1.
La gran figura ritual de la religión democrática contemporánea es el plebiscito.
Un supuesto ejercicio de democracia directa, sin intermediarios, en el cual la
ciudadanía o el pueblo (depositario final —nos dicen— de toda la legitimidad del
aparato) eligen entre 1 o 2, A o B, Sí o No. Sí o no a la baja de la edad de
imputabilidad, sí o no a la despenalización del aborto, sí o no a la
legalización de la comercialización de marihuana, sí o no a la ley de caducidad,
izquierda o derecha, Peñarol o Nacional, Coca o Pepsi, McDonald’s o Burger King,
Patricia o Pilsen. El plebiscito es el gran fetiche y el gran emblema de las
democracias liberales de mercado abierto. La extraordinaria pobreza de su
ontología cabe en ese momento orgásmico en el que se nos ofrece generosamente la
instancia institucional de ejercer nuestra libertad triste y pueril de elegir
entre A o B. Quizás tenía razón Platón cuando observaba que, en la democracia,
el precio que uno paga por su libertad es la insignificancia. Los dos fetiches
entre los cuales se debate y se abre el tajo de un dilema, que permite ponerlos
en la balanza complicada de la razón práctica y (finalmente) elegir uno u otro,
son, fatalmente, objetos-mercancía intercambiables, oponibles y enfrentables por
estar situados en el mismo plano. Todo el mecanismo funciona porque reproduce en
el nivel del teatro político o público o ciudadano, la lógica pragmática de la
libertad de mercado, la apelación al derecho a elegir, siempre lanzada
menos al pueblo o a la ciudadanía que a la masa de consumidores o de clientes.
Un estado extático de levitación entre las góndolas del supermercado.
Por eso, se entenderá, no estoy planteando que las alternativas duales entre las
cuales se termina eligiendo tienen el problema de que no mapean o empobrecen la
complejidad de la realidad social en la que vivimos, y que entre A y B o más
allá de A y de B se abre el abanico complejísimo de la multiplicidad, una
riqueza que jamás podrá ser capturada por ningún dualismo reductor, por ningún
concepto y por ninguna teoría. Ese es un argumento empirista y simplón, puesto
ahí para engañar y distraer a bobos y haraganes. En realidad la lógica chata y
binaria del plebiscito (Sí-No) no excluye la multiplicidad microscópica
de las elecciones parciales: se apoya en ella, pero la hace retroceder y
finalmente la arrincona en su expresión mínima —pues en el fondo son lo mismo.
De hecho, tanto más libre es la masa democrática contemporánea, cuanto mayor la
cantidad de objetos parciales a elegir: identidades, alternativas u
orientaciones sexuales, deportes, partidos políticos, refrescos, canales de
televisión, marcas de autos o celulares. La diversidad que llena las góndolas
del supermercado proyecta o refleja la diversidad cultural del mundo, su
vitalidad.
Finalmente, siempre ocurre como en las elecciones nacionales, en las que la
diversidad de partidos que aspiran a representación parlamentaria asume
inevitablemente, en la segunda vuelta o el ballotage, la forma
inconfundible e hiperrealista del plebiscito. Y si el ballotage no
existiera, sería exactamente igual, sólo que sin esa explicitación de la lógica
plebiscitaria. La única propiedad del procedimiento electoral o plebiscitario es
que las instancias entre las que se elige estén situadas en el mismo plano,
y que por lo tanto el asunto se resuelva sólo a condición de consagrar
implícitamente la lógica práctica inmanente de la elección. La polémica, el
debate, la
opinión, la famosa
confrontación pública de las opiniones: la “ciudadanía posee los elementos” o
“está debidamente informada”: ahora sólo resta que sancione Sí o No
en ese aparente ejercicio de soberanía. El problema adicional es que en este
punto la “ciudadanía informada” es un eufemismo por la masa hipnotizada o
extorsionada por los medios de
comunicación, o, para decirlo mejor: que la verdad de la política jamás se
jugará en la noción ciega y torpe de “información”
sino en otro lado. Y ese otro lado es, precisamente, lo que forcluye la lógica
plebiscitaria: la creación de un concepto, o quizá, de una idea,
que me eleve por encima de la elección y de su mecánica imaginaria de contacto y
contagio. Y, antes de seguir conviene señalar que cuando digo la masa
hipnotizada o extorsionada por los medios me refiero menos a los contenidos,
al engaño, la mentira, la administración de la verdad o la manipulación en su
sentido clásico (que, por otra parte, existen indisimuladamente), que al triunfo
en todos los frentes de la lógica información-opinión-elección, propia de la
cultura de la masa.
2.
Los sondeos de opinión, las encuestas, la cifra, los porcentajes, todos estos
estudios de marketing son simulacros o anticipaciones a escala,
sucedáneas del momento real: el gran estallido final de la masa de
electores-consumidores-clientes lanzada a la apoteosis definitiva de su
libertad: la verdadera elección o el verdadero plebiscito. Pero al
mismo tiempo, y antes que nada, son procedimientos para fijar la lógica
plebiscitaria. Hace unos días, Canal 12 cumplió por enésima vez con el ritual
coreográfico de invitar al sociólogo-politólogo
Luis Eduardo González de la empresa encuestadora Cifra (cuyos servicios han
contratado en exclusividad, supongo yo, así como los otros dos canales privados
de televisión abierta tienen sus respectivas empresas de encuestas y sondeos),
para que llevara datos y “aportara elementos informativos y de análisis para la
teleaudiencia” (la exquisita delicadeza de estas frases corre por cuenta del
periodista), acerca de otro punto nodal dramático que concentra fuerza de
plebiscito —es decir, esa fuerza de falsa verdad o de falsa política en
la democracia liberal actual—: ¿astorismo-lorenzismo o mujiquismo-frugonismo?
¿Ministerio de Economía u OPP? Así, nos enteramos de que “un 44% de los
uruguayos aprueba la política económica de la administración del Frente Amplio
(en 2007 la aprobaba un 36% y en 2001 un 45%). Tras la consulta sobre el equipo
económico astorista o uno mujiquista, un 54% se inclinó por el primero, un 11%
por el segundo, un 2% por ambos, un 24% rechazó a los dos y un 24% no opinó” (El
Observador, 6 de marzo 2013, edición digital).
Mientras el gurú González, uno de los grandes actuales profetas mediáticos de lo
obvio, seguramente interpretaba estas cifras con frases como “los uruguayos
muestran claramente que prefieren que no cambie el capitán del barco de la
economía, sobre todo cuando el mar comienza a ponerse picado (tendencia
inflacionaria al alza, desaceleración de la economía nacional, contexto crítico
de la economía occidental desarrollada, etc.)”, o “la ciudadanía respalda
aquello que ha sido uno de los puntos fuertes del gobierno frenteamplista: el
manejo de la economía”, o “el electorado tiende a volcarse hacia el centro, o a
seguir a aquellas figuras que inspiran confianza”, o lo que sea, todos los
medios se hacían eco y amplificaban esta profunda verdad del funcionamiento
político del país. Tanta pavada taraba a un titán. En primer lugar, esto quiere
decir, inequívocamente, que el
gobierno de la
coalición de izquierdas uruguayo ya no puede pensar la política sino con la
lógica electoral-plebiscitaria. Y eso, en definitiva, quiere decir (y el asunto
no es novedoso en absoluto) que gobiernan las encuestadoras y que gobiernan los
medios. Y también quiere decir que, a pesar de su ineptitud, gobierna la
oposición, en tanto la lógica plebiscitaria hace máquina inevitablemente con su
postura explícitamente liberal y conservadora de la estructura de privilegios.
Entrampada en el juego imaginario de las alianzas internas, y sobre todo de la
precariedad e inestabilidad de ese juego en tiempos de cultura de masas y libre
mercado, la izquierda es una especie de flan filosófico-ideológico incapaz de
oponer la fuerza de una idea o de una decisión a la insustancialidad
invertebrada de la democracia liberal. Que “economía” sea la palabra que ha
sustituido a “capitalismo” en el discurso único liberal de los últimos veinte
años interesa menos que conocer los atributos técnicos o la psicología de aquél
que la va a conducir. Si la izquierda todavía conserva o ha renunciado a una
idea anticapitalista tampoco interesa en absoluto, o lo digo menos
pretenciosamente: si tiene todavía un proyecto vagamente redistributivo de la
riqueza y los bienes, y en ese sentido, si la fractura entre Ministerio de
Economía y la OPP encarna, por lo menos en parte, las contradicciones de
sostener ese proyecto, y por lo tanto es políticamente pertinente, no importa.
Lo importante es plebiscitar, obligar a una elección rápida y práctica, que
impida levantar un lenguaje entre la necesidad y la satisfacción, entre la
demanda y la oferta. Entre Lorenzo (astorista) y Frugoni (emepepista) ¿con cuál
se queda usted para conducir los destinos económicos del país? conteste ya,
llame ya ¿qué está esperando? El perfil bajo, la escasa o nula visibilidad
(presumo que casi voluntaria) de la OPP, de la que sólo conocemos ciertas
intenciones redistributivas, y el Ministerio de Economía, que parece que si es
el “punto fuerte del gobierno frenteamplista”, lo es por su conducta de
prolijidad y corrección ante los organismos y entidades multilaterales o
calificadoras, su apuesta a inversiones extranjeras y su mensaje pasivo de
mesura en tiempos complicados (¿qué tiempos no son complicados cuando se trata
de tocar las profundas estructuras de injusticia y privilegio en las que se
apoya la economía social, etc.?), la “ciudadanía informada” elige siempre entre
entidades ilusorias e imaginarias: seguir como estamos —dentro de todo no
estamos tan mal: abatimos el desempleo, cayeron los índices de pobreza,
crecieron las exportaciones y el PBI— o cambiar el curso de la economía
(¿resistir u oponerse al capitalismo?) y dejarla en manos de quién sabe quién.
Pero resulta que todo eso se mide, se cuenta, se porcentualiza y se convierte en
una “realidad objetiva” de gráficos y power point que siempre termina por
funcionar como una velada presión sobre un gobierno aterrado con la
impopularidad y la pérdida de votos. Y todo transcurre entre una empresa
encuestadora, los medios y la nube imaginaria disuasiva de la masa. El gobierno,
el Poder Ejecutivo y el Estado asisten, sentados en la primera fila, a ese
reality show como si fuera una “guía para la acción”.
3.
La verdadera lógica política no debería nunca ser la del plebiscito o la de la
elección. Sobre todo teniendo en cuenta que siempre somos empujados o
arrastrados a elegir o a plebiscitar, aunque no lo sepamos. Hoy podemos elegir
entre virtualmente todo, y por eso nos creemos libres. Pero nuestra capacidad de
decidir, es decir, de incorporar un juicio sobre la elección misma, está
profundamente dañada. La verdadera libertad, diría un teólogo llamado
Kierkegaard, es suspender la elección, la compulsión ciega del plebiscito: la
verdadera libertad consiste en elegir entre elegir y no elegir. Esa zona
superior a la elección horizontal ilimitada se llama decisión. La
decisión solamente puede implementarse desde un lugar que supone, implícita o
explícitamente, una crítica de la mecánica electoral, cierta trascendencia. La
decisión es el verdadero lugar de la soberanía. El problema del plebiscito,
centro de la democracia liberal, está en ese punto exacto: nos despoja de una
soberanía. Nos empuja a elegir entre esto o aquello. Y la política debería
consistir, precisamente, en mostrar la incongruencia entre el acto mismo de
elegir y el lenguaje que trata sostener, justificar o legitimar ese acto. En
otras palabras, la razón política es crítica, no polémica. De ahí que Deleuze
tuviera razón al decir “cada vez que oigo la expresión debate democrático,
me doy media vuelta y me voy”.
La lógica de la democracia mediática liberal es (ya había hecho esta observación
antes) la del talk show televisivo Esta boca es mía. Se elige un
asunto completamente trivial o demagógico y accesible al gran público (los
swingers, la homosexualidad, la traición, los celos, la fidelidad, la
inseguridad, la vida después de la muerte, la violencia doméstica, la tenencia
de armas, las drogas). Un panel de civiles con cierta notoriedad opina, conversa
y discute (situados a nivel doxástico, podría decirse). Un par de invitados que,
ya sea por su función técnica o experta, o por su lugar de actores o
protagonistas privilegiados —dan testimonio—, funcionan generalmente como voces
autorizadas (situados a nivel epistémico). Entre la dictadura de la opinión y la
dictadura de la palabra experta y su verdad concluyente e indialéctica. Luego,
una tribuna situada en un penoso segundo plano crepuscular a veces se ilumina y
sirve para introducir algo así como una intervención directa de la masa en la
vida pública. Mientras, la verdadera masa corona la forma definitiva del show
democraático en un plebiscito telefónico (himno a la conectividad inmediata
e instantánea y a la ansiedad de la conexión) relativo al tema propuesto
(¿perdonarías una infidelidad?, ¿se debería bajar la edad de imputabilidad?,
¿existe vida más allá de la muerte?, ¿debemos ser tolerantes con el diferente?,
¿es bueno o malo tener armas en casa?). No es raro, por otra parte, que muchos
de los temas elegidos para ser debatidos y plebiscitados sean golpes de
oportunismo y respondan a razones estrictamente prácticas (promocionar un libro
o una obra teatral o un filme, o una clínica médica o estética, supongo, o lo
que sea: verdaderos chivos). Es un simulacro a pequeña escala del gran simulacro
de la democracia liberal. Están su chasis y su estructura mercantil, está el
dogma de la circulación incesante de la opinión, de los chivos, de la mercancía,
el torbellino del valor de cambio como la gran omnimáquina sin sentido, está
también el dogma de la verdad positiva del técnico o el experto. Por último está
la magia de la reducción final de todo al esquema binario del plebiscito Sí-
No: la insignificancia definitiva de la masa que resuelve el dilema,
enmascarada de libertad y soberanía. Pero ahí no hay, ciertamente, ni libertad
ni soberanía: hay obediencia, ritual, ansiedad comunicativa.
Cuando uno escucha la palabra información como articuladora del discurso
público, a través del periodismo liberal con sus informativos y noticieros o
programas que sostienen la noble misión de hacer de nosotros “personas
informadas para tener una opinión formada sobre esto o aquello”, etc., debería,
antes que lanzar una carcajada o ponerse a llorar, pensar que el paradigma
información-entretenimiento, propio de la cultura mediática contemporánea, está
ahí para cerrar el circuito de la simple circulación incesante de todo (objetos,
discursos, afectos, deseos, identidades) en la que las cosas y las personas
solamente funcionan en la razón pragmática de la mercancía y su redonda verdad
asignificante: el valor de cambio.
4.
Uno de los problemas en los que el capitalismo mercantil contemporáneo nos mete
es al mismo tiempo uno de sus más eficaces anticuerpos. A veces, más que
indignados por la injusticia inherente a un modo de producción carnívoro y
explotador, estamos furiosos con la idiotez inherente a su cultura: la ilimitada
lógica electoral de la democracia liberal mediática. Y si bien es verdad que
vivimos un aire cultural global estúpido e infantil, y que esa
estupidez y ese
infantilismo fetichista debe ser combatido y contrarrestado (llamemos crítica
cultural a ese esfuerzo intelectual por combatir ese fetichismo sin signos
ni lenguaje, lleno de frases hechas, de opiniones ya previstas, de orientaciones
o elecciones ilimitadas, etc.), se trata, por así decirlo, de la emergencia o,
digámoslo así, del síntoma de algo más complejo y oscuro. Salir como un
virtuoso a denunciar la
estupidez de la cultura contemporánea es siempre un acto que corre el riesgo
de ser devorado por sí mismo: la tendencia a olvidar, por el hecho de que
vivimos en un mundo innegablemente estúpido, que vivimos en un mundo violento e
injusto. Y que la estupidez de este mundo es perfectamente funcional a su
injusticia y a su violencia.
Bioy Casares en el Diccionario del argentino exquisito acuñó cierta frase
famosa: “el mundo atribuye sus infortunios a la conspiración de grandes
malvados: entiendo que subestima la estupidez”. Es una frase aguda, ingeniosa y
certera, que nos entusiasma con una especie de analítica de la estupidez,
práctica que no está mal, pero que, insisto, corre siempre el riesgo de morir
conectada a sí misma. El asunto es que entre la “estupidez” y la “conspiración
de los malvados” se levanta una estructura impersonal, carente de todo
dramatismo y de toda gracia, que es lo que Jameson caracteriza como la
lógica cultural del capitalismo tardío. En esta lógica, podríamos decir, la
estupidez misma es conspirativa en tanto resulta funcional a todo el aparato, y
toda idea de conspiración es estúpida en tanto la transparencia y la obscenidad
del mundo en que vivimos inhabilita a priori toda acción conspirativa
(todo secreto, todo ocultamiento). Pensemos en la suerte que corren las
hipótesis conspirativas como la del 11S como autoatentado: se desvanecen
livianamente en el aire de la comunicación o de la información, nada
políticamente importante parece estar en juego ahí. Pues de pronto el humo de
las torres muestra claramente la cara de Satán, o se ve un OVNI sobrevolando la
catástrofe que de pronto desaparece tras una acrobacia de aceleración
instantánea. Imposible no pensar en Mr. K, de Men in black, que (para
sorpresa de su compañero) siempre buscaba información estratégica en
tabloides
sensacionalistas inverosímiles con titulares como “A un belga le crece un
tercer brazo en el pecho”, “Fantasma de Kurt Cobain vende garrapiñada en el
metro”, etc.. En esa alucinógena e ilimitada nube de pedos, en algún sitio, se
esconde una información verdadera, una verdad concreta y material: el único
problema es que no significa absolutamente nada. Pensemos también en la barroca
y ridícula operación mediática que terminó en la muerte real-virtual del
archienemigo Bin Laden: está armada desde un comienzo para despertar
suspicacias, rumores de conspiración, de hoax mediático, etc.. La
estupidez y la conspiración son dos gestos en una misma cara. Todo el artefacto
trabaja en un frente único, aunque no pocas veces tenemos la impresión de que la
estupidez es más agobiante y humillante que la propia injusticia. Y eso le resta
a la crítica eficacia política.