1. La vida breve: la teoría de la realidad de la ficción
Desde la
apertura de La vida breve el epígrafe de Walt Whitman,
extraído del “Poema de goce”,
de ese canto al vitalismo que es Hojas de hierba y la
dedicatoria a la pareja Norah Lange y Oliverio Girondo, no dejan
casi márgenes para la duda: la aproximación de la narrativa con la
poesía toca su punto más candente. O mejor: la vecindad entre la
prosa y la poesía es, en esta novela, pensamos, una clave de
lectura. A Onetti, que escribió algunos poemas (al menos conocemos
cinco), siempre le interesó la poesía y, como hipótesis del estilo onettiano -que no podremos desarrollar, por cierto, en este trabajo-
ese interés encuentra un lugar en su prosa: la frondosa adjetivación
(con frecuencia en tres tiempos, la triadjetivación de sus frases es
más que evidente), el ritmo moroso, los encuadres descriptivos que
provienen de su estudio de la pintura moderna, el reparo constante
en la sonoridad de las palabras y la selección léxica que establece,
son algunos de los rasgos de estilo que acercan la prosa a la
poesía. Y más todavía: hay una voluntad expresa de la prosodia por
encaramarse (inmiscuirse) en un ritmo más poético que prosaico.
Quizás lo que une a ambas instancias (la prosa y el verso) sea ese
punto en común que es el tono reflexivo que, acompañado en la
escritura de Onetti, por un tempo lento, ralentizado, de
algún modo proustiano aun cuando se alejen en el plano de lo
temático, hace pensar que la presencia poética de epígrafe y
dedicatoria se corresponde con un gesto redoblado además porque se
trata de dos poetas fuertes en sus respectivos contextos de
enunciación como lo fueron Whitman y Girondo y que, comparados,
llama la atención que tanto uno como otro poeta tengan en común
haber profesado (practicado en la vida y en la escritura) un
vitalismo enardecido por diversas razones: la democracia y el cuerpo
en el norteamericano, el juego y el cuerpo en el argentino. Lo que
resaltamos de los dos paratextos condice con ese otro texto
inaugural de la novela que es el incipit: la frase de
apertura, pronunciada por la Queca que dice “Mundo loco”. Una novela
que se abre con las palabras de una prostituta, que le cede la
palabra y el lugar del inicio y que, en esta decisión estética, la
frase también rezuma, a su manera, vitalismo. La Queca se halla
inmersa en la corriente de la vida, se deja arrastrar y es, de algún
modo, el mundo, no por ser una mujer mundana, sino porque la frase
que pronuncia queda vinculada al mundo del carnaval y de la
experiencia amorosa. El incipit está respaldado por el
epígrafe y la dedicatoria: el vitalismo que contiene la frase,
insuflada por el motivo barroco del mundo al revés que todo
carnaval pone en acción, va más lejos todavía. La novela se abre con
la alusión al carnaval (no es tiempo de carnaval, se habla del
carnaval, el carnaval es un discurso) y la novela se cierra con el
tiempo de carnaval. Lo que la clausura realiza es una clave: vuelve
real la ficción, la introduce en lo real, vale decir, elige una
temporalidad carnavalesca no solamente para cerrar la novela sino,
por el contrario, para reabrirla, para hacerla recomenzar, para
volverla al/el principio de la frase de la Queca. Apertura y
clausura: el “mundo loco” como frase es un compendio, una mónada
como la de Leibniz, un espacio donde está replegado todo el
universo: de un lado, Calderón con el “Gran teatro del mundo”, una
de las alegorías más paradigmáticas de la existencia humana y del
otro, Cervantes: la locura y la invención de mundos van juntos, como
bien nos lo hace saber Don Quijote. Por lo tanto, la frase-incipit
condensa, abre-cierra-reabre, propone goce y fruición, desemboca en
una suerte de vitalismo que tiene mucho de espíritu de juego y de
utopía, aunque tampoco se olvida de la naturaleza humana: de la
fragilidad y de la brevedad de la vida, del motivo tan antiguo como
moderno del tempus fugit.
Las dos partes
de la novela -la primera con 24 capítulos y la segunda con 17 (pero
cuasi simétricas en su extensión, lo cual nos lleva a pensar, a
nivel compositivo, en ciertos principios relativos a la simetría,
uno de los rasgos que podemos relacionar con el espacio pictórico)-
ya no son dos partes complementarias, yuxtapuestas, sino espacios
entrelazados, intrincados, entretejidos, intersecados, porque los
hilos que se tienden entre una y otra, entre el lado referencial y
el lado imaginario, entre la ficción de nivel I y la ficción del
nivel II, o bien una ficción elevada a la segunda, tercera, cuarta y
enésima potencia. Nuestra insistencia con el Barroco responde al
movimiento de entroncar esta narrativa en la tradición literaria y
cultural de nuestra lengua porque es evidente, por otra parte, que
Onetti era un lector de la literatura áurea como lo demuestran
muchos de sus títulos: sin ir más lejos “El infierno tan temido”
(1957) así lo corrobora. Pero además el barroquismo onettiano se
hace visible en otros registros: la ristra infinita de motivos
barrocos no se hace esperar como son la máscara, la metamorfosis, la
anamorfosis, el carpe diem, la vanitas vanitatis, la illusio, todas
las formas de la mise en abyme como constructos
especulares/especulativos: remisiones autorreferenciales, el cuadro
dentro del cuadro, la novela dentro de la novela. En este sentido,
la apuesta barroquizante de Onetti con La vida breve ha sido
haber dado, como Juan José Saer ha dicho de un modo inmejorable, una
vuelta completa con respecto a la dupla realidad versus ficción:
haber logrado la realidad de la ficción, su materialización, la
entrada de la ficción en lo real.
Volvamos al
incipit de La vida breve:
“Mundo loco” son los dos vocablos, condensatorios y multivalentes.
Desde el comienzo la voz narrativa, expresada en 1ra. persona
singular, informa sobre lo que está percibiendo en una habitación
contigua. A través de la medianera el personaje narrador, innominado
por ahora, escucha, entremezclados, fragmentos de una conversación,
sonidos de pasos, el tintineo de los hielos contra el vaso. Y
entonces, a partir de lo que oye –atenuado a su vez por el hecho de
percibir “desde el baño, de pie, la cabeza agachada bajo la lluvia
casi silenciosa” (11)- visualiza posiciones, actitudes, detalles
corporales y hasta partes del vestuario de los eventuales y
desconocidos interlocutores, un hombre y una mujer, que son vecinos
del otro lado de la pared. El narrador imagina, supone, sospecha y
hasta adivina los movimientos que se suceden detrás de la pared
mientras su pensamiento pendula hacia otra situación: ese mismo día
su compañera, su pareja, Gertrudis, fue operada de un cáncer de
mama. Esto último no logra ser olvidado y le impide escribir un
argumento de cine –“algo que se pueda usar, que interese a los
idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes”
(22)- que le fue encomendado por un tal Stein.
En un continuo
fluir de la conciencia
el narrador divaga entre sus
presentimientos sobre cómo resultará su relación con Gertrudis
después de la ablación del pecho, mientras restituye los blancos que
se producen en la intermitente escucha del accionar de sus nuevos
vecinos. La situación completa transcurre envuelta en el agobiante
calor porteño: “Estaba obligado a esperar, y la pobreza conmigo. Y
todos, en el día de Santa Rosa, la desconocida mujerzuela que
acababa de mudarse al departamento vacío, el insecto que giraba en
el aire perfumado por el jabón de afeitar, todos los que vivían en
Buenos Aires estaban condenados a esperar conmigo, sabiéndolo o no,
boqueando como idiotas en el calor amenazante y agorero…” (13).
Mientras tanto, la “mujerzuela” de al lado, la voz que profirió las
dos palabras emblemáticas del incipit, luego de relatarle a
su eventual compañero unos pormenores de su pasado relacionados con
un baile de carnaval, da por finalizada la conversación y acompaña
al visitante hasta la puerta. Y es en ese preciso instante en que el
narrador se aproxima hasta la propia entrada, espía por la mirilla
y, finalmente, percibe, sin mediatización alguna, la figura de la
mujer: “Vi a la mujer; no tenía bata sino un vestido oscuro y
ajustado, pero los brazos, desnudos, eran gruesos y blancos”. Con
esa constatación, el narrador verifica parte de sus elucubraciones
pero debe desdecir otras, y, por tanto, termina relativizando (se
vuelve parcial) su grado de objetivación: algunas de sus “visiones”
se sustentan y otras se clausuran ante la imagen, se desvanecen,
forman parte de un resto irrecuperable.
Juan María
Brausen es el personaje narrador protagónico de esta novela. Vive en
un Buenos Aires contemporáneo al año de publicación del volumen, y
comparte su vida y su cama con Gertrudis, su mujer, quien acaba de
sufrir, como dijimos, la ablación de su seno izquierdo. Recostados
juntos, ella dormita y él permanece despierto. Juguetea con sus
dedos con una ampolla de morfina, una de las prescriptas por un
médico del hospital para paliar el dolor de Gertrudis. Al agitarla
visualiza –el verbo será recurrente en toda la trama-, a partir de
los haces y reflejos que dibujan la conjunción de la luz con el
líquido, otro médico (Díaz Grey), otra ciudad (Santa María), un/otro
río y otra mujer, Elena Sala, quien sugestiva y radiante exhibe sus
dos senos durante la consulta a Díaz Grey. Como trazando líneas
imaginarias en función de un “guión de cine” que demora en
sustanciarse, Brausen comienza a describir morosa y progresivamente
las acciones de sus recién creados personajes. De este modo, este
narrador pergeña, alrededor de la figura central del médico de la
“ciudad de provincias”, una plaza, un hotel, una estación de
trenes, una terminal portuaria, otros habitantes; en definitiva, un
universo autónomo concretado en la dimensión cronotópica, la
coordenada perfecta para insertar en ella al sujeto.
Brausen trabaja
para una agencia de publicidad, propiedad de un viejo yanqui
apellidado Macleod y dirigida por el tal Julio Stein, quien le
encarga, como dijimos, la redacción de un guión de cine con el que
–Stein le asegura- podrá salir de la miseria. Acuciado por la
situación económica y en trámite de ser abandonado por Gertrudis el
personaje-narrador decide visitar a la Queca, con quien entablará
subrepticias relaciones, bajo el alter ego de Arce. En permanente
simulación comienza el acecho sobre su vecina, sin que esta se
entere de que, en realidad, Arce es su compañero de piso.
Capítulo a
capítulo las dos tramas paralelas, la que transcurre en el Buenos
Aires de Brausen/Arce y la que acontece en la Santa María de Díaz
Grey –lo que Josefina Ludmer llama relato 1 y relato 2- alternan la
narración. Y, esto es importante, la alternan literalmente: en los
apartados de Brausen/Arce se narra en 1ra. persona singular, en
cambio en los de Díaz Grey la 3ra. singular es la encargada de
llevar adelante el relato que forma parte de los “guiones mentales”
de Brausen. En ambos planos, reiteramos, narra Juan María Brausen.
Este dato será importante para nuestra hipótesis de la disolución
del Narrador omnisciente de 3ra. persona que se había instalado en
el Realismo clásico –heredado a su vez por el realismo-regionalista
de la “novela de la tierra”- como un modo de gobernar las voces
heterogéneas del relato. Cada plano ficcional o relato es
heterogéneo respecto del otro pero, como bien aclara Ludmer, cada
relato está constituido con términos del mismo tipo o grado que el
otro, aunque diferente respecto de su naturaleza (“realidad”/
“ficción”), por tanto, cada serie “subsume otras dos subseries
menores (espacial, temporal), de modo que, de entrada, las
relaciones entre las dos series básicas son complejas relaciones
multiseriales”.
La aclaración de Ludmer es crucial para entender la imbricación de
planos ficcionales, ya que el desplazamiento de una serie mayor
(relato 1) a la otra (relato 2) introduce el movimiento oscilatorio
de la trama y, al mismo tiempo, esos desplazamientos tambien afectan
a las series menores que se reproducen en sus respectivos interiores
y desde allí establecen vinculaciones entre sí: entre una subserie
menor de una serie con la otra, sucedánea. Se trata de planos y
subplanos (o si queremos ficciones o subficciones, o relato 1 y
relato 2, según la terminología que elijamos) que entran en una
alternancia contrapuntística que, más allá de develar la deuda con
Aldous Huxley y en menor medida con los planos yuxtapuestos de la
narrativa de Dos Passos, es Onetti aquí un auténtico
narrador-artífice que parece entramar escenas y episodios de la
novela de un modo que se vuelve necesario, muchas veces, volver
atrás y poner en práctica la relectura.
Mientras Brausen
pierde paulatinamente contacto con su mujer y con sus posibilidades
de conservar el empleo en la agencia de publicidad, Arce se
involucra más con la Queca y su mundo enrarecido y marginal; en la
otra instancia, Díaz Grey va dando forma al señor Horacio Lagos,
marido de Elena –pareja de morfinómanos-, quien les encargará a
ambos la misión de rastrear por la zona del hotel de la playa de
Santa María los pasos perdidos de Oscar, el joven inglés. Brausen
visita a Stein y Mami, otra encantadora prostituta retirada por su
veteranía y compañera inseparable de Julio; comparte con ellos el
desahucio por su inminente ruptura con Gertrudis y rememoran juntos
la pasada época en que ambos hombres fueron jóvenes camaradas en
Montevideo. Arce, en cambio, recibe una golpiza de Ernesto, amigo y
amante de la Queca, y comienza a saborear con su propia sangre el
gusto encarnizado de la primaria disputa por el derecho a la
propiedad de una hembra.
El narrador
Brausen sigue paseando -en 3ra. persona singular- por Santa María a
Díaz Grey y Elena Sala en busca del inglés extraviado, la relación
entre ambos se estrecha y mediante el uso de comillas tipográficas,
Díaz Grey expresa prolongados pensamientos en 1ra. persona singular.
En Buenos Aires Brausen contempla extasiado la performatividad
arrobadora con que Mami tararea la canción francesa “La vie est
brève” que otorga título a la novela. Arce acepta una invitación de
la Queca para viajar a Montevideo a costa de otro hombre y debuta en
el proxenetismo golpeándola hasta el llanto para después alejarse
“seguro de que tenía que matarla, sabiendo que no me correspondía
decidir cuándo” (159). Hasta aquí la primera parte.
En la segunda
parte, en cambio, las historias se entremezclan, en varios apartados
se desenvuelven hechos que corresponden a las dos series, aunque
predominan las acciones que transcurren en la capital porteña.
Brausen, ya desempleado y abandonado, continúa narrando en 1ra.
singular su paulatina conversión en Arce y los entuertos de este con
la Queca y Ernesto -finalmente asesino de la primera-; al mismo
tiempo, en 3ra. persona “imagina y escribe las aventuras de Díaz
Grey” (188) con Elena Sala y Horacio Lagos, los dos morfinómanos
quienes, junto al inglés Owen, involucran al médico en una estafa
también seguida de muertes. La primera será la de la hermosa Elena,
de sobredosis.
A partir del
asesinato de la Queca, Brausen/Arce insiste a Ernesto para abandonar
Buenos Aires. Luego se reúne con Stein con el objetivo de una
definitiva despedida, Stein lo encuentra cambiado y por momentos no
lo reconoce. Díaz Grey permanece con Lagos y, finalmente, se
encuentran con Oscar Owen, el inglés; juntos, los tres más una
irresistible mujer violinista de anchas caderas, deciden vengar la
muerte de Elena en un periplo irrefrenable de estafas a farmacias y
droguerías camino a Buenos Aires. Brausen/ Arce organiza la huída
hacia Santa María, compra un mapa vial, un cuaderno y lápices y
realiza el intrincado tránsito, junto a Ernesto, hacia la urbe
provinciana. La traslación al territorio sanmariano desde la capital
porteña, en apariencia imposible, ha sido concretada. Brausen/ Arce
y Ernesto ingresan a Santa María, se ubican en la “pensión para
viajeros” frente a la plaza principal, primera de las edificaciones
que visualiza Díaz Grey a través de las ventanas de su consultorio,
los órdenes espaciales confluyen y el déjà-vu se acciona: “lo que yo
recordaba de la ciudad o le había imaginado estaba allí, acudía a
cada mirada, exacto a veces, disimulado y elusivo otras” (265). Sin
entender bien por dónde se están movilizando, desubicados, extraños
a los festejos de carnaval en que se abisman los lugareños, Brausen/Arce
y Ernesto presencian, sin participar, la escena de expulsión de la
ciudad de un cafisho junto con sus acompañantes. Poco después,
ambos enfrentan su destino final en territorio sanmariano. Del otro
lado, en Buenos Aires, Díaz Grey, el señor Lagos, Annie la
violinista y el inglés Owen –el pasaje ha sido inaugurado y la
novela no deja rastros sobre algún punto de contacto entre las
trayectorias de los personajes- son perseguidos por la justicia y se
refugian en sus trajes de carnaval tratando de despistar a la
policía. Este es el capítulo final y el único narrado en 1ra.
persona
singular /plural y en tiempo presente indicativo por Díaz Grey, ya
que –recordemos—que durante el resto de la novela todo el transcurso
fue relatado en tiempo pasado por Brausen, ya sea en 1ra o 3ra
singular. El contraste es evidente, la voz narrativa se transfigura,
termina diseminada, pues ha sufrido el rito de pasaje, al contrario
del cuerpo de Brausen que se desvanece para el resto de la saga,
cuyo destino, sin embargo, es ser apelado, invocado, evocado,
constantemente (DiosBrausen, PadreBrausen, BrausenFundador,
BarBrausen, etc.). El doctor Díaz Grey, el novel narrador (o mejor
será decir: experimentado personaje que ha venido practicando, a
través de monólogos interiores, un modo de narrar hasta llegar a
este preciso punto de la trama: Díaz Grey, el médico, se hace cargo
más o menos de modo central de la narración de la saga, lo que
nosotros hemos dado en llamar “la posta de narradores”, teniendo en
cuenta la pluralidad de narradores que aparecen en la saga con la
decisión de narrar a partir de ese momento de fundación de la
ficción. Más adelante, en el discurrir de la saga, observaremos cómo
y hasta cuándo la conserva o la traspasa, la retiene y la desborda,
es decir, el límite del espacio imaginario donde se encuentra la
ciudad de Santa María y su más allá, hasta que llegue el Colorado y
decida, intente, pretenda –infructuosamente- incendiarla.
Las múltiples,
intensas, conmovedoras vidas breves narradas por Juan
Carlos Onetti parecieran, a veces, carecer de énfasis, transcurrir
apagadas casi sin acaecer. Es el momento en que el incipit se
enfrenta con la clausura para fundirse y, acaso, autorrectificarse:
“Puedo alejarme tranquilo; cruzo la plazoleta y usted
camina a mi lado, alcanzamos la esquina y remontamos la desierta
calle arbolada, sin huir de nadie, sin buscar ningún encuentro,
arrastrando un poco los pies, más por felicidad que por cansancio”
(párrafo final de LVB, 294- 295, destacado nuestro). Sin
embargo y por eso mismo, como lo demuestra esta novela capital en la
narrativa hispanoamericana del siglo XX, el espesor de sus temas, la
novedad de los recursos técnicos incorporados en su redacción y la
demoledora belleza conque resultó plasmada configuran una escritura
gozosamente ineludible. Este cierre remite al principio, resemantiza
el “mundo loco” de la Queca porque ahora ya no es un hablar sobre el
carnaval sino que ahora se está, concretamente, en el carnaval, un
tempo que Onetti lleva a la ficción para que ésta se
introduzca en lo real: los personajes han elegido un disfraz
(Calderón planteaba con el “Gran Teatro del Mundo” que cada uno
cumple el rol que Dios distribuyó entre los hombres: uno es rey, el
otro es mendigo, el otro panadero, el de más allá un joyero, y el
que está al lado un sirviente y lo importante no es salirse del rol
sino cumplirlo lo mejor posible) y con él escapan, disparan, se
fugan, se evaden, se liberan de la realidad y por eso entran en otra
realidad. Los límites entre realidad y realidad son a veces lábiles
pero siempre hay una frontera que es necesario cruzar. Como vamos a
plantear, cruzar es el verbo inaugural de esta narrativa pero
será también uno de los últimos en usarse. El verbo cruzar,
en la narrativa de Onetti, es incipit y clausura al mismo
tiempo: abre el cuento “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” y
cierra La vida breve: Víctor Suaid cruza una avenida y
Díaz Grey cruza una plazoleta: los dos están en Buenos Aires
pero vienen o van buscando el otro lado, lo que está más allá de
éste. La metáfora del cruce se vuelve, como ya lo dijimos,
polivalente, es un modo, un atributo, un rasgo pero nunca una
esencia. Contra el esencialismo, el mundo de
Onetti se cruza
constantemente con la otredad, el otro lado, el reverso, es como si
buscara siempre la contracara de las cosas, la espalda misteriosa
del mundo, lo que ha de permanecer secreto y latiendo como un
enigma. En síntesis, con esta glosa-argumento, quisimos incorporar,
junto con la trama de los episodios narrativos y su visión
descriptiva del mundo, los puntos problemáticos de la novela: el
complejo tejido de la ficción y el modo con que Onetti la escribe
convocando al realismo y desconstruyéndolo después, es decir,
aplicando su propio, personal, constructivo modelo para armar y
desarmar.
Encontramos en este capítulo
dos alusiones directas al método de visión del realismo onettiano:
1. se menciona cómo DG visualiza desde su consultorio, a través del
vidrio de su ventana, la plaza y, consecutivamente, la ciudad
entera; Brausen sostiene que para anegar la ciudad de Santa María le
basta “con quebrar con el puño el vidrio de aquella ventana donde él
se había apoyado, en el dócil y esperanzado principio de su
historia” (205); y 2. Brausen divaga con lo que determinará para el
universo sanmariano de DG y resuelve que al día siguiente se sentará
en un café de Constitución, comprará cigarrillos y colocará “uno
[que] se queme inmóvil colgado de mi boca, para que el humo se
estire entre mis ojos y el paraje de árboles, las idas de
changadores […] haga incomprensible toda actividad que yo mire.
Entonces –no será necesario que yo mueva un dedo ni la cara- Díaz
Grey se despertará en la habitación del hotel de la sierra […]”
(206-207, destacado nuestro).
En el primer
ejemplo (1.), contra la transparencia del realismo canónico la
mediatización de los vidrios –en muchas ocasiones sucios o
enjabonados-
que operan como filtro de la percepción. El universo sanmariano, que
Brausen amenaza destruir, depende no sólo de su voluntad sino del
punto de vista de su personaje Díaz Grey, en tanto y en cuanto, sabe
que al romper el filtro primigenio –los vidrios del consultorio, en
este caso- desarmará la ciudad entera. La aparición de
mediatizadores o filtros de la percepción en Onetti es un temprano
procedimiento que se confirma en toda su obra, recordemos que en
esta novela durante la escena de apertura se narra cómo “Yo [Brausen]
la oía a través de la pared” (11, destacado nuestro).
Entonces, tanto en el “relato uno” (para Ludmer) o “ficción de base”
(para Verani, 2009), que transcurre en Buenos Aires, como en el
“relato dos” o “ficción de segundo grado”, que sucede en Santa
María, el modus operandi es idéntico: la percepción primaria
de los personajes se actualiza, se pone en práctica, siempre
filtrada. Un filtro en el sentido literal del término, es decir, el
objetivo no es la obturación o el bloqueo de las acciones o
escenarios que pretenden ser percibidos, sino operar como un tamiz
que transformará la visión, la recepción del objeto.
En el segundo ejemplo (2.)
resulta interesante relacionar el pasaje citado con el tratamiento
que le dan Villoro (2005) y Foffani (2009) al acto de fumar en
Onetti. Para el narrador mexicano no es menor el hábito del tabaco
en los actores de la ficción onettiana, ni tampoco accidental: “No
es casual que sus personajes fumen mucho (Gary Haldeman convirtió su
curiosidad en estadística y dio con estas elevadas cuotas de
tabaquismo: en Tierra de nadie se fuma 45 veces, en Para
esta noche 36, y en La vida breve 39). La respiración
literaria corresponde a las pausas, el suave ahogo, las densas
volutas de humo del hombre que fuma [...] las emociones de su
discurso avanzan con sosiego, las rutas sinuosas del humo que sube
al techo” (2005, 1). A su vez, Foffani localiza el acto de fumar en
todos los personajes-narradores de Para una tumba sin nombre;
los personajes fuman en la medida que narran, y viceversa, narran si
son capaces de fumar: “La fuerte remisión al tabaco y al fumar de
los narradores de Para una… nos hace rever los conceptos de
disolución y nada [volatilización de lo real] con la que se fijó la
lectura de esta obra [...] el humo evoca una sustancia intangible
pero real. No es sólida, es leve, es sutil, es cambiante” (2012).
Así pareciera
actuar en la cita seleccionada el narrador Brausen que dejará que
el humo se estire entre [sus] ojos y haga
incomprensible toda actividad que mire, y a partir de allí,
logre visualizar, filtrado por las rutas sinuosas del humo,
el despertar del doctor Díaz Grey en el hotel de la sierra. En todos
los niveles ficcionales los narradores ponen en práctica, a
partir de y contra la transparencia del realismo, los filtros de
la percepción.
Escondidos en la morada de René, que funge como aguantadero, entre
el hastío de la persecución y la sensación del cerco policial que se
aproxima cada vez más, Díaz Grey se aisla de todos los que lo
rodean. Owen, Lagos y René han salido del local/vivienda y la mujer
violinista descansa en una de las habitaciones. DG se aparta y se
refugia en el taller de la relojería:
Voy al estrecho taller y me
siento en una banqueta, junto a la mesa; me ajusto en un ojo
un lente de relojero, enciendo un cigarrillo y examino, a través
de los vidrios del tabique, con una fría mirada tuerta, la luz
de la calle depositada en la parte delantera del negocio. Escuchando
el batallón de tictacs que ataca a la claridad del mediodía, la
empuja, la desgasta; escuchando los puntuales carillones y campanas
que van celebrando victorias parciales. Sin pensamientos, sin
intervenir, ajeno al tiempo y a la luz, presencio la lucha hasta que
termina, hasta que los metales y los vidrios de las esferas
comienzan a reproducir y repartirse el reflejo de la primera lámpara
que se enciende en la calle. Dejo sobre la mesa del taller el lente
negro, suspiro el cansancio de la jornada y subo la escalera, con el
cuerpo dolorido, una mano en el riñón (LVB, 288).
La relación es con la mirada estereoscópica
de los personajes onettianos, que siempre pueden relatar los hechos
desde múltiples puntos de vista. A la manera de la técnica de un
largavista, donde dos puntos distintos de observación se ajustan y
focalizan en un objeto, así el objeto cobra relieve y nos permite
visualizar los detalles que lo componen. El enfoque se precisa con
uno de los lentes y luego se ultraprecisa con el otro,
dotando de volumen al objeto o, en el caso de los narradores,
engrosando el relato, adicionando puntos de observación o ángulos
de toma que determinan una recepción activa por parte del lector.
DG pretende por un instante dejar de percibir la complejidad de
estímulos que lo rodea, saturado, cierra un ojo para poder utilizar
el otro,
para ver de un modo más simple, más raso, más trasparente, más
mimético.
Terminado el desliz retorna, cansado, “dolorido”, al departamento,
al lugar donde lo esperan sus compañeros de fuga, a su habitual,
múltiple, prolífica representación del mundo que lo rodea. Una
representación, a esta altura de la historia, gruesa de
significaciones, preñada de multiplicidad de sentidos.
La fría mirada tuerta se convierte en improductiva
fugacidad, no permanece ni deja nada. De hecho, el pasaje citado más
arriba se incrusta como ralo fragmento en el devenir del último
capítulo, sin declarada función actancial en el relato pareciera
estar ahí, no más que para detener las precipitadas acciones por un
instante ajeno al tiempo y a la luz, para luego retornar a la
vorágine del desenlace. Unas pocas páginas más adelante, a punto de
la claudicación final, Lagos dictamina: “-Mire hacia allá,
doctor, vea esa figura blanca [Annie, la violinista] al lado
de Oscar [Owen, el inglés]. Ella es Elena. Nada se interrumpe, nada
termina; aunque los miopes se despisten con los cambios de
circunstancias y personajes. Pero no usted, doctor” (291,
destacados nuestros).
Díaz Grey,
hombre de “anteojos gruesos” (18), observa “tranquilo” (294), los
ojos bien abiertos, para captar la esencia de la voz narrativa
del creador de Santa María, Juan María Brausen. No de otra manera
logrará, como en este último capítulo, rubricar con su relato en
1ra. persona la obtención y salvaguarda de la posta narrativa en la
saga sanmariana.
Remarcamos en la glosa general el cambio visible respecto a la
mezcla de los niveles ficcionales entre la primera y segunda parte
de LVB: si en la primera mitad en casi todos los capítulos
–excepto el cuarto- las circunstancias narradas en cada uno de ellos
corresponde sólo a uno de los dos planos (Buenos Aires o Santa
María), en la segunda sección los planos se intersectan, los
personajes cruzan, las situaciones comienzan en un lado y terminan
en el otro, etc. Esta decisión narratológica se ve acompañada y
sostenida por ciertas estrategias discursivas como en la duplicación
de personajes de un espacio ficcional hacia el otro. Así observamos
cómo Elena Sala posee características que Gertrudis poseyó y ha
perdido,
o el mismo Díaz Grey conserva detalles reversionados de Brausen, por
dar sólo dos ejemplos. No conforme con esto, Onetti, como en toda
LVB, explicita el procedimiento, es decir, no sólo realiza y
deja visible, a veces evidente, el trazo de la operación sino que
reflexiona, en la novela misma, sobre esto. Esta función
metarreflexiva nutre al texto onettiano de un carácter distintivo y
renovador en el plano de la narrativa hispanoamericana.
Ejemplificamos a continuación para graficar este constitutivo
aporte.
Apenas iniciada la segunda parte, en el capítulo [1] “El patrón”, el
narrador, Brausen, nos informa, en 3ra. persona, acerca del médico
DG y Elena Sala y su búsqueda del Inglés mientras almuerzan con el
dueño o patrón del hotel de la playa sanmariana: “Desde el pescado
en escabeche, desde la primera copa de vino, Díaz Grey descubrió
que el dueño del hotel era el viejo Macleod [dueño de la agencia de
publicidad y, por ende, patrón de Brausen]; un Macleod sin la
afeitada reciente, despojado del cuello duro y de las ropas caras,
limitado y más fuerte, más verdadero tal vez” (163, destacado
nuestro). Como vemos se efectúa el traslado directo de un personaje
que es el dueño de la agencia de publicidad en Buenos Aires, “relato
uno”, a Santa María, “relato dos”, como propietario del hotel, pero
readecuado a las nuevas circunstancias. La modificación del
personaje para inmiscuirlo en este otro universo demuestra que a
pesar de que el tránsito Buenos Aires- Santa María sea realizable,
ambos espacios no responden a los mismos niveles ficcionales ya que
a los mismos personajes el narrador de turno –Brausen en este caso-
le torsiona los rasgos hasta volverlo parte de su espectro, con el
afán de diferenciarlo del otro territorio. Y, como observamos, el
procedimiento queda expuesto con deliberada intención por el mismo
narrador. En conclusión, los personajes pueden habitar en ambas
instancias o planos ficcionales pero indefectiblemente mudarán los
atributos, como si fueran reproducidos por un espejo distorsionado
que a veces acentúa o difumina o multiplica, pero siempre deforma o
reconfigura, los rasgos involucrados. Recordemos en el anteúltimo
capítulo “Thalassa”, cuando Brausen/Arce y Ernesto ya han cruzado
desde Buenos Aires a Santa María, el momento en que Ernesto
confiesa, sentados en una mesa de “Berna –Cervecería”, a Brausen que
no puede soportar el miedo. El narrador Brausen aprovecha,
retrotrae –hasta el primer capítulo de la novela- y describe: “Era
como si estuviéramos sentados a una mesa en seguida de nuestro
primer encuentro en casa de la Queca y yo me asombrara al descubrir
en su cara blanca, imprecisa, la revelación de un mundo construido
con miedo, avidez, avaricia y olvido, el mundo incomunicable
donde vivían él, la Queca, la Gorda y sus amigos, los dueños de
las voces y los pasos que yo había oído a través de la pared. Me
había golpeado por el miedo, estaba unido a mí por el miedo” (271,
destacado nuestro). Aun cuando el atributo o la característica de
Ernesto, el miedo, está presente en los dos planos, en el de Santa
María se ha exacerbado al punto de tornarse visible para el
narrador. De igual manera puede pensarse el pasaje inverso, de Santa
María a Buenos Aires, cuando en el capítulo final los transeúntes
deban disfrazarse, literalmente, para poder deambular en el espacio
desconocido. Esta observación, proponemos, se hace extensiva a la
saga en su totalidad, por ejemplo en la nouvelle Para una tumba
sin nombre (1959) donde los personajes de Jorge Malabia, Tito
Perotti o Rita son caracterizados de diferente manera según el tramo
de historia que es relatado, todos ellos aparecen muy cambiados si
comparamos su estancia en Buenos Aires o en Santa María.
Siguiendo la serie de imágenes
proliferantes, en la multiplicación de rasgos que describen y
constituyen a los personajes, llama poderosamente la atención la
inclusión de uno de estos últimos en la oficina, “la Brausen
Publicidad”, donde Brausen simula trabajar en la segunda
parte de la novela; comparte entonces la mitad de su habitáculo con
alguien que “se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba
adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos
íntimos […] el hombre de la cara aburrida […] me saludaba con
monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño,
una burla impersonal […] fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz
grave, invariable y perezosa” (188-189). Esta incorporación al
primer nivel ficcional del nombre y la figura del autor de la novela
duplica y potencia el gesto barroco en la configuración de los
niveles ficcionales, como ya propusimos, pero además, se efectúa con
una estrategia muy particular. Cuando tiempo después Onetti es
consultado por esa descripción de él mismo confiesa que se la pidió
a “un amigo escritor y la copié tal cual” (Alameda 1981, 14), pero
la periodista no parece muy convencida de la respuesta y ante la
repregunta la evasión se hace explícita y la conversación muda de
tema. Particular, decíamos, porque nos resulta identificable en la
estructura, una vez más, el trinomio adjetivador onettiano (“no
sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser
simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos”) que puede
descomponerse entre el primer y el tercer término que responden al
mismo campo semántico y el segundo o intermedio aislado por el
sentido. Y, de inmediato, repite la operación (“con una voz grave,
invariable y perezosa”) la triadjetivación directa, donde podemos
decantar los dos últimos calificativos del primero. A través del
estilo, inconfundible marca de agua, identificamos al “amigo
escritor”.
2. 4. “Paris plaisir” (II,
11) o El retorno a las fuentes
Brausen/
Arce inicia una placentera caminata por el centro de Buenos Aires
para deshacerse de las prendas de vestir, transportadas en una
valija, de Ernesto que pueden involucrarlos con el asesinato de la
Queca, describe minucioso “los detalles que formaban esta noche
compuesta para mí, prometida desde siempre”. Las referencias durante
dos páginas que remiten a una noche anhelada del lejano pasado
adolescente del personaje, el flaneurismo, el punto de vista y el
estilo de la prosa nos envían a dos de los primeros cuentos de
Onetti, nos referimos a “Avenida de Mayo- Diagonal- Avenida de Mayo”
(1933) y “El posible Baldi” (1936).
Restituimos
primero, para graficar, el extenso tramo de LVB que queremos
relacionar con los antedichos cuentos:
Resolví seguir a pie hasta Corrientes y luego bajar hasta el Empire,
gozoso del peso de la valija, midiendo el significado de lo que
podía dejar en cada esquina, en el mingitorio de un café, junto a
las rejas de un subterráneo, con sólo inclinarme y abrir la mano.
Marchaba sin prisa en la noche tibia, pasaba revista, benévolo, a
los detalles que formaban esta noche compuesta para mí, prometida
desde siempre. Iba sonriendo a los cartelones de los teatros,
respiraba el aire perezoso que sacudían los vehículos, saludaba con
los ojos a las caras y los diarios desplegados detrás de las
ventanas de los cafés, a los grupos que se movían apenas en los
vestíbulos de los cines, a los puestos de periódicos y flores, a las
parejas gruesas y graves, a los solitarios y a las mujeres
apresuradas que marchaban hacia un moderado éxtasis, un roce fugaz
con el misterio, el suspiro de abandono, la materia perecedera que
es posible extraer de los filones de la noche del sábado.
[…] Crucé el círculo del obelisco con la decisión de
reconstruir una noche de mi adolescencia en la que habría afirmado,
en soledad o ante sordos, que el período de la vida perfecta, los
rápidos años en que la felicidad crece en uno y desborda [...] los
días hechos a la medida de nuestro ser esencial, pueden ser logrados
–y es imposible que suceda de otra manera- si sabemos abandonarnos,
interpretar y obedecer las indicaciones del destino; si sabemos
despreciar lo que debe ser alcanzado con esfuerzo, lo que no nos
cae como por milagro entre las manos (228- 229, destacados
nuestros).
El segundo párrafo colinda con
el comienzo de “Av. de Mayo…”: “Cruzó la avenida, en la pausa
del tráfico, y echó a andar por Florida. Le sacudió los hombros un
estremecimiento de frío, y de inmediato la resolución de ser más
fuerte que el aire viajero quitó las manos del refugio de los
bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza, en una
búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier
temperatura; podría vivir allá abajo, más lejos de Ushuaia” (Onetti
2009, Tomo III, 3 destacado nuestro).
Si comparamos ambos párrafos la correspondencia temática también se
cumplimenta ya que ambos plantean la realización personal como algo
plausible, estado de ánimo poco frecuente en los personajes
onettianos, lo que singulariza aún más la posibilidad de que el
paseante del año 1950 rememore y restituya esa noche añorada desde
que deambulaba por el centro porteño apenas comenzada la década del
30. La diferencia, registrada, se encuentra en la persona de la
narración: de aquel inicial narrador omnisciente que inaugura la
narrativa onettiana a este complejo Brausen/Arce que acostumbra
enunciar en primera, pero a veces se ve tentado en el uso de la
tercera y a esta altura de la novela ya le prestó la voz narrativa
más de una vez a su proyectado Díaz Grey.
Respecto al final de la cita de LVB referida arriba con el
destaque, el contraste nos conduce a “El posible Baldi” –también
narrado en tercera singular-, ese curioso personaje que les cuenta
“historias a las Bovary de plaza Congreso”. Luego de hacer que
fabule con las mujeres de turno, en este caso la Alemana, sobre
excitantes y arriesgadas proezas que nunca realizó, el narrador
omnisciente expone un Baldi desconsolado, percibiendo sus propias
limitaciones:
Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e
inofensivo […] que tenía una novia, un estudio de abogado, la
sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio
Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida
idiota, como todo el mundo […] Porque el doctor Baldi no fue capaz
de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas
o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra
cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres
fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba
entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas”
(Onetti 2009, Tomo III, 28-29).
Rechazar el esfuerzo, el trabajo, es lo que sí realiza Brausen en la
segunda parte de LVB, recordemos que aunque escribe partes de
la historia de DG en Santa María nunca se menciona la hechura del
guión, de hecho, Brausen vive de la indemnización por su despido de
la agencia publicitaria que poco a poco va retirando, con sus manos,
del banco y reemplazando por objetos de metal y tapas de botellas
que levanta de sus paseos por el puerto. Baldi, el abogado, en
cambio, comienza el cuento con “las manos en los bolsillos del
pantalón, una cerrando los dedos sobre los honorarios de Antonio
Vergara contra Samuel Freider” (Ibídem, 22).
El elemento en común entre los
dos cuentos y el pasaje de LVB seleccionado es el motivo de
la ensoñación en los personajes de Onetti, impulso presente como
vemos desde sus primeros cuentos, fundamental para comprender el
mecanismo mental de Eladio Linacero, protagonista de El pozo
(1939), y constitutivo de la flexión del pensamiento de Brausen en
el desdoblamiento de Arce y Díaz Grey. Jorge Rufinelli (1981), en su
“Prólogo” a la edición de Corregidor de Juan Carlos Onetti.
Cuentos completos, observa que “la conciencia que estremece
al personaje haciéndolo compararse con quien debió o pudo ser, se
siente no sólo aquí en este breve cuento [“El posible Baldi”], sino
también en casi todo el resto de la narrativa onettiana, y es ella
la razón profunda que explica, sin deliberación, el origen de tantas
historias y personajes suyos. La literatura de Onetti, desde este
comienzo, se dedicó precisamente a recrear la aventura de mujeres `infieles´
y de hombres `insensatos´, es decir, desnudamente, la aventura misma
y no el orden, la anarquía y no el proyecto burgués. A esa estirpe
correspondieron en buena parte los `soñadores´, ya que eran ellos
quienes intuían, antes que otros, la necesidad humana de la aventura
y esa necesidad misma se transformaba en su conflicto. Son también,
los soñadores, seres alienados de la verdadera vida, desterrados del
edén.” (1981, 7).
En este capítulo de LVB
Brausen/Arce deambula por el centro porteño disfrutando de su
clandestinidad recién inaugurada –no capaz de asesinar a la Queca
por motus propio, cuando Ernesto la mata se convierte en su cómplice
y decide protegerlo y guiarlo en la huída hacia Santa María-, ha
cruzado el límite de la legalidad y se regodea con ello. Busca
en los cabarets a Julio Stein, que sigue siendo su amigo pero ya no
su jefe y quien le encargó el guión de cine que nunca entregó, para
comunicarle la falsa noticia de que viajará a Montevideo, cuando en
secreto planea marcharse lejos para no volver. En concreto, busca
cortar todos los lazos que lo atan a Brausen, que le quitan
posibilidades –las múltiples personalidades/posibilidades de Baldi o
las geografías/vicisitudes del soñador Víctor Suaid-, que lo sujetan
a una “lenta vida idiota”. Por eso mismo en el capítulo siguiente
Stein no lo reconoce como Brausen, le pregunta “Este
no es Brausen. ¿Con quién tengo el honor de beber?” (236); no
lo sabe, pero está bebiendo con ARCE, una de las posibilidades
de Brausen. Justamente la que es capaz de trasvasar el edulcorado
formato de su vida cotidiana, la que configura en su mención el
irretornable anagrama CAER, la única plausible del derrape, del
escape, del no regreso. Caída que comienza junto con el principio de
la novela y se actualiza –se tematiza para juntarse con la forma
anagramática- en el cap. [14] cuando luego de ser expulsado a golpes
por Ernesto del departamento de la Queca, el narrador Brausen,
anagnórisis mediante, expresa:
Creí descifrar
todos los enigmas anteriores de mi vida, poder reunir las minúsculas
sensaciones cotidianas y obtener con ellas la respuesta, una sola,
para cada una de las dudas importantes; una respuesta gozosa, tan
útil y convincente para mí como para todos los otros ciegos,
enfurecidos o desesperados, que me estaban acompañando en aquel
momento, sobre la tierra. Estuve después sonriendo en abandono, con
el sombrero en la mano, como un mendigo en el portal,
sonriendo mientras sentía que lo más importante estaba a salvo si yo
me seguía llamando Arce (99).
El devenir Arce de Brausen se perfila como inevitable capítulo a
capítulo, como en un movimiento de retorno a lo primigenio, a lo más
elemental de la naturaleza humana, la agresividad y, como apuntamos
antes, la disputa por la hembra-Queca se activan en Brausen primero
contra Ernesto, pero finalmente contra la Queca. Cuando Ernesto la
mate, Arce lo ayudará a escapar y se hará cargo de diagramar la
situación de huída; en otro movimiento de desplazamiento, ante la
no-presencia de la Queca, Arce compone el rol pensante en la dupla
con Ernesto, de hecho conserva su faceta de Brausen todo el tiempo.
Es decir, quien discute con Ernesto es Arce, la posibilidad
más pragmática de Brausen, y en un grado máximo de ferocidad lleva
su puño al revólver que tiene en la cintura; pero quien narra vuelve
a ser Brausen: cada vez que la intelección demanda una de sus
tareas, Brausen combina las palabras y relata lo que sigue
sucediendo en la novela. El pliegue del desdoblamiento se repliega,
porque, a su vez, debe volver a desplegarse hasta que Díaz Grey
consiga autonomizarse.
En un curioso retorno a las fuentes presenciamos cómo en el devenir
Arce de Brausen se encuentran conectados los personajes
protagonistas –Suaid, Baldi, acaso Linacero (quien siente el asco
por la vida y la furia que expresa Arce pero narra en su yo
confesional al estilo Brausen)- de sus tempranos relatos, y, por
otra parte, localizamos ya en territorio sanmariano antiguos
habitantes de “los cuentos de Buenos Aires”. En el cap. [15] de la
segunda parte, titulado precisamente “El Inglés”, hará su aparición
este elegante personaje, Oscar Owen, el Inglés. Antes, en la misma
novela, había sido anunciado en un par de oportunidades anteriores
durante la escena donde DG y Elena conversan con el patrón del hotel
–ya referida- quien describe al hasta entonces desconocido Inglés:
“Era, pensé al verlo, como si se hubiera puesto todo aquello para
pasearse en Buenos Aires por Florida o irse a una fiesta […]
Como si fuera una costumbre andar paseándose por aquí, fuera de
temporada, con un traje de quinientos pesos, camisa de seda y
aquellos zapatos de andar en automóvil. Así, como si uno anduviera
paseándose por la capital, por la calle Florida, pongo por
caso, y se le ocurriera meterse en un café a tomar una copa.”
(164-165, destacados nuestros). Las literales menciones destacadas
autorizan a pensar que Owen, el Inglés, es uno de los primeros
personajes transmigrantes de la saga sanmariana, es nada más y nada
menos, que el Inglés Owen de “Avenida de Mayo- Diagonal- Avenida de
Mayo”, como repasamos, el primer cuento de Onetti. Durante el último
tramo del recorrido de Víctor Suaid la mención es expresa:
Suaid
caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en Florida lo
extrañamente literaria que era su emoción. Las altas mujeres
y el portero del Grand ignoraban igualmente la polifurcación que
tomaba en su cerebro el `Ya´ de Owen. Porque `Ya´podía ser
español o alemán; y de aquí surgían caminos impensados,
caminos donde la incomprensible figura de Owen se partía en mil
formas distintas, muchas de ellas antagónicas.
(Onetti 2009, Tomo III,
9 destacados nuestros).
La última de las ensoñaciones
que tiene Víctor Suaid es catalizada por un personaje que integrará
mucho tiempo después el universo sanmariano, en la literalidad del
texto leemos los caminos impensados, las mil formas
distintas, la polifurcación, extrañamente literaria,
que tomarán luego los narradores onettianos.
Planteamos antes, en la introducción a los análisis textuales que
desarrollamos en este capítulo, la correspondencia verbal, cruzar,
entre el comienzo de “Avenida de Mayo-…” y el final de LVB,
lo que nos habilitó a plantear a la concatenación barroca como uno
de los modos posibles de leer y releer, con Saer, la inaugural
instauración de la realidad de la ficción en la obra
onettiana. Encontramos refrendada esta condición si comparamos -una
vez más “Avenida de Mayo…” con LVB- ambos finales:
Se encontraba cansado y calmo, como si hubiera llorado mucho
tiempo. Mansamente, con una sonrisa agradecida para
María Eugenia, se fue hacia los cristales y las luces polícromas
que techaban la calle con su pulsar rítmico. (“Avenida de Mayo…”, op.
cit., 9 destacados nuestros).
Puedo alejarme tranquilo; cruzo la plazoleta y
usted camina a mi lado, alcanzamos la esquina y remontamos la
desierta calle arbolada, sin huir de nadie, sin buscar ningún
encuentro, arrastrando un poco los pies, más por felicidad que
por cansancio. (Párrafo final de LVB, 294- 295,
destacados nuestros).
Una sensación de calma
macilenta combinada con esa especie de agotamiento o cansancio feliz
que destilan las actitudes corporales de ambos personajes suspende
las escenas en un final que casi no deviene, pareciera que los
relatos no se preocupan, no advierten que el fin ha llegado, de
hecho, no son finales, ambos textos, en nuestra lectura, son pasajes
–como los que recorreremos con Víctor Suaid, como los que trasladan
a Díaz Grey-, instancias liminares, zonas de tránsito continuo en la
narrativa de Onetti. Como en un laberinto arborescente o barroco las
remitencias entre estos dos fundamentales textos de la obra de
Onetti no agotan jamás su productividad, de hecho, corren el riesgo
de caer apresados en lo que Ricardo Lajara, en “El laberinto como
metáfora espacial en Borges y Calvino”, denomina Cinta de Moebius,
para dar cuenta de la forma del texto en Las ciudades invisibles
del consagrado autor italiano (1996, 146).
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--------------------. “Cartas de un joven escritor”, estudio
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