En la próxima elección en lugar de
a políticos deberíamos votar a politólogos uruguayos. Pues,
de acuerdo al mensaje que transmiten los medios, la discusión pública
consiste en dar un paso más allá de cualquier afirmación meramente
política, para pasar a entender todo lo que se hace como una mera jugada
en un ajedrez meta-político. No es el Estado ni el bien común lo que se
discute, sino el “escenario político”. No es si el presidente Mujica lleva el país en
una dirección, sino cómo esto podría afectar el futuro triunfo del ex
mandatario
Vázquez. Como sugirió una vez Bustos Domecq en un relato olvidado, ahora
los partidos ya no se juegan, solo se transmiten.
Hace unas semanas uno de los políticos más visibles del país, Pedro
Bordaberry,
tomó la decisión de retirar a sus colaboradores de los cargos que
ocupaban en algunos entes del Estado. Se trata de un hecho político,
que puede discutirse en relación con el rol que juega o no juega el
control en la administración del Estado, o en términos del espacio para
el acuerdo y el compromiso en un panorama áspero en relación con el
funcionamiento formal de las instituciones republicanas, o a partir de
la existencia de programas políticos alternativos al del partido de
gobierno.
Pues no. Tenemos que discutirlo, dicen los politólogos (que hacen su
trabajo y, a diferencia del grueso de los líderes políticos, lo hacen
bien), en función de cuánto “perfil opositor” le da “la movida” a
Bordaberry en relación con el Partido Nacional. Vaciarlo del sentido
primario que tiene en relación a la administración de la cosa pública, y
llenarlo de un sentido secundario vinculado a la ecología de lo opositor
a la vista de la próxima campaña electoral. No como un hecho político en
sí (relativo a los entes y la participación) sino como un hecho
mediático o de imagen, una cuestión de impactos respecto de otras
consecuencias futuras de tipo electoral. No hay Estado hoy, solo hay
elecciones mañana. No hay sustancia hoy en la discusión del Uruguay,
solo hay un juego nauseático mañana, hacia otro juego que se abrirá
pasado mañana.
Tengo unos cuantos amigos entre los politólogos, y respeto mucho su
trabajo, pero creo que están ocupando (no por responsabilidad propia
sino por deficiencia de los políticos) espacios en la agenda de la
discusión pública que no les correspondería ocupar. No veo pues por qué
tenemos que dejar pasar como natural, sin patalear un poco al menos,
esta especie de pasión de metarrelato que ha tomado la discusión
mediática.
En el mundo anterior al 9/11/2001, se había dado una imposición
global del escepticismo interpretativo, al que después de aquel duro
evento se le viene haciendo más difícil prosperar, pues ahora no se
discute tanto sobre las opciones de imagen del presidente iraní, Mahmud Ahamadinejad, como se
discute de nuevo, abiertamente, si bombardear o no bombardear Irán, y
cuándo. Pero no en el Uruguay, frecuentemente décadas detrás en su
agenda filosófica, en donde esta furia del metarrelato, imagino, podría
ser una de las consecuencias no queridas de aquel escepticismo antes
global. Dado que —según se creía hace varias décadas en muchos sitios y
se sigue creyendo todavía en el Uruguay— no podemos creer en ninguna
afirmación y no sabemos ya, aparentemente, relacionarnos con ningún
decir salvo en el sentido de la desconfianza, seguimos llevando el
espacio que debiera ser de comunicación y debate de asuntos comunes a un
distanciamiento tibio hecho de especulación y análisis metadiscursivo.
El texto que se comió al ciudadano
Filosofías favorecidas por el hábito de la crítica pura nos han
acostumbrado hace décadas a desconfiar de todo, excepto de la
desconfianza misma. Todos los que hemos estado en el esotérico negocio
de la “teoría” hemos dedicado horas —y sumadas quizá sean años de vida—,
a comprender y practicar las estrategias deconstructivas del
posestructuralismo, en su furiosa ansia de demostrar el fin de la Verdad
con v mayúscula. Como buenos alumnos, en su tiempo, de las
epistemologías de la sospecha, tarde o temprano algunos habremos
concluido que tal ansia también es sospechosa, y hay que
desconfiar también de ella. Acaso revele que sus propulsores
desesperaron tanto de encontrar la Verdad que se dedicaron a demoler
todo lo que pretendiese acercarse a ella.
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Los campeones del fin de la metafísica serían así
metafísicos de tomo y lomo, eso sí, llenos de resentimiento por la falta
de un fondo rocoso en el que asentar sus propias teorías de vocación
totalizadora y universal. Y los sutiles golpes de hacha que propinaron
al “canon” y a la filosofía terminaron estropeando la más preciosa de
las capacidades, que es la de saber leer con sentido propio,
apropiándose de los decires ajenos desde un sitio de responsabilidad
personal.
Será ese, cómo no, un sentido provisorio, pero no
por ello menos vinculante. El resultado es tan absurdo que hechos duros
como el diamante, verdades con todas las V que se les quiera poner,
¿tendrían también que pasar a ser
hechos de la opinión? Claro que no.
Afirmo: Gardel canta mejor que muchísimos otros tangueros que en el
mundo han sido, Messi juega mejor que el lateral derecho del Club
Atlético Progreso: verdades estas, contingentes, ciertas dentro de unos
límites, pero no por ello menos verdaderas, menos absolutamente
verdaderas en ese hueco espaciotemporal en que lo son.
En el Uruguay, en tanto, el agua regia del talenteo teórico, a salvo de
la toma de posición, el babeo especulativo y el tartamudeo lógico se
cargaron también, bajo la especie de que se provee “un espacio de
análisis”, a la discusión sobre las cosas sustanciales en el mundo
político. Las cosas sustanciales siguen ocurriendo, sin embargo. Ahora
en el twilight del miedo opositor y la inconveniencia oficialista. Es
mucho más fácil hacer pasar gato por liebre, pasar sin control las más
groseras aberraciones administrativas, falsear o esquivar los controles,
pues el conjunto de la opinión está, en el mejor de los casos,
sutilmente educada en percibir los más delicados movimientos de la
estrategia mediática de un partido o un candidato, pero no tiene la
menor idea acerca de cómo el gobierno desconoce todos los días, por
ejemplo, las recomendaciones constitucionales que le hace el Tribunal de
Cuentas. El mensaje es claro: las decisiones y los decires políticos
serán tratados como un texto más, al que se le aplicará la desconfianza
y el distanciamiento, la búsqueda de la quinta pata del gato,
neutralizando toda su potencial carga sustancial en relación a los
asuntos de la ciudad. En cambio, el sutil (aunque en el fondo previsible)
discurso del politólogo pasa al centro de la escena, analizando sin
analizar, pues eliminan del análisis la conclusión, es decir, el tomar
partido, que es lo único que interesa en política. Y lo único que los
“científicos” no están legitimados para hacer. Paradoja: tienen que dejar
de ser ciudadanos justo cuando tienen que usar públicamente su voz.
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