Cada vez que resulta imposible comprender el mundo, la idea de
laberinto aparece como un
recurso para dar la ilusión de que se dispone de un modelo
de análisis.
Puede emplearse el
laberinto como paradigma al que se refiere la argumentación,
o puede usarse como mecanismo de pensamiento. Borges
utilizó con generosidad ambas modalidades. Algunos de
sus relatos toman el laberinto como tema, otros están
construidos como dédalos.
Como el laberinto es, imaginado o no, un evento espacial, existe
la posibilidad de contemplarlo desde el exterior o de penetrar
en él.
La contemplación de un edificio desde el exterior puede
ser de dos clases. Existe la mirada profana de quien permanece
afuera, que sólo puede ver la piel del edificio. Desde
afuera, un edificio es algo que se relaciona con el observador
como una individualidad equivalente, un objeto convexo más.
Como cualquier objeto del mundo, existe un misterio acerca de
lo que hay detrás de su envoltura, pero en este aspecto,
un laberinto no se diferencia de cualquier otro edificio.
Pero también es posible la mirada del iniciado, la mirada
de Dédalo, el constructor del laberinto, que con sus planos
revela el secreto del edificio.
Visto de esta forma,
el laberinto se muestra de una
vez: sus corredores con bifurcaciones, sus vías muertas,
su sistema. Aquí el edificio ya no está en la misma
categoría que el observador, ha dejado de ser una cosa,
se convierte en la idea de un mecanismo. Cuando Borges se refiere
al laberinto para dotar de un escenario a unos personajes (La
casa de Asterión, por ejemplo), emplea esta modalidad:
nos habla de un dispositivo que ya conocemos, comparte con los
lectores el plano del edificio.
En la otra punta de la idea está la experiencia del edificio
como envoltura espacial, el edificio penetrado. La conciencia
de sí como sujeto espacial depende de las relaciones que
establece el yo con el mundo. Trasponer un umbral es un acto
que cambia bruscamente esas relaciones, y por lo tanto cambia
bruscamente la conciencia de sí. El modo como se percibe
esas relaciones entre el yo y el mundo tiene un efecto inmediato
sobre las emociones: si hay una correspondencia entre el mundo
en el que hemos penetrado y nuestro yo, nos sentiremos seguros;
de lo contrario experimentaremos angustia.
La belleza de un viejo
calabozo medieval puede ser percibida por un turista, pero jamás
por un hereje condenado al encierro. La locura comienza cuando
el prisionero se conmueve ante la belleza de la cárcel.
Entrar al laberinto implica la imposibilidad de comprender el
espacio y rápidamente genera una sensación de desorientación.
El mundo se vuelve incomprensible y peligroso. Un relato construido
de manera laberíntica (El jardín de los senderos
que se bifurcan, para seguir con Borges) implica al lector en
el polo opuesto al del dueño de la trama, arquitecto del
relato. Lo somete a una pérdida de referencias, lo confunde,
y sólo es posible tolerar la experiencia porque el arquitecto
guía los pasos del lector y lo conduce hacia un destino.
Esta visión interna del laberinto adquiere sentido justamente
entonces, cuando el que recorre sus pasillos tiene confianza
en el sentido de su marcha. Alguien o algo lo guía y le
da la esperanza de que llegará a una meta.
Cuando usamos la imagen del laberinto para intentar expresar
la sensación de temor, angustia y desconcierto que nos
produce la realidad, en el fondo estamos pidiendo ayuda para
encontrar el camino de la comprensión. Más que
un paradigma, la idea de laberinto es un grito de socorro.
El laberinto es, como
dice Alfred David en un estudio sobre The house of fame de
Chaucer, caos
planificado. Admirablemente parecido al mundo.
* Publicado
orginalmente en Insomnia, Nº 71.
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