“Que la lengua me olvida, y soy borrada”,
dijo Silvia Guerra en su libro Nada de nadie. Y ya mostraba
el límite fatal del ser, aquel límite posible de la imposibilidad
que marcara Heidegger, que sería la muerte, el vaciamiento por el
desbordamiento, como en los tejidos, hechos y deshechos, de las
Parcas, de las que ella se ocupara en ese libro. (Atropos, con su
nombre - A / tropo-, parece negar la literatura: tiene un “rostro
de silencio”, dice la poeta. Y es acaso por negar la metáfora,
que Atropos corta el hilo de la vida…)
La poesía de Silvia Guerra es un discurso lleno de claroscuros y
revelaciones, matérico, que trabaja con el espesor de las palabras y
da una doble vuelta a las representaciones y significaciones para
finalmente deshacerlas, en múltiples direcciones, como rizomas.
Contra el torbellino y el caos, pero también contra la linealidad y
la medida: el despliegue del
lenguaje sobre
una cinta de Moebius. No hay una sobrecodificación que destruya la
significación ni un decir de un pensamiento fragmentado; hay una
resignificación del
lenguaje por mérito de una praxis femenina que lo trabaja, lo
borda y lo carpe en los espacios significantes, pero también en los
sedimentos semiológicos; unos palimpsestos, sombras del balbuceo,
del borrón, de la tachadura, que la propia poeta invocara en sus
escritos reflexivos, y que podrían corresponderse “con la voz que /
está detrás de la voz” de Alejandra Pizarnik, una dimensión otra de
la palabra. Su poesía desarrolla así, una ontología propia, que
elabora en forma originalísima y pasional para lidiar con la aporía.
En Pulso, por momentos la poeta mira el mundo desde fuera,
echa a rodar el
lenguaje sobre las cosas y los espacios, y entonces fluye y huye
(“asoma la palabra fuyir, en una lengua ida, en muchos años”)
por un territorio escarpado e inmenso; dice que es un “campo
tranquilo”, un “campo abierto”, un “campo vacío”,
pero en realidad es un terreno interior clausurado, que sólo puede
ser abierto con el conjuro de su palabra poética. En ocasiones,
acerca la lente y observa la miniatura, su vastedad en el ensueño:
“miríadas de / protozoarios / plateadas láminas / blancas de
minúsculos / ácaros en ese mar / limoso de la angustia”.
Más de una vez, la poesía de Guerra me ha hecho pensar en las
visiones de la pintora surrealista Remedios Varo, como si sólo
escribiendo esa poesía, o pintando esos sueños, fuera posible
resucitar naturalezas muertas o apropiarse de la miniatura. Ambas se
aplican a una tarea laboriosa con el trazo o la palabra, una
urdimbre, una lacería, un tejido, que dan cuenta de la sensación de
la atadura y también de su liberación: una metamorfosis espiritual a
través de la creación. Allí, como en el espacio comprimido de un
agujero negro, o sobre una escalera que no lleva a ningún lado, o en
una fórmula de física cuántica que demuestra “ese yerro
infinitesimal del aire”, tiempo y espacio se alteran con el
efecto mariposa del arte.
En todo caso, siempre va el cuerpo cifrado en la materia que se
enuncia, en la peripecia que se confiesa. Porque “La matriz nutre
y fija los vocablos”. Es ese agenciamiento semiótico a través de
las modalidades del bordado o la urdimbre del
lenguaje,
desde la matriz, el que establece una correspondencia metafísica
entre cuerpo y escritura
y, de alguna forma, propicia el sintagma “lengua materna”.
Dueña de un acertijo, en un territorio terriblemente real, vegetal y
orgánico (molles, casuarinas, sauces, matas amarillas y huertos, “hojas
finísimas de tabaco en capas”, “todas las guirnaldas / en sus
puestos trenzando / los arbustos las corolas / abiertas”),
instala la peripecia que aún no ha acontecido sino en el imperio
maravilloso de lo diegético. “Hubo un jardín”. Pero no es la
topografía amorosa de Juana de Ibarbourou, ni el jardín abisal de
Pizarnik, ni el bosque animado de Marosa; “es / con la boca llena
que se hace un terraplén”, es la “tierra del idioma /
infinita”, un terreno energético aledaño al perceptivo, tal vez
el del otro lado del espejo o el que podría avistar el cuerpo astral
en vuelo. El itinerario poético no es planeado, pero tampoco
azaroso, es fatal: en cada acción, un resplandor, un brillo donde se
cifra el deseo (“muerta de sed en el lugar de la pregunta”).
Y el tiempo se somete a una “taxonomía del instante”; tarde,
noche, alba, mañana, a la vez, al ritmo de su latido, del rescoldo
palpitante de su estro: “…La última reducción al pie / del alba
(…) / moviéndose en el aire / oscuro de la tarde / que pide por la
noche”.
En Pulso, se exhibe con pasión y erudición lo más muelle de
la palabra dentro de la propia dureza del
lenguaje, esto es, lo blando
junto a lo rígido, como esa carnosidad bajo la cutícula dura de los
miriápodos nombrados en el libro. Ambivalencia, anfibología, la
consabida ambigüedad del signo: “haz de espigas haz; de todo eso,
un canto”. Soledad del decir, entre la contención y el
desbordamiento, se enuncia con la tercera persona o con el
infinitivo (“Se afina el / diapasón con frágil mano”,
“Trasegar con las flores inmensas las coronas”,“Haber
sido, creer / haber”), para velar y desvelar, alternadamente, la
vivencia secreta. En "Viento", se nombra tal vez el tendal que ha
dejado el tornado porque no se quiere hablar del amor que se ha ido;
ese amor que en "Presunción del cielo", cuando acaso se cierra el
círculo, el ojo de agua con que se abría el libro, se le
reivindica como frente a un cenotafio, con la ilusión de lo
plausible. (El amor es mental, dice.)
Pero entonces, de la realidad, se nombran sus entresijos, lo
contiguo, lo analógico, lo simbólico, se transita por los bordes de
la lengua,
se indaga en los intersticios: entramados con los que se elabora
fábula, simulacro, transposición. (Fábula, como señala Lisa Block de
Behar, en tanto “confabulación entre el poeta y el lector”, por
aquel pacto tácito de “la suspensión voluntaria de la incredulidad"
de S. T. Coleridge; “la fábula es una alegoría de verdad”,
concluye).
Silvia Guerra plantea esa relación del
lenguaje con la
memoria y el inconsciente que ha señalado Alicia Genovese como nota
peculiar de la poesía en la que ritmo y tono constituyen huellas de
una lengua
soterrada que sigue el pulso del pensamiento: “El ritmo del poema es
un pulso, un sistema nervioso armado con el lenguaje. Es movimiento
y, como tal, una dinámica (…)”.
Entonces, el pulso es contenido y expresión, forma y sustancia.
Esta poesía es un fenómeno de borde, desborda y se vacía a cada
latido. Como rizomas, los versos marchan al ritmo del pulso,
desterritorializados y decodificados. Forman, como en el pensamiento
de Deleuze, no un círculo, sino un redondel, rompen la linealidad
intelectual, las estructuras sicoanalíticas y el esquema
tiempo-espacio. Silvia Guerra tiene un plan de consistencia (de
composición y fuga, de inmanencia, en permanente expansión); por eso
escribe en un pliegue
del lenguaje,
entre la acción y el sueño, como augurara André Breton en Los
vasos comunicantes, sobre “el poeta venidero y el fruto
magnífico del árbol de raíces entrecruzadas”.
Pero no es el desbaratamiento, la deriva delirante, la impulsividad
de la escritura automática de cierto surrealismo, aunque anote unas
“alucinaciones en un campo vacío”. Es la palabra que
vive en el deslumbramiento y lo provoca, que expande sus límites
hasta lo innombrable; pero en esa alucinación no rige la retórica de
una mutación verbal, sino un pensamiento que atormenta y desvela,
que va montado al lenguaje hasta el hallazgo de la “palabra justa”:
“De aquí y de allá el / pensamiento invade y justo a tiempo se
para / ante el lenguaje”.
En la poesía de Guerra, el lenguaje es tema y rema. Palabras que
producen desasosiego y calma a la vez: “sagrario”, “rielar”,
“relente”,“hatillo”, “miríadas”;
palabras que hablan de sí mismas, y la entropía las enciende: “Hay
una gracia ahí. / En la conjugación del ser, en / Sido”. Y entre
ellas, las cesuras marcan el pulso, mayúsculas brotan a veces en
medio de una frase como una arritmia, y una melopea (vocación de
poesía en alta voz) late, como el pulso, en el cuello: “membranófonos”,
“la vibración / circunda”; “una molienda modula la voz
que debería”; “rendida / diapasón hilo por hilo, de la
boca, sube”.
Esta poesía ancla en todos los elementos de la materia, sus fuerzas
y “sus atractivos ocultos”; son los “centros de sueños”, las
“hipótesis oníricas” de las imágenes poéticas que en la
fenomenología de la imaginación de Gaston Bachelard sostienen la
escritura; aquí, el ojo de agua, el macadán, la confusión del aire y
los cuerpos sutiles de las palabras.
En correspondencia con los elementos, todos los humores corren en
equilibrio por la voz y el gesto de Silvia Guerra; la
escritura es su
mundo y su cuerpo: “entre ahí (…)/ hacia adentro”, su palabra
va pulsando en todos los flujos, en los hilos de la vida que se
tejen adentro.
Referencias:
Silvia Guerra: Pulso, Ediciones Amargord, Madrid 2011. (Citas
en bastardilla).
Silvia Guerra: Nada de nadie, Tsé-tsé, Buenos Aires, 2001.
Alicia Genovese: Leer poesía. Lo leve, lo opaco, lo grave.
Fondo de Cultura Económica, Lengua y Estudios Literarios, Buenos
Aires, 2011, ps. 39/41.
Lisa Block de Behar: Diseminario. La desconstrucción, otro
descubrimiento de América,
1987.
http://liccom1.liccom.edu.uy/docencia/lisa/editora/diseminario.html
Gaston Bachelard: “La tierra y los ensueños de la voluntad”,
Breviarios, F.C.E. (traducción de Beatriz Murillo Rosas), México
D.F., 1994, p. 15.
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