Dicen que un rasgo
de lo posmoderno es el gusto por lo retro: echar mano para tomar lo
que nos guste del almacén cultural y volver a contemplarlo para ver
si la escritura del tiempo le agregó algo o lo fue borrando poco a
poco. Determinados espacios de radio se especializaron en
desempolvar canciones más o menos añejas y denominarlas oldies,
agrupando bajo esa denominación un rango de canciones producidas en
general en Estados Unidos e Inglaterra desde mediados de la década
del cincuenta (advenimiento del
rock) en delante y
dentro de una corriente que identifican como música pop. En realidad
esa corriente es lo bastante heteróclita como para admitir en su
seno muchas combinaciones y matices, pero no vamos a analizar ahora
las estructuras musicales de esas canciones, más bien su
funcionalidad respecto a la idea que anima a los señores que las
difunden: hacerlas significantes de lo que ellos entienden como la
nostalgia de una o más generaciones.
Para ser oldies
tienen que haber sido éxitos, canciones convalidadas por el consumo
masivo de las diferentes generaciones que las escucharon.
Amir Hamed escribe
(“Nostalgia
de la noche”) que uno de los hacedores principales de oldies
y tenues nostalgias, a la hora de seleccionar canciones, confunde
memoria musical (de una generación, de compositores y
de oyentes) con memoria personal; es decir, canoniza
las canciones según su sensibilidad sin tener en cuenta cualquier
otro elemento más allá de su propia nostalgia. Eso no sería un
problema si se contara con una sensibilidad musical y estética que
no fuera tan excluyente; es más, podemos incluso aceptar lo
arbitrario siempre que vaya acompañado de cierto rigor y que se
asuma que se está frente a un ejercicio personal, sin
pontificar demasiado y en un tono siempre lúdico y lejos de
cualquier gesto solemne.
Conmemorar una
noche de la nostalgia podría
suponer, por qué no, dedicar una noche al desciframiento de un goce
perdido, a su resignificación por medio de algún rito donde la
memoria podría auxiliarnos hasta cierto punto; tendría más que ver
con los sueños y con cualquier recuerdo que emergiera
espontáneamente que con un acto programado y masivo. Además,
formular una noche de la nostalgia en
Montevideo (Uruguay)
no deja de ser una especie de pleonasmo, de querer activar
artificialmente un rito que de todas formas pervive como parte fundante de los uruguayos y que se actualiza casi cada noche, cada
día: cultivar la nostalgia y a su sombra leer cualquier entramado
textual que la realidad nos provea.
Pero aceptando que
en nombre de la glorificación del pasado se pueden elaborar cosas
tan hermosas como el
tango o el blues (para no apartarnos de la
música, porque también podríamos
dedicar una noche nostalgiosa a glosar a Marcel Proust, a Kavafis o
al propio Onetti en tren de
rescatar épocas, edades y tiempos perdidos), ampliemos el espectro
musical más allá de la pétrea memoria de un D.J. que da por
supuesto (y puede que así sea en muchos casos)
que quienes lo
escuchan asumen como propios todos los
lugares comunes que
en materia sensible él transita y rescatemos otros modos de hacer
las cosas. Veremos que hubo otros que, aun ejerciendo ese oficio de
difusores de canciones a partir del gusto personal, se las
ingeniaron para dar algo fermental.
Eco
contemporáneo,
de Alberto y Luis Restuccia, era un buen ejemplo de cómo dos tipos
se dedicaban a gozar con lo que hacían y de cómo ese goce era
compartido por los que escuchábamos; era la diferencia entre el
placer asegurado por saber lo que se va a escuchar (que es a lo que
juegan la mayoría de los espacios radiales de emisión de música)
y
el goce que da el riesgo de escuchar algo desconocido y que no
necesariamente nos gustará. En fin, la alternativa de seguir el
trillo, la huella marcada por otros, o decidir escuchar, ver, leer,
lo que vamos encontrando nosotros mismos iluminados por la lumbre de
algún guía o maestro que siempre es bueno tener: alguien que parta
no necesariamente de un supuesto saber, sino de la inquietud de
reconocer una multiplicidad de sensibilidades y hacer algo creativo
con ello. Los Restuccia se dedicaban a transitar en lo musical sus
predilecciones que iban por el lado del jazz: Monk, Davis, Mingus
(para citar nombres que recuerdo haber escuchado),
rock subterráneo
de los sesenta, algún compositor contemporáneo de lo que se suele
llamar música culta, y blues. Parte de una noche de aquél programa,
por ejemplo, fue construida en torno a la cascada voz de Tom Waits:
se despacharon con Rain Dogs desde su primer surco hasta el
último; fluía cada canción sin ningún comentario de esos a los que
algún D.J. suele acudir: blanco con voz de negro, participa en filmes
de Cóppola y de algún otro realizador no tan famoso, ¿quién es?
Alberto Restuccia leía textos, poemas, narraciones y, a veces, se
ponía revulsivo y divagaba o lanzaba diatribas contra cualquier
maniqueísmo que a él le pareciera digno de ser dinamitado. En suma,
toda una gimnasia estética que hoy nos vendría muy bien.
Eduardo Darnauchans
y su A través del espejo fueron otro muy buen ejemplo de cómo
hacer un programa de radio atractivo sin pretender que la música que
se difundía (la que a él le gustaba) fuera emblema de mayorías; muy
por el contrario él reconocía que su público nunca sería masivo y
esto de alguna manera era parte de su gesto: el trovador de baladas
melancólicas, culto, lector de la saga artúrica y de los poetas
provenzales; musicalizador de alguno de ellos mismos, tomando el
micrófono no ya para cantarle a la penumbra que se abría más allá
del escenario, sino para dejar fluir otras voces ilustradas por su
propia voz pausada, dialogando, con quienes de este lado lo
escuchábamos, sobre cada canción o intérprete que elegía.
Acotado casi
exclusivamente al rock y beat de los sesenta, dándole cabida a
grupos de los cuales se tenían pocas referencias como Procol Harum,
Moody Blues, Easybeats, alternados con leyendas:
Stones, Hendrix (donde
Dylan, claro, tenía lugar preferencial) y a baladistas y
poetas como Leonard Cohen, Donovan Leicht, Angelo Branduardi,
Antoine, con alguna incursión (es lo que recuerdo) en torno a
músicos montevideanos como Fernando Cabrera, Darnauchans se las
ingeniaba para remar a contracorriente, “remar canciones” decía, y
allí sí, desgranar la nostalgia que para él entrañaba cada canción.
Lo que decíamos más arriba, no importa ser auto referencial, apelar
a la memoria personal, en tanto algo se convoque: si son fantasmas
que no se termine adivinando que sólo era alguien debajo de una
sábana.
La nostalgia es un
componente básico de la poética y las melodías de Darnauchans,
acompaña ritualmente cada gesto de su voz, y eso permanecía, estaba
presente en la radio, en la voz que se abría paso entre los
nebulosos, cansinos y pesados acordes iniciales de “The Pusher” de
Steppenwolf con que abría y cerraba cada emisión. En una frase: la
sensibilidad de Darnauchans como compositor y cantor lo sostenía en
la radio; su memoria personal, su nostalgia, nos invadía cuando
citaba la música de otros, de la misma manera que cuando él cantaba.
Gozábamos con el eco de un goce auto referencial.
Jugar, trasmitir,
volverse caja de resonancia de diferentes estéticas y
sensibilidades; poder y saber compartirlas con los otros. Eso, de
por sí, es una aventura infrecuente en la radio de hoy, según creo. El grado de comunicación, concentración e intimidad que nos une con
la voz del otro que emerge para darnos un mundo, no lo encontramos en
ningún otro medio; es una experiencia donde, de alguna forma, se
puede convocar lo primordial; lo inaugural en cierta música, en
ciertas palabras.
México, agosto de
2004 |
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