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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ROBÓTICA DE LA POLÍTICA EXTERIOR 

El idiōtēs (o el Uruguay como souvenir “latinoamericano”)

Aldo Mazzucchelli

La antigua noción griega de idiōtēs
(el que no entiende en la ciudad, el que se mantiene en sus negocios privados sin poder hacer política; el lego en los asuntos públicos) conoce un nuevo apogeo. El
idiōtēs es aquel que se reduce a sus intereses particulares sin tener capacidad de hablar y articularlos con los intereses generales. No está capacitado para ir más allá de ello, para entender el esquema general de las cosas, para jugar el juego de la política y crear representaciones de sus intereses que sean viables a los ojos de los demás. ¿Puede un país, como actor simbólico en una comunidad de países, empezar a ser una suerte de idiōtēs?

Acaso en ninguna parte se ha visto con más claridad la antigua dinámica del idiōtēs que en nuestra así llamada “política exterior”. No me refiero a decisiones concretas, pues cada una de ellas puede ser discutible, sino al marco, a la orientación, y especialmente al tipo de construcción simbólica que se está haciendo del Uruguay en el resto del continente y en el mundo. En tal “política exterior”, lo “exterior” aparece solo en tanto convergencia de una construcción externa sobre lo que debiera ser el Uruguay, unida a una reciente aceptación interna de esas visiones externas. Eso es lo nuevo. Antes, el Uruguay tenía, mal o bien, una concepción de sí mismo que en buena medida resistía las lecturas externas, que solo pueden asimilarlo como peón insignificante dentro de esquemas generales que lo trascienden por completo. Al mundo, naturalmente, el Uruguay como nación no le interesa, ni le interesará. Ante ese hecho, el Uruguay puede hacer dos cosas: mirarse a sí mismo desde un punto de vista propio, o mirarse a sí mismo desde el punto de vista del mundo. Hoy, cierta tradición ideológica local hace posible que hayamos elegido, derecho viejo, vernos a nosotros como los demás quieren vernos; aceptemos parecernos a lo que los otros quieren que seamos.

En los últimos días hemos conocido lo que parece ser una estrategia del gobierno —o de su cabeza— para el Uruguay: convencer a la burguesía brasileña, a través de lo que el presidente Mujica pensará es solidaridad ideológica con el gobierno brasileño, y lo que Mujica pensará es amistad personal con Dilma Rouseff —de que tal burguesía le ceda al Uruguay un pedacito de su torta de desarrollo. Convencer a “la burguesía”…  Al mismo tiempo que se “convence a la burguesía” (como si “la burguesía” en lugar de ser una categoría del análisis económico y social, fuese un señor, dotado de sentimientos y psicología, con el que uno se sienta a tomar un café) Uruguay debe “dejar de ser un país tapón” para ser “un país puente”. Lo ha dicho Mujica en Aceguá, que para él es “un símbolo” (Aceguá, es un símbolo). No solo en el mismo discurso, sino en la misma frase del mismo discurso, dijo que tenemos que “tener una frontera fuerte”, y a la vez que tenemos que “ser el puente”... Que Brasil es lo más grande que tenemos en el continente, pero que “solo no le da la nafta, y pobre de él si cree que le da”, y que Uruguay debe ser el conector de Brasil con Argentina, arrimar a la vieja del tuerto a Itamaraty, formando un inédito bloque Argentina-Brasil en donde los dos van a tener, milagrosamente y por primera vez, intereses comunes, y donde Uruguay va a ser el zurcidor.

Lusofobia y nordofobia: breve genealogía

Cuando uno tiene la cabeza llena de ideas relacionadas con la patria grande, la libertad, la primavera y las flores, son conocidos los beneficios de los puentes en comparación con los tapones. Los tapones son una cosa antipática que bloquea, los puentes una cosa simpática que junta. Ya lo dijo Nietzsche: “Qué es la verdad? Un ejército de metáforas y antropomorfismos”, y en el caso de Mujica, tiene un poco de razón. Todo el mundo quiere más unidad continental. Ésta es completamente natural en muchos sentidos, y completamente antinatural en otros. Pero el problema no es ese, en absoluto. Venezuela no se quiere unir con Colombia, sino que se une y usa, en cambio, a Cuba, para mantener un estatus simbólico (bolivariano) en el continente que le permite, al tiempo que desarrolla ese nicho, comerciar fuerte a la vez con los Estados Unidos y estrechar lazos con los demás países petroleros, como Irán, metiéndole con eso presión a su cliente yanqui. Eso es un ejemplo en el cual la política exterior está organizada de acuerdo a las lógicas duras del mundo económico y de la geografía. Como te dicen una cosa, te dicen la otra. En cambio Uruguay parece que se ha autoconvencido de su propia pureza, la que le venden los líderes reales del mundo real que nos quieren país vacuno con vista al mar, y quiere que una ideología coincida con los hechos, y encima quiere que coincida ya. El presidente ha borrado la distancia entre metáfora, antropomorfismo, y dato socioeconómico.

Ahora bien, tal ideología, el farfullo latinoamericanista de Mujica, tiene una historia bastante menos gloriosa de lo que se cree. Para empezar, y para terminar, está lejos de ser un producto local o continental. Es un bien suntuario, importado.

En efecto, el “latinoamericanismo” en su versión moderna comenzó en Europa con el “panlatinismo”, un engendro protoracista del mismo nivel que el pangermanismo o el paneslavismo, y floreció sobre todo como una maniobra compensatoria del mundo mediterráneo que, hacia las últimas décadas del siglo XIX, constataba cómo el balance de poder (tecnológico, militar, económico) en Europa y en el mundo transatlántico se consolidaba hacia el norte sajón y protestante. Desde la Provenza francesa con los felibres, y Cataluña, aparecen ya en 1854 las semillas del movimiento; en París se le da contextura teórica y se constata que la educación sajona se adapta mejor a los tiempos (ver el análisis comparativo de los sistemas educativos francés, inglés y alemán en Edmond Demolins, À quoi tient la supériorité des Anglo-Saxons? de 1897); el resentimiento y aun la convicción parisina apoyó ese discurso, y enseguida lo exportó Paul Groussac uno de sus adalides— a una América largamente cansada de España y deseosa de ser admitida como interlocutora en la Capital del Siglo Diecinueve —cosa que nunca consiguió, pero esa es otra historia.

Allá por 1889 cuando la primera conferencia Panamericana en Washington, los argentinos se dieron cuenta de que los norteamericanos empezaban a desarrollar una estrategia definida de influencia hacia América del Sur, y encabezaron la resistencia a ese avance (son tiempos simplificados en la oposición entre la “doctrina Drago” y la “doctrina Monroe”). El Brasil, hasta entonces de espaldas a Hispanoamérica, resulta un factor importante en la correlación de fuerzas continental vis-à-vis los Estados Unidos, y los argentinos se dan cuenta de que deben aislar políticamente al gran Brasil —ellos si imperiales, refinados y positivistas a la vez—, presentándolo como aliado de ese “norte sajón” al que al mismo tiempo conviene representar como poco recomendable culturalmente. Al tiempo que una parte importante de los argentinos y los americanos en general admiran los logros de los Estados Unidos (la “nordomanía” de que hablaba por entonces cierto joven llamado José Enrique Rodó), a la elite Argentina que lleva adelante el pensamiento estratégico nacional le viene como anillo al dedo ese discurso de autoasignada superioridad espiritual de lo latino. Es justo entonces, hacia fines del diecinueve, cuando empieza a sonar la estrategia cultural de reacción antipositivista y neoidealista (también importada de Francia, como los libros, las palabras, las alfombras y los muebles), y con elementos de una ingenuidad política que sorprende, en la que el desarrollo material y democrático puede ser postergado para regodearse en no sé qué autocomplacencia de finezas imaginarias. Los intelectuales del continente, crecientemente liderados por Rodó, quien está fuertemente influido por lo que se cocina en Buenos Aires (los descreídos pueden preguntarle al excelente “Ariel, libro porteño”, de Carlos Real de Azúa), hacen una política cultural que se parece sorprendentemente a la política exterior a secas, pura y dura, económica y militar, de los gobiernos argentinos.

A Brasil se lo presenta por entonces (en los foros diplomáticos y políticos continentales) por parte de Argentina como un aliado obsecuente de los yanquis. Política e intelectualidad parece que van de la mano. Nunca los intelectuales creyeron importar tanto en el mundo real del poder político. El idealismo latinoamericanista cunde por doquier, alimentando entre otras cabezas a las de los jóvenes del “Ateneo para la Juventud” mexicano, Antonio Caso, Vasconcelos, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, y un casi adolescente Alfonso Reyes. Es notorio, y no debiera olvidarse, que precisamente  Pedro Henríquez Ureña, y Reyes, han sido dos de los más importantes escritores de la historia intelectual continental durante el siglo XX, de donde el lugar de todo este neoidealismo intelectual en la historia cultural hegemónica en el continente, y de donde los recuerdos y los significativos olvidos de tal historia. El epítome de esta furia antiyanqui (y antibrasileña) puede estar en una carta en que Rufino Blanco Fombona, desde Paris, le explica a Rubén Darío (que creo entendía mejor de estos y todos los demás asuntos que casi todos los intelectuales hispanoamericanos de su tiempo juntos) que alguien debería haberlo matado por haber escrito y presentado su poema “Salutación al Águila” en la tercera Conferencia Panamericana en Río en 1906, frente a la delegación norteamericana. Es así como se organizaba la jerarquía simbólica latinoamericana: un crítico venezolano afrancesado y bombástico que pontifica desde el Sena, le pasa un rezongo a un poeta de verdad que ha conocido de primera mano las complejidades de la realpolitik atlántica, amigo personal de gente intelectual y prácticamente admirable como Joaquim Nabuco, y que había entendido, como José Martí, que las distancias y las posibilidades de cercanía entre americanos del norte y del sur siempre merecerían una articulación más complicada que lo que pasó más tarde.

Alejándose del Darío que veía más lejos y más claro, la juventud latinoamericana, liderada por ejemplo en Uruguay por otro joven fuertemente arielista de nombre Carlos Quijano, crece tras el dogma antiyanqui de la “unidad continental” en base a la creencia, falsa en todos los sentidos concebibles, de que los mediterráneos seríamos “más finos” que los sajones protestantes, y que si ellos tienen la tecnología y la democracia, nosotros tendríamos cierta “aristocracia del espíritu” a la que ellos jamás podrían alcanzar. Andá a contarle a Lincoln, Emerson,  Poe, Whistler, Thoreau, Charles S. Peirce, o William James el asunto a ver qué te dicen.  

Latinoamerianismo zombi

Pasan las décadas. El caldo de cultivo de esa superioridad autoproclamada que no requiere de comprobaciones sino que ha nacido y vive de autoconfirmaciones, se encuentra con un aliado inconcebible, secreto. Hacia fines de los años cincuenta los, digamos, criminales globales de la CIA, se dan cuenta de que, en plena guerra fría, no tienen suficientes cuadros capaces de hablar y entender las lenguas y las culturas de los “países no alineados”. América Latina, el Medio Oriente, la India, son blancos principales.



El Departamento de Estado decide disponer una cantidad importante de fondos públicos, a través del luego muy conocido “Title VI” de la National Defense Education Act (NDEA) de 1958, con el objeto de “asegurar entrenamiento de expertos de calidad y cantidad suficiente para los requerimientos de las necesidades de seguridad nacional norteamericana”.

Es así que se crea el programa Fullbright, que usa parte de esos fondos, y es así que muchas de las universidades, y prácticamente todas las más prestigiosas, crean sus “Centros de Estudios Latinoamericanos”, “Centros de Estudios del Medio Oriente”, y similares, para optar a una parte de tales fondos, y formar a sus estudiantes en estas nuevas culturas emergentes. Formarlos, claro, desde el punto de vista de los intereses estratégicos de los Estados Unidos, que son quienes vienen financiando estos programas desde hace más de cincuenta años. Estudiantes norteamericanos radicalizados de los años sesenta se mezclan con jóvenes “latinoamericanos” que llegan desde los demás países de las Américas a aprender un discurso de supuesta “descolonización” (?) producido en la propia metrópoli, mezclado con dos lados de una pinza ideológica que, desde perspectivas supuestamente opuestas de “izquierda” y de “derecha”, terminan coincidiendo en la construcción, en el campus, de una América Latina que desde entonces solo se puede reconocer en una mirada desde fuera, “unida”, sí, pero en su exotismo, su pobreza, sus dictaduras cercanas, o sus alianzas con dictadores lejanos.

La larga y rica tradición de construcción política, de zurcido de equilibrios entre partidos y facciones, de aprendizaje en las posibilidades del autogobierno del continente a lo largo de sus casi doscientos años de existencia, hasta el presente, es ignorada, descalificada como una cosa de segunda mano, o fallida en el mejor de los casos, o como algo no adecuado a la “realidad” de “naciones dependientes y subdesarrolladas”, o como una política malintencionada, cipaya y criminal en el peor de los casos. Significativa y automáticamente, es destacado todo lo que parezca alejarse de las formas de democracia republicana que los americanos de todas las latitudes desarrollaron en general antes que varias importantes naciones europeas (Italia y  España son dos casos muy relevantes por su conexión cultural con los países de América), al tiempo que los logros concretos de las repúblicas americanas es menospreciado, ocultado o ridiculizado como anormal para “países jóvenes” como los nuestros. Mujica, sin corbata, despreciando todo cuanto pudiera ser marca de aquella tradición que hizo a todas estas repúblicas desde los tempranos 1800 para acá, es todavía un icono para aquellos muchachos norteamericanos de Berkeley o Harvard en los 1960s, hoy en el poder. Es, pues, naturalmente aplaudido por ese mundo que al final se ve confirmado, el mundo que solo ve en “América Latina” las marcas de lo que primero puso allí. La academia norteamericana recibe así, desde “América Latina”, el discurso que ella misma en parte exportó y ayudó a consolidar, ahora divulgado por los propios latinoamericanos. A través del generoso dinero del Title VI, después de décadas de operación continua en la creación de discurso y la formación de recursos humanos, la “derecha” y la “izquierda” de la academia norteamericana, opuestas en el discurso pero unificadas en las categorías del discurso, que son las que importan (subdesarrollo, tercer mundo, pobreza, dictaduras, problemas raciales supuestamente insolubles, necesidad de tutelar y ayudar…), tienen su versión maduramente miope de América Latina, la que han exportado en gran escala, reenviando a sus países de origen a los egresados de sus universidades, quienes no demoran en difundir esa sanata de la ideología continental, ahora como “conocimiento” y “ciencia social”, a todos los rincones de las intelligentsias locales.

He ahí buena parte de la génesis de tanta ilusión local cuando se trata de política exterior. Hay que ser antiyanqui, sin saber que hasta nuestro antiyanquismo es de raigambre académica (ni uno solo de los Libertadores americanos fue antiyanqui, ni lo fue Martí, ni ninguno de los próceres culturales de los tiempos de construcción de estas repúblicas), y viene o de París, o de Buenos Aires, y sobre todo de New England, de New York o de California. Los finos equilibrios de Rodó, desconocidos y pasados por la aplanadora estalinista de Roberto Fernández Retamar en “Calibán”, dieron un día la Biblia de este credo absurdo que está en su máximo apogeo, pues se ha normalizado y ha pasado a informar ya no las ideas, sino los supuestos sobre los que se montan luego otras ideas, otros razonamientos.

***

Es así como, de sujeto continental, el Uruguay se va convirtiendo en souvenir del latinoamericanismo de los demás, objeto pintoresco y very typical para el mundo. Una cosa simpática y que no interesa. El idiōtēs cree que sabe lo que quiere pero es un zombi o un robot, que cree que los ideales latinoamericanistas están detrás de la política exterior de la Argentina, el Brasil, Cuba, Venezuela o Chile. En lugar de gobernar un país, el idiōtēs quiere que lo dejen entrar a articular su pobre macaneo, en la representación pública, como payaso de honor en la fiesta de los otros. Argentina, Bolivia, Brasil, Venezuela, vienen creciendo sin duda alguna en su identidad como naciones en los últimos años, porque usan el discurso que les proveyó el otro, el yanqui, para sus propios fines nacionales y simbólicos. El idiōtēs local, puesto que no ve cómo funcionan de veras los asuntos públicos del continente —o no puede tener parte en ellos—, cree, en cambio, que el discurso latinoamericanista a la Galeano es cierto.

Mientras Brasil conoce al derecho y al revés su historia imperial, su desprecio de siglos por la parte hispana del continente y por toda idea de “latinoamericanismo”, y su tardío reorientarse, cuando le convino, a la posibilidad de una colaboración cultural y una mirada menos hostil siempre cuidadosamente regulada por sus intereses, el idiōtēs local quiere que “la burguesía industrial brasileña” sea su jefa y a la vez su aliada, y a la vez su amiga; que le marque el rumbo, le distribuya las tareas y, pese a eso, lo deje en la ficción de ser “una nación”. El idiōtēs no quiere que las diferencias notables que tenemos con la Argentina, estructurales al Río de la Plata, y que no nos impedirían ser tan “hermanos” como siempre, se simbolicen en palabras claras y nítidas. En lugar de poner orden en la familia y marcar su espacio, permite que se le escape una grosería que angosta esas diferencias en exabrupto, y después no sabe qué hacer. Porque ese micrófono abierto fuera de la asamblea es la metáfora perfecta del idiōtēs, aquel griego que no podía salir de su condición de persona privada, de lego en las cosas de la ciudad, porque cuando quería hablar en la asamblea y articular sus visiones en el lenguaje de lo público, no sabía cómo hacerlo.

Nuestro idiōtēs (más que nuestro bienintencionado Presidente, una construcción simbólica colectiva encarnada en distintos actores públicos) es así: ha incorporado la articulación del otro sobre uno mismo, y ya es incapaz de tener una postura propia en la asamblea de las naciones americanas. Sin postura y sin avión, viaja de prestado y pide permiso para salir en la foto, en lugar de ganárselo. Generalmente lo ponen en el medio. El idiōtēs sufre esa peculiar ceguera que es característica de la gente poco avisada, y que se manifiesta precisamente en un signo aparentemente contrario. El idiōtēs es un canchero, “el que se las sabe todas”.  El idiōtēs es el uruguayo que va a convencer y marcarle la cancha a “la burguesía” del Brasil. El idiōtēs se percibe a sí mismo, de modo implícito, como “vivo”. Y si es un idiōtēs con suficiente carpeta y recorrido, es verdad que se las sabe todas excepto precisamente las que tendría que saber. Convoca su importancia en los detalles pero saltea lo obvio, lo de fondo. Habla de Rodó en las fiestas pero no se acuerda de la diplomacia del XIX y del XX y de cómo uno de los principales intelectuales uruguayos fue, en parte, un peón de la construcción ideológica porteña en un momento en el que lo que más falta habría hecho era entender —como lo entendía José Batlle y Ordóñez (que se peleó con Rodó), y pocos más— que las cosas estaban a años luz de los ideologemas de Ariel. El idiōtēs sufre de miopía jerárquica. No entiende ni sabe separar lo relevante de lo folklorico, ni lo global de lo provinciano. Tiene una curiosa tendencia a sobrevalorar el rol de lo local, desarmado como está para salirse un poco de sí mismo y sus propias cosillas menores y poner su responsabilidad en perspectiva. Cree que sus gestos personales son relevantes por ellos mismos y no por lo que otros ponen al interpretarlos. Confirma así los prejuicios de los que no conocen a su ciudad o país, pero quieren encontrar gente típica que les confirme sus visiones externas. El idiōtēs les sirve a ellos. Y el idiōtēs, cuando oye esas alabanzas distantes, enseguida las pasa por su cerno y se queda con aquellas que le sirven para satisfacer sus expectativas, una y otra vez. Su metáfora perfecta es su amor fatigoso por lo pequeño, por el detalle que distrae. En lugar de creer en la sustancia poderosa de los grandes libros, se conforma con hacerse un artesano de adornos letrados. Es un tedioso mecanismo circular, un algoritmo cerrado que, una vez confirmado en la ideología, siempre se vuelve a encontrar a sí mismo en cada decisión.

 

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