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ISSN 1688-1672

 



QUIROGA, HORACIO -


Horacio Quiroga: los días de sepia en sepia, las noches de verde en verde*

Gerardo Ciancio
Quien recorra las veintiocho páginas de crítica cinematográfica que publicó Quiroga entre 1919 y 1922 en las revistas argentinas Caras y Caretas y Atlántida, puede imaginarse a este hombre tan opaco como transparente, sonreír, gesticular, aburrirse hasta el hartazgo o gozar con fruición de niño


Hace ochenta años, en un tórrido verano bonaerense, Horacio Quiroga se cuestionaba acerca del fin del cine: agotamiento temático, falta de imaginación, abuso de adaptaciones de obras literarias para la pantalla, conspiraban con la industria más nueva del relato. En una nota de Caras y Caretas, firmada por el salteño con el seudónimo "El Esposo de D. Ph.", leemos:

"La producción de filmes está a punto de sucumbir por escasez de asuntos. El clamor es muy vivo en los centros manufactureros. En trece o catorce años de producción febril, no hay tema ni escenario que no haya sido utilizado en 100 cintas. ¿Estará, pues, agotada la creación artística en el cine?"

Quien recorra las veintiocho páginas de crítica cinematográfica que publicó Quiroga entre 1919 y 1922 en las revistas argentinas Caras y Caretas y Atlántida [y rescató Roberto Ibáñez en el único número de la Revista Fuentes, en 1961], puede imaginarse a este hombre tan opaco como transparente, sonreír, gesticular, aburrirse hasta el hartazgo o gozar con fruición de niño, en la oscuridad iluminada de las salas porteñas, contemplando las historias de amantes, policías, jueces, deportistas o vaqueros, mudos.

Durante esos años, Quiroga fue un disciplinado cronista de cine: concurría asiduamente a los estrenos, leía revistas especializadas, tomaba notas, escribía sus textos críticos de impronta impresionista, pero siempre munido de información sobre las vidas y cualidades de los artistas de moda, sobre los directores, sobre los modos de producción de la industria cinematográfica y las técnicas de rodaje. Asimismo, disfrutaba de las funciones privadas, para un reducido publico "especializado", en las que los términos de exhibición eran más favorables:
"Aparte de la ventaja de ver los filmes tal como nos llegan, estas exhibiciones antes del estreno ofrecen una muy de tenerse en cuenta; y ella es la velocidad normal con que corren las películas. El tiempo no urge en estas exhibiciones; no hay programas excesivos que obligan a pasar en 45 minutos cintas que requieren una hora. Los movimientos tienen la lentitud o nerviosidad requeridas, sin esa velocidad epiléptica de los filmes en los salones, que ha concluido por hacernos perder la noción de la justa medida. Sólo dos remedios caben: restringir la extensión de los programas, o pasar las cintas en dos secciones. Podrá resultar muy caro; pero es el único modo de apreciar el real movimiento de una cinta, placer éste que hoy sólo puede encontrarse en las exhibiciones privadas."


Quiroga, quien en algunos de sus relatos posteriores a los de Cuentos de amor, de locura y de muerte, había demostrado, en su universo de ficción narrativa, el gusto y las fascinación por el cine, opina y argumenta, en sus reseñas, a favor o en contra, con mayor o menor grado de empatía, sobre los productos de Hollywood, e incluso, acerca de algunas películas del cine francés. A veces sus notas cobran un carácter reflexivo: analiza ciertos tópicos del cine y desarrolla un discurso que no se desliga del humor.

Es así, por ejemplo, que en la escritura del crítico de biógrafo todo es posible: el amor por la chica de la pantalla se justifica frente al amor por la costurerita de barrio o la joven que "pasó en tranvía".


"¿Por qué, pues, la profunda ola de amor por las estrellas mudas en que se ahoga y continúa ahogándose el alma masculina de las salas de cine? Por esto, y he aquí la razón: porque la hermosa chica que toma el tranvía se lleva con ella el tiempo que hubiéramos necesitado para adorarla. Fue nuestra estrella de Belén un solo segundo, y la adoración, ya a puerta de alma, se extinguió con su breve llama.

Pero la estrella de cine nos entrega sostenidamente su encanto, nos tiende sin tasa de tiempo cuanto en ella es turbador: ojos, boca, frescura, sensibilidad arrobada y arranque pasional. Es nuestra, podemos admirarla, absorberla cuarenta y cinco minutos continuos."


Asimismo, la truculencia de algunas muertas violentas en el ambiente estelar de la California de entreguerras, emparentadas con rojas orgías y costumbres disipadas de los artistas y directores de antaño, motiva algunas reflexiones de Quiroga, autor de truculentas muertas violentas en su universo contado a través de treinta años
[¿emparentado con la muerte que llamó insistente y violentamente a las puertas de sus más allegados?]:

"En todo tiempo y ocasión, las hermosas suicidas y los alegres trasnochadores han surgido de los ambientes áureos: mundo de las finanzas, de la aristocracia, del arte mismo - cuando el arte ha logrado dorarse. En Hollywood, Santa Mónica y Los Ángeles, las estrellas del cine se divierten, queremos creerlo, y es agradable, clásico y fatal que lo hagan. Pero no es sensato atribuir a una sola casta lo que ha sido y es patrimonio de las gentes cuya fortuna -pasado un límite- desborda en violento chorro de monedas, risas y orgías. Orgías... Seguramente las ha habido o las habrá en Los Ángeles. Mas no con la frecuencia ponderada, ni mayores tampoco que las que la suerte puede depararnos tras cualquier recodo de la opulencia.

No atinamos a suponer por qué las gentes del cine, particularmente ellas, deben de sentirse dispuestas a la orgía. No hay acaso en todo esto otro motivo que el fastuoso miraje de juventud, belleza y opulencia atribuidas a las estrellas de Hollywood, miraje que la pantalla, con sus vivas escenas de ternura entre esas mismas estrellas, no consigue sino reforzar."


Como Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga creía en la necesidad de un cine nacional
(argentino). "Toda actividad nacional de arte es como tal digna de atención, realice o no las esperanzas en ellas cifradas. Ya hemos manifestado nuestra opinión respecto del cine , como expresión de un nuevo y serio arte", afirmaba el salteño en el otoño de 1922.

El autor de Ficciones, junto a Adolfo Bioy Casares, escribe y publica los libretos de Los orilleros y El paraíso de los creyentes. Quiroga escribe La Jangada, "bosquejo de filme con el argumento en grandes líneas, salvo algunas escenas detalladas y varias leyendas ya prontas".

Borges era adicto del western, género que salvó la épica
"en un tiempo en que los poetas habían olvidado que la poesía empezó por la épica", y se encantaba contemplando las alocadas carreras de vaqueros, bandoleros y apaches acartonados. No obstante, acataba la convención y las condiciones de recepción, porque, como le confesó en 1984 a un periodista, "cuando yo era chico, el cinematógrafo tenía ciertas convenciones que todo el mundo aceptaba, y una convención aceptada deja de ser una convención. Por ejemplo, si lo que se veía era de color sepia, se entendía que era de día; pero si era verde, era de noche".

Quiroga escribe su libreto en clave misionera. Empero, cuando el mensú Cayé, fuera de sí, está curtiendo a rebencazos a Tomás Elsy, dueño del obraje, patrón de edad madura, quien atina a echar mano a la pistola, leemos:
"[Cayé] Compadrea con él, resiste sus tiros, y lo baja al suelo de un rebencazo. Un cowboy se preocupa ante todo de quitar el revólver a su enemigo; un mensú, no."

Las historias del lejano Oeste fascinaron a muchas generaciones. Ya no. A Horacio Quiroga, crítico de cine, le molestaba la censura que impuso el gobierno francés en los tiempos de la Gran Guerra. Se prohibieron dos "de coboy":


"Se negó el visto bueno a un filme americano, género Far-West, porque el magistrado perdonaba por su cuenta y riesgo a un criminal arrepentido, y se prohibió otro filme porque el sheriff, durante un rato, quedaba burlado por los malhechores: a la policía no se la engaña jamás."


* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 115

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