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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ONETTI, JUAN CARLOS - LA VIDA BREVE -


Barroco y vitalismo en la construcción de un espacio imaginario: La vida breve (1950)
de Juan Carlos Onetti


Maximiliano Linares
 
El verbo cruzar, en la narrativa de Onetti, es incipit y clausura al mismo tiempo: abre el cuento “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” y cierra La vida breve: Víctor Suaid cruza una avenida y Díaz Grey cruza una plazoleta: los dos están en Buenos Aires pero vienen o van buscando el otro lado, lo que está más allá de éste. La metáfora del cruce se vuelve polivalente, es un modo, un atributo, un rasgo pero nunca una esencia.


1. La vida breve: la teoría de la realidad de la ficción
 

Desde la apertura de La vida breve el epígrafe de Walt Whitman, extraído del “Poema de goce”[1], de ese canto al vitalismo que es Hojas de hierba y la dedicatoria a la pareja Norah Lange y Oliverio Girondo, no dejan casi márgenes para la duda: la aproximación de la narrativa con la poesía toca su punto más candente. O mejor: la vecindad entre la prosa y la poesía es, en esta novela, pensamos, una clave de lectura. A Onetti, que escribió algunos poemas (al menos conocemos cinco), siempre le interesó la poesía y, como hipótesis del estilo onettiano -que no podremos desarrollar, por cierto, en este trabajo- ese interés encuentra un lugar en su prosa: la frondosa adjetivación (con frecuencia en tres tiempos, la triadjetivación de sus frases es más que evidente), el ritmo moroso, los encuadres descriptivos que provienen de su estudio de la pintura moderna, el reparo constante en la sonoridad de las palabras y la selección léxica que establece, son algunos de los rasgos de estilo que acercan la prosa a la poesía. Y más todavía: hay una voluntad expresa de la prosodia por encaramarse (inmiscuirse) en un ritmo más poético que prosaico. Quizás lo que une a ambas instancias (la prosa y el verso) sea ese punto en común que es el tono reflexivo que, acompañado en la escritura de Onetti, por un tempo lento, ralentizado, de algún modo proustiano aun cuando se alejen en el plano de lo temático, hace pensar que la presencia poética de epígrafe y dedicatoria se corresponde con un gesto redoblado además porque se trata de dos poetas fuertes en sus respectivos contextos de enunciación como lo fueron Whitman y Girondo y que, comparados, llama la atención que tanto uno como otro poeta tengan en común haber profesado (practicado en la vida y en la escritura) un vitalismo enardecido por diversas razones: la democracia y el cuerpo en el norteamericano,  el juego y el cuerpo en el argentino. Lo que resaltamos de los dos paratextos condice con ese otro texto inaugural de la novela que es el incipit: la frase de apertura, pronunciada por la Queca que dice “Mundo loco”. Una novela que se abre con las palabras de una prostituta, que le cede la palabra y el lugar del inicio y que, en esta decisión estética, la frase también rezuma, a su manera, vitalismo. La Queca se halla inmersa en la corriente de la vida, se deja arrastrar y es, de algún modo, el mundo, no por ser una mujer mundana, sino porque la frase que pronuncia queda vinculada al mundo del carnaval y de la experiencia amorosa.  El incipit está respaldado por el epígrafe y la dedicatoria: el vitalismo que contiene la frase, insuflada por el motivo barroco del mundo al revés que todo carnaval pone en acción, va más lejos todavía. La novela se abre con la alusión al carnaval (no es tiempo de carnaval, se habla del carnaval, el carnaval es un discurso) y la novela se cierra con el tiempo de carnaval. Lo que la clausura realiza es una clave: vuelve real la ficción, la introduce en lo real, vale decir, elige una temporalidad carnavalesca no solamente para cerrar la novela sino, por el contrario, para reabrirla, para hacerla recomenzar, para volverla al/el principio de la frase de la Queca. Apertura y clausura: el “mundo loco” como frase es un compendio, una mónada como la de Leibniz, un espacio donde está replegado todo el universo: de un lado, Calderón con el “Gran teatro del mundo”, una de las alegorías más paradigmáticas de la existencia humana y del otro, Cervantes: la locura y la invención de mundos van juntos, como bien nos lo hace saber Don Quijote. Por lo tanto, la frase-incipit condensa, abre-cierra-reabre, propone goce y fruición, desemboca en una suerte de vitalismo que tiene mucho de espíritu de juego y de utopía, aunque tampoco se olvida de la naturaleza humana: de la fragilidad y de la brevedad de la vida, del motivo tan antiguo como moderno del tempus fugit.

Las dos partes de la novela -la primera con 24 capítulos y la segunda con 17 (pero cuasi simétricas en su extensión, lo cual nos lleva a pensar, a nivel compositivo, en ciertos principios relativos a la simetría, uno de los rasgos que podemos relacionar con el espacio pictórico)- ya no son dos partes complementarias, yuxtapuestas, sino espacios entrelazados, intrincados, entretejidos, intersecados, porque los hilos que se tienden entre una y otra, entre el lado referencial y el lado imaginario, entre la  ficción de nivel I y la ficción del nivel II, o bien una ficción elevada a la segunda, tercera, cuarta y enésima potencia. Nuestra insistencia con el Barroco responde al movimiento de entroncar esta narrativa en la tradición literaria y cultural de nuestra lengua porque es evidente, por otra parte, que Onetti era un lector de la literatura áurea como lo demuestran muchos de sus títulos: sin ir más lejos “El infierno tan temido” (1957) así lo corrobora. Pero además el barroquismo onettiano se hace visible en otros registros: la ristra infinita de motivos barrocos no se hace esperar como son la máscara, la metamorfosis, la anamorfosis, el carpe diem, la vanitas vanitatis, la illusio, todas las formas de la mise en abyme como constructos especulares/especulativos: remisiones autorreferenciales, el cuadro dentro del cuadro, la novela dentro de la novela. En este sentido, la apuesta barroquizante de Onetti con La vida breve ha sido haber dado, como Juan José Saer ha dicho de un modo inmejorable, una vuelta completa con respecto a la dupla realidad versus ficción: haber logrado la realidad de la ficción, su materialización, la entrada de la ficción en lo real.

Volvamos al incipit de La vida breve[2]: “Mundo loco” son los dos vocablos, condensatorios y multivalentes. Desde el comienzo la voz narrativa, expresada en 1ra. persona singular, informa sobre lo que está percibiendo en una habitación contigua. A través de la medianera el personaje narrador, innominado por ahora, escucha, entremezclados, fragmentos de una conversación, sonidos de pasos, el tintineo de los hielos contra el vaso. Y entonces, a partir de lo que oye –atenuado a su vez por el hecho de percibir “desde el baño, de pie, la cabeza agachada bajo la lluvia casi silenciosa” (11)- visualiza posiciones, actitudes, detalles corporales y hasta partes del vestuario de los eventuales y desconocidos interlocutores, un hombre y una mujer, que son vecinos del otro lado de la pared. El narrador imagina, supone, sospecha y hasta adivina los movimientos que se suceden detrás de la pared mientras su pensamiento pendula hacia otra situación: ese mismo día su compañera, su pareja, Gertrudis, fue operada de un cáncer de mama. Esto último no logra ser olvidado y le impide escribir un argumento de cine –“algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes” (22)- que le fue encomendado por un tal Stein.

En un continuo fluir de la conciencia[3] el narrador divaga entre sus presentimientos sobre cómo resultará su relación con Gertrudis después de la ablación del pecho, mientras restituye los blancos que se producen en la intermitente escucha del accionar de sus nuevos vecinos. La situación completa transcurre envuelta en el agobiante calor porteño: “Estaba obligado a esperar, y la pobreza conmigo. Y todos, en el día de Santa Rosa, la desconocida mujerzuela que acababa de mudarse al departamento vacío, el insecto que giraba en el aire perfumado por el jabón de afeitar, todos los que vivían en Buenos Aires estaban condenados a esperar conmigo, sabiéndolo o no, boqueando como idiotas en el calor amenazante y agorero…” (13). Mientras tanto, la “mujerzuela” de al lado, la voz que profirió las dos palabras emblemáticas del incipit, luego de relatarle a su eventual compañero unos pormenores de su pasado relacionados con un baile de carnaval, da por finalizada la conversación y acompaña al visitante hasta la puerta. Y es en ese preciso instante en que el narrador se aproxima hasta la propia entrada, espía por la mirilla y, finalmente, percibe, sin mediatización alguna, la figura de la mujer: “Vi a la mujer; no tenía bata sino un vestido oscuro y ajustado, pero los brazos, desnudos, eran gruesos y blancos”. Con esa constatación, el narrador verifica parte de sus elucubraciones  pero debe desdecir otras, y, por tanto, termina relativizando (se vuelve parcial) su grado de objetivación: algunas de sus “visiones” se sustentan y otras se clausuran ante la imagen, se desvanecen, forman parte de un resto irrecuperable.

Juan María Brausen es el personaje narrador protagónico de esta novela. Vive en un Buenos Aires contemporáneo al año de publicación del volumen, y comparte su vida y su cama con Gertrudis, su mujer, quien acaba de sufrir, como dijimos,  la ablación de su seno izquierdo. Recostados juntos, ella dormita y él permanece despierto. Juguetea con sus dedos con una ampolla de morfina, una de las prescriptas  por un médico del hospital para paliar el dolor de Gertrudis. Al agitarla visualiza –el verbo será recurrente en toda la trama-, a partir de los haces y reflejos que dibujan la conjunción de la luz con el líquido, otro médico (Díaz Grey), otra ciudad (Santa María), un/otro río y otra mujer, Elena Sala, quien sugestiva y radiante exhibe sus dos senos durante la consulta a Díaz Grey. Como trazando líneas imaginarias en función de un “guión de cine” que demora en sustanciarse, Brausen comienza a describir morosa y progresivamente las acciones de sus recién creados personajes. De este modo, este narrador pergeña, alrededor de la figura central del médico de la “ciudad de provincias”,  una plaza, un hotel, una estación de trenes, una terminal portuaria, otros habitantes;  en definitiva, un universo autónomo concretado en la dimensión cronotópica, la coordenada perfecta para insertar en ella al sujeto.

Brausen trabaja para una agencia de publicidad, propiedad de un viejo yanqui apellidado Macleod y dirigida por el tal Julio Stein, quien le encarga, como dijimos, la redacción de un guión de cine con el que –Stein le asegura- podrá salir de la miseria. Acuciado por la situación económica y en trámite de ser abandonado por Gertrudis el personaje-narrador decide visitar a la Queca, con quien entablará subrepticias relaciones, bajo el alter ego de Arce. En permanente simulación comienza el acecho sobre su vecina, sin que esta se entere de que, en realidad, Arce es su compañero de piso.    

Capítulo a capítulo las dos tramas paralelas, la que transcurre en el Buenos Aires de Brausen/Arce y la que acontece en la Santa María de Díaz Grey –lo que Josefina Ludmer llama relato 1 y relato 2-  alternan la narración. Y, esto es importante, la alternan literalmente: en los apartados de Brausen/Arce se narra en 1ra. persona singular, en cambio en los de Díaz Grey la 3ra. singular es la encargada de llevar adelante el relato que forma parte de los “guiones mentales” de Brausen. En ambos planos, reiteramos, narra Juan María Brausen. Este dato será importante para nuestra hipótesis de la disolución del Narrador omnisciente de 3ra. persona que se había instalado en el Realismo clásico –heredado a su vez por el realismo-regionalista de la “novela de la tierra”- como un modo de gobernar las voces heterogéneas del relato. Cada plano ficcional o relato es heterogéneo respecto del otro pero, como bien aclara Ludmer, cada relato está constituido con términos del mismo tipo o grado que el otro, aunque diferente respecto de su naturaleza (“realidad”/ “ficción”), por tanto, cada serie “subsume otras dos subseries menores (espacial, temporal), de modo que, de entrada, las relaciones entre las dos series básicas son complejas relaciones multiseriales”[4]. La aclaración de Ludmer es crucial para entender la imbricación de planos ficcionales, ya que el desplazamiento de una serie mayor (relato 1) a la otra (relato 2) introduce el movimiento oscilatorio de la trama y, al mismo tiempo, esos desplazamientos tambien afectan a las series menores que se reproducen en sus respectivos interiores y desde allí establecen vinculaciones entre sí: entre una subserie menor de una serie con la otra,  sucedánea. Se trata de planos y subplanos (o si queremos ficciones o subficciones, o relato 1 y relato 2, según la terminología que elijamos) que entran en una alternancia contrapuntística que, más allá de develar la deuda con Aldous Huxley y en menor medida con los planos yuxtapuestos de la narrativa de Dos Passos, es Onetti aquí un auténtico narrador-artífice que parece entramar escenas y episodios de la novela de un modo que se vuelve necesario, muchas veces, volver atrás y poner en práctica la relectura.

Mientras Brausen pierde paulatinamente contacto con su mujer y con sus posibilidades de conservar el empleo en la agencia de publicidad, Arce se involucra más con la Queca y su mundo enrarecido y marginal; en la otra instancia, Díaz Grey va dando forma al señor Horacio Lagos, marido de Elena –pareja de morfinómanos-, quien les encargará a ambos la misión de rastrear por la zona del hotel de la playa de Santa María los pasos perdidos de Oscar, el joven inglés. Brausen visita a Stein y Mami, otra encantadora prostituta retirada por su veteranía y compañera inseparable de Julio; comparte con ellos el desahucio por su inminente ruptura con Gertrudis y rememoran juntos la pasada época en que ambos hombres fueron jóvenes camaradas en Montevideo. Arce, en cambio, recibe una golpiza de Ernesto, amigo y amante de la Queca, y comienza a saborear con su propia sangre el gusto encarnizado de la primaria disputa por el derecho a la propiedad de una hembra.

El narrador Brausen sigue paseando -en 3ra. persona singular- por Santa María a  Díaz Grey y Elena Sala en busca del inglés extraviado, la relación entre ambos se estrecha y mediante el uso de comillas tipográficas[5], Díaz Grey expresa prolongados pensamientos en 1ra. persona singular. En Buenos Aires Brausen contempla extasiado la performatividad arrobadora con que Mami tararea la canción francesa “La vie est brève” que otorga título a la novela. Arce acepta una invitación de la Queca para viajar a Montevideo a costa de otro hombre y debuta en el proxenetismo golpeándola hasta el llanto para después  alejarse “seguro de que tenía que matarla, sabiendo que no me correspondía decidir cuándo” (159). Hasta aquí la primera parte.

En la segunda parte, en cambio, las historias se entremezclan, en varios apartados se desenvuelven hechos que corresponden a las dos series, aunque predominan las acciones que transcurren en la capital porteña. Brausen, ya desempleado y abandonado,  continúa narrando en 1ra. singular su paulatina conversión en Arce y los entuertos de este con la Queca y Ernesto -finalmente asesino de la primera-; al mismo tiempo, en 3ra. persona “imagina y escribe las aventuras de Díaz Grey” (188) con Elena Sala y Horacio Lagos, los dos morfinómanos quienes, junto al inglés Owen, involucran al médico en una estafa también seguida de muertes. La primera será la de la hermosa Elena, de sobredosis.

A partir del asesinato de la Queca, Brausen/Arce insiste a Ernesto para abandonar Buenos Aires. Luego se reúne con Stein con el objetivo de una definitiva despedida, Stein lo encuentra cambiado y por momentos no lo reconoce. Díaz Grey permanece con Lagos y, finalmente, se encuentran con Oscar Owen, el inglés; juntos, los tres más una irresistible mujer violinista de anchas caderas, deciden vengar la muerte de Elena en un periplo irrefrenable de estafas a farmacias y droguerías camino a Buenos Aires. Brausen/ Arce organiza la huída hacia Santa María, compra un mapa vial, un cuaderno y lápices y realiza el intrincado tránsito, junto a Ernesto, hacia la urbe provinciana. La traslación al territorio sanmariano desde la capital porteña, en apariencia imposible, ha sido concretada. Brausen/ Arce y Ernesto ingresan a Santa María, se ubican en la “pensión para viajeros” frente a la plaza principal, primera de las edificaciones que visualiza Díaz Grey a través de las ventanas de su consultorio, los órdenes espaciales confluyen y el déjà-vu se acciona: “lo que yo recordaba de la ciudad  o le había imaginado estaba allí, acudía a cada mirada, exacto a veces, disimulado y elusivo otras” (265). Sin entender bien por dónde se están movilizando, desubicados, extraños a los festejos de carnaval en que se abisman los lugareños, Brausen/Arce y Ernesto presencian, sin participar, la escena de expulsión de la ciudad  de un cafisho junto con sus acompañantes. Poco después, ambos enfrentan su destino final en territorio sanmariano. Del otro lado, en Buenos Aires, Díaz Grey, el señor Lagos, Annie la violinista y el inglés Owen –el pasaje ha sido inaugurado y la novela no deja rastros sobre algún punto de contacto entre las trayectorias de los personajes- son perseguidos por la justicia y se refugian en sus trajes de carnaval tratando de despistar a la policía. Este es el capítulo final y el único narrado en 1ra. persona[6] singular /plural y en tiempo presente indicativo por Díaz Grey, ya que –recordemos—que durante el resto de la novela todo el transcurso fue relatado en tiempo pasado por Brausen, ya sea en 1ra o 3ra singular. El contraste es evidente, la voz narrativa se transfigura, termina diseminada, pues ha sufrido el rito de pasaje, al contrario del cuerpo de Brausen que se desvanece para el resto de la saga, cuyo destino, sin embargo, es ser apelado, invocado, evocado, constantemente (DiosBrausen, PadreBrausen, BrausenFundador, BarBrausen, etc.). El doctor Díaz Grey, el novel narrador (o mejor será decir: experimentado personaje que ha venido practicando, a través de monólogos interiores, un modo de narrar hasta llegar a este preciso punto de la trama: Díaz Grey, el médico, se hace cargo más o menos de modo central de la narración de la saga, lo que nosotros hemos dado en llamar “la posta de narradores”, teniendo en cuenta la pluralidad de narradores que aparecen en la saga con la decisión de narrar a partir de ese momento de fundación de la ficción. Más adelante, en el discurrir de la saga, observaremos cómo y hasta cuándo la conserva o la traspasa, la retiene y la desborda, es decir, el límite del espacio imaginario donde se encuentra la ciudad de Santa María y su más allá, hasta que llegue el Colorado y decida, intente, pretenda –infructuosamente- incendiarla. 

Las múltiples, intensas, conmovedoras vidas breves narradas por Juan Carlos Onetti parecieran, a veces, carecer de énfasis, transcurrir apagadas casi sin acaecer. Es el momento en que el incipit se enfrenta con la clausura para fundirse y, acaso, autorrectificarse: “Puedo alejarme tranquilo; cruzo la plazoleta y usted camina a mi lado, alcanzamos la esquina y remontamos la desierta calle arbolada, sin huir de nadie, sin buscar ningún encuentro, arrastrando un poco los pies, más por felicidad que por cansancio” (párrafo final de LVB, 294- 295, destacado nuestro). Sin embargo y por eso mismo, como lo demuestra esta novela capital en la narrativa hispanoamericana del siglo XX, el espesor de sus temas, la novedad de los recursos técnicos incorporados en su redacción y la demoledora belleza conque resultó plasmada configuran una escritura gozosamente ineludible. Este cierre remite al principio, resemantiza el “mundo loco” de la Queca porque ahora ya no es un hablar sobre el carnaval sino que ahora se está, concretamente, en el carnaval, un tempo que Onetti lleva a la  ficción para que ésta se introduzca en lo real: los personajes han elegido un disfraz (Calderón planteaba con el “Gran Teatro del Mundo” que cada uno cumple el rol que Dios distribuyó entre los hombres: uno es rey, el otro es mendigo, el otro panadero, el de más allá un joyero, y el que está al lado un sirviente y lo importante no es salirse del rol sino cumplirlo lo mejor posible) y con él escapan, disparan, se fugan, se evaden, se liberan de la realidad y por eso entran en otra realidad. Los límites entre realidad y realidad son a veces lábiles pero siempre hay una frontera que es necesario cruzar. Como vamos a plantear, cruzar es el verbo inaugural de esta narrativa pero será también uno de los últimos en usarse. El verbo cruzar, en la narrativa de Onetti, es incipit y clausura al mismo tiempo: abre el cuento “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” y cierra La vida breve: Víctor Suaid cruza una avenida y Díaz Grey cruza una plazoleta: los dos están en Buenos Aires pero vienen o van buscando el otro lado, lo que está más allá de éste. La metáfora del cruce se vuelve, como ya lo dijimos, polivalente, es un modo, un atributo, un rasgo pero nunca una esencia. Contra el esencialismo, el mundo de Onetti se cruza constantemente con la otredad, el otro lado, el reverso, es como si buscara siempre la contracara de las cosas, la espalda misteriosa del mundo, lo que ha de permanecer secreto y latiendo como un enigma. En síntesis, con esta glosa-argumento, quisimos incorporar, junto con la trama de los episodios narrativos y su visión descriptiva del mundo, los puntos problemáticos de la novela: el complejo tejido de la ficción y el modo con que Onetti la escribe convocando al realismo y desconstruyéndolo después, es decir, aplicando su propio, personal, constructivo modelo para armar y desarmar. 
 

2. Representar y desrrepresentar: los juegos del Narrador.

2. 1. “El fin del mundo” (II, 8)[7] o Los filtros de la percepción
 

Encontramos en este capítulo dos alusiones directas al método de visión del realismo onettiano: 1. se menciona cómo DG visualiza desde su consultorio, a través del vidrio de su ventana, la plaza y, consecutivamente, la ciudad entera; Brausen sostiene que para anegar la ciudad de Santa María le basta “con quebrar con el puño el vidrio de aquella ventana donde él se había apoyado, en el dócil y esperanzado principio de su historia” (205); y 2. Brausen divaga con lo que determinará para el universo sanmariano de DG y resuelve que al día siguiente se sentará en un café de Constitución, comprará cigarrillos y colocará “uno [que] se queme inmóvil colgado de mi boca, para que el humo se estire entre mis ojos y el paraje de árboles, las idas de changadores […] haga incomprensible toda actividad que yo mire. Entonces –no será necesario que yo mueva un dedo ni la cara- Díaz Grey se despertará en la habitación del hotel de la sierra […]” (206-207, destacado nuestro).

En el primer ejemplo (1.), contra la transparencia del realismo canónico la mediatización de los vidrios –en muchas ocasiones sucios o enjabonados[8]- que operan como filtro de la percepción. El universo sanmariano, que Brausen amenaza destruir, depende no sólo de su voluntad sino del punto de vista de su personaje Díaz Grey, en tanto y en cuanto, sabe que al romper el filtro primigenio –los vidrios del consultorio, en este caso- desarmará la ciudad entera. La aparición de mediatizadores o filtros de la percepción en Onetti es un temprano procedimiento que se confirma en toda su obra, recordemos que en esta novela durante la escena de apertura se narra cómo “Yo [Brausen] la oía a través de la pared” (11, destacado nuestro). Entonces, tanto en el “relato uno” (para Ludmer) o “ficción de base” (para Verani, 2009), que transcurre en Buenos Aires, como en el “relato dos” o “ficción de segundo grado”, que sucede en Santa María, el modus operandi es idéntico: la percepción primaria de los personajes se actualiza, se pone en práctica, siempre filtrada. Un filtro en el sentido literal del término, es decir, el objetivo no es la obturación o el bloqueo de las acciones o escenarios que pretenden ser percibidos, sino operar como un tamiz que transformará la visión, la recepción del objeto.

En el segundo ejemplo (2.) resulta interesante relacionar el pasaje citado con el tratamiento que le dan Villoro (2005) y Foffani (2009) al acto de fumar en Onetti. Para el narrador mexicano no es menor el hábito del tabaco en los actores de la ficción onettiana, ni tampoco accidental: “No es casual que sus personajes fumen mucho (Gary Haldeman convirtió su curiosidad en estadística y dio con estas elevadas cuotas de tabaquismo: en Tierra de nadie se fuma 45 veces, en Para esta noche 36, y en La vida breve 39). La respiración literaria corresponde a las pausas, el suave ahogo, las densas volutas de humo del hombre que fuma [...] las emociones de su discurso avanzan con sosiego, las rutas sinuosas del humo que sube al techo” (2005, 1). A su vez, Foffani localiza el acto de fumar en todos los personajes-narradores de Para una tumba sin nombre; los personajes fuman en la medida que narran, y viceversa, narran si son capaces de fumar: “La fuerte remisión al tabaco y al fumar de los narradores de Para una… nos hace rever los conceptos de disolución y nada [volatilización de lo real] con la que se fijó la lectura de esta obra [...] el humo evoca una sustancia intangible pero real. No es sólida, es leve, es sutil, es cambiante” (2012).

Así pareciera actuar en la cita seleccionada el narrador Brausen que dejará que el humo se estire entre [sus] ojoshaga incomprensible toda actividad que mire, y a partir de allí, logre visualizar, filtrado por las rutas sinuosas del humo, el despertar del doctor Díaz Grey en el hotel de la sierra. En todos los niveles ficcionales los narradores ponen en práctica, a partir de y contra la transparencia del realismo, los filtros de la percepción.
 

2. 2. “El señor Albano” (II, 17)  o Una mirada tuerta


Escondidos en la morada de René, que funge como aguantadero, entre el hastío de la persecución y la sensación del cerco policial que se aproxima cada vez más, Díaz Grey se aisla de todos los que lo rodean. Owen, Lagos y René han salido del local/vivienda y la mujer violinista descansa en una de las habitaciones. DG se aparta y se refugia en el  taller de la relojería:

Voy al estrecho taller y me siento en una banqueta, junto a la mesa; me ajusto en un ojo un lente de relojero, enciendo un cigarrillo y examino, a través de los vidrios del tabique, con una fría mirada tuerta, la luz de la calle depositada en la parte delantera del negocio. Escuchando el batallón de tictacs que ataca a la claridad del mediodía, la empuja, la desgasta; escuchando los puntuales carillones y campanas que van celebrando victorias parciales. Sin pensamientos, sin intervenir, ajeno al tiempo y a la luz, presencio la lucha hasta que termina, hasta que los metales y los vidrios de las esferas comienzan a reproducir y repartirse el reflejo de la primera lámpara que se enciende en la calle. Dejo sobre la mesa del taller el lente negro, suspiro el cansancio de la jornada y subo la escalera, con el cuerpo dolorido, una mano en el riñón (LVB, 288).


La relación es con la mirada estereoscópica
[9] de los personajes onettianos, que siempre pueden relatar los hechos desde múltiples puntos de vista. A la manera de la técnica de un largavista, donde dos puntos distintos de observación se ajustan y focalizan en un objeto, así el objeto cobra relieve y nos permite visualizar los detalles que lo componen. El enfoque se precisa con uno de los lentes y luego se ultraprecisa con el otro, dotando de volumen al objeto o, en el caso de los narradores, engrosando el relato, adicionando puntos de observación o ángulos de toma que determinan una recepción activa por parte del lector[10]. DG pretende por un instante dejar de percibir la complejidad de estímulos que lo rodea, saturado, cierra un ojo para poder utilizar el otro[11], para ver de un modo más simple, más raso, más trasparente, más mimético[12]. Terminado el desliz retorna, cansado, “dolorido”, al departamento, al lugar donde lo esperan sus compañeros de fuga, a su habitual, múltiple, prolífica representación del mundo que lo rodea. Una representación, a esta altura de la historia, gruesa de significaciones, preñada de multiplicidad de sentidos.

La fría mirada tuerta se convierte en improductiva fugacidad, no permanece ni deja nada. De hecho, el pasaje citado más arriba se incrusta como ralo fragmento en el devenir del último capítulo, sin declarada función actancial en el relato pareciera estar ahí,  no más que para detener las precipitadas acciones por un instante ajeno al tiempo y a la luz, para luego retornar a la vorágine del desenlace. Unas pocas páginas más adelante, a punto de la claudicación final,  Lagos dictamina: “-Mire hacia allá, doctor, vea esa figura blanca [Annie, la violinista] al lado de Oscar [Owen, el inglés]. Ella es Elena. Nada se interrumpe, nada termina; aunque los miopes se despisten con los cambios de circunstancias y personajes. Pero no usted, doctor” (291, destacados nuestros)
[13].          

Díaz Grey, hombre de “anteojos gruesos” (18), observa “tranquilo” (294), los ojos bien abiertos, para captar la esencia de la voz narrativa del creador de Santa María, Juan María Brausen. No de otra manera logrará, como en este último capítulo, rubricar con su relato en 1ra. persona la obtención y salvaguarda de la posta narrativa en la saga sanmariana[14]
 

2. 3. “El patrón” (II, 7)  o Un espejo distorsionado/r


Remarcamos en la glosa general el cambio visible respecto a la mezcla de los niveles ficcionales entre la primera y segunda parte de LVB: si en la primera mitad en casi todos los capítulos –excepto el cuarto- las circunstancias narradas en cada uno de ellos corresponde sólo a uno de los dos planos (Buenos Aires o Santa María), en la segunda sección los planos se intersectan, los personajes cruzan, las situaciones comienzan en un lado y terminan en el otro, etc. Esta decisión narratológica se ve acompañada y sostenida por ciertas estrategias discursivas como en la duplicación de personajes de un espacio ficcional hacia el otro. Así observamos cómo Elena Sala posee características que Gertrudis poseyó y ha perdido
[15], o el mismo Díaz Grey conserva detalles reversionados de Brausen, por dar sólo dos ejemplos. No conforme con esto, Onetti, como en toda LVB, explicita el procedimiento, es decir, no sólo realiza y deja visible, a veces evidente, el trazo de la operación sino que reflexiona, en la novela misma, sobre esto. Esta función metarreflexiva nutre al texto onettiano de un carácter distintivo y renovador en el plano de la narrativa hispanoamericana. Ejemplificamos a continuación para graficar este constitutivo aporte.

Apenas iniciada la segunda parte, en el capítulo [1] “El patrón”, el narrador, Brausen, nos informa, en 3ra. persona, acerca del médico DG y Elena Sala y su búsqueda del Inglés mientras almuerzan con el dueño o patrón del hotel de la playa sanmariana: “Desde el pescado en escabeche, desde la primera copa de vino, Díaz Grey descubrió que el dueño del hotel era el viejo Macleod [dueño de la agencia de publicidad y, por ende, patrón de Brausen]; un Macleod sin la afeitada reciente, despojado del cuello duro y de las ropas caras, limitado y más fuerte, más verdadero tal vez” (163, destacado nuestro). Como vemos se efectúa el traslado directo de un personaje que es el dueño de la agencia de publicidad en Buenos Aires, “relato uno”, a Santa María, “relato dos”, como propietario del hotel, pero readecuado a las nuevas circunstancias. La modificación del personaje para inmiscuirlo en este otro universo demuestra que a pesar de que el tránsito Buenos Aires- Santa María sea realizable, ambos espacios no responden a los mismos niveles ficcionales ya que a los mismos personajes el narrador de turno –Brausen en este caso- le torsiona los rasgos hasta volverlo parte de su espectro, con el afán de diferenciarlo del otro territorio. Y, como observamos, el procedimiento queda expuesto con deliberada intención por el mismo narrador. En conclusión, los personajes pueden habitar en ambas instancias o planos ficcionales pero indefectiblemente mudarán los atributos, como si fueran reproducidos por un espejo distorsionado que a veces acentúa o difumina o multiplica, pero siempre deforma o reconfigura, los rasgos involucrados. Recordemos en el anteúltimo capítulo “Thalassa”, cuando Brausen/Arce y Ernesto ya han cruzado desde Buenos  Aires a Santa María, el momento en que Ernesto confiesa, sentados en una mesa de “Berna –Cervecería”, a Brausen que no  puede soportar el miedo. El narrador Brausen aprovecha, retrotrae –hasta el primer capítulo de la novela- y describe: “Era como si estuviéramos sentados a una mesa en seguida de nuestro primer encuentro en casa de la Queca y yo me asombrara al descubrir en su cara blanca, imprecisa, la revelación de un mundo construido con miedo, avidez, avaricia y olvido, el mundo incomunicable donde vivían él, la Queca, la Gorda y sus amigos, los dueños de las voces y los pasos que yo había oído a través de la pared. Me había golpeado por el miedo, estaba unido a mí por el miedo” (271, destacado nuestro). Aun cuando el atributo o la característica de Ernesto, el miedo, está presente en los dos planos, en el de Santa María se ha exacerbado al punto de tornarse visible para el narrador. De igual manera puede pensarse el pasaje inverso, de Santa María a Buenos Aires, cuando en el capítulo final los transeúntes deban disfrazarse, literalmente, para poder deambular en el espacio desconocido. Esta observación, proponemos, se hace extensiva a la saga en su totalidad, por ejemplo en la nouvelle Para una tumba sin nombre (1959) donde los personajes de Jorge Malabia, Tito Perotti o Rita son caracterizados de diferente manera según el tramo de historia que es relatado, todos ellos aparecen muy cambiados si comparamos su estancia en Buenos Aires o en Santa María.

Siguiendo la serie de imágenes proliferantes, en la multiplicación de rasgos que describen y constituyen  a los personajes, llama poderosamente la atención la inclusión de uno de estos últimos en la oficina, “la Brausen Publicidad”, donde Brausen simula trabajar en la segunda parte de la novela; comparte entonces la mitad de su habitáculo con alguien que “se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos […] el hombre de la cara aburrida […] me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal […] fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa” (188-189). Esta incorporación al primer nivel ficcional del nombre y la figura del autor de la novela duplica y potencia el gesto barroco en la configuración de los niveles ficcionales, como ya propusimos, pero además, se efectúa con una estrategia muy particular. Cuando tiempo después Onetti es consultado por esa descripción de él mismo confiesa que se la pidió a “un amigo escritor y la copié tal cual” (Alameda 1981, 14), pero la periodista no parece muy convencida de la respuesta y ante la repregunta la evasión se hace explícita y la conversación muda de tema. Particular, decíamos, porque nos resulta identificable en la estructura, una vez más, el trinomio adjetivador onettiano (“no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos”) que puede descomponerse entre el primer y el tercer término que responden al mismo campo semántico y el segundo o intermedio aislado por el sentido. Y, de inmediato, repite la operación (“con una voz grave, invariable y perezosa”) la triadjetivación directa, donde podemos decantar los dos últimos calificativos del primero. A través del estilo, inconfundible marca de agua, identificamos al  “amigo escritor”.  

2. 4.  “Paris plaisir” (II, 11) o El retorno a las fuentes


Brausen/ Arce inicia una placentera caminata por el centro de Buenos Aires para deshacerse de las prendas de vestir, transportadas en una valija, de Ernesto que pueden involucrarlos con el asesinato de la Queca, describe minucioso “los detalles que formaban esta noche compuesta para mí, prometida desde siempre”. Las referencias durante dos páginas que remiten a una noche anhelada del lejano pasado adolescente del personaje, el flaneurismo, el punto de vista y  el estilo de la prosa nos envían a dos de los primeros cuentos de Onetti, nos referimos a “Avenida de Mayo- Diagonal- Avenida de Mayo” (1933) y “El posible Baldi” (1936).
[16]

Restituimos primero, para graficar, el extenso tramo de LVB que queremos relacionar con los antedichos cuentos:

Resolví seguir a pie hasta Corrientes y luego bajar hasta el Empire, gozoso del peso de la valija, midiendo el significado de lo que podía dejar en cada esquina, en el mingitorio de un café, junto a las rejas de un subterráneo, con sólo inclinarme y abrir la mano. Marchaba sin prisa en la noche tibia, pasaba revista, benévolo, a los detalles que formaban esta noche compuesta para mí, prometida desde siempre. Iba sonriendo a los cartelones de los teatros, respiraba el aire perezoso que sacudían los vehículos, saludaba con los ojos a las caras y los diarios desplegados detrás de las ventanas de los cafés, a los grupos que se movían apenas en los vestíbulos de los cines, a los puestos de periódicos y flores, a las parejas gruesas y graves, a los solitarios y a las mujeres apresuradas que marchaban hacia un moderado éxtasis, un roce fugaz con el misterio, el suspiro de abandono, la materia perecedera que es posible extraer de los filones de la noche del sábado.

[…] Crucé el círculo del obelisco con la decisión de reconstruir una noche de mi adolescencia en la que habría afirmado, en soledad o ante sordos, que el período de la vida perfecta, los rápidos años en que la felicidad crece en uno y desborda [...] los días hechos a la medida de nuestro ser esencial, pueden ser logrados –y es imposible que suceda de otra manera- si sabemos abandonarnos, interpretar y obedecer las indicaciones del destino; si sabemos despreciar lo que debe ser alcanzado con esfuerzo, lo que no nos cae como por milagro entre las manos (228- 229, destacados nuestros).


El segundo párrafo colinda con el comienzo de “Av. de Mayo…”: “Cruzó la avenida, en la pausa del tráfico, y echó a andar por Florida. Le sacudió los hombros un estremecimiento de frío, y de inmediato la resolución de ser más fuerte que el aire viajero quitó las manos del refugio de los bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza, en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier temperatura; podría vivir allá abajo, más lejos de Ushuaia” (Onetti 2009, Tomo III, 3 destacado nuestro).

Si comparamos ambos párrafos la correspondencia temática también se cumplimenta ya que ambos plantean la realización personal como algo plausible, estado de ánimo poco frecuente en los personajes onettianos, lo que singulariza aún más la posibilidad de que el paseante del año 1950 rememore y restituya esa noche añorada desde que deambulaba por el centro porteño apenas comenzada la década del 30. La diferencia, registrada, se encuentra en la persona de la narración: de aquel inicial narrador omnisciente que inaugura la narrativa onettiana a este complejo Brausen/Arce que acostumbra enunciar en primera, pero a veces se ve tentado en el uso de la tercera  y a esta altura de la novela ya le prestó la voz narrativa más de una vez a su proyectado Díaz Grey.

Respecto al final de la cita de LVB referida arriba con el destaque, el contraste nos conduce a “El posible Baldi” –también narrado en tercera singular-, ese curioso personaje que les cuenta “historias a las Bovary de plaza Congreso”. Luego de hacer que fabule con las mujeres de turno, en este caso la Alemana, sobre excitantes y arriesgadas proezas que nunca realizó, el narrador omnisciente expone un Baldi desconsolado, percibiendo sus propias limitaciones:

Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo […] que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo […] Porque el doctor Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas” (Onetti 2009, Tomo III, 28-29).


Rechazar el esfuerzo, el trabajo, es lo que sí realiza Brausen en la segunda parte de LVB, recordemos que aunque escribe partes de la historia de DG en Santa María nunca se menciona la hechura del guión, de hecho, Brausen vive de la indemnización por su despido de la agencia publicitaria que poco a poco va retirando, con sus manos, del banco y reemplazando por objetos de metal y tapas de botellas que levanta de sus paseos por el puerto. Baldi, el abogado,  en cambio, comienza el cuento con “las manos en los bolsillos del pantalón, una cerrando los dedos sobre los honorarios de Antonio Vergara contra Samuel Freider” (Ibídem, 22).

El elemento en común entre los dos cuentos y el pasaje de LVB seleccionado es el motivo de la ensoñación en los personajes de Onetti, impulso presente como vemos desde sus primeros cuentos, fundamental para comprender el mecanismo mental de Eladio Linacero, protagonista de El pozo (1939), y constitutivo de la flexión del pensamiento de Brausen en el desdoblamiento de Arce y Díaz Grey. Jorge Rufinelli (1981), en su “Prólogo” a la edición de Corregidor de Juan Carlos Onetti. Cuentos completos, observa que “la conciencia que estremece al personaje haciéndolo compararse con quien debió o pudo ser, se siente no sólo aquí en este breve cuento [“El posible Baldi”], sino también en casi todo el resto de la narrativa onettiana, y es ella la razón profunda que explica, sin deliberación, el origen de tantas historias y personajes suyos. La literatura de Onetti, desde este comienzo, se dedicó precisamente a recrear  la aventura de mujeres `infieles´ y de hombres `insensatos´, es decir, desnudamente, la aventura misma y no el orden, la anarquía y  no el proyecto burgués. A esa estirpe correspondieron en buena parte los `soñadores´, ya que eran ellos quienes intuían, antes que otros, la necesidad humana de la aventura y esa necesidad misma se transformaba en su conflicto. Son también, los soñadores, seres alienados de la verdadera vida, desterrados del edén.” (1981, 7)[17].

En este capítulo de LVB Brausen/Arce deambula por el centro porteño disfrutando de su clandestinidad recién inaugurada –no capaz de asesinar a la Queca por motus propio, cuando Ernesto la mata se convierte en su cómplice y decide protegerlo y guiarlo en la huída hacia Santa María-, ha cruzado el límite de la legalidad y se regodea con ello. Busca en los cabarets a Julio Stein, que sigue siendo su amigo pero ya no su jefe y quien le encargó el guión de cine que nunca entregó, para comunicarle la falsa noticia de que viajará a Montevideo, cuando en secreto planea marcharse lejos para no volver. En concreto, busca cortar todos los lazos que lo atan a Brausen, que le quitan posibilidades –las múltiples personalidades/posibilidades de Baldi o las geografías/vicisitudes del soñador Víctor Suaid-, que lo sujetan a una “lenta vida idiota”. Por eso mismo en el capítulo siguiente Stein no lo reconoce como Brausen, le pregunta  “Este no es Brausen. ¿Con quién tengo el honor de beber?” (236); no lo sabe, pero está bebiendo con ARCE, una de las posibilidades de Brausen. Justamente la que es capaz de trasvasar el edulcorado formato de su vida cotidiana, la que configura en su mención el irretornable anagrama CAER, la única plausible del derrape, del escape, del no regreso. Caída que comienza junto con el principio de la novela y se actualiza –se tematiza para juntarse con la forma anagramática- en el cap. [14] cuando luego de ser expulsado a golpes por Ernesto del departamento de la Queca, el narrador Brausen, anagnórisis mediante, expresa:

Creí descifrar todos los enigmas anteriores de mi vida, poder reunir las minúsculas sensaciones cotidianas y obtener con ellas la respuesta, una sola, para cada una de las dudas importantes; una respuesta gozosa, tan útil y convincente para mí como para todos los otros ciegos, enfurecidos o desesperados, que me estaban acompañando en aquel momento, sobre la tierra. Estuve después sonriendo en abandono, con el sombrero en la mano, como un mendigo en el portal, sonriendo mientras sentía que lo más importante estaba a salvo si yo me seguía llamando Arce (99).


El devenir Arce de Brausen se perfila como inevitable capítulo a capítulo, como en un movimiento de retorno a lo primigenio, a lo más elemental de la naturaleza humana, la agresividad y, como apuntamos antes, la disputa por la hembra-Queca se activan en Brausen primero contra Ernesto, pero finalmente contra la Queca. Cuando Ernesto la mate, Arce lo ayudará a escapar y se hará cargo de diagramar la situación de huída; en otro movimiento de desplazamiento, ante la no-presencia de la Queca, Arce compone el rol pensante en la dupla con Ernesto, de hecho conserva su faceta de Brausen todo el tiempo. Es decir, quien discute con Ernesto es Arce, la posibilidad más pragmática de Brausen, y en un grado máximo de ferocidad lleva su puño al revólver que tiene en la cintura; pero quien narra vuelve a ser Brausen: cada vez que la intelección demanda una de sus tareas, Brausen combina las palabras y relata lo que sigue sucediendo en la novela. El pliegue del desdoblamiento se repliega, porque, a su vez, debe volver a desplegarse hasta que Díaz Grey consiga autonomizarse.
 
En un curioso retorno a las fuentes presenciamos cómo en el devenir Arce de Brausen se encuentran conectados los personajes protagonistas –Suaid, Baldi, acaso Linacero (quien siente el asco por la vida y la furia que expresa Arce pero narra en su yo confesional al estilo Brausen)- de sus tempranos relatos, y, por otra parte,  localizamos ya en territorio sanmariano antiguos habitantes de “los cuentos de Buenos Aires”. En el cap. [15] de la segunda parte, titulado precisamente “El Inglés”, hará su aparición este elegante personaje, Oscar Owen, el Inglés. Antes, en la misma novela, había sido anunciado en un par de oportunidades anteriores durante la escena donde DG y Elena conversan con el patrón del hotel –ya referida- quien describe al hasta entonces desconocido Inglés: “Era, pensé al verlo, como si se hubiera puesto todo aquello para pasearse en Buenos Aires por Florida o irse a una fiesta […] Como si fuera una costumbre andar paseándose por aquí, fuera de temporada, con un traje de quinientos pesos, camisa de seda y aquellos zapatos de andar en automóvil. Así, como si uno anduviera paseándose por la capital, por la calle Florida, pongo por caso, y se le ocurriera meterse en un café a tomar una copa.” (164-165, destacados nuestros). Las literales menciones destacadas autorizan a pensar que Owen, el Inglés, es uno de los primeros personajes transmigrantes de la saga sanmariana, es nada más y nada menos, que el Inglés Owen de “Avenida de Mayo- Diagonal- Avenida de Mayo”, como repasamos, el primer cuento de Onetti. Durante el último tramo del recorrido de Víctor Suaid la mención es expresa:

Suaid caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en Florida lo extrañamente literaria que era su emoción. Las altas mujeres y el portero del Grand ignoraban igualmente la polifurcación que tomaba en su cerebro el `Ya´ de Owen. Porque `Ya´podía ser español o alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde la incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas, muchas de ellas antagónicas. (Onetti 2009, Tomo III, 9 destacados nuestros).


La última de las ensoñaciones que tiene Víctor Suaid es catalizada por un personaje que integrará mucho tiempo después el universo sanmariano, en la literalidad del texto leemos los caminos impensados, las mil formas distintas, la polifurcación, extrañamente literaria, que tomarán luego los narradores onettianos.[18] Planteamos antes, en la introducción a los análisis textuales que desarrollamos en este capítulo, la correspondencia verbal, cruzar, entre el comienzo de “Avenida de Mayo-…” y el final de LVB, lo que nos habilitó a plantear a la concatenación barroca como uno de los modos posibles de leer y releer, con Saer, la inaugural instauración de la realidad de la ficción en la obra onettiana. Encontramos refrendada esta condición si comparamos -una vez más “Avenida de Mayo…” con LVB- ambos finales:

Se encontraba cansado y calmo, como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente, con una sonrisa agradecida para María Eugenia, se fue hacia los cristales y las luces polícromas que techaban la calle con su pulsar rítmico. (“Avenida de Mayo…”, op. cit., 9 destacados nuestros).

Puedo alejarme tranquilo; cruzo la plazoleta y usted camina a mi lado, alcanzamos la esquina y remontamos la desierta calle arbolada, sin huir de nadie, sin buscar ningún encuentro, arrastrando un poco los pies, más por felicidad que por cansancio. (Párrafo final de LVB, 294- 295, destacados nuestros).


Una sensación de calma macilenta combinada con esa especie de agotamiento o cansancio feliz que destilan las actitudes corporales de ambos personajes suspende las escenas en un final que casi no deviene, pareciera que los relatos no se preocupan, no advierten que el fin ha llegado, de hecho, no son finales, ambos textos, en nuestra lectura, son pasajes –como los que recorreremos con Víctor Suaid, como los que trasladan a Díaz Grey-, instancias liminares, zonas de tránsito continuo en la narrativa de Onetti. Como en un laberinto arborescente o barroco las remitencias entre estos dos fundamentales textos de la obra de Onetti no agotan jamás su productividad, de hecho, corren el riesgo de caer apresados en lo que Ricardo Lajara, en “El laberinto como metáfora espacial en Borges y Calvino”, denomina Cinta de Moebius, para dar cuenta de la forma del texto en Las ciudades invisibles del consagrado autor italiano (1996, 146).

 

Bibliografía referida

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Bustillo, María del Carmen. Barroco y América Latina. Un itinerario inconcluso. Caracas: Monte Ávila-Universidad Simón Bolívar.

Eisenstein, Serguei. Cinematismo. Buenos Aires, Domingo Cortizzo Editor, 1982. Traducción y notas de Luis Sepúlveda.

Foffani, Enrique. "Saer y Onetti: algunas notas sobre las sagas narrativas" en Rose Corral (ed): Entre ficción y reflexión. Juan José Saer y Ricardo Piglia. México, El Colegio de México, Cátedra Jaime Torres Bodet, Serie Estudios de Lingüística y Literatura XLIX, 2007.

--------------------. “Vanguardia” en José Amícola y José Luis de Diego (dirs) La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates. La Plata, Ed. Al margen, 2008.

-----------------------. “Los funerales del Realismo. Para una tumba sin nombre de Juan Carlos Onetti” en Actas del Coloquio dedicado al Centenario del nacimiento de J. C. Onetti. Ed. Colegio de México, 2012.

Humphrey, Robert. Stream of consciusness in the Modern Novel. Berkeley, University of  California, 1954.

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Lajara, Ricardo. “El laberinto como metáfora espacial en Borges y Calvino” en Borges, Calvino, la literatura: el coloquio en la Isla. Madrid, Ed. Fundamentos, 1996.

Ludmer, Josefina. Onetti: los procesos de construcción del relato, Buenos Aires: Sudamericana, 1977. 2ª ed. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2009 (incluye nuevo prólogo).

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Notas:

[1] “O something pernicious and dread!/ Something far away  from a puny and pious life!/ Something unproved! Something in a trance!/ Something escaped from the anchorage and driving free.” Nuestra traducción de este texto perteneciente a “A Song of joys” en Leaves of grass, de 1855, reza así: “¡Oh algo pernicioso y terrible!/ ¡Algo lejano a toda vida mezquina y piadosa!/ ¡Algo no experimentado! ¡Algo en trance!/ ¡Algo que escape de toda amarra y devenga libre!”.

[2] Datos bibliográficos de esta edición: Buenos Aires, Editorial Sudamericana/Colección Índice, 1968. 295 págs. [Primera edición en la Colección Índice. Segunda edición en Sudamericana, luego de la original, Buenos Aires, 1950]. Todas las citas de La vida breve se realizan según esta edición. Se la mencionará en esta tesis como LVB y se marcará el paginado entre paréntesis sin otra indicación para aligerar la lectura.

[3] Remitimos a la diferenciación de Foffani en el apartado “Vanguardia” del volumen La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates. Foffani explicita el término fluir de la conciencia (“stream of consciousness”, categoría original de William James, reconocido psicólogo hermano de Henry James), siguiendo a Robert Humphrey (1954), y lo define así: “no es rigurosamente una técnica sino una indagación, una visión interiorizada de los personajes para cuya realización efectiva el narrador necesita utilizar determinadas técnicas como el monólogo interior (que erróneamente se suele usar como sinónimo del fluir de la conciencia), el soliloquio, y la descripción omnisciente” y, agrega, “la literatura del fluir de la conciencia señala un antes y un después en la narrativa moderna, sobre todo porque comporta un cambio radical no sólo en el modo de narrar, sino en el modo de concebir la naturaleza humana a partir de la categoría personaje. Allí reside la ruptura de la narrativa de las primeras décadas del siglo XX que conmociona la categoría de representación” (Foffani 2008, 56).

[4] Con la rigurosidad del método formal que aplica a la narrativa onettiana, Ludmer (2009) da cuenta de seis entrelazamientos de la series. Creemos que son las básicas y que, incluso, la lista podría ampliarse según el texto de que se trate. Ellas son: 1) serie temporal cíclica (invierno-primavera-verano-otoño); 2) serie temporal simple (los antes y los después del relato, con los cuales alterar o alternar la cronología; es el principio de la histerología donde un antes se cuenta después del después: estas inversiones desmarcan la lógica sucesión temporal a través de una suerte de narrativa hiperbatónica, como se puede observar el barroquismo funciona como principio retórico de la ficción onettiana); 3) serie de sucesión espacial (sala, antesala, sala de espera, sala de consultorio, Elena Sala como `El en la sala´, etc); 4) serie de sucesión lógica (la serie numérica organiza la ficción, su paradigma es  1, 2, 3, un trinomio constante, parejas de tres o parejas impares:  Brausen-Gestrudis-Queca; o Brausen-Queca-Ernesto; o Brausen-Gertrudis-Raquel; Díaz Grey-Elena-Lagos y así sucesivamente: triángulos amorosos que devienen una triple angulación narrativa con tres puntos de vista incorporados para desarrollarse en la trama: nótese que en la narrativa de  Cortázar observamos también la serie numérica de 1, 2, 3 como principios numéricos seriales); 5) serie de sucesión causal  (la más recurrente quizás sea calor, nubes, tormenta, lluvia) y 6) serie intensiva (son las que crecen u decrecen de acuerdo a un estado; si seguimos con el ejemplo anterior: si se juega con el calor aparece vapor, transpiración y si es con el frío aparece el hielo, lo fresco, etc), pp 64-65. La ficción Onetti mutiplica esta operatoria serial y se puede armar/articular otras series diversas de las aquí señaladas en la línea formalista de Ludmer. A nosotros nos interesa sobre todo focalizar la imbricación serial en la problemática del Narrador que delega su voz y la reparte en una serie de personajes que se asumen como narradores, una metáfora de su poética por medio de la cual Onetti parece afirmar que todos llevan dentro un narrador en potencia que surge a partir de ciertas circunstancias, de ciertos hechos que ofician como causas. 

[5] “Los recursos tipográficos y de puntuación permiten parecer directo el monólogo interior. Permiten señalar cambios de dirección, de tiempo, de personaje y controlar, de esa manera, los movimientos de la conciencia. En The sound of fury, por ejemplo, William Faulkner señala el monólogo interior directo a través de la bastardilla que además le permite indicar los cambios temporales. En cambio, Virginia Woolf se vale del paréntesis para controlar el fluir de la conciencia y para señalar los cambios en los distintos niveles de la conciencia.” (Humphrey 1969 [1954], p. 115). En el caso de Onetti el discurrir mental del  personaje Díaz Grey en 1ra. persona singular será indicado con la apertura y cierre de comillas. Algunos ejemplos: primera parte, cap. 13, p. 93; primera parte, cap. 21, p. 142; segunda parte, cap. 6, p. 193. En todos estos casos el monólogo interior cierra el capítulo respectivo, lo que particulariza y destaca aún más la diferencia de nivel discursivo que pretende transmitir el escritor con la implementación de esta técnica.

[6] En esta ocasión, por primera vez en la novela, el discurso de la 1ra. persona de Díaz Grey no aparece con marcas tipográficas, las comillas desaparecen. El efecto de lectura provoca, ex profeso, la confusión: acostumbrados a que el `yo´ sea distribuido por el narrador Brausen –excepto, como comprobamos antes, cuando la signatura tipográfica indica lo contrario-, durante más de dos páginas dudamos sobre la identidad del enunciador del discurso, sobrevendrá la interpelación de Lagos –“¿Eh, doctor?” (281)- para clarificar la situación. Durante el  resto del capítulo –y de la novela, en este caso- la voz narrativa fluctúa, siempre proferida por DG, entre una 1ra. singular y, al llegar al final, una 1ra. plural: “Vamos/ Avanzamos/ Contemplamos” (294). Soberbia resolución técnica, la de narrar a través de diferentes posiciones de enunciación discursiva, que se potenciará en el devenir de la saga.

[7] Las marcas entre paréntesis remiten a parte (II) y capítulo (8) de la novela LVB, respectivamente. Ídem para los casos siguientes.

[8] Remitimos a Ludmer (1977) que menciona y aborda la cuestión de la transparencia del realismo en Onetti y detalla cómo, paradójicamente, a veces, los vidrios se ensucian con jabón, sustancia que en el campo semántico refiere a lo pulcro e inmaculado; esto resulta en un desplazamiento de la transparencia mimética del realismo canónico hacia un realismo sui generis.

[9] Serguei Eisenstein, en su Cinematismo, teoriza sobre el efecto del cine estereoscópico en comparación con el cine `plano´: el primer caso crea la completa ilusión de tridimensionalidad de sus imágenes, en cambio el segundo completa apenas el fenómeno bidimensional. Eisenstein conseguía el efecto visual estereoscópico con una particular separación no pasiva del primer plano y del fondo lograda por “distintos ángulos de toma que hacen que la imagen se detenga o se desplace hacia los costados o en profundidad, espacialmente, o que avance materialmente sobre el espectador que la capta realmente en forma tridimensional, en volumen, [para] lograr arribar a una nueva unidad compositiva activa. El mantenimiento igualitario del foco en el primer y último plano corrobora plenamente la calidad de nuevo tipo que se propone conseguir la nueva forma de composición” (1982, 336, destacado nuestro). Los dos trechos destacados en la cita corresponden a nuestro planteo en Onetti de una especial calibración de la mirada o punto de vista de sus personajes narradores, relativos al efecto estereoscópico y el enfoque ultrapreciso, como explicitamos a continuación arriba. Además, Eisenstein menciona como antecesores pictóricos de este tipo de composición del cuadro a Edgar Degas y Toulouse Lautrec, pintores pertenecientes a la corriente impresionista y posimpresionista, respectivamente. Estas vertientes pictóricas, sobre todo la segunda, son las retomadas por el periodo posexpresionista analizado por Franz Roh y leído con atención por Onetti, como ya corroboramos a partir del análisis del Epistolario entre Onetti y Julio E. Payró que forma parte de nuestra tesis de doctorado El realismo en la construcción narrativa de Juan Carlos Onetti: modelo para armar y desarmar. Desde sus textos tempranos a la saga de Santa María (1933-1950) a la luz del epistolario Onetti-Payró.     

[10] En la antedicha investigación se analiza también la proximidad del punto de vista onettiano con la mirada estereoscópica y el enfoque ultrapreciso, características destacadas en los pintores posexpresionistas seleccionados por Franz Roh para su libro Realismo mágico. Post expresionismo. Problemas de la pintura europea más reciente.

[11] Existe, en la misma novela, un antecedente directo del acto de cerrar uno de los ojos con el fin de optimizar la visión del que permanece abierto, quien efectúa el provisorio guiño es, por supuesto, Brausen. En el final del primer capítulo, luego de haber percibido con sus oídos, a través de la pared, los movimientos de la Queca en la habitación contigua y, a partir de esto, haber imaginado los actos, características y composición física de los dos hablantes vecinos, Brausen se aproxima a la mirilla de su puerta para espiarlos en el momento que el hombre se despide de la Queca. Como describimos en la glosa general  que inició este capítulo, con esta mirada furtiva el narrador verifica parte de sus elucubraciones y desdice otras: algunas de sus “visiones” se sustentan, otras se clausuran ante la imagen. En conclusión su percepción auditiva dotaba de mayor cantidad de rasgos a la Queca y al hombre desconocido, proporcionaba mayor volumen y diversidad a los sujetos/ objetos percibidos; en sentido contrario, la mirada adelgazada por la mirilla arroja menor cantidad, y calidad, de sensaciones.

[12] En Onetti, como sostenemos, siempre es dialéctico el uso o el abandono de los elementos de la narración realista, es decir, aun cuando el personaje cierra un ojo para obtener una mirada más `mimética´, esta es filtrada por los vidrios del tabique y, acaso, también mediatizada por el humo del cigarrillo encendido en el mismo acto de cubrir uno de sus ojos/ puntos de vista. Reiteramos, no se registran personajes ciegos o tuertos en la narrativa del autor uruguayo.

[13] En tren de aportar al campo semántico propio de la observación en la obra de Onetti, rescatamos un fragmento de una entrevista que le hace el escritor español Francisco Umbral al narrador uruguayo, en la cual conversan sobre la condensación poética de la escritura de Onetti, en contraste con el carácter épico de otras donde las acciones predominan sobre la intención lírica. Anota Umbral: “Y Dolly [Dorotea Muhr, cuarta y última esposa de J. C: Onetti] trae las gafas, que son las de siempre, que siempre le han quedado pequeñas a sus ojos de pez inteligente y doble. Se sujeta con las gafas los ojos desvariantes, que todo quieren y pueden verlo, que parecen girarse hasta la espalda.

-Me molestan los ojos, Umbral, me duelen de leer y de mirar, yo ya no sé qué hacer.
-Si tú quieres, te llevo a buenos oculistas, Onetti, aquí en Madrid, o nos vamos a Barcelona, como tú quieras. ¿Tienes muchas dioptrías?
-Sí, es lo único que tengo.” (Umbral 1984, “Mis queridos monstruos”).

La dioptría, anotamos nosotros, es la medida por la cual se establece cuántos puntos de aumento recetará un oftalmólogo para una lente, y se mide por la capacidad de focalización respecto a los metros espaciales, o sea, la unidad que mide el grado de defecto visual de un ojo.

La entrevista completa puede consultarse en http://www.onetti.net/es/entrevistas/umbral, consultada por última vez el 20/11/11.

[14] Remitimos al final de la glosa general de la novela en este mismo trabajo.

[15] Compárese: “Además, algún día Gertrudis volvería a reírse sin motivo bajo el aire de primavera o de verano del balcón y me miraría con los ojos brillantes, con fijeza, un momento. Escondería en seguida los ojos, dejaría una sonrisa junto con un trozo  retador en los extremos de la boca.” (14) con “La mujer [Elena Sala] se detuvo de pronto, alargó una sonrisa en los labios; despreocupada y paciente, alzó los hombros. Por un instante, la cara sosegada se dirigió con curiosidad hacia la del médico. Después, la mujer volvió los talones y retrocedió sin apuro hasta desaparecer en el rincón del espejo, de donde saldría casi en seguida, vestida y desafiante” (19).

[16] Ambos cuentos se publican en la ciudad de Buenos Aires, el primero en el diario La Prensa y el segundo en La Nación. Entre ambos cuentos publica “El obstáculo”, en 1935, también en La nación

[17] “Prólogo” en Juan Carlos Onetti. Cuentos completos. Buenos Aires, Corregidor, 1984 [1981].

[18] Anotamos aquí como datos que corroboran las conexiones entre los períodos de la escritura de Onetti la existencia de varios personajes pre- sanmarianos que luego irrumpen en la saga, al británico estilo de Owen: María Eugenia, también de “Avenida de Mayo….”, reaparece en otro cuento de 1964 que no pertenece a la saga, “Justo el treintaiuno” y luego el mismo cuento con sus personajes, incluida María Eugenia, se convertirá con el nombre de “Justo el 31” en el cap. VIII de Dejemos hablar al viento (1979), que sí se engarza con la serie sanmariana; Nené, de “El posible Baldi” retorna en Tierra de nadie (1941), fuera de la saga; y, por supuesto, Larsen, uno de los protagonistas de la novela del 41, ingresa a Santa María en LVB y la habita, aunque sea por menciones, hasta el final.  

 

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