Si hay algo falso es que los buenos libros no
envejecen. En general, pasada la primera gloria, cuando conquistan
su publico (sea este contemporáneo o póstumo), la misma influencia
que ejercen los hace caducar. Infinidad de discípulos llegan para
apropiarse y mejorar las líneas trazadas por el maestro,
avejentándolo de este modo. Y es así que, por ejemplo, un
mamotreto que llegó a ser fundamental para la
literatura de su
siglo, como el Ulyses de Joyce, ahora, sencillamente, es
ilegible. Todo lo que en Ulyses fuera novedad ha quedado en
desuso, lo mismo que en el cine sucede con los efectos especiales.
Lo que ayer deslumbraba hoy resulta pasado de moda, poco realista
y largamente menos espectacular. Pero eso no implica la muerte sin
fin de Ulyses; sólo quiere decir que todavía, como sucede
con los buenos vinos, no se ha asentado y que es aún demasiado
temprano para que sea disfrutado como se hace con los libros
'viejos', que nos llegan desde la nostalgia de una época remota y
perdida.
Si envejecen la narrativa o la lírica, poco hay que
decir del revenimiento de la crítica literaria, una actividad que
se esmera en marcar el gusto de su tiempo y que casi siempre
claudica con los años: una vez desaparecidos los patrones que la
han hecho arbitrar, ve evaporarse su vigencia. Es que la
crítica
literaria, incluso más que la
literatura creativa, responde a
modas, a gustos, a fetiches de estación. Un estudiante no puede
leer a Dámaso Alonso o a Menéndez y Pelayo sin vociferar que estos
preclaros eruditos se pasaron escribiendo gilipolleces. Poco hay
más engorroso que revisar los esquemas implacables y la jerga
adiposa con la que los estructuralistas franceses fueran aclamados
como quintaesencia de la ciencia literaria. Si algo salva a esta
crítica es menos la clarividencia que el amor por lo literario, un
fervor que debe saber contagiar. En letras castellanas, sin duda,
el caso mas notable, porque se trata además de un libro único, es
el de los dos tomos de la Historia de la literatura
hispanoamericana del argentino Enrique Anderson Imbert.
Con su Historia, Anderson, docente y narrador,
logró el nada despreciable prodigio de derramar miles de nombres y
fechas sin obstaculizar una lectura dichosa. Esto, sin embargo, no
le ha ganado la justicia que merece; obra tan singular fue pronto
reducida a la categoría de manual (también lo es). Desde hace ya
varias décadas, y sin injusticia, los hispanistas han venido
denunciando que los tomos de Anderson no están 'actualizados' y
que de poco sirven para quien pretenda realizar un estudio 'serio'
de los distintos temas y autores. Incluso el lector mas distraído
encontrará por lo menos irritantes la mitad de sus afirmaciones. Y
eso, claro está, porque su autor ha sido meramente humano y en la
mayoría de sus lecturas pesan sus prejuicios. Pero el punto muchas
veces olvidado es que, por sobre todo, en su Historia Anderson fue
un inusitado prosista, que hace cómplice al lector de sus
idolatrías y enconos, que avanza con tanta sobriedad como gracia
por décadas y centurias de historia literaria, sorprendiendo con
giros de todo calibre, con adjetivos y comparaciones deslumbrantes
o con una ironía sin tregua que, en todo caso, jamás lo hace
perder el tono expositivo.
No hay libro semejante en su
género porque, entre
otras cosas, comulga de verdad con la literatura. A pesar del
empaque critico, en esta gran feria literaria se vive con Anderson
la aventura de codearse entre amigos y no tan amigos, ya tratando
de escurrirse frente a autores que embellece y otros que no quiere
o no puede entender, ya esmerado por guardarse un nidito de
narrador entre sus contemporáneos. Pero más que nada se puede
palpar el amor de Anderson por su tarea, y es ahí cuando su
Historia se vuelve lo que hay que pedirle a un libro. Que irradie
esa misma pasión, que la inocule, que sea infeccioso.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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