Son como dragones aquellas
dos macizas ruedas de oro y plata que Moctezuma, vía Hernán
Cortés, hiciera llegar a Carlos V. Un portento, según
recuentan las crónicas; la obra
más maravillosa que conociera Durero, según afirmación
de Durero. Como se recuerda, Carlos V, bajo cuyo imperio nunca
se ponía el sol, tenía el firme propósito
de fundir aquellas moles, milimétricamente labradas por
la cultura de la sangre
y el sol, en lingotes, pero los artistas
y letrados de su corte lograron que el doble portento, antes de
ser reducido a barras de aristas elementales, fuera exhibido por
un mes.
Fue así que se exhibieron,
casi póstumas, tributo de un emperador ya póstumo,
de una México-Tenochtitlán ciclópea que se
convertía en un cráter, durante 30 días,
antes de volverse mineral simétrico y anónimo en
las reservas de algún banco holandés. Del relumbrante
prodigio no queda más que el estupor del maravillado, del
que ya quedó ciego y prefiere dejar que el sol pase de
largo, porque no lo puede mirar fijo. La maravilla
no toca, parecería. De hacerlo, pulveriza.
Queda una escritura,
nostálgica como suele ser la escritura,
de mexicas y españoles, que recuentan la gran ciudad
que fue derribada piedra a piedra, las dos ruedas, la peste y
el invasor que hicieron cero de aquel sanguinario esplendor. El
documento de la civilización que, como nos han explicado,
también lo es de barbarie (la
hambruna llevó a los sitiados a tragarse la cal de sus
paredes). Eso, que
nos llegó por cartas, épicas y crónicas,
es la historia.
Hay algo más. En
algún rincón de su ensayística, Lezama
Lima captura al conquistador Hernán Cortés,
asolador de ciudades, teúl o dios, contrito por la baratija
que son sus copas de Flandes que está entregando a Moctezuma
bajo el fulgor aplastante de las dos ruedas que le regala. Calibra
también el encono en los dedos infinitesimales de los orfebres
mexicas que están cincelando la plenitud rodante de los
cielos. Esa saña, con la que se elabora el regalo para
el dios, es el arte.
El problema es que
los dioses, casi siempre, se revelan impostores o estómagos
de bebé. No pueden digerir el regalo. Cuando es demasía,
temerosos del empacho, lo pulverizan. Los dioses, los teúles,
hirvieron las ruedas hasta desmaterializarlas, hicieron, de la
roca de Tenochtitlán, un pantano de cruces. Puré
de sol.
* Publicado originalmente en Insomnia
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