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ISSN 1688-1672

 



VALLEJO, CÉSAR - IMPOSIBILIDAD DE LA INTERPRETACIÓN

César Vallejo: Tramposo agujero negro*

Soledad Platero

En el fondo, todo se reduce a algo bastante simple: para leer a Vallejo sólo se puede contar con Vallejo. Y si de interpretarlo se trata, es posible que tengamos que dar una mala noticia: aún no sabemos hacerlo; aún no llegamos a despojarnos del aparato infernal del logos, aún no tenemos una herramienta cognitiva apta para penetrar en su tramposo, malintencionado agujero negro


Varias toneladas de papel, ríos de tinta, un cuadro de Picasso, una mascarilla morturoria, una foto de su cadáver, sus documentos de identidad, su historia clínica, varias calles en varias ciudades, la memoria y el reconocimiento de muchas generaciones. Acerca de su existencia no pueden quedar dudas. César Vallejo existió y fue un poeta. Sin embargo, todo el empeño puesto en homenajearlo y divulgarlo, todos los esfuerzos realizados por amigos y críticos para profundizar en el estudio de su obra no han arrojado luz sobre ese monstruoso vórtice que es su escritura. A casi cincuenta años de su muerte permanece granítico y compacto sin que hayamos encontrado aún la llave, la cifra secreta que lo abra y permita ubicarlo en la estantería del material clasificable, en alguna categoría, en algún molde.

Hay algo que deberíamos saber desde el principio: para hablar de la poesía de Vallejo no es buena idea ensayar la crítica. Es decir, se puede leer a Vallejo, se pueden reconocer ciertos rasgos distintivos de su obra, se puede intentar explicar su postura atendiendo a su vida, a su circunstancia personal, a su condición de cholo y de exiliado, a su sentimiento de huérfano. Pero no es posible, no conduce a nada la pretención de atravesar su escritura con las herramientas usuales con que solemos destripar un texto. Luego de intentarlo infructuosamente hasta el agotamiento, llegaremos a una conclusión inquietante: Vallejo es impenetrable, y él lo sabe. Maligno, intencionado, ya en la primera página de su primer libro nos advierte al respecto: qui potest capere capiat (quien pueda entender, entienda).
¿Por qué un poeta, alguien que trabaja con nuestra propia lengua, puede llegar a ser impenetrable?.

Y no digo inaccesible; digo impenetrable. Inviolentable. Instalado en la lengua, esquiva sin embargo el lenguaje poético tradicional. Ese lenguaje que se vale de metáforas, de estilizaciones, de desplazamientos del sentido. Vallejo no quiere decir. Vallejo dice. Dice pan al pan, y a la araña, araña.

Al principio, en los primeros poemas de Los Heraldos Negros se puede reconocer la tentación modernista que lo hace hablar de azul, mitra, rumor de crespones. La sombra gigantesca de Julio Herrera y Reissig, de Lugones, de Rubén Darío habita unos versos de entonación parnasiana que, a pesar de todo, ya están buscando un camino nuevo. No le lleva mucho tiempo encontrarlo.

Intercalados en el libro, colándose incluso en algunos versos tenebrosos de neurastenia y musas, aparecen las señales de que algo nuevo ha llegado a la poesía. “ Es una araña que temblaba fija / en un filo de piedra; / el abdomen a una lado, / y al otro la cabeza...” Empezó a decir. No a sugerir.
No a insinuar. Dijo. Llanamente. Se despojó de las figuras ornadas del poema y encontró en la mera lengua una forma de hacer poesía que no edifica construcciones simbólicas, connotativas, sino que denota de modo categórico.

Ahora bien, luego de él muchos poetas, y no sólo los latinoamericanos ensayaron ese camino de desnudez, adoptaron el verso libre y oscilaron entre la descripción cruda o la metáfora incomprensible. ¿Qué es, entonces, lo que separa a Vallejo de todos los demás, de sus anteriores y sus seguidores? Puede ser violento decirlo, pero es que Vallejo hace trampa.

Es decir, le hace trampa a la lógica, al sentido, al lenguaje articulado según una dialéctica conocida. Le hace trampa al hombre blanco, a la escritura como vehículo del logos, al evangelio como discurso de dominación, le escapa a los espejos, a los afeites conocidos -usará otros, herméticos e intraducibles- para montarse sobre su lengua, sobre la palabra viva de su pueblo, para encaramarse en los dichos y en la entonación de sus vecinos “Que frío hay... Jesús!” .
Vallejo tenía algo para decir. Algo que era más que copas de mal o taciturnas letanías. Tenía un sentimiento ancestral de desposeído, de desarmado, de violentado. Tenía dos abuelas chimú y una memoria pétrea de ser de la sierra. Tenía dolor.
Misturado entre padrenuestros y procesiones empujaba el dolor andino, la conciencia de estar golpeado, de no tener sitio en el banquete de los vencedores. Tenía experiencia de paria, de equívoco en un mundo organizado a la medida del hombre blanco. Tenía una desconfianza raigal, un recelo.

“Verano ya me voy. Y me dan pena / las manitas sumisas de tus tardes...”. No tenía lugar en su pueblo. Muchos
no lo tienen, no sólo en Santiago de Chuco, sino en cualquier pueblo de cualquier país de América. Tenía que irse.
Pero irse era dejar el único sitio que era su sitio.
Encontró el modo de llevar su casa a cuestas. Si iba a trabajar con la palabra, en la palabra, entonces la palabra debía ser suya.

Cuando publicó Trilce ya había en su experiencia la salida del hogar, la muerte de la madre, de su hermano Miguel, la cárcel, ya su padre había recorrido el camino desde el cementerio, de regreso de algún entierro humilde. Trilce es el grito del dolor. Es ruido. Trilce es la venganza contra el infame orden de las sílabas, contra la pérdida de la inocencia rotunda que había sido anterior a la escritura. Y ya no le basta, para decirlo, con prescindir de los trucos bonitos de la poesía. Necesita más. Necesita destrozar los códigos, atrofiar las palabras, descoyuntar el lenguaje, darlo vuelta. Lo amasa, lo apelotona, lo estira, lo derrota.

El resultado es un libro que provoca simultáneamente, empatía y rechazo. No permite el juego de la memorización, no se puede aprender como un rezo, como una fórmula, no se puede recitar como un salmo. No sigue líneas previsibles, ni de gramática, ni de entonación, ni de pensamiento. Y no presupone un sujeto lírico distinto y separado del lector. Esa es tal vez la peor de las trampas. En la poesía de Vallejo no hay el otro. Es decir, no hay posibilidad de penetrarla desde ese modelo del psicoanálisis que estamos acostumbrados a usar, que usamos sin saberlo, que nos define como un yo diferente de un el otro.

Es asombrosa su habilidad para comprometer al lector en la génesis misma del proceso creativo. Se vale de un lenguaje denotativo categórico: “He almorzado solo ahora, y no he tenido...”, pero inmediatamente lo involucra en sus propias dudas, en su ir y venir: “cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir...”, para terminar en una sentencia que tiene el peso de un oráculo: “Cuando se ha quebrado ya el propio hogar, / y el sírvete materno no sale de la / tumba, / la cocina a oscuras, la miseria de amor.”

Desarticulada la rima, desacomodado el ritmo, Trilce
inventa una manera de decir que quiere ser anterior a todo aprendizaje, a toda mansa costumbre de alfabetizado, porque desconfía del lenguaje del hombre blanco.

Está rota la consonancia del verso, está alterada la natural exposición de las ideas, la secuencia previsible. Se obtiene entonces una relación inmediata, un vínculo que prescinde de conductores ya establecidos y contacta de primera mano con cualquier órgano receptivo apto para incorporarla.

Esa patada que desparrama el sense parece provocar un contacto anterior a la repetición, a la salmodia, incluso al pensamiento. No puede aprenderse como cualquier otro verso, como las tablas de multiplicar. No es inteligible.
Es aprehensible, en cambio, para quien esté dotado de antenas, de una dermis permeable, para quien esté despojado de intención inteligente. Es, por esta misma
razón, intraducible. Traducir es trasladar el sentido,
el sense, ponerlo en otra lengua, rescatar la idea y
abandonar el vehículo. Ahora bien, en Vallejo, el vehículo
es inseparable de lo que está diciendo.

Él mismo hizo de la intraductibilidad de la poesía una
de las condiciones “per se” de ésta. Escrito como al descuido, como si las palabras usadas simplemente se dejaran salir de alguna fuente olvidada hace tiempo, Trilce es, por el contrario, un libro elaborado a conciencia según una estética que obedece a ideas muy precisas. Las frases hechas, la repetición de sonidos, el ruido, la desnudez total de ciertas descripciones, lo caprichoso de algunas imágenes de sentido absolutamente oscuro, todo está ferozmente subordinado a una intención de comunicar a través de recursos contra los que aún no había anticuerpos. Vallejo inoculó un mal que muchos después de él quisieron copiar, generalmente sin éxito.

Él inauguró el verso libre que después arrasó en la poesía “de protesta” latinoamericana. Los que vinieron detrás no alcanzaron nunca la enorme capacidad comunicativa de su poesía, pero todos tenemos, a partir de Trilce, si no una nueva destreza para leer, cuando menos la experiencia
de un modo distinto de habitar la lengua. Todos. Incluso aquellos que no leen poesía.

“Quiero escribir como pinta Picasso” dijo una vez. Y lo hizo. Así como no sólo la pintura es otra después de ‘Guernica’, sino que son otros los ojos que la miran, así después de Trilce podemos esperar del lenguaje cualquier cosa. Claro que nada de esto le facilita la tarea a la crítica. Bucear entre la numerosa literatura existente sobre Vallejo significa perderse en una vorágine de homenajes, aproximaciones sociológicas, lecturas ideológicas, biografías y anécdotas. O incluso -y esto tal vez sea peor- en buenas intenciones que destripan los versos, los aíslan en el reducido cristal del microscopio y elaboran a partir de un par de líneas un edificio de símbolos y sombras chinas.

Después de Trilce

Después de la alucinada experiencia de Trilce, Vallejo estuvo un tiempo exiliado de la poesía. Escribió varias narraciones -que con justeza han sido olvidadas-, colaboró en diversas publicaciones, sacó dos números de una revista -Favorable-París-Poema-, junto a Huidobro, Larrea, Gerardo Diego y otros, participó en congresos, debates, integró comités políticos y tomó partido por la causa de la República Española y el Partido Comunista Peruano, fundado por Mariátegui.

Los textos reunidos bajo el nombre de Poemas Humanos, así como los Poemas en prosa y España, aparta de mí este cáliz, fueron publicados en forma póstuma por su esposa, Georgette. Algunos de ellos son fuertemente ideológicos, cargados de una enorme voluntad de asentar su posición y sus reflexiones, empapados del algo ingenuo pero generoso deseo de incorporar a su escritura una causa que abrigaba con sinceridad. En otros manifiesta claramente su postura estética, la filosofía que alienta en su manera de comunicar, la necesidad de decir de un modo propio. Y aunque ya no se apoya en un ritmo tan violentamente discordante como había hecho en Trilce, tampoco retrocede en su camino, y sigue haciendo una poesía opaca que no se deja violentar por la interpretación.

Es posible que la ausencia de acrobacias lingüísticas obedezca a razones de madurez personal, a cuestiones de pura coyuntura. Pero también es posible que obedezca a algo más simple: Trilce ya existía. Ya había un lenguaje nuevo. Ya era más fácil caminar por él. Había pasado el punto de desintegración.

Ahora bien, aunque este último corpus de poemas incluye variados tópicos -hay que tener en cuenta que no fue él quien preparó la edición- el tema que como un hilo recorre toda su obra parece ser siempre el mismo; el de su propia existencia encarnada en dolor. Vallejo es, antes que nada, algo que duele. Es un centro nervioso. órgano o alma, conciencia o memoria, España o Perú, Vallejo duele.

Aquello que en Los heraldos era Miguel que ya no estaba
en el poyo de la casa, que en Trilce eran dobladoras penas hacia el silencioso corral, o un sírvete materno que no sale de la tumba, es en sus últimos textos la inocultable certidumbre de que todos han muerto.El también va a morir, y se dirán todos “César Vallejo ha muerto, le pegaban / todos sin que él les haga nada;/...”

Pero hasta que no muera, mientras está vivo, sólo puede doler. Le duele su propia vida, la vida de los demás, le duele que no le duela a él, a veces, el dolor ajeno. ¿Cómo expresó ese dolor, eso que no es angustia existencial, que no es metáfora de nada, que no es símbolo de ninguna otra cosa? Como siempre lo hizo. Le dijo al dolor, dolor y a la costilla, costilla. “Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.”

De estos últimos textos suele decirse que son la culminación de un hondo sentimiento humano, de una sensibilidad hacia el prójimo que lo hermana a Cristo, que lo alinea a sus camaradas comunistas. Que encarnan su vocación peruanista y republicana. Así como todo eso es indiscutible, también es bastante obvio. Es como decir que Los heraldos es modernista o que Trilce es un libro muy difícil. No agrega nada. Invicto, inalterable, Vallejo no deja decir de su poesía nada que no sea, o bien simplificador, o bien ligeramente delirante.

En el fondo, todo se reduce a algo bastante simple: para leer a Vallejo sólo se puede contar con Vallejo. Y si de interpretarlo se trata, es posible que tengamos que dar una mala noticia: aún no sabemos hacerlo; aún no llegamos a despojarnos del aparato infernal del logos, aún no tenemos una herramienta cognitiva apta para penetrar en su tramposo, malintencionado agujero negro. Y no se vislumbra, por el momento, la fisura por la cual colársele,
el túnel deslizador que nos abra la puerta de esa dimensión sin lógica, sin tiempo, sin reglas de ortografía que constituye, sin embargo, un lenguaje.

Los estudios sobre la obra poética de Vallejo son numerosos. Creemos necesario destacar los de Saúl Yurkievich (1958); Juan Larrea (1958, 1961, 1962); Xavier Abril (1958,1962); Américo Ferrari (1974) y Jean Franco (1976). Agradecemos también las opiniones de Leslie Bary, catedrática de la Universidad de Oregon.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 9.

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