Luis Suárez y la aproximación moral de Inglaterra al fútbol
La
historia se repite. Un
sudamericano ha sido declarado salvaje de nuevo. La
sanción a Luis Suárez ha sido tan grosera, y la grosería tan globalmente
visible, que tambalean los frenos de la hipocresía civilizatoria. ¿Fuera
de la Copa del Mundo y cuatro meses en “confinamiento solitario” por una
mordidita? OK. Hablemos entonces de lo que hay que hablar, de lo que
siempre está abajo de la nauseabunda política del fútbol. Ya se sabe que
el salvaje no respeta los códigos de la hipocresía civilizatoria. Y si
alguien viene a disciplinarlo, se lo come.
Yo no apruebo lo que hizo Luis Suárez en el campo.
Creo que acciones como esas deben ser castigadas, y que no se trata de
apoyar el juego fuera de las reglas. Tampoco creo que la AUF o el
jugador hayan manejado bien las cosas una vez ocurrido el incidente.
Suárez debió admitir lo hecho inmediatamente, pedir disculpas, y la AUF
debió haber tomado la iniciativa correctiva para intentar reducir la
pena. Dicho esto, creo que hay algo mucho más importante que esto
último, que es el peculiar modo en que una parte importante de la
prensa, especialmente una parte de la prensa inglesa, viene persiguiendo
personalmente a Suárez y construyéndole una imagen de monstruo desde
2010 al menos, usando incidentes de un juego, el fútbol, para
sacar conclusiones morales sobre la persona Luis Suárez. Sospecho
que las causas de esto último pueden tener que ver con la historia del
fútbol, y el peculiar rol que Inglaterra ha jugado en ella.
Empecemos por el principio: los ingleses no
inventaron el fútbol, pero sí han inventado las reglas del fútbol. En
efecto, los ingleses parecen mejores para inventar reglas de juego que
para jugar dentro de ellas —basta mirar la Premier League para
constatarlo, donde los que juegan con algún arte son casi todos
extranjeros. Desde el principio, para los ingleses el fútbol fue una
herramienta de moralización y educación del bon sauvage, y por lo
que se ve, no pueden evitar seguir entendiéndolo igual. Siguen queriendo
usarlo para pasar mensajes morales y civilizatorios al salvaje. Pero el
salvaje se les va por la punta, y los clava. Y eso, no lo llevan bien.
Basta mirar los tabloids.
Hay que admitir que los ingleses no le hicieron a
nadie lo que no se hicieran primero a sí mismos. Así, Inglaterra usó el
fútbol primero para disciplinar a su clase alta y templarla en sus
college (Eton, Oxford, son las cunas del football). Ahí desarrolló
esa compleja forma de la hipocresía civilizatoria que está resumida en
el término sportmanship. El fair play es, hoy, la herencia bañada
en Coca Cola y marketing espectacular global de aquella moralina isleña.
La discusión interna que llevó a las reglas del football incluyó por
entonces un capítulo polémico, que mostró que había quienes defendían
que patear al rival por debajo de la rodilla era parte del juego y debía
ser admitido en las reglas. Aquella tendencia fue derrotada, pero su
espíritu se coló subrepticiamente en la ética del juego tal como los
ingleses lo entienden. Hoy vemos que para ellos patear (o golpear
físicamente, en general) es admisible, incluso a menudo admirable. Eso
sí, no aceptan ningún engaño. Ellos quieren jugar al fútbol, pero sin
que nadie engañe a nadie. Así entienden el juego (en lugar de jugarlo,
lo entienden).
Ahora bien, los italianos nunca compraron eso que
los ingleses repartían por los siete mares, junto a sus productos
manufacturados, sus banqueros y sus demás morondangas. De modo que
simplemente decidieron aceptar las reglas inglesas como quien se toma
una molestia menor. Nunca las respetaron demasiado, y que se los acuse
de jugar “feo” y ser defensivos les ha importado siempre un bledo.
Dentro de las reglas, o más o menos, tienen cuatro mundiales de verdad.
Nosotros los rioplatenses, bien italianos que hemos sido y somos
—especialmente los inmigrantes pobres de fines del XIX que son los que
hicieron, antes que todos, tango y fútbol— hemos sido, junto a los
peninsulares de primera mano, los primeros salvajes irreductibles,
footballwise. La explicación de por qué el fútbol rioplatense,
porteño y uruguayo y rosarino, ha sido tan bueno desde hace tanto
tiempo, tiene un ingrediente de explicación que no se destaca como
corresponde: Italia. Junto al batllismo de los artesanos y obreros
italianos inmigrantes, creció el fútbol. Creció en la misma época, de la
misma ética solidaria y peleadora a la vez, de los mismos barrios
plagados de casonas inmigratorias, de la alegría violenta y creativa y
la combinación peculiar de excelencia en arte y en oficio que ha sido
siempre la esencia del mejor espíritu italiano. A los rioplateneses,
ultraitalianos liberados de los resabios de formalismo empacado
remanentes en la clase alta peninsular, nos interesó el asunto de patear
la pelota, de jugar de a 11, y aceptamos las reglas que venían ya hechas
sin pensarlo mucho, como para poder jugar. Pero mientras que los
ingleses creían que pasándonos las reglas de ellos nosotros íbamos a
jugar según las reglas de ellos, nosotros estábamos buscándole la vuelta
al asunto desde un punto de vista completamente otro. Lo primero que
hicimos, fue aprender a comernos la pelota —pun intended. Así
nació la gambeta rioplatense, indescifrable hasta la fecha para los que
hicieron las reglas.
***
El intento actual de disciplinamiento de Luis
Suárez, todo inglés, masivo y global, es fascinante porque resume toda
la historia del fútbol en un solo hombre. Suárez está cumpliendo un rol
inesperado: le está recordando a los ingleses y a los uruguayos qué
diablos pueden tener, secretamente, que ver unos con otros. Que Suárez
esté jugando en Inglaterra es puro destino en acción. Suárez va a
Sudáfrica. Se vuelve decisivo por sus goles, pero se vuelve famoso por
otra cosa. Y es Inglaterra el factor fundamental para hacerlo famoso. En
efecto, Luis Suárez fue individualizado y atacado con ferocidad por
Inglaterra (que aparentemente no tenía nada que ver en el asunto) desde
que cometió aquel hands en el partido épico de 2010 contra Ghana.
Los tabloids hundieron sus dientes en Suárez: “Cheat!” “Sneak!”.
Expresaban, una vez más, la peculiar visión inglesa del deporte: la
letra de una regla ha sufrido, y el culpable se convierte en ser humano
deleznable. Se van así, técnicamente, al carajo, y la transgresión
irrisoria de una regla arbitraria es convertida por ellos en prueba de
defectos humanos en la vida fuera del juego.
El resto de la telenovela es más conocida porque se
acerca al presente. Suárez no es un jugador violento. Las mordiditas
menores de Suárez no tienen relación, en términos de violencia, con los
codazos y planchazos que se reparten en el fútbol desde siempre y que
amenazan integridad física y carrera de compañeros de trabajo. Tampoco
es demasiado clara la distinción pseudo-antropológica que los
anglosajones, sobre todo, parecen querer establecer entre morder y todo
lo demás: nunca he visto un argumento sólido o convincente sobre por qué
poner un estigma sobre la mordedura y no sobre tantas otras cosas. Y ha
sido distinta la actitud inglesa cuando el mordedor es no inglés: el
jugador inglés Jermaine Defoe mordió a Javier Mascherano el 22 de
octubre de 2006 durante un partido de la Premier League. El lector puede
revisar cómo la prensa inglesa se manejó en ese caso, y qué diferente
aproximación de la que tienen con las transgresiones de Suárez.
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Muy raramente ha sido amonestado Luis Suárez, ni mucho menos expulsado,
por entradas con el potencial de lastimar rivales. Entiende el fútbol en
relación con la astucia del triunfo, pero no en relación con lastimar o
destruir a sus rivales. Entonces se produce el episodio Evra, y
notoriamente el jugador que no puede ser detenido en términos
futbolísticos, empieza a intentar ser detenido “reglamentariamente”. Los
ingleses le ganan a Suárez en la Liga, como se decía aquí en Uruguay.
Montan un tribunal de risa, “independiente”, que sin haber encontrado un
solo testigo, confronta la palabra de Suárez sobre una conversación
ocurrida en español en el área penal, que nadie más escuchó, con la
palabra de Evra, que casi no habla español, y le da a Suárez una sanción
descomunal por “insultos racistas”. Quien escribe ha producido
profesionalmente un informe sobre el uso del español en el incidente, a
pedido de, y para uso de, un diputado inglés de Liverpool que luego
desistió de intervenir en el asunto. Conozco el episodio en detalle. No
hay ninguna filmación, salvo una donde el que habla es Evra, quien le
grita “la concha de tu hermana”, así en español, a Suárez. Eso es todo.
Aparte de eso —admitido por Evra en su testimonio— la condena se fundó
en la oposición entre la palabra de Suárez, que habla español, contra la
palabra de Evra, que apenas lo chapucea. Evra mismo declara finalmente
—y por escrito aparece en el veredicto final— que “no considera que
Suárez sea racista”. La Federación Inglesa, que ejerce de acusadora,
declara también que “no considera que Suárez sea racista”; el veredicto
recoge todo eso, pero lo sepulta en las 300 páginas de considerandos,
para que lo que golpee sea la última página, con la letra fría de la
insostenible conclusión. Resultado: apenas sale el veredicto, los
tabloids titulan “RACIST!” a toda página, contradiciendo diametralmente
la letra de la resolución. Suárez aparece así humanamente despojado de
dignidad por los indignos tabloids, que expresan el desagradable deseo
de vengar quién sabe qué carencia imaginaria del discurso inglés.
***
Para los ingleses el fútbol no parece ser, a
menudo, la alegría de un juego, sino la severidad de un acto didáctico.
Suárez se enreda en la discusión con Evra: “¡Racist!”; Suárez muerde a
Ivanovic: “¡Cannibal!”; Suárez golpea con los incisivos o muerde un
poquito a Chiellini: “"Chew Dirty Rat". ¿En serio? ¿En serio quieren
seguir intentando ejercer la moral, metonimizando descontroladamente lo
de adentro del juego para lo de afuera del juego? Cuando John Terry,
capitán histórico de la Selección Inglesa, insultó de modo racista a un
jugador negro —y Terry quedó grabado en cámara y en audio, no hay duda
alguna de su culpabilidad, a diferencia del caso Suárez— los tabloides
no graznaron “Racist!”. En ese caso (que fue simultáneo al de Suárez) la
Football Association decidió, convenientemente, posponer el juicio para
que ocurriese luego de la temporada y en medio del sigiloso verano,
cuando una sanción no podría afectar al Chelsea, club de Terry. Y cuando
el veredicto encontró a Terry culpable, los tabloids esta vez fueron
inesperadamente sobrios. Musitaron, con técnico pudor: “Terry acusado de
lenguaje racista” en un titular pequeñito y perdido, y eso fue todo. O
sea que esa vez no había que moralizar. O acaso sí. Acaso se optó por un
valor moral mayor, la integridad de la imagen de Inglaterra en su
capitán. Es difícil saber, con una cultura que siempre ha creído que
tiene la sartén por el mango.
Es todo muy triste. Una vez más se salieron con la
suya. En manipulación de discurso y uso de reglamentos a favor, tienen
una larga historia de éxitos. Apenas Suárez amaga morder a Chiellini, ya
estaban los tabloids en su penoso esfuerzo diario de buscar y extraer lo
peor de la gente. Jugadores en actividad, compañeros de trabajo,
salieron a declarar contra Suárez. Y Suárez, la “sucia rata”—“Chew Dirty
Rat” es el título del The Sun para su crónica del miércoles
último— ha recibido una sanción absurda, desmesurada. Se lo ha separado
de los estadios como a los pariah de la India. Suárez ha sido
colocado en la casta más baja, la de los intocables. Pero hay demasiada
cosa, ya, que al mundo no le cierra. Suárez, en su iluminado descontrol,
viene siendo el catalizador de un malestar muy hondo, que reclama que no
se puede basurear la dignidad de una persona porque haya “violado” una
irrisoria y estúpida regla de un juego.
Luis Suárez no es racista; Luis Suárez no es
caníbal; y Luis Suárez no es violento, ni un ser humano engañoso,
tramposo o falso. Sus amigos, su vida, su familia, lo prueban
abundantemente. Es todo lo contrario. “Hace trampa”, cuando se le da la
gana, o cuando se le salta la chaveta, pero siempre cuando está jugando.
Y el juego es trampa y victoria, alegría y tristeza, y sobre todo, no
importa ni tiene una relación simplista con el resto de la vida, la vida
fuera de juego. No entenderlo es el pecado inglés, el horror inglés por
excelencia. Jugar es primero, las reglas vienen después. Inglaterra
tendría, qué duda cabe, bastante que enseñarle a Uruguay y al mundo en
términos de respeto a las reglas. Pero su oneroso esfuerzo didáctico se
ve estropeado por la brutalidad y exceso con que pretende imponer esa
sequedad reglamentaria, hipostasiada en presunta ética.
Una conexión diferente es requerida entre la
experiencia humana completa tal como se ha vuelto en los últimos
tiempos, de comunicación horizontal y búsqueda colectiva, y la
convención y las reglas. Esa conexión no puede partir de la base de que
la idea en que uno entiende un juego es reveladora acerca de los
criterios morales que uno tiene —como individuo, como sociedad. Quizá
los ingleses están precisando que se los coman para ser asimilados en la
civilización humana del juego, que está muy lejos de su calculado
delirio reglamentarista y moral. Pero Suárez se resiste a comerse a un
inglés. Hasta ahora ha probado holandés, serbio e italiano, toda gente
más comestible. El inglés deberá seguir trabajando para ser invitado a
la mesa. Pero hay esperanza para ellos. Como dijo el iluminado Oswald de
Andrade en 1928, resumiendo todo, desde el mismo Brasil de la ignominia
del 26 de junio: “Solo la Antropofagia nos une. Socialmente.
Económicamente. Filosóficamente.” La frase hay que repetírsela a
Inglaterra, hasta que finalmente podamos invitarla también a ella al
festín.
(For
English Version)
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