Las personas educadas
han aprendido que el arte no tiene
por qué ser algo apto para colgar de una pared. Sin saberlo
(o a sabiendas) han incorporado la ironía
del gran crítico inglés Herbert Read, responsable
del discurso más sólido de legitimación del
arte del segundo tercio
del siglo.
En la época de su más importante producción,
en el entorno de la Segunda Guerra Mundial, el arte visual era
aún algo que podía definirse como "pintura
y escultura". Buena parte del público todavía
no había aceptado manifestaciones como el impresionismo,
muerto sesenta años atrás. Picasso
era discutido, Pollock era considerado un farsante, Moore un subversivo.
Los expresionistas abstractos producían, de todas maneras,
lo mismo que cualquier pintor neoclásico: rectángulos
coloreados con un alambre en la parte posterior.
Este tipo de obras no se percibía dentro de la categoría
de los "objetos de arte
para colgar de una pared". Pero han pasado cuatro o cinco
décadas y la ironía de los críticos como
Read se revela como parte de una estrategia legitimadora de la
función decorativa de aquellos objetos. Vistos desde hoy,
aquellos discursos críticos se perciben como elegantes
martillazos que incrustaban miles de clavos en las paredes imaginarias
de los templos de la cultura, a la espera de los cuadros que aún
no eran "decorativos".
Arte y decoración no se diferencian
en las culturas analfabetas, pero se articulan como dicotomía
en cuanto se inventa un "arte de pensar bellamente"
(ars pulchri cogitandi),
como definió Baumgarten su neologismo estética,
hace casi trescientos años. Las personas aceptan ciertas
obras como objetos decorativos, y rechazan otras, de acuerdo a
ciertos patrones del gusto, que dependen, en cierta medida, de
las explicaciones de expertos como Herbert Read.
Se ve claramente el doble sentido de esos discursos, aun los
de sabios indiscutibles como Read: si por un lado se burlan del
decorativismo (es decir,
de las obras "para colgar de las paredes"), por otro generan patrones
del gusto que permiten que el arte nuevo se convierta en decorativo.
Esta capacidad adaptativa del gusto ha hecho que algunos artistas y críticos actuales
rechacen de plano todo cuanto pueda derivar hacia funciones decorativas,
por ejemplo, toda la pintura
y toda la escultura, y reivindiquen sólo las intervenciones
urbanas o las performances, es decir, hechos artísticos
imposibles de comercializar a través de galerías.
Todo lo que se puede vender en una galería es decretado
delito. Pero hay también otra manera de mirar el fenómeno:
si los actos artísticos no se pueden vender en galerías,
sí se pueden comercializar a través de grandes exhibiciones
(bienales, exposiciones universales)
o de acontecimientos mediados por la televisión. El decorativismo,
que se identificó con un arte comercial, deja de tener
sentido, porque en esta época de mega espectáculos
y eventos globales el arte
más nuevo tiende a convertirse en un instrumento de animación,
como un payaso de cumpleaños.
Uno diría que el discurso de la crítica
se ha apropiado del tono rebelde de las vanguardias sólo
para habilitar una versión actualizada de un comercialismo
extremo. Es casi seguro que la "pintura de caballete",
para utilizar una expresión que pretendió ser despectiva,
es el núcleo más vigoroso y vital de un modo de
ver el mundo que se niega a dejarse apresar por los discursos
en boga.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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