Varias toneladas de papel, ríos
de tinta, un cuadro de Picasso, una mascarilla morturoria, una
foto de su cadáver, sus documentos de identidad, su historia
clínica, varias calles en varias ciudades, la memoria
y el reconocimiento de muchas generaciones. Acerca de su existencia
no pueden quedar dudas. César Vallejo existió y
fue un poeta. Sin embargo, todo el empeño puesto en homenajearlo
y divulgarlo, todos los esfuerzos realizados por amigos y críticos
para profundizar en el estudio de su obra no han arrojado luz
sobre ese monstruoso vórtice que es su escritura. A casi
cincuenta años de su muerte permanece granítico
y compacto sin que hayamos encontrado aún la llave, la
cifra secreta que lo abra y permita ubicarlo en la estantería
del material clasificable, en alguna categoría, en algún
molde.
Hay algo que deberíamos
saber desde el principio: para hablar de la poesía de
Vallejo no es buena idea ensayar la crítica. Es decir,
se puede leer a Vallejo, se pueden reconocer ciertos rasgos distintivos
de su obra, se puede intentar explicar su postura atendiendo
a su vida, a su circunstancia personal, a su condición
de cholo y de exiliado, a su sentimiento de huérfano.
Pero no es posible, no conduce a nada la pretención de
atravesar su escritura con las herramientas usuales con que solemos
destripar un texto. Luego de intentarlo infructuosamente hasta
el agotamiento, llegaremos a una conclusión inquietante:
Vallejo es impenetrable, y él lo sabe. Maligno, intencionado,
ya en la primera página de su primer libro nos advierte
al respecto: qui potest capere capiat (quien pueda entender,
entienda).
¿Por qué un poeta, alguien que trabaja con nuestra
propia lengua, puede llegar a ser impenetrable?.
Y no digo inaccesible; digo impenetrable. Inviolentable. Instalado
en la lengua, esquiva sin embargo el lenguaje poético
tradicional. Ese lenguaje que se vale de metáforas, de
estilizaciones, de desplazamientos del sentido. Vallejo no quiere
decir. Vallejo dice. Dice pan al pan, y a la araña,
araña.
Al principio, en los primeros poemas de Los Heraldos Negros
se puede reconocer la tentación modernista que lo
hace hablar de azul, mitra, rumor de crespones. La sombra
gigantesca de Julio Herrera y Reissig, de Lugones, de Rubén
Darío habita unos versos de entonación parnasiana
que, a pesar de todo, ya están buscando un camino nuevo.
No le lleva mucho tiempo encontrarlo.
Intercalados en el libro, colándose incluso en algunos
versos tenebrosos de neurastenia y musas, aparecen las señales
de que algo nuevo ha llegado a la poesía. Es una
araña que temblaba fija / en un filo de piedra; / el abdomen
a una lado, / y al otro la cabeza... Empezó a decir.
No a sugerir.
No a insinuar. Dijo. Llanamente. Se despojó de las figuras
ornadas del poema y encontró en la mera lengua una forma
de hacer poesía que no edifica construcciones simbólicas,
connotativas, sino que denota de modo categórico.
Ahora bien, luego de él muchos poetas, y no sólo
los latinoamericanos ensayaron ese camino de desnudez, adoptaron
el verso libre y oscilaron entre la descripción cruda
o la metáfora incomprensible. ¿Qué es, entonces,
lo que separa a Vallejo de todos los demás, de sus anteriores
y sus seguidores? Puede ser violento decirlo, pero es que Vallejo
hace trampa.
Es decir, le hace trampa a la lógica, al sentido, al lenguaje
articulado según una dialéctica conocida. Le hace
trampa al hombre blanco, a la escritura como vehículo
del logos, al evangelio como discurso de dominación, le
escapa a los espejos, a los afeites conocidos -usará otros,
herméticos e intraducibles- para montarse sobre su
lengua, sobre la palabra viva de su pueblo, para encaramarse
en los dichos y en la entonación de sus vecinos Que
frío hay... Jesús! .
Vallejo tenía algo para decir. Algo que era más
que copas de mal o taciturnas letanías. Tenía un
sentimiento ancestral de desposeído, de desarmado, de
violentado. Tenía dos abuelas chimú y una memoria
pétrea de ser de la sierra. Tenía dolor.
Misturado entre padrenuestros y procesiones empujaba el dolor
andino, la conciencia de estar golpeado, de no tener sitio en
el banquete de los vencedores. Tenía experiencia de paria,
de equívoco en un mundo organizado a la medida del hombre
blanco. Tenía una desconfianza raigal, un recelo.
Verano ya me voy. Y me dan pena / las manitas sumisas
de tus tardes.... No tenía lugar en su pueblo.
Muchos
no lo tienen, no sólo en Santiago de Chuco, sino en cualquier
pueblo de cualquier país de América. Tenía
que irse.
Pero irse era dejar el único sitio que era su sitio.
Encontró el modo de llevar su casa a cuestas. Si iba a
trabajar con la palabra, en la palabra, entonces la palabra debía
ser suya.
Cuando publicó Trilce ya había en su experiencia
la salida del hogar, la muerte de la madre,
de su hermano Miguel, la cárcel, ya su padre había
recorrido el camino desde el cementerio, de regreso de algún
entierro humilde. Trilce es el grito del dolor.
Es ruido. Trilce es la venganza contra el infame orden
de las sílabas, contra la pérdida de la inocencia
rotunda que había sido anterior a la escritura. Y ya no
le basta, para decirlo, con prescindir de los trucos bonitos de
la poesía. Necesita más. Necesita destrozar los
códigos, atrofiar las palabras, descoyuntar el lenguaje,
darlo vuelta. Lo amasa, lo apelotona, lo estira, lo derrota.
El resultado es un libro que provoca simultáneamente,
empatía y rechazo. No permite el juego de la memorización,
no se puede aprender como un rezo, como una fórmula, no
se puede recitar como un salmo. No sigue líneas previsibles,
ni de gramática, ni de entonación, ni de pensamiento.
Y no presupone un sujeto lírico distinto y separado del
lector. Esa es tal vez la peor de las trampas. En la poesía
de Vallejo no hay el otro. Es decir, no hay posibilidad
de penetrarla desde ese modelo del psicoanálisis que estamos
acostumbrados a usar, que usamos sin saberlo, que nos define
como un yo diferente de un el otro.
Es asombrosa su habilidad para comprometer al lector en la génesis
misma del proceso creativo. Se vale de un lenguaje denotativo
categórico: He almorzado solo ahora, y no he tenido...,
pero inmediatamente lo involucra en sus propias dudas, en su
ir y venir: cómo iba yo a almorzar. Cómo
me iba a servir..., para terminar en una sentencia que
tiene el peso de un oráculo: Cuando se ha quebrado
ya el propio hogar, / y el sírvete materno no sale de
la / tumba, / la cocina a oscuras, la miseria de amor.
Desarticulada la rima, desacomodado el ritmo, Trilce
inventa una manera de decir que quiere ser anterior a todo aprendizaje,
a toda mansa costumbre de alfabetizado, porque desconfía
del lenguaje del hombre blanco.
Está rota la consonancia del verso, está alterada
la natural exposición de las ideas, la secuencia previsible.
Se obtiene entonces una relación inmediata, un vínculo
que prescinde de conductores ya establecidos y contacta de primera
mano con cualquier órgano receptivo apto para incorporarla.
Esa patada que desparrama el sense parece provocar un
contacto anterior a la repetición, a la salmodia, incluso
al pensamiento. No puede aprenderse como cualquier otro verso,
como las tablas de multiplicar. No es inteligible.
Es aprehensible, en cambio, para quien esté dotado de
antenas, de una dermis permeable, para quien esté despojado
de intención inteligente. Es, por esta misma
razón, intraducible. Traducir es trasladar el sentido,
el sense, ponerlo en otra lengua, rescatar la idea y
abandonar el vehículo. Ahora bien, en Vallejo, el vehículo
es inseparable de lo que está diciendo.
Él mismo hizo de la intraductibilidad de la poesía
una
de las condiciones per se de ésta. Escrito
como al descuido, como si las palabras usadas simplemente se
dejaran salir de alguna fuente olvidada hace tiempo, Trilce
es, por el contrario, un libro elaborado a conciencia según
una estética que obedece a ideas muy precisas. Las frases
hechas, la repetición de sonidos, el ruido, la desnudez
total de ciertas descripciones, lo caprichoso de algunas imágenes
de sentido absolutamente oscuro, todo está ferozmente
subordinado a una intención de comunicar a través
de recursos contra los que aún no había anticuerpos.
Vallejo inoculó un mal que muchos después de él
quisieron copiar, generalmente sin éxito.
Él inauguró el verso libre que después arrasó
en la poesía de protesta latinoamericana.
Los que vinieron detrás no alcanzaron nunca la enorme
capacidad comunicativa de su poesía, pero todos tenemos,
a partir de Trilce, si no una nueva destreza para leer,
cuando menos la experiencia
de un modo distinto de habitar la lengua. Todos. Incluso aquellos
que no leen poesía.
Quiero escribir como pinta Picasso dijo una vez.
Y lo hizo. Así como no sólo la pintura es otra
después de Guernica, sino que son otros los
ojos que la miran, así después de Trilce
podemos esperar del lenguaje cualquier cosa. Claro que nada de
esto le facilita la tarea a la crítica. Bucear entre la
numerosa literatura existente sobre Vallejo significa perderse
en una vorágine de homenajes, aproximaciones sociológicas,
lecturas ideológicas, biografías y anécdotas.
O incluso -y esto tal vez sea peor- en buenas intenciones que
destripan los versos, los aíslan en el reducido cristal
del microscopio y elaboran a partir de un par de líneas
un edificio de símbolos y sombras chinas.
Después de Trilce
Después de la alucinada experiencia de Trilce,
Vallejo estuvo un tiempo exiliado de la poesía. Escribió
varias narraciones -que con justeza han sido olvidadas-, colaboró
en diversas publicaciones, sacó dos números de
una revista -Favorable-París-Poema-, junto a Huidobro,
Larrea, Gerardo Diego y otros, participó en congresos,
debates, integró comités políticos y tomó
partido por la causa de la República Española y
el Partido Comunista Peruano, fundado por Mariátegui.
Los textos reunidos bajo el nombre de Poemas Humanos,
así como los Poemas en prosa y España,
aparta de mí este cáliz, fueron publicados
en forma póstuma por su esposa, Georgette. Algunos de
ellos son fuertemente ideológicos, cargados de una enorme
voluntad de asentar su posición y sus reflexiones, empapados
del algo ingenuo pero generoso deseo de incorporar a su escritura
una causa que abrigaba con sinceridad. En otros manifiesta claramente
su postura estética, la filosofía que alienta en
su manera de comunicar, la necesidad de decir de un modo propio.
Y aunque ya no se apoya en un ritmo tan violentamente discordante
como había hecho en Trilce, tampoco retrocede en
su camino, y sigue haciendo una poesía opaca que no se
deja violentar por la interpretación.
Es posible que la ausencia de acrobacias lingüísticas
obedezca a razones de madurez personal, a cuestiones de pura
coyuntura. Pero también es posible que obedezca a algo
más simple: Trilce ya existía. Ya había
un lenguaje nuevo. Ya era más fácil caminar por
él. Había pasado el punto de desintegración.
Ahora bien, aunque este último corpus de poemas incluye
variados tópicos -hay que tener en cuenta que no fue él
quien preparó la edición- el tema que como un hilo
recorre toda su obra parece ser siempre el mismo; el de su propia
existencia encarnada en dolor. Vallejo es, antes que nada, algo
que duele. Es un centro nervioso. órgano o alma, conciencia
o memoria, España o Perú, Vallejo duele.
Aquello que en Los heraldos era Miguel que ya no estaba
en el poyo de la casa, que en Trilce eran dobladoras penas
hacia el silencioso corral, o un sírvete materno que no
sale de la tumba, es en sus últimos textos la inocultable
certidumbre de que todos han muerto.El también va a morir,
y se dirán todos César Vallejo ha muerto,
le pegaban / todos sin que él les haga nada;/...
Pero hasta que no muera, mientras está vivo, sólo
puede doler. Le duele su propia vida, la vida de los demás,
le duele que no le duela a él, a veces, el dolor ajeno.
¿Cómo expresó ese dolor, eso que no es angustia
existencial, que no es metáfora de nada, que no es símbolo
de ninguna otra cosa? Como siempre lo hizo. Le dijo al dolor,
dolor y a la costilla, costilla. Yo creía hasta
ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente,
padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es
padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como
le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia
oscura no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa,
no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy
sufro solamente.
De estos últimos textos suele decirse que son la culminación
de un hondo sentimiento humano, de una sensibilidad hacia el
prójimo que lo hermana a Cristo, que lo alinea a sus camaradas
comunistas. Que encarnan su vocación peruanista y republicana.
Así como todo eso es indiscutible, también es bastante
obvio. Es como decir que Los heraldos es modernista o
que Trilce es un libro muy difícil. No agrega nada.
Invicto, inalterable, Vallejo no deja decir de su poesía
nada que no sea, o bien simplificador, o bien ligeramente delirante.
En el fondo, todo se reduce a algo bastante simple: para leer
a Vallejo sólo se puede contar con Vallejo. Y si de interpretarlo
se trata, es posible que tengamos que dar una mala noticia: aún
no sabemos hacerlo; aún no llegamos a despojarnos del
aparato infernal del logos, aún no tenemos una herramienta
cognitiva apta para penetrar en su tramposo, malintencionado
agujero negro. Y no se vislumbra, por el momento, la fisura por
la cual colársele,
el túnel deslizador que nos abra la puerta de esa dimensión
sin lógica, sin tiempo, sin reglas de ortografía
que constituye, sin embargo, un lenguaje.
Los estudios sobre la obra
poética de Vallejo son numerosos. Creemos necesario destacar
los de Saúl Yurkievich (1958); Juan Larrea (1958, 1961,
1962); Xavier Abril (1958,1962); Américo Ferrari (1974)
y Jean Franco (1976). Agradecemos también las opiniones
de Leslie Bary, catedrática
de la Universidad de Oregon.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 9.
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