La
antigua noción griega de
idiōtēs
(el que no entiende en la ciudad, el que se mantiene en
sus negocios privados sin poder hacer política; el lego en los asuntos
públicos) conoce un nuevo apogeo. El
idiōtēs es aquel que se reduce a sus
intereses particulares sin tener capacidad de hablar y articularlos con
los intereses generales. No está capacitado para ir más allá de ello,
para entender el esquema general de las cosas, para jugar el juego de la
política y crear representaciones de sus intereses que sean viables a
los ojos de los demás. ¿Puede un país, como actor simbólico en una
comunidad de países, empezar a ser una suerte de
idiōtēs?
Acaso en ninguna parte se ha
visto con más claridad la antigua dinámica del
idiōtēs que en
nuestra así llamada “política exterior”. No me refiero a decisiones
concretas, pues cada una de ellas puede ser discutible, sino al marco, a
la orientación, y especialmente al tipo de construcción simbólica que se
está haciendo del Uruguay en el resto del continente y en el mundo. En
tal “política exterior”, lo “exterior” aparece solo en tanto
convergencia de una construcción externa sobre lo que debiera ser el
Uruguay, unida a una reciente aceptación interna de esas visiones
externas. Eso es lo nuevo. Antes, el Uruguay tenía, mal o bien, una
concepción de sí mismo que en buena medida resistía las lecturas
externas, que solo pueden asimilarlo como peón insignificante dentro de
esquemas generales que lo trascienden por completo. Al mundo,
naturalmente, el Uruguay como nación no le interesa, ni le
interesará. Ante ese hecho, el Uruguay puede hacer dos cosas: mirarse a
sí mismo desde un punto de vista propio, o
mirarse a sí mismo desde el punto de vista
del mundo. Hoy, cierta tradición ideológica local hace posible que
hayamos elegido, derecho viejo, vernos a nosotros como los demás quieren
vernos; aceptemos parecernos a lo que los otros quieren que seamos.
En
los últimos días hemos conocido lo que parece ser una estrategia del
gobierno
—o de su cabeza—
para el Uruguay:
convencer a la burguesía brasileña, a través de lo que el presidente
Mujica pensará es solidaridad ideológica con el gobierno brasileño, y lo
que Mujica pensará es amistad personal con Dilma Rouseff
—de que tal
burguesía le ceda al Uruguay un pedacito de su torta de desarrollo.
Convencer a “la burguesía”… Al mismo
tiempo que se “convence a la burguesía” (como si “la burguesía” en lugar
de ser una categoría del análisis económico y social, fuese un señor,
dotado de sentimientos y psicología, con el que uno se sienta a tomar un
café) Uruguay debe “dejar de ser un país tapón” para ser “un país
puente”. Lo ha dicho Mujica en Aceguá, que para él es “un símbolo” (Aceguá,
es un símbolo). No solo en el mismo discurso, sino en la misma frase del
mismo discurso, dijo que tenemos que “tener una frontera fuerte”, y a la
vez que tenemos que “ser el puente”... Que Brasil es lo más grande que
tenemos en el continente, pero que “solo no le da la nafta, y pobre de
él si cree que le da”, y que Uruguay debe ser el conector de Brasil con
Argentina, arrimar
a la vieja del
tuerto a Itamaraty, formando un inédito bloque Argentina-Brasil en
donde los dos van a tener, milagrosamente y por primera vez, intereses
comunes, y donde Uruguay va a ser el zurcidor.
Lusofobia y nordofobia:
breve genealogía
Cuando uno tiene la cabeza
llena de ideas relacionadas con la patria grande, la libertad, la
primavera y las flores, son conocidos los beneficios de los puentes en
comparación con los tapones. Los tapones son una cosa antipática que
bloquea, los puentes una cosa simpática que junta. Ya lo dijo Nietzsche:
“Qué es la verdad? Un ejército de metáforas y antropomorfismos”, y en el
caso de Mujica, tiene un poco de razón. Todo el mundo quiere más unidad
continental. Ésta es completamente natural
en muchos sentidos, y completamente antinatural en otros. Pero el
problema no es ese, en absoluto. Venezuela no se quiere unir con
Colombia, sino que se une y usa, en cambio, a Cuba, para mantener un
estatus simbólico (bolivariano) en el continente que le permite, al
tiempo que desarrolla ese nicho, comerciar fuerte a la vez con los
Estados Unidos y estrechar lazos con los demás países petroleros, como
Irán, metiéndole con eso presión a su cliente yanqui. Eso es un ejemplo
en el cual la política exterior está organizada de acuerdo a las lógicas
duras del mundo económico y de la geografía. Como te dicen una cosa, te
dicen la otra. En cambio Uruguay parece que se ha autoconvencido de su
propia pureza, la que le venden los líderes reales del mundo real que
nos quieren país vacuno con vista al mar, y quiere que una ideología
coincida con los hechos, y encima quiere que coincida ya. El presidente
ha borrado la distancia entre metáfora, antropomorfismo, y dato
socioeconómico.
Ahora bien, tal ideología, el
farfullo latinoamericanista de Mujica, tiene una historia
bastante menos gloriosa de lo que se cree. Para empezar, y para
terminar, está lejos de ser un producto local o continental. Es un bien
suntuario, importado.
En efecto, el
“latinoamericanismo” en su versión moderna comenzó en Europa con el “panlatinismo”,
un engendro protoracista del mismo nivel que el pangermanismo o el
paneslavismo, y floreció sobre todo como una maniobra compensatoria del
mundo mediterráneo que, hacia las últimas décadas del siglo XIX,
constataba cómo el balance de poder (tecnológico, militar, económico) en
Europa y en el mundo transatlántico se consolidaba hacia el norte sajón
y protestante. Desde la Provenza francesa con los felibres, y Cataluña,
aparecen ya en 1854 las semillas del movimiento; en París se le da
contextura teórica y se constata que la educación sajona se adapta mejor
a los tiempos (ver el análisis comparativo de los sistemas educativos
francés, inglés y alemán en Edmond Demolins,
À quoi tient la supériorité des Anglo-Saxons? de
1897); el resentimiento y aun la convicción parisina
apoyó ese discurso, y enseguida lo exportó
—Paul
Groussac uno de sus adalides— a una
América largamente cansada de España y deseosa de ser admitida como
interlocutora en la Capital del Siglo Diecinueve
—cosa que nunca consiguió, pero esa es otra
historia.
Allá por 1889 cuando la
primera conferencia Panamericana en Washington, los argentinos se dieron
cuenta de que los norteamericanos empezaban a desarrollar una estrategia
definida de influencia hacia América del Sur, y encabezaron la
resistencia a ese avance (son tiempos simplificados en la oposición
entre la “doctrina Drago” y la “doctrina Monroe”). El Brasil, hasta
entonces de espaldas a Hispanoamérica, resulta un factor importante en
la correlación de fuerzas continental vis-à-vis los Estados
Unidos, y los argentinos se dan cuenta de que deben aislar políticamente
al gran Brasil —ellos si imperiales,
refinados y positivistas a la vez—, presentándolo como aliado de ese
“norte sajón” al que al mismo tiempo conviene representar como poco
recomendable culturalmente. Al tiempo que una parte importante de los
argentinos y los americanos en general admiran los logros de los Estados
Unidos (la “nordomanía” de que hablaba por entonces cierto joven llamado
José Enrique Rodó),
a la elite Argentina que lleva adelante el pensamiento estratégico
nacional le viene como anillo al dedo ese discurso de autoasignada
superioridad espiritual de lo latino. Es justo entonces, hacia fines del
diecinueve, cuando empieza a sonar la estrategia cultural de
reacción antipositivista y neoidealista (también importada de Francia,
como los libros, las palabras, las alfombras y los muebles), y con
elementos de una ingenuidad política que sorprende, en la que el
desarrollo material y democrático puede ser postergado para regodearse
en no sé qué autocomplacencia de finezas imaginarias. Los intelectuales
del continente, crecientemente liderados por Rodó, quien está
fuertemente influido por lo que se cocina en Buenos Aires (los
descreídos pueden preguntarle al excelente “Ariel, libro
porteño”, de
Carlos Real de Azúa), hacen una política cultural que se parece
sorprendentemente a la política exterior a secas, pura y dura, económica
y militar, de los gobiernos argentinos.
A Brasil se lo presenta por
entonces (en los foros diplomáticos y políticos continentales) por parte
de Argentina como un aliado obsecuente de los yanquis. Política e
intelectualidad parece que van de la mano. Nunca los intelectuales
creyeron importar tanto en el mundo real del poder político. El
idealismo latinoamericanista cunde por doquier, alimentando entre otras
cabezas a las de los jóvenes del “Ateneo para la Juventud” mexicano,
Antonio Caso, Vasconcelos, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, y un
casi adolescente Alfonso Reyes. Es notorio, y no debiera olvidarse, que
precisamente Pedro Henríquez Ureña, y Reyes, han sido dos de los más
importantes escritores de la historia
intelectual continental durante el siglo XX, de donde el lugar de todo
este neoidealismo intelectual en la historia cultural hegemónica en el
continente, y de donde los recuerdos y los significativos olvidos de tal
historia. El epítome de esta furia antiyanqui (y antibrasileña) puede
estar en una carta en que Rufino Blanco Fombona, desde Paris, le explica
a Rubén Darío
(que creo entendía mejor de estos y todos los demás asuntos que casi
todos los intelectuales hispanoamericanos de su tiempo juntos) que
alguien debería haberlo matado por haber escrito y presentado su
poema “Salutación al Águila” en la tercera Conferencia Panamericana en
Río en 1906, frente a la delegación norteamericana. Es así como se
organizaba la jerarquía simbólica latinoamericana: un crítico venezolano
afrancesado y bombástico que pontifica desde el Sena, le pasa un rezongo
a un poeta de verdad que ha conocido de primera mano las complejidades
de la realpolitik atlántica, amigo personal de gente intelectual
y prácticamente admirable como Joaquim Nabuco, y que había entendido,
como
José Martí, que las distancias y las posibilidades de cercanía entre
americanos del norte y del sur siempre merecerían una articulación más
complicada que lo que pasó más tarde.
Alejándose del Darío que veía
más lejos y más claro, la juventud latinoamericana, liderada por ejemplo
en Uruguay por otro joven fuertemente arielista de nombre
Carlos Quijano, crece tras el dogma antiyanqui de la “unidad
continental” en base a la creencia, falsa en todos los sentidos
concebibles, de que los mediterráneos seríamos “más finos” que los
sajones protestantes, y que si ellos tienen la tecnología y la
democracia, nosotros tendríamos cierta “aristocracia del espíritu” a la
que ellos jamás podrían alcanzar. Andá a contarle a Lincoln, Emerson,
Poe, Whistler, Thoreau, Charles S. Peirce, o William James el asunto a
ver qué te dicen.
Latinoamerianismo zombi
Pasan las décadas. El caldo de
cultivo de esa superioridad autoproclamada que no requiere de
comprobaciones sino que ha nacido y vive de autoconfirmaciones, se
encuentra con un aliado inconcebible, secreto. Hacia fines de los años
cincuenta los, digamos, criminales globales de la CIA, se dan cuenta de
que, en plena guerra fría, no tienen suficientes cuadros capaces de
hablar y entender las lenguas y las culturas de los “países no
alineados”. América Latina, el Medio Oriente, la India, son blancos
principales.
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El Departamento de Estado decide disponer una
cantidad importante de fondos públicos, a través del luego muy conocido
“Title VI” de la National Defense Education
Act (NDEA) de 1958, con el objeto de “asegurar entrenamiento de expertos
de calidad y cantidad suficiente para los requerimientos de las
necesidades de seguridad nacional norteamericana”.
Es así que se crea el programa Fullbright, que usa
parte de esos fondos, y es así que muchas de las universidades, y
prácticamente todas las más prestigiosas, crean sus “Centros de Estudios
Latinoamericanos”, “Centros de Estudios del Medio Oriente”, y similares,
para optar a una parte de tales fondos, y formar a sus estudiantes en
estas nuevas culturas emergentes. Formarlos, claro, desde el punto de
vista de los intereses estratégicos de los Estados Unidos, que son
quienes vienen financiando estos programas desde hace más de cincuenta
años. Estudiantes norteamericanos radicalizados de los años sesenta se
mezclan con jóvenes “latinoamericanos” que llegan desde los demás países
de las Américas a aprender un discurso de supuesta “descolonización” (?)
producido en la propia metrópoli, mezclado con dos lados de una pinza
ideológica que, desde perspectivas supuestamente opuestas de “izquierda”
y de “derecha”, terminan coincidiendo en la construcción, en el campus,
de una América Latina que desde entonces solo se puede reconocer en una
mirada desde fuera, “unida”, sí, pero en su exotismo, su pobreza, sus
dictaduras cercanas, o sus alianzas con dictadores lejanos.
La larga y rica tradición de construcción política,
de zurcido de equilibrios entre partidos y facciones, de aprendizaje en
las posibilidades del autogobierno del continente a lo largo de sus casi
doscientos años de existencia, hasta el presente, es ignorada,
descalificada como una cosa de segunda mano, o fallida en el mejor de
los casos, o como algo no adecuado a la “realidad” de “naciones
dependientes y subdesarrolladas”, o como una política malintencionada,
cipaya y criminal en el peor de los casos. Significativa y
automáticamente, es destacado todo lo que parezca alejarse de las formas
de democracia republicana que los americanos de todas las latitudes
desarrollaron en general antes que varias importantes naciones
europeas (Italia y España son dos casos muy relevantes por su conexión
cultural con los países de América), al tiempo que los logros concretos
de las repúblicas americanas es menospreciado, ocultado o ridiculizado
como anormal para “países jóvenes” como los nuestros. Mujica, sin
corbata, despreciando todo cuanto pudiera ser marca de aquella tradición
que hizo a todas estas repúblicas desde los
tempranos 1800 para acá, es todavía un icono para aquellos muchachos
norteamericanos de Berkeley o Harvard en los 1960s, hoy en el poder. Es,
pues, naturalmente aplaudido por ese mundo que al final se ve
confirmado, el mundo que solo ve en “América Latina” las marcas de lo
que primero puso allí. La academia norteamericana recibe así, desde
“América Latina”, el discurso que ella misma en parte exportó y ayudó a
consolidar, ahora divulgado por los propios latinoamericanos. A través
del generoso dinero del Title VI, después de décadas de operación
continua en la creación de discurso y la formación de recursos humanos,
la “derecha” y la “izquierda” de la academia norteamericana, opuestas en
el discurso pero unificadas en las categorías del discurso, que
son las que importan (subdesarrollo, tercer mundo, pobreza, dictaduras,
problemas raciales supuestamente insolubles, necesidad de tutelar y
ayudar…), tienen su versión maduramente miope de América Latina, la que
han exportado en gran escala, reenviando a sus países de origen a los
egresados de sus universidades, quienes no demoran en difundir esa
sanata de la ideología continental, ahora como “conocimiento” y “ciencia
social”, a todos los rincones de las intelligentsias locales.
He ahí buena parte de la
génesis de tanta ilusión local cuando se trata de política exterior. Hay
que ser antiyanqui, sin saber que hasta nuestro antiyanquismo es de
raigambre académica (ni uno solo de los Libertadores americanos fue
antiyanqui, ni lo fue Martí, ni ninguno de los próceres culturales de
los tiempos de construcción de estas repúblicas), y viene o de París, o
de Buenos Aires, y sobre todo de New England, de New York o de
California. Los finos equilibrios de Rodó, desconocidos y pasados por la
aplanadora estalinista de
Roberto
Fernández Retamar en “Calibán”, dieron un día la Biblia de este
credo absurdo que está en su máximo apogeo, pues se ha normalizado y ha
pasado a informar ya no las ideas, sino los supuestos sobre los que se
montan luego otras ideas, otros razonamientos.
***
Es así como, de sujeto continental, el Uruguay se
va convirtiendo en souvenir del latinoamericanismo de los demás,
objeto pintoresco y very typical para el mundo. Una cosa
simpática y que no interesa. El idiōtēs
cree que sabe lo que quiere pero es un
zombi o un robot, que
cree que los ideales latinoamericanistas están detrás de la política
exterior de la Argentina, el Brasil, Cuba, Venezuela o Chile. En lugar
de gobernar un país, el idiōtēs
quiere que lo dejen entrar a articular su pobre
macaneo, en la representación pública, como payaso de honor en la fiesta
de los otros. Argentina, Bolivia, Brasil, Venezuela, vienen creciendo
sin duda alguna en su identidad como naciones en los últimos años,
porque usan el discurso que les proveyó el otro, el yanqui, para sus
propios fines nacionales y simbólicos. El
idiōtēs local,
puesto que no ve cómo funcionan de veras los asuntos públicos del
continente
—o no puede tener parte en ellos—, cree, en cambio, que el discurso
latinoamericanista a la Galeano es cierto.
Mientras Brasil conoce al
derecho y al revés su historia imperial, su desprecio de siglos por la
parte hispana del continente y por toda idea de “latinoamericanismo”, y
su tardío reorientarse, cuando le convino, a la posibilidad de una
colaboración cultural y una mirada menos hostil siempre cuidadosamente
regulada por sus intereses, el
idiōtēs local quiere que “la burguesía
industrial brasileña” sea su jefa y a la vez su aliada, y a la vez su
amiga; que le marque el rumbo, le distribuya
las tareas y, pese a eso, lo deje en la ficción de ser “una nación”. El
idiōtēs
no quiere que las diferencias notables que tenemos con la Argentina,
estructurales al Río de la Plata, y que no nos impedirían ser tan
“hermanos” como siempre, se simbolicen en palabras claras y nítidas. En
lugar de poner orden en la familia y marcar su espacio, permite que se
le escape una grosería que angosta esas diferencias en exabrupto, y
después no sabe qué hacer. Porque ese micrófono abierto fuera de la
asamblea es la metáfora perfecta del
idiōtēs, aquel griego que no podía salir
de su condición de persona privada, de lego en las cosas de la ciudad,
porque cuando quería hablar en la asamblea y articular sus visiones en
el lenguaje de lo público, no sabía cómo hacerlo.
Nuestro idiōtēs (más
que nuestro bienintencionado Presidente, una construcción simbólica
colectiva encarnada en distintos actores públicos) es así: ha
incorporado la articulación del otro sobre uno mismo, y ya es incapaz de
tener una postura propia en la asamblea de las naciones americanas. Sin
postura y sin avión, viaja de prestado y pide permiso para salir en la
foto, en lugar de ganárselo. Generalmente lo ponen en el medio. El
idiōtēs
sufre esa peculiar ceguera que es característica de la gente poco
avisada, y que se manifiesta precisamente en un signo aparentemente
contrario. El idiōtēs
es un canchero, “el que se las sabe todas”. El
idiōtēs
es el uruguayo que va a convencer y marcarle la cancha a “la burguesía”
del Brasil. El idiōtēs
se percibe a sí mismo,
de modo implícito, como “vivo”. Y si es un
idiōtēs con
suficiente carpeta y recorrido, es verdad que se las sabe todas
—excepto precisamente las que tendría que
saber. Convoca su importancia en los detalles pero saltea lo obvio, lo
de fondo. Habla de Rodó en las fiestas pero no se acuerda de la
diplomacia del XIX y del XX y de cómo uno de
los principales intelectuales uruguayos fue, en parte, un peón de la
construcción ideológica porteña en un momento en el que lo que más falta
habría hecho era entender —como lo entendía
José Batlle y Ordóñez (que se peleó con Rodó), y pocos más—
que las cosas estaban a años luz de los ideologemas
de Ariel. El idiōtēs
sufre de miopía jerárquica. No entiende ni sabe
separar lo relevante de lo folklorico, ni lo global de lo provinciano.
Tiene una curiosa tendencia a sobrevalorar el rol de lo local, desarmado
como está para salirse un poco de sí mismo y sus propias cosillas
menores y poner su responsabilidad en perspectiva. Cree que sus gestos
personales son relevantes por ellos mismos y no por lo que otros ponen
al interpretarlos. Confirma así los prejuicios de los que no conocen a
su ciudad o país, pero quieren encontrar gente típica que les confirme
sus visiones externas. El idiōtēs
les sirve a ellos. Y el
idiōtēs, cuando oye
esas alabanzas distantes, enseguida las pasa por su cerno y se queda con
aquellas que le sirven para satisfacer sus expectativas, una y otra vez.
Su metáfora perfecta es su amor fatigoso por lo pequeño, por el detalle
que distrae. En lugar de creer en la sustancia poderosa de los grandes
libros, se conforma con hacerse un artesano de adornos letrados. Es un
tedioso mecanismo circular, un algoritmo cerrado que, una vez confirmado
en la ideología, siempre se vuelve a encontrar a sí mismo en cada
decisión.
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