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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



GUERRA, SILVIA - PULSO -

Los hilos de la vida que se tejen adentro. Una lectura de Pulso de Silvia Guerra

Mariella Nigro

 

Esta poesía es un fenómeno de borde, desborda y se vacía a cada latido. Como rizomas, los versos marchan al ritmo del pulso, desterritorializados y decodificados. Forman, como en el pensamiento de Deleuze, no un círculo, sino un redondel, rompen la linealidad intelectual, las estructuras sicoanalíticas y el esquema tiempo-espacio.


“Que la lengua me olvida, y soy borrada”
, dijo Silvia Guerra en su libro Nada de nadie. Y ya mostraba el límite fatal del ser, aquel límite posible de la imposibilidad que marcara Heidegger, que sería la muerte, el vaciamiento por el desbordamiento, como en los tejidos, hechos y deshechos, de las Parcas, de las que ella se ocupara en ese libro. (Atropos, con su nombre - A / tropo-, parece negar la literatura: tiene un “rostro de silencio”, dice la poeta. Y es acaso por negar la metáfora, que Atropos corta el hilo de la vida…)


La poesía de Silvia Guerra es un discurso lleno de claroscuros y revelaciones, matérico, que trabaja con el espesor de las palabras y da una doble vuelta a las representaciones y significaciones para finalmente deshacerlas, en múltiples direcciones, como rizomas. Contra el torbellino y el caos, pero también contra la linealidad y la medida: el despliegue del lenguaje sobre una cinta de Moebius. No hay una sobrecodificación que destruya la significación ni un decir de un pensamiento fragmentado; hay una resignificación del lenguaje por mérito de una praxis femenina que lo trabaja, lo borda y lo carpe en los espacios significantes, pero también en los sedimentos semiológicos; unos palimpsestos, sombras del balbuceo, del borrón, de la tachadura, que la propia poeta invocara en sus escritos reflexivos, y que podrían corresponderse “con la voz que / está detrás de la voz” de Alejandra Pizarnik, una dimensión otra de la palabra. Su poesía desarrolla así, una ontología propia, que elabora en forma originalísima y pasional para lidiar con la aporía.


En Pulso, por momentos la poeta mira el mundo desde fuera, echa a rodar el lenguaje sobre las cosas y los espacios, y entonces fluye y huye (“asoma la palabra fuyir, en una lengua ida, en muchos años”) por un territorio escarpado e inmenso; dice que es un “campo tranquilo”, un “campo abierto”, un “campo vacío”, pero en realidad es un terreno interior clausurado, que sólo puede ser abierto con el conjuro de su palabra poética. En ocasiones, acerca la lente y observa la miniatura, su vastedad en el ensueño: “miríadas de / protozoarios / plateadas láminas / blancas de minúsculos / ácaros en ese mar / limoso de la angustia”.


Más de una vez, la poesía de Guerra me ha hecho pensar en las visiones de la pintora surrealista Remedios Varo, como si sólo escribiendo esa poesía, o pintando esos sueños, fuera posible resucitar naturalezas muertas o apropiarse de la miniatura. Ambas se aplican a una tarea laboriosa con el trazo o la palabra, una urdimbre, una lacería, un tejido, que dan cuenta de la sensación de la atadura y también de su liberación: una metamorfosis espiritual a través de la creación. Allí, como en el espacio comprimido de un agujero negro, o sobre una escalera que no lleva a ningún lado, o en una fórmula de física cuántica que demuestra “ese yerro infinitesimal del aire”, tiempo y espacio se alteran con el efecto mariposa del arte.


En todo caso, siempre va el cuerpo cifrado en la materia que se enuncia, en la peripecia que se confiesa. Porque “La matriz nutre y fija los vocablos”. Es ese agenciamiento semiótico a través de las modalidades del bordado o la urdimbre del lenguaje, desde la matriz, el que establece una correspondencia metafísica entre cuerpo y escritura y, de alguna forma, propicia el sintagma “lengua materna”.


Dueña de un acertijo, en un territorio terriblemente real, vegetal y orgánico (molles, casuarinas, sauces, matas amarillas y huertos, “hojas finísimas de tabaco en capas”, “todas las guirnaldas / en sus puestos trenzando / los arbustos las corolas / abiertas”), instala la peripecia que aún no ha acontecido sino en el imperio maravilloso de lo diegético. “Hubo un jardín”. Pero no es la topografía amorosa de Juana de Ibarbourou, ni el jardín abisal de Pizarnik, ni el bosque animado de Marosa; “es / con la boca llena que se hace un terraplén”, es la “tierra del idioma / infinita”, un terreno energético aledaño al perceptivo, tal vez el del otro lado del espejo o el que podría avistar el cuerpo astral en vuelo. El itinerario poético no es planeado, pero tampoco azaroso, es fatal: en cada acción, un resplandor, un brillo donde se cifra el deseo (“muerta de sed en el lugar de la pregunta”). Y el tiempo se somete a una “taxonomía del instante”; tarde, noche, alba, mañana, a la vez, al ritmo de su latido, del rescoldo palpitante de su estro: “…La última reducción al pie / del alba (…) / moviéndose en el aire / oscuro de la tarde / que pide por la noche”.


En Pulso, se exhibe con pasión y erudición lo más muelle de la palabra dentro de la propia dureza del lenguaje, esto es, lo blando junto a lo rígido, como esa carnosidad bajo la cutícula dura de los miriápodos nombrados en el libro. Ambivalencia, anfibología, la consabida ambigüedad del signo: “haz de espigas haz; de todo eso, un canto”. Soledad del decir, entre la contención y el desbordamiento, se enuncia con la tercera persona o con el infinitivo (“Se afina el / diapasón con frágil mano”, Trasegar con las flores inmensas las coronas”,“Haber sido, creer / haber”), para velar y desvelar, alternadamente, la vivencia secreta. En "Viento", se nombra tal vez el tendal que ha dejado el tornado porque no se quiere hablar del amor que se ha ido; ese amor que en "Presunción del cielo", cuando acaso se cierra el círculo, el ojo de agua con que se abría el libro, se le reivindica como frente a un cenotafio, con la ilusión de lo plausible. (El amor es mental, dice.)


Pero entonces, de la realidad, se nombran sus entresijos, lo contiguo, lo analógico, lo simbólico, se transita por los bordes de la lengua, se indaga en los intersticios: entramados con los que se elabora fábula, simulacro, transposición. (Fábula, como señala Lisa Block de Behar, en tanto “confabulación entre el poeta y el lector”, por aquel pacto tácito de “la suspensión voluntaria de la incredulidad" de S. T. Coleridge; “la fábula es una alegoría de verdad”, concluye).


Silvia Guerra plantea esa relación del lenguaje con la memoria y el inconsciente que ha señalado Alicia Genovese como nota peculiar de la poesía en la que ritmo y tono constituyen huellas de una lengua soterrada que sigue el pulso del pensamiento: “El ritmo del poema es un pulso, un sistema nervioso armado con el lenguaje. Es movimiento y, como tal, una dinámica (…)”.

 
Entonces, el pulso es contenido y expresión, forma y sustancia.


Esta poesía es un fenómeno de borde, desborda y se vacía a cada latido. Como rizomas, los versos marchan al ritmo del pulso, desterritorializados y decodificados. Forman, como en el pensamiento de Deleuze, no un círculo, sino un redondel, rompen la linealidad intelectual, las estructuras sicoanalíticas y el esquema tiempo-espacio. Silvia Guerra tiene un plan de consistencia (de composición y fuga, de inmanencia, en permanente expansión); por eso escribe en un pliegue del lenguaje, entre la acción y el sueño, como augurara André Breton en Los vasos comunicantes, sobre “el poeta venidero y el fruto magnífico del árbol de raíces entrecruzadas”.


Pero no es el desbaratamiento, la deriva delirante, la impulsividad de la escritura automática de cierto surrealismo, aunque anote unas “alucinaciones en un campo vacío. Es la palabra que vive en el deslumbramiento y lo provoca, que expande sus límites hasta lo innombrable; pero en esa alucinación no rige la retórica de una mutación verbal, sino un pensamiento que atormenta y desvela, que va montado al lenguaje hasta el hallazgo de la “palabra justa”: “De aquí y de allá el / pensamiento invade y justo a tiempo se para / ante el lenguaje”.


En la poesía de Guerra, el lenguaje es tema y rema. Palabras que producen desasosiego y calma a la vez: “sagrario”, rielar”, “relente,hatillo”, miríadas”; palabras que hablan de sí mismas, y la entropía las enciende: “Hay una gracia ahí. / En la conjugación del ser, en / Sido”. Y entre ellas, las cesuras marcan el pulso, mayúsculas brotan a veces en medio de una frase como una arritmia, y una melopea (vocación de poesía en alta voz) late, como el pulso, en el cuello: “membranófonos”, la vibración / circunda”; “una molienda modula la voz que debería”; rendida / diapasón hilo por hilo, de la boca, sube.


Esta poesía ancla en todos los elementos de la materia, sus fuerzas y “sus atractivos ocultos”; son los “centros de sueños”, las “hipótesis oníricas” de las imágenes poéticas que en la fenomenología de la imaginación de Gaston Bachelard sostienen la escritura; aquí, el ojo de agua, el macadán, la confusión del aire y los cuerpos sutiles de las palabras.
En correspondencia con los elementos, todos los humores corren en equilibrio por la voz y el gesto de Silvia Guerra; la escritura es su mundo y su cuerpo: “entre ahí (…)/ hacia adentro”, su palabra va pulsando en todos los flujos, en los hilos de la vida que se tejen adentro.


Referencias:


Silvia Guerra: Pulso, Ediciones Amargord, Madrid 2011. (Citas en bastardilla).
Silvia Guerra: Nada de nadie, Tsé-tsé, Buenos Aires, 2001.
Alicia Genovese: Leer poesía. Lo leve, lo opaco, lo grave. Fondo de Cultura Económica, Lengua y Estudios Literarios, Buenos Aires, 2011, ps. 39/41.
Lisa Block de Behar: Diseminario. La desconstrucción, otro descubrimiento de América,
1987. http://liccom1.liccom.edu.uy/docencia/lisa/editora/diseminario.html
Gaston Bachelard: “La tierra y los ensueños de la voluntad”, Breviarios, F.C.E. (traducción de Beatriz Murillo Rosas), México D.F., 1994, p. 15.

 

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