Nadie habrá dejado de observar que el columnista es, básicamente,
Uno Que Está En Contra. El columnista, por otra
parte, es Uno Que Sabe. Viene y dice: el problema de la
física cuántica es que tal y tal; o: los virus
no son más que un entramado ideológico de la nueva
biología, por lo que tal y tal; o: lo que no aciertan
a responder los lacanianos es que tal y tal.
El columnista es un
tipo que, parado frente a la torre Eiffel, pregunta: ¿para
qué, me querés decir?, en vez de comprar un tique
y subir. El columnista, hay que decirlo, es un ser cuya constitución
mental le impide encontrar un motivo para decir qué bien,
qué bueno, esto funciona, miren qué interesante.
Etcétera.
El columnista, en vez de admirarse de que el Viagra solucione
un problema, sostiene que la causa del problema que soluciona
el Viagra permanecerá, desde ahora, en un segundo plano.
Es decir, el columnista se ocupa más bien de los problemas
que de las soluciones, y resulta evidente que no le gustan las
soluciones, porque le sacan temas para sus columnas.
El arma del columnista
es la ironía. Un columnista que salga de su casa sin su
morral bien munido de sarcasmos e ironías tiene los días
contados. El columnista se enfrenta por ejemplo a la célebre
frase del destacado hamburguesólogo Ray Kroc "Ninguno
de nosotros es tan bueno como todos nosotros juntos"
y la pica tan finito que no sirve ni para una cheeseburguer
light. ¿No sería mejor que buscara el lado
positivo de la frase? Por ejemplo, que tiene sujeto y predicado
correctamente colocados, etc.
El columnista, en fin,
llega a un momento de su vida en que cree que el periódico
en el que publica es como el marco de la Mona Lisa: protección
y ornamento para la esencia de lo único valioso, es decir,
su columna, delante de la que se detienen admirados todos los
mortales que pasan queriendo o sin querer.
En el fondo, el columnista
no sabe para qué lo han llamado, y allí radica
la tragedia de su destino de crítico maniático:
cree que su función es la de descubrir el horrible fraude
del mundo, la vanidad, la trampa, la mentira. Nadie le ha dicho
que su función es más bien tranquilizar al Secretario
de Redacción, que se asegura media página fija
para cada edición (una página entera, si es lo
suficientemente enjundioso).
Está convencido de que el Director del periódico
lo espía, lee en secreto sus columnas para descubrir si
hay alguna debilidad, si no será posible que Otro Columnista
disponga de un mejor y más poderoso arsenal, y por eso
cada día se esfuerza más para liquidar lo que aún
pervive. Como el Director no le dice nada, como nunca lo llama
emocionado a las tres de la mañana para decirle muy interesante
lo suyo, realmente alguien tenía que decirlo alguna vez,
etc., cree que ese silencio es un mudo reproche, una severa recriminación
por su debilidad de carácter. El columnista, entonces,
se
esfuerza, carga la ironía con ojivas termonucleares, recorta
el caño del sarcasmo. Con cada nueva edición, la
potencia de sus embates crece, al tiempo que el agotamiento de
las cosas de este mundo, desgraciadamente finito y limitado,
le deja implacablemente menos espacio de maniobra.
El columnista es tan
consecuente con su método que llega el momento en que
se apunta a sí mismo y trata de aniquilarse. Sin saber
qué títere decapitar, se pone él mismo en
su propia mira. Pero es lo suficientemente prudente para detenerse
antes de que todo esté perdido.
* Publicado en Insomnia
Nº 42
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