Hace ochenta años, en un tórrido verano
bonaerense, Horacio Quiroga
se cuestionaba acerca del fin del cine: agotamiento temático,
falta de imaginación, abuso de adaptaciones de obras literarias
para la pantalla, conspiraban con la industria más nueva
del relato. En una nota de Caras y Caretas, firmada por
el salteño con el seudónimo
"El Esposo de D. Ph.", leemos:
"La producción
de filmes está a punto de sucumbir por escasez de asuntos.
El clamor es muy vivo en los centros manufactureros. En trece
o catorce años de producción febril, no hay tema
ni escenario que no haya sido utilizado en 100 cintas. ¿Estará,
pues, agotada la creación artística en el cine?"
Quien recorra las veintiocho
páginas de crítica cinematográfica que publicó
Quiroga entre 1919 y 1922
en las revistas argentinas Caras y Caretas y Atlántida
[y rescató Roberto
Ibáñez en el único número de la Revista
Fuentes, en 1961],
puede imaginarse a este hombre tan opaco como transparente, sonreír,
gesticular, aburrirse hasta el hartazgo o gozar con fruición
de niño, en la oscuridad iluminada de las salas porteñas,
contemplando las historias de amantes, policías, jueces,
deportistas o vaqueros, mudos.
Durante esos años, Quiroga fue un disciplinado cronista
de cine: concurría asiduamente a los estrenos, leía
revistas especializadas, tomaba notas, escribía sus textos
críticos de impronta impresionista, pero siempre munido
de información sobre las vidas y cualidades de los artistas
de moda, sobre los directores, sobre los modos de producción
de la industria cinematográfica y las técnicas
de rodaje. Asimismo, disfrutaba de las funciones privadas, para
un reducido publico "especializado", en las que los
términos de exhibición eran más favorables:
"Aparte de la ventaja
de ver los filmes tal como nos llegan, estas exhibiciones antes
del estreno ofrecen una muy de tenerse en cuenta; y ella es la
velocidad normal con que corren las películas. El tiempo
no urge en estas exhibiciones; no hay programas excesivos que
obligan a pasar en 45 minutos cintas que requieren una hora.
Los movimientos tienen la lentitud o nerviosidad requeridas,
sin esa velocidad epiléptica de los filmes en los salones,
que ha concluido por hacernos perder la noción de la justa
medida. Sólo dos remedios caben: restringir la extensión
de los programas, o pasar las cintas en dos secciones. Podrá
resultar muy caro; pero es el único modo de apreciar el
real movimiento de una cinta, placer éste que hoy sólo
puede encontrarse en las exhibiciones privadas."
Quiroga, quien en algunos de sus relatos posteriores a los de
Cuentos de amor, de locura y
de muerte, había demostrado, en su universo de
ficción narrativa, el gusto y las fascinación por
el cine, opina y argumenta, en sus reseñas, a favor o en
contra, con mayor o menor grado de empatía, sobre los productos
de Hollywood, e incluso, acerca de algunas películas del
cine francés. A veces sus notas cobran un carácter
reflexivo: analiza ciertos tópicos del cine y desarrolla
un discurso que no se desliga del humor.
Es así, por ejemplo, que en la escritura del crítico
de biógrafo todo es posible: el amor
por la chica de la pantalla se justifica frente al amor por la
costurerita de barrio o la joven que "pasó en tranvía".
"¿Por qué, pues, la profunda ola de amor por
las estrellas mudas en que se ahoga y continúa ahogándose
el alma masculina de las salas de cine? Por esto, y he aquí
la razón: porque la hermosa chica que toma el tranvía
se lleva con ella el tiempo que hubiéramos necesitado
para adorarla. Fue nuestra estrella de Belén un solo segundo,
y la adoración, ya a puerta de alma, se extinguió
con su breve llama.
Pero la estrella de cine nos
entrega sostenidamente su encanto, nos tiende sin tasa de tiempo
cuanto en ella es turbador: ojos, boca, frescura, sensibilidad
arrobada y arranque pasional. Es nuestra, podemos admirarla,
absorberla cuarenta y cinco minutos continuos."
Asimismo, la truculencia de algunas muertas violentas en el ambiente
estelar de la California de entreguerras, emparentadas con rojas
orgías y costumbres disipadas de los artistas y directores
de antaño, motiva algunas reflexiones de Quiroga, autor
de truculentas muertas violentas en su universo contado a través
de treinta años [¿emparentado
con la muerte que llamó insistente y violentamente a las
puertas de sus más allegados?]:
"En todo tiempo y ocasión,
las hermosas suicidas
y los alegres trasnochadores han surgido de los ambientes áureos:
mundo de las finanzas, de la aristocracia, del arte mismo - cuando
el arte ha logrado dorarse. En Hollywood, Santa Mónica
y Los Ángeles, las estrellas del cine se divierten, queremos
creerlo, y es agradable, clásico y fatal que lo hagan.
Pero no es sensato atribuir a una sola casta lo que ha sido y
es patrimonio de las gentes cuya fortuna -pasado un límite-
desborda en violento chorro de monedas, risas y orgías.
Orgías... Seguramente las ha habido o las habrá
en Los Ángeles. Mas no con la frecuencia ponderada, ni
mayores tampoco que las que la suerte puede depararnos tras cualquier
recodo de la opulencia.
No atinamos a suponer por qué las gentes del cine, particularmente
ellas, deben de sentirse dispuestas a la orgía. No hay
acaso en todo esto otro motivo que el fastuoso miraje de juventud,
belleza y opulencia atribuidas a las estrellas de Hollywood, miraje
que la pantalla, con sus vivas escenas de ternura entre esas mismas
estrellas, no consigue sino reforzar."
Como Jorge Luis Borges, Horacio
Quiroga creía en la necesidad de un cine nacional (argentino).
"Toda actividad nacional
de arte es como tal digna de atención, realice o no las
esperanzas en ellas cifradas. Ya hemos manifestado nuestra opinión
respecto del cine , como expresión de un nuevo y serio
arte", afirmaba el salteño en el
otoño de 1922.
El
autor de Ficciones,
junto a Adolfo Bioy Casares, escribe
y publica los libretos de Los orilleros y El paraíso
de los creyentes. Quiroga escribe La Jangada, "bosquejo
de filme con el argumento en grandes líneas, salvo algunas
escenas detalladas y varias leyendas ya prontas".
Borges era adicto del western, género que salvó
la épica "en
un tiempo en que los poetas habían olvidado que la poesía
empezó por la épica", y se encantaba contemplando las alocadas
carreras de vaqueros, bandoleros y apaches acartonados. No obstante,
acataba la convención y las condiciones de recepción,
porque, como le confesó en 1984 a un periodista, "cuando yo era chico, el cinematógrafo
tenía ciertas convenciones que todo el mundo aceptaba,
y una convención aceptada deja de ser una convención.
Por ejemplo, si lo que se veía era de color sepia, se
entendía que era de día; pero si era verde, era
de noche".
Quiroga escribe su
libreto en clave misionera. Empero, cuando el mensú Cayé,
fuera de sí, está curtiendo a rebencazos a Tomás
Elsy, dueño del obraje, patrón de edad madura,
quien atina a echar mano a la pistola, leemos:
"[Cayé] Compadrea
con él, resiste sus tiros, y lo baja al suelo de un rebencazo.
Un cowboy se preocupa ante todo de quitar el revólver
a su enemigo; un mensú, no."
Las historias del lejano
Oeste fascinaron a muchas generaciones. Ya no. A Horacio Quiroga,
crítico de cine, le molestaba la censura que impuso el
gobierno francés en los tiempos de la Gran Guerra. Se
prohibieron dos "de coboy":
"Se negó el
visto bueno a un filme americano, género Far-West, porque
el magistrado perdonaba por su cuenta y riesgo a un criminal
arrepentido, y se prohibió otro filme porque el sheriff,
durante un rato, quedaba burlado por los malhechores: a la policía
no se la engaña jamás."
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 115
|
|