo mismo que escribirlo, como actuar una
obra de teatro no es lo mismo que escribirla. Luego, leer es
representar[8],
y al partir de esta noción la lectura no solo está en íntima
relación con lo teatral, sino que además está a un paso de la
música, o de la representación audiovisual. El desconocimiento de la
autonomía del plano de la representación da lugar a lo que llamo
falacia de reproducción[9],
cuya modalidad más identificable se da
precisamente en la lectura de los textos: el poeta pretende
reproducir linealmente lo que tiene en la hoja, perdiendo de
vista que los elementos fonéticos objetivos del texto están siendo
actualizados mediante una ejecución que posee reglas autónomas, que
es un arte tanto como lo es crear un poema con su ritmo y su métrica
propias. En cualquier caso, el poeta (confundido por el doble papel
de escritor y de lector) considera su tarea como una mera
traducción, negando así la contingencia de la representación elegida
(porque aunque no lo es conciente plenamente, está representando, y
la suya es una entre otras posibles representaciones) y cayendo
consiguientemente en algún modo convencional de lectura, seguramente
aprendido por imitación y no demasiado meditado. Tono de voz, manejo
de las pausas, interpretación de las unidades gráfico-fonéticas
(como los versos), velocidad de la lectura, entonación,
interpretación de las diferentes voces del texto (si las tiene, como
en el caso del llamado poema conversación), y hasta la propia
elección y ordenamiento de la secuencia de los textos a ser leídos;
todos ellos son aspectos pertinentes a la representación.
Pero el problema no se ciñe solo a la relación entre
un texto escrito y su puesta oral; si he expuesto este caso primero
ha sido para demostrar que hasta la lectura pura y simple de un
texto es ya en sí performática. De la negación de esta dimensión en
la mera lectura (al ser considerada como traducción de un texto
escrito) se deriva una negación de los códigos espectaculares que le
corresponden, y por ende, de su parentesco (¡de sus posibilidades de
asociación!)
con otras artes del espectáculo como la danza, el
teatro o la música. Si ante una propuesta que involucra un soporte
escrito la falacia nos lleva a pensar que la representación no es
más que reproducción del texto, en los casos en que se carece
precisamente de texto escrito, o este (el texto) no es el componente
central de la representación (también puede darse el caso de que el
texto valga en tanto sus posibilidades pragmáticas), la falacia nos
lleva a concluir que no se está ante lo literario, uso
demarcatorio del término que solapa el rechazo típicamente
conservador[10].
¿Cuál es el resultado del desconocimiento del plano
espectacular? Quien haya ido a un recital poético sabe que
generalmente son aburridos. De hecho, si ha asistido a uno
seguramente sea escritor, pues actualmente los recitales poéticos
cuentan casi únicamente con poetas entre sus asistentes. Es verdad
que el desinterés actual por la poesía responde a varias causas,
pero la baja asistencia a los ciclos de poesía y eventos literarios
en general está en relación al espectáculo que en ellos se ofrece.
Por supuesto que es más fácil acusar a la gente de inculta e
insensible, arremeter contra la televisión, la internet y los libros
de autoayuda. Pero ello significa desconocer que las propuestas de
lectura actuales carecen en general de atracción alguna para el
público, lo cual viene a sumarse al esfuerzo interpretativo que debe
realizar el receptor de poesía contemporáneo, enfrentado a un género
que desde finales del siglo XIX se ha venido tecnificando, todo lo
cual termina por embotar y alejar a lectores y público en general.
En vez de simplemente culpar al público habría que preguntarse por
qué este fenómeno de asistencia casi nula a los recitales poéticos
no se da en el teatro, los recitales de música y el cine, por poner
tres ejemplos.
Es de notar que los recitales poéticos son un
importante medio de difusión dentro del ambiente under de la
poesía montevideana, teniendo en cuenta que para editar hay que
pagar (lo cual no asegura para nada una buena distribución de los
libros), y que buena parte de los lectores que uno puede hacerse se
encuentran en las lecturas (en parte porque buena parte de los
lectores que uno puede hacerse son también poetas). Ello hace que la
participación en estos recitales esté motivada más por la
posibilidad de mostrar los textos propios que por ofrecer una
representación interesante de los mismos. De hecho, me parece muy
valiosa la tarea democratizadora que realizan estos ciclos, sobre
todo porque acercan a escritores jóvenes y les dan la posibilidad de
mostrarse, siendo que el difundirse y compartirse es uno de los
factores más importantes de crecimiento. Claramente el problema no
está en el acceso igualitario a la lectura, sino en la falta de
conciencia de la tarea que se realiza, que como ya he dicho, no es
reproducir el texto escrito. Los escritores deberían repensar sus
lecturas, realizar una búsqueda estética que permita adaptar
creativamente sus textos y les permita asociarse a otros artistas.
El texto puede ser el centro o no; en todo caso, es parte integrante
de un espectáculo. De un espectáculo en el que el poeta se reconoce
esencialmente como un actor. Por lo demás, he visto la falacia de
reproducción en escritores destacados y amateurs, en jóvenes
y en viejos, en hombres y mujeres. Es cierto, es lugar común y sin
embargo no deja de ser verdad: no por ser buen escritor es
interesante el ser escuchado. El recital poético puede prescindir de
los buenos escritores.
Pero no todo es rechazo y mera reproducción:
en la movida poética under encontramos gran cantidad de
propuestas decididamente performáticas, muchas de ellas de gran
calidad[12].
Sin embargo, dentro de los performáticos encontramos también
carencias que contribuyen a acentuar los problemas descritos al
comienzo del apartado. Primero, las propuestas interesantes, que
podrían movilizar a un público hasta a una lectura se pierden
generalmente entre lecturas de tipo reproduccionista, en las que
incluso es común ver torpezas como la del poeta que lee un texto de
ocho o diez versos y luego pasa unos dos minutos buscando y
eligiendo el poema siguiente -por poner un ejemplo. Entonces, las
propuestas originales no logran levantar el espectáculo general, y
las lecturas siguen siendo poco atractivas para el espectador no
literato (para el literato muchas veces también, pero no lo
dice por compromiso).
Luego, una segunda carencia tiene que ver con el uso
retórico -por llamarlo de algún modo- del elemento
performático. Comprendo que el camino de la experimentación es un
camino válido y necesario, y que a menudo trae consecuencias muy
deseables para el arte. Sin embargo, no creo que toda
experimentación sea interesante ni justificable en la mera
experimentación. A veces, el regodeo en el propio recurso
performático hace que la propuesta pierda fuerza expresiva y se
transforme en algún tipo de onanismo. No soy un reduccionista del
arte a la vida, pero el esteticismo puro no tiene nada que ver
conmigo. Ni con casi nadie.
Un tercer problema es la pérdida de poder
de transgresión. Las propuestas de representación de la literatura,
y de representación interdisciplinaria tal como las he tratado
surgen con las vanguardias y sus pretensiones rupturistas. Ellas van
contra la institución, jerarquizan la originalidad y la
espontaneidad, dan lugar a un modo de ser artístico que
intenta desligarse de los lugares comunes. Ha pasado mucho tiempo,
pero creo que estas propuestas aún poseen un potencial transgresor.
Sin embargo, en Montevideo, el ambiente under se ha
institucionalizado y lo que podría ser molesto se ha hecho
cotidiano. Las performance no van contra nadie, porque el marco en
el que aparecen es un marco que las presupone, que las tolera.
Sin embargo no se trata de un marco amplio (una gran
institución literaria): no involucra a un gran
público, ni a las editoriales, ni a las instituciones educativas ni
a las librerías: es un contexto que conformamos los propios poetas
en espacios reducidos que se mantienen con mucho sacrificio. Hay que
sacar las performance[13]
de los recitales poéticos y meterlas en
las universidades y liceos, en las plazas[14],
en los teatros. Oponerse a lo meramente comercial no significa
encerrarse. Hay que llegar con lo que hace; hay que repensar lo que
se hace para llegar; hay un público atento al que puede interesarle
la expresividad performática y en particular su poder crítico y su
irrupción inesperada. Quiero decir, es posible devolverle la
vitalidad a la representación. Para ello es necesario abandonar el
onanismo actual. Por lo demás, es lamentable que yo también sea tan
radical y a un mismo tiempo tan rebuscado, que me gusten los
sarcasmos y los gestos de nomadismo. Pero esas ya son otras
cuestiones, para debatir en otro lado.
4. Otro público
En el apartado anterior enuncié la necesidad de aspirar a un nuevo
público literario. Allí me refería a público como
receptores de la representación poética; ahora amplío el término y
lo aplico también a los lectores. Es decir, el público del fenómeno
literario en todas sus manifestaciones.
Ya señalé que la literatura y la lectura en general
han perdido adeptos, siendo la poesía el género más damnificado.
También he mencionado al pasar algunas causas del problema (cambios
a nivel de la tecnología, la construcción de sentido en el sujeto
contemporáneo y la construcción de sentido en la poesía en
particular, etcétera), haciendo hincapié en aquellas que están en
relación a los propios escritores.
Ahora bien, fuera del círculo cerrado de
escritores existe otro mundo literario. Quiero decir, más allá
de las instituciones como La Casa de los Escritores, el mundillo
under, los premios estatales, las editoriales de calidad,
los poetas y profesores de Literatura (o quienes se
han formado en literatura en general); más allá de ellos (a sus
espaldas)
se desarrolla hace ya buen tiempo todo un fenómeno
literario que los excluye. Los autores más representativos de este
fenómeno provienen de los medios -especialmente la radio[15]-,
y sus textos, si bien utilizan diferentes tipologías, están más
cercanos a la narrativa y al drama -monólogos, por ejemplo-, que a
la poesía. A menudo se descalifica a estos escritores, “escriben
para adolescentes”, pero lo cierto es que han encontrado la clave
para hablarle a otros públicos (con otros lenguajes, con
otros temas, con otros códigos culturales); públicos
que de hecho ellos mismos han creado. No me interesa hacer un
análisis generacional ni delimitar de manera fina las
características estéticas del movimiento (movimiento en
sentido laxo, no como agrupación); lo que me interesa
es la relación efectiva que establecen con algunas editoriales
(mucho o poco, cobran por lo que hacen -cobrar por lo que uno
produce no es una mancha pecaminosa) y la
comunicación fluida que alcanzan con un público no específicamente
literario.
Algunos
de estos personajes de la radiofonía provienen de los años 90's, o
tienen sus precedentes allí. En esa década su alcance estaba
limitado, y en buena medida eran bichos raros asociados más que nada
a la movida del rock. Hace unos diez años, y a partir de Justicia
infinita -programa de radio paradigmático-, comenzó un verdadero
cambio cultural propiciado desde la radio. ¿Quién iba a pensar que
esos tres amateurs de la comunicación que hablaban de música, juegos
de computadora, y hacían un uso absolutamente obsceno y libre del
lenguaje iban a lograr la repercusión que obtendrían, no ya en el
mero ámbito de la comunicación, sino también en el de la literatura
y el espectáculo? Pero no debemos pensar en adecuación a un público,
sino en originalidad de las propuestas, originalidad que dio lugar a
un cambio de tendencias y a una recepción amplia y masificada. En
este sentido podemos hablar de creación de tendencias culturales,
creación parcial o total de un público adecuado a la propuesta.
Por supuesto que estas propuestas tienen puntos
criticables, que algunas poseen mayor nivel que otras, y que sobre
todo que algunas, con el correr del tiempo, han ido desgastándose y
perdiendo la espontaneidad que las caracterizaba en un principio (lo
cual puede ser fácilmente vinculado al fenómeno de masificación, que
de modo paradójico termina por agotar a aquello que le dio
existencia); tampoco estoy interesado en la idolatría o la
idealización. En este momento estoy hablando desde el lugar de
escritor (desde la institución “literatura”), y hablo en buena
medida para los escritores.
Porque, en primer lugar, no renuncio al concepto de “literatura” (y
a la institucionalidad literaria), y considero entonces que es
necesario flexibilizarlo (no en la teoría, donde ya lo está, sino en
la conciencia de los escritores); y porque en
segundo, aunque no solo me he formado en Literatura (lo que
me permite entrar y salir de los problemas disciplinarios y los
dogmas propios de creador, crítico y docente), en
última instancia no provengo de otro lugar, soy un bicho de la
“literatura”, con la educación del caso.
Y si traigo a colación esta situación (la existencia de un
mundo literario fuera del círculo de los escritores,
ejemplificado en un solo caso entre otros posibles)
es porque ella
revela que nuestra pretensión de literatos si bien es genuina
se hace cada vez más retórica; que nuestra postura contra los medios
de comunicación, contra sus representantes y su lenguaje es a menudo
una mera reacción de orgullo ofendido y lloriqueo por la pérdida de
un poder simbólico que ya perdimos[16].
Y no se trata solo de libros. Basta comparar las funciones de
stand-up de estos mediáticos con nuestras lecturas de poesía para
darnos cuenta del alcance irrisorio que tienen nuestras
representaciones.
Existen diferentes cúmulos de sujetos demandantes de
arte a los que nuestra “literatura” no les llega; ellos poseen el
interés y las competencias artísticas, pero lo que nosotros hacemos
no satisface sus necesidades vitales (como si lo hace el cine, la
televisión, los videojuegos, la música, Facebook, etcétera), no les
habla a su experiencia. Existe otro público posible. No puede ser el
público de poetas y escritores del que ya hablé; tampoco puede ser
el “hombre normal” porque tal como ha sido definido -por deseo o por
negación-, es una fantasía de los poetas e intelectuales. ¿De qué
público estoy hablando? No puede nacer de las viejas fórmulas
simplistas, del prejuicio conservador que subestima al público
posible y da lugar a la falsa dicotomía entre torremarfilistas y
comprometidos, entre el arte complejo para pocos y el simplificado
para las masas; no puede nacer de la negación del mercado pero
tampoco de una sumisión nociva, y de algún modo casi imposible (yo,
en Montevideo: aunque me lo propusiera, aunque escribiera y
representara con el único criterio de vender, no alcanzaría nunca el
estatus comercial deseado). ¿De qué público estoy hablando? De un
público que no puede ser definido substancialmente aquí; un público
que surja de la interacción de la realidad social, el mercado (no
solo el Gran Mercado; sino también el mercado pequeño, el mercado
interno, un posible mercado de lo under) y
nuestra capacidad para establecer formas nuevas, para reformular la
comunicación literaria. Si la gente no lee, y no lee especialmente
literatura es porque no encuentra allí algo que tenga que ver
consigo, no solo con sus contenidos o su lenguaje (lo que nos
remitiría nuevamente a una visión populista) sino con
su modo de pensar, de conocer y sentir, con el modo en que los
sujetos se mueven en los sistemas comunicacionales. Un nuevo público
será aquel objeto posible que el discurso literario pueda formular
correctamente. Para ello es necesario tener habilidad, saber en el
mundo en que uno se mueve, conocer las reglas estéticas y
extraestéticas que permiten la formulación de este u otro público.
Un nuevo público será tan nuevo como una nueva obra; exigirá la
misma audacia, la misma originalidad que la pone en el mundo.
Julio de 2012
[2] Pequeña
desviación: los
apocalípticos
suelen ser mayoría, pero no debe desconocerse la continua
aparición de modernistas e integrados. En un
país avejentado no nos es difícil posicionarnos en una
defensa de lo nuevo y lo foráneo, a menudo irreflexiva y
meramente esnob (otras veces anacrónicas; lo nuevo
nuestro es lo viejo en los países del centro). Como una
cuestión del destino, más allá del bien y del mal, desde los
80's en Uruguay los innovadores están condenados a una
muerte casi segura; muerte de vejez y de impotencia, de fe
frustrada. Muerte de Montevideo. O uno se vuelve un
renegado, un loco; o uno se convierte en uno de esos poetas
jóvenes eternos que rondan los cincuenta. O las dos cosas a
una misma vez. Bajo el aceite del cambio la capa de acero
del canon literario y las concepciones tradicionales, la
Generación del 45'...
[5] En
relación a la Ronda de Poetas, Pereira (en el mail
que da motivó la escritura de este texto) destacaba el
espíritu que la orienta: la concepción del fenómeno
literario inserto en lo urbano y del receptor en tanto
receptor dinámico que interactúa con relativa libertad
respecto al espectáculo que tiene en frente (que no es
obligado a escuchar y a ver). Precisamente esto último es un
aspecto que suscita polémica entre los poetas-lectores y el
público; la lectura es el centro y el público debe escuchar
y respetarla, en cuyo caso debe protegerse la voz del poeta
lector frente al bullicio urbano; o, la lectura se inserta
precisamente como un fenómeno más dentro del resto de los
eventos urbanos, y es este hecho lo que la enriquece. Y esto
solo por presentar dos posiciones al respecto.
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