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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - EDUCACIÓN - COMUNICACIÓN - LENGUAJE - OIKOS - POLIS - FACEBOOK - ORALIDAD - PRAGMATISMO - ESCRITURA - LECTURA - GRAMÁTICA -

El páramo de la comunicación


Santiago Cardozo González

La escritura no mantiene con la oralidad una relación lineal simple, sino que configura una dialéctica en la que la propia escritura ocupa el tercer polo desde el que se puede plantear el antagonismo. Es decir, la barra que antagoniza oralidad y escritura es la propia escritura desdoblada en una síntesis inclusiva. En este sentido, la oralidad es interna a la escritura, está hecha de escritura, pues la oralidad emerge como tal porque la escritura la hacer emerger al decir oralidad.

  1. Del lenguaje como política al páramo de la comunicación

 

Vivimos hoy en el páramo de la comunicación. Y, como consecuencia de esto, vivimos también, hoy más que nunca, en la ilusión de la transparencia del lenguaje. La proliferación de la expresión personal, por ejemplo, en Facebook, es el revés que verifica el estado geológico de la comunicación: allí donde pululan los enunciados en los muros, las invitaciones de amistad, los comentarios acerca del “gusto”, no hay sino una máquina en pleno funcionamiento, alimentada por los propios enunciados que circulan en su interior. La máquina, pues, produce su combustible en los enunciados que empuja a decir, que fuerza a aparecer en un escenario donde predomina más bien una voz impersonal, algo así como una “voz común” y sin nombre que no llega a tocar lo público, el interés social.

En Facebook no encontramos un lenguaje político (un lenguaje), sino un conjunto de voces o dialectos que gritan, con mayor o menor desesperación, el vacío que los constituye (si uno se lo propone, es posible oír este vacío, asignificante y, desde cierto punto de vista, bastante desgarrador). Así pues, tras los enunciados que componen la red discursiva Facebook no hay un sujeto de la enunciación que ocupe un lugar público, político, el lugar de la Verdad. Más bien lo que encontramos es la singularidad de las pequeñas voces que se expresan porque no pueden dejar de expresarse, porque la lógica del funcionamiento de la máquina que alimentan así lo requiere. Existe el medio tecnológico para expresarse; luego, forzosamente, debo expresarme, comunicarme, dice Sandino Núñez[1].

En este sentido, Facebook es el reino de cierta necesidad de una expresión cuasilírica del yo, del ser en tanto que me expreso, en tanto que ejerzo el derecho a expresarme, aunque no haya una razón que justifique la expresión, aunque no exista un deseo que me lleve a decir algo. Porque, en efecto, este algo falta en Facebook (no hay que engañarse pensando que los enunciados de Facebook siempre tienen ese algo, su contenido, su necesidad o lo que fuera). El juego comunicativo de Facebook obtura la aparición de ese algo, porque, por definición, no lo necesita e, incluso, debe rechazarlo para constituirse como el “espacio común” donde todo se vuelve indiferenciado, donde domina la horizontalidad pragmática más básica y radical. Aquí solo hay individuos que se comunican, que interactúan según la hipertelia inmanente de la máquina comunicativa de Facebook[2].

Digamos entonces que Facebook es la apoteosis y la verificación máxima de la victoria de la comunicación, del predominio de lo global sobre lo universal. Y es también el predominio de lo oral sobre lo escrito, de lo trivialmente pragmático sobre lo sintáctico, de la comarca sobre la ciudad, del oikos sobre la polis.

Esta lógica de funcionamiento que Facebook ilustra claramente tiene mucho que ver con la que se ha instalado en la escuela uruguaya desde la década de los noventa, momento en el cual la oralidad y la pragmática comienzan a desplazar a la escritura y la gramática. El punto que quiero mostrar es el siguiente: la escuela ha ido perdiendo la pisada del lenguaje; ha ido cediendo terreno o, mejor, ha ido preparando el terreno (el terreno, hoy día, ya está más que preparado y abonado) para que la idea de comunicación germinara, al punto de hacer colapsar el campo mismo de la enseñanza de la lengua. Por colapso no debemos entender la desaparición del campo de la lengua, de una didáctica de la lengua como formación discursiva específica, sino el hecho de que esa formación discursiva no ha podido estructurar adecuadamente la enseñanza de la lengua, no ha podido generar una praxis que diera como resultado que los alumnos escolares aprendan a leer y a escribir sin mayores problemas.

En este sentido, solo una hipótesis radical es capaz de explicar los problemas actuales de los alumnos escolares en lectura y escritura; y solo una hipótesis radical que advierta la transformación ocurrida en el campo mismo de la didáctica de la lengua, en esa formación discursiva hegemonizada por la idea de comunicación, está en condiciones de plantear un antagonismo lo suficientemente fuerte como para imaginar una reversión del problema analizado, una antagonismo que, vale decir, sea capaz de estructurar de una nueva forma la didáctica de la lengua y el trabajo en las aulas escolares.

La hegemonía de la comunicación, pues, instalada en los noventa, ha reducido la escritura a sus aspectos técnicos: véanse, si no, los títulos de los libros de Daniel Cassany con que los maestros nos hemos formado tanto en la etapa de estudiantes de Magisterio como en la etapa posterior al egreso: Reparar la escritura (Barcelona, Graó, 1993), La cocina de la escritura (Barcelona, Anagrama, 1995), Taller de escritura (Barcelona, Paidós, 2006), Afilar el lapicero (Barcelona, Anagrama, 2007) y, en colaboración con García del Toro, Recetas para escribir (San Juan de Puerto Rico, Editorial Plaza Mayor, 1999). Adviértase entonces el foco puesto en “lo técnico”, en aspectos prácticos que permitan resolver problemas más o menos complejos, pero siempre concretos: escribir, y hacerlo bien. Desde luego que no estoy diciendo que el aspecto técnico de la escritura deba desatenderse ni mucho menos, que no haya que escribir bien; tampoco que convendría dejar de lado los libros de Cassany; simplemente entiendo que el predominio de “lo técnico” puede interpretarse como la verificación de la crisis de la enseñanza lingüística actual, en el sentido de una ausencia de reflexión teórica fuerte respecto de la relación entre la oralidad y la escritura y la comunicación y el lenguaje, en particular, respecto de las necesidades de la educación uruguaya actual.   

La focalización de la escritura en su dimensión técnica pasa por alto su carácter antitecnológico y conlleva el problema de entender que la oralidad se sitúa en el extremo opuesto de la escritura en el complejo continuo que forman. Este enfoque obtura la posibilidad de pensar “lo antitecnológico” de la escritura, su papel en lo social, en lo político; cancela la posibilidad de entender que lo político está estructurado por la escritura y, a la inversa, la escritura pertenece al orden de lo político (siempre en el sentido clásico relativo a la organización de la polis). 

En un análisis del problema de la enseñanza de la lengua, en particular, de la enseñanza de la lectura y la escritura en la escuela, no podemos soslayar este aspecto, porque en él se juega, incluso, la razón de ser de la propia institución escolar.

En este sentido, expresa Sandino Núñez:

El primer caso es bastante más complejo: la relación entre la oralidad y la escritura (o entre las voces y el lenguaje) no es espacial, no es de exterioridad simple. En primer lugar, la oralidad es (míticamente) aquello que estaba antes que la escritura. La oralidad es la infancia de la escritura: es una inmadurez de la escritura. Es aquello que la escritura era antes de ser escritura, sin que ese antes deje de ser un tiempo postulado por la propia escritura, una ficción de la escritura […]. Así, el tiempo de la escritura es el de un siempre-ya hegeliano […][3].  

Esto es: la escritura no mantiene con la oralidad una relación lineal simple, sino que configura una dialéctica en la que la propia escritura ocupa el tercer polo desde el que se puede plantear el antagonismo. Es decir, la barra que antagoniza oralidad y escritura es la propia escritura desdoblada en una síntesis inclusiva. En este sentido, la oralidad es interna a la escritura, está hecha de escritura, pues la oralidad emerge como tal porque la escritura la hacer emerger al decir oralidad.

El problema es más bien lógico: la oralidad no puede tener una teoría sobre sí misma porque no tiene conciencia de ser oralidad; en cambio, la escritura es la instancia que hace aparecer la conciencia de sí misma y de una especie de etapa cronológica previa e inmadura llamada oralidad. La escritura, en suma, constituye una teoría sobre la oralidad (que es, también, una teoría de la escritura como eso que se deslinda de la oralidad) y una teoría sobre sí misma en tanto que tecnología, en tanto que potencia de desdoblamiento, de conciencia. En esto reside el carácter antitecnológico de la escritura, pasado por alto en todos los trabajos que se proponen abordar el concepto de oralidad, en el sentido de que no reparan en que la oralidad solo es posible por la escritura[4].

No se advierte, pues, que la oralidad, como se dijo, está hecha de escritura; que es esta la que instaura a aquella como un concepto pensable, es decir, recortable respecto de la escritura y reificado como un momento anterior a la propia escritura, el momento en el que aún no se es maduro con relación al pensamiento, o en el que las cosas se mantienen dispersas, no sometidas a la organización espacial de la escritura.

Podríamos preguntarnos si hoy día es posible pensar el campo de la didáctica de la lengua prescindiendo del concepto de oralidad, si es posible, por ejemplo, leer el Programa escolar vigente suspendiendo la oralidad, anulando lo que el Programa prescribe respecto de su enseñanza. Habría que preguntarse en qué circunstancias históricas fue posible que el concepto de oralidad apareciera como un contenido a ser enseñado, como un objeto de estudio legítimo al mismo nivel de importancia que la escritura. Así pues, habría que plantearse la pregunta acerca de cómo estaba estructurado el campo de la didáctica de la lengua en el momento en que la oralidad irrumpe como concepto capaz de organizar las prácticas de enseñanza de la lengua, lo que terminaría por aparecer en los apartados específicos que el Programa vigente le destina[5].

Es en este contexto en el que hay que observar la aparición de la oralidad, aparición que, vale decir, coincide con cierto predominio de las ideas de comunicación, de expresión, de tipología textual a la van Dijk[6], así como con las dicotomías que se instalaron entonces, a saber: gramática oracional versus gramática textual, gramática versus pragmática y, en su versión más simplificada y banal, escritura versus oralidad. Resulta curioso, en este escenario, que el término “comunicación” no diera lugar a una dicotomía en la que participara (por ejemplo, comunicación versus lenguaje). En efecto, “comunicación” no vino a antagonizar con nada, lo que prueba, hasta cierto punto, según mi manera de ver, que “lenguaje”, posible término antagónico de “comunicación”, ya había sido absorbido por la idea de comunicación, había quedado incluido, presupuesto, en la noción misma de comunicación. Dicho de otra forma, la idea de lenguaje había quedado anulada por la de comunicación.   

Creo que aquí está una de las grandes pérdidas del campo de la didáctica de la lengua, por no decir “la” gran pérdida. Creo que aquí se ha estado jugando (lo que se ha pasado completamente por alto) el destino del trabajo escolar en materia de enseñanza de la lengua en general y de la lectura y la escritura en particular. Volcados sobre la idea de comunicación, los maestros nos sentimos más amparados en un campo que se volvía rápidamente pantanoso, inestable, allí donde se comenzaban a experimentar cambios teóricos que ponían en jaque ciertas prácticas áulicas desarrolladas hasta el momento. La adecuación a “los tiempos que corrían” tenía lugar vía circulares, visitas y charlas de inspectores, algún curso que otro, modificaciones en el temario del concurso de efectividades, algún cambio en los programas de Lengua de Magisterio, etc., pero nunca se tocaba el problema de fondo, lo que ha permanecido en las mismas condiciones hasta el día de hoy. Ese problema tiene que ver con el modo como la comunicación ha ido sembrando un páramo en el ámbito escolar.   

  1. Variedades lingüísticas, géneros discursivos y gramática

Los cursos de Lengua I y II de Magisterio proponen el estudio de la gramática del español de una manera bastante superficial. Lo demás se reparte, grosso modo, entre cuestiones de lingüística, sociolingüística y sociología del lenguaje y de adquisición de la lectura y la escritura.

Este modo de armar la formación en lengua de los maestros debe leerse como la verificación del desplazamiento que ha sufrido el concepto mismo de lenguaje en el sentido del logos clásico, como principio organizador de lo social, condición y efecto de lo político, en beneficio de “lo comunicativo”, “lo pragmático”. El conocido paradigma de la comunicación se abrió paso en los noventa y produjo un reordenamiento en la articulación de los conceptos centrales que dan forma al campo de la didáctica de la lengua.

Así, de una forma bastante extraña, la escuela pasó a ocuparse de ciertos textos que, en principio, no parecen centrales en la enseñanza de la lengua: afiches, folletos, cartas de solicitud de empleo, currículos, instrucciones sobre cómo armar tal o cual objeto, dorsos de cajas de salsa de tomate, etc. Por su parte, los libros de texto también experimentaron transformaciones significativas: lo verbal se redujo, los márgenes laterales se ensancharon y las imágenes, del tipo que fueran, pasaron a dominar el espacio de la hoja. Parece estar funcionando aquí una visión del aprendizaje relacionada con “lo divertido”, con un trabajo intelectual que puede prescindir de lo verbal[7], de la palabra escrita, es decir, de la sintaxis y el léxico complejos. En este sentido es en el que podemos decir que la gramática cedió casi todo su lugar a la pragmática y, al mismo tiempo, sus rescoldos fueron desplazados a los márgenes laterales a modo de pequeñas definiciones colgadas de un pincho de los que se utilizan para colgar papeles en paneles de corcho.

Este fenómeno de los libros de texto no ocurrió solo en el dominio de la lengua, sino también, y fundamentalmente, en el área de las ciencias sociales, lo cual revela una concepción del lenguaje brutalmente instrumental, según la cual, por ejemplo, la historia tiene menos que ver con el sentido, con la interpretación, que con la exhibición de reproducciones de pinturas, objetos de tal o cual época, mapas, estadísticas, etc. La historia no tiene que ver, pues, con el lenguaje, con la construcción de una trama siempre objetable, sino con la yuxtaposición de objetos parciales cuya combinación (un mosaico) está a la vista del lector, por lo cual no hace falta que ninguna voz ordenadora articule esos objetos, incluidas las ��voces otras” extraídas de documentos de la época en consideración, de la literatura, de la historiografía más fuerte y de la más débil en términos teóricos, etc

Resulta muy elocuente, en esta línea de análisis, el nombre del libro de ciencias sociales oficial editado en el 2000: Espacio, tiempo: ¡acción! Como se puede advertir, la historia parece tener que ver más con el orden de cierto tipo de ficción, con la exhibición de una mímesis (las “voces otras” se van alternando, como si los personajes históricos estuvieran frente a frente, hablando ante nosotros, representando la obra del pasado), y no con una exégesis, con el “autoritarismo” de una Verdad que, en un mismo movimiento, construye el pasado y lo ordena en virtud de determinados principios de sentido[8].

En este marco, la historia tiene que ver menos con lo simbólico, el lenguaje, el discurso que se pone en funcionamiento, que con el objeto positivo clásico, la “cosa misma” que, en Lacan, podríamos llamar lo Real. En última instancia, este libro de texto parece estar mostrando la historia en sí misma, los hechos despojados de cualquier lenguaje, lo que supone la destrucción de la malla simbólica a partir del hecho de que nunca se ha advertido que la realidad está siempre ya simbolizada, que no existe una realidad fuera del lenguaje sino como un efecto reificado producido por el propio lenguaje[9].

En consecuencia, el lenguaje es más un obstáculo para el estudio de la historia que la condición de su posibilidad; más un velo ideológico que distorsiona la realidad histórica que la estructura misma de esa realidad, la red simbólica que instala el pasado como tal.

Con las variedades lingüísticas y los géneros discursivos ha ocurrido que, en cierta forma, el lenguaje también ha desaparecido de la escena didáctica. En efecto, cabría preguntarse cuál es el lugar y el papel exactos que les corresponden a estas dos nociones tan significativas, especialmente a partir del Programa escolar vigente. Si bien esta pregunta es fácilmente contestable, no por ello resulta ingenua o innecesaria. Por el contrario, entiendo que la inclusión de las variedades lingüísticas y de los géneros discursivos como nociones que estructuran el campo de la didáctica de la lengua ha supuesto una especie de aggiornamiento por el aggiornamiento mismo, la celebración de la fiesta de la diversidad como si la diversidad fuera una valor en sí, a priori de cualquier puesta en sentido (lo que equivale, desde luego, a una puesta en objeción).

Es posible detectar, entonces, que las variedades lingüísticas y los géneros discursivos son nociones cuya incorporación se ha dado más por una corrección política que por una necesidad teórica y metodológica. ¿En dónde se sitúa la escuela respecto del amplísimo abanico de las variedades lingüísticas y de los géneros discursivos? ¿No es la escuela por definición el emplazamiento que permite efectuar un corte (definir una pertinencia) en el interior de la “fiesta” pletórica de las variedades lingüísticas y los géneros discursivos?  ¿No es la escuela, en cierto sentido, el punto definicional y estructuralmente “autoritario” de la Verdad, del establecimiento de criterios que separen convenientemente las variedades y los géneros a trabajar en las aulas, partiendo de la base de que las variedades y los géneros, en términos didácticos, no se justifican por sí mismos, por su propia existencia como manifestación de la compleja comunicación humana?

Una cosa es la multiplicidad y heterogeneidad de las prácticas discursivas humanas, así como el carácter histórico y dialógico de estas prácticas, y otra muy distinta es el trabajo sistemático de la escuela respecto de la enseñanza de la lengua, cuya lógica exige un “corte de pertinencia”, la definición de lo que se considera pertinente para la enseñanza lingüística y aquello otro que no, por más problemática que resulte esta definición.

En este sentido, resulta curioso cómo los géneros discursivos, tal como fueron entendidos e incorporados en Primaria, hayan desplazado la gramática hasta el punto de volverla casi inexistente, como si Bajtín la hubiera borrado de un plumazo, como si el carácter dialógico del enunciado no supusiera más que temas, organización del contenido y selección léxica. El estilo[10] del que habla Bajtín al caracterizar los géneros discursivos, junto con la selección de los recursos gramaticales, implica un lugar central de la gramática, cosa que fue completamente ignorada. El énfasis se colocó sobre las condiciones históricas (los “contextos históricos”) en que funcionan o que constituyen cada género discursivo, sin percatarse de que el dialogismo planteado por Bajtín supone, antes que nada, que el contexto de un discurso es siempre otros discursos (esto, y no otra cosa, significa que la voz del otro, la voz ajena, habita (en) la propia: el contexto no es un “marco” que encuadra, sino un elemento interior a los discursos)[11]. Asimismo, entender adecuadamente el hecho de que la palabra ajena es constitutiva de la propia ha resultado de una dificultad extrema (más allá, claro, de las interpretaciones más simplistas y lineales), porque supone postular un sujeto que no es soberano respecto de su decir; en otras palabras, supone admitir que el discurso y la lengua son órdenes que se le imponen al hablante, órdenes que “viven” independientemente del hablante, y que la historia o eso que se llama contexto histórico no es sino el allende discursivo de otros discursos que integran también el contexto, de manera tal que la separación de un discurso respecto de su contexto histórico resulta, por lo menos, teóricamente cuestionable. Nunca llegaremos a las cosas que supuestamente componen el contexto histórico, porque cualquier movimiento “hacia atrás” o “hacia el costado”, por así decirlo, siempre nos sitúa dentro de un discurso, o mejor, dentro de un diálogo entre discursos.

En 2013, el Programa de Lectura y Escritura en Español (ProLEE) publicó la Gramática del español para maestros y profesores del Uruguay[12], cuya elaboración les fue encargada a las lingüistas Ángela Di Tullio (Universidad del Comahue, Argentina) y Marisa Malcuori (Universidad de la República, Uruguay). Esta obra, de carácter pedagógico, no ha sido leída por los maestros, entre otras cosas, porque no existe una base teórica sobre la que pueda efectuarse la lectura necesaria para que la gramática se incorpore firmemente a la enseñanza de la lengua en las aulas escolares. 

Este hecho, en apariencia secundario con relación a los problemas de la enseñanza lingüística en Uruguay, pone de manifiesto, precisamente, uno de los principales obstáculos para revertir la situación crítica en la que nos encontramos: la formación docente y, posteriormente, la formación en servicio. Si bien es cierto que el dominio de la gramática a nivel teórico no soluciona por sí solo los problemas en lectura y escritura, no es menos cierto el hecho de que la falta de conocimiento gramatical de los maestros, dada su formación, es un síntoma inobjetable del estado actual de las cosas.

En este sentido, la didáctica de la lengua habla de lectura y escritura (de que leer es comprender e inferir), de la escritura como tecnología y como proceso sociohistórico que hubo de cambiar el rumbo de la humanidad; habla también del interaccionismo sociodiscursivo, de las estrategias de lectura, de tales o cuales tipologías de inferencias, etc., etc., pero desatiende brutalmente lo que está en la base misma de todo texto: las palabras y las combinaciones que pueden formar de acuerdo con el sistema de la lengua. En última instancia, la didáctica de la lengua le ha venido dando la espalda a la gramática, curiosamente desdeñada en el juego de la incorporación de las nociones de variedades lingüísticas y géneros discursivos. 

  1. En suma

En suma, pensar la didáctica de la lengua como una formación discursiva supone advertir el conjunto de nociones que determinan y regulan esa formación, es decir, el conjunto de las nociones fundamentales que estructuran el campo de la didáctica de la lengua. Así pues, en toda formación discursiva es posible advertir un término que le proporciona a la formación misma las coordenadas de su interpretación. Este término asume una función hegemónica en virtud de la cual el resto de las nociones son “acolchadas”[13], esto es, insertas en una cadena de equivalencias por encima de la cual se sitúa, precisamente, el término que habrá de irradiarle a la cadena su valor y poder hegemónicos. Toda la cadena se ilumina de otra forma a partir de ese elemento supernumerario, poseedor de un excedente de sentido que le permite precisamente cumplir esa función de “acolchamiento”.

Así pues, según entiendo, el término hegemónico de la formación discursiva de la didáctica de la lengua es “comunicación”, el que infunde otro poder a la oralidad y a la pragmática y desinfla dramáticamente la escritura y el lenguaje. Este desinflamiento, como he intentado mostrar a lo largo de todo el artículo, supone la pérdida más significativa de la didáctica de la lengua y una de las causas fundamentales que pueden explicar la situación actual en la escuela uruguaya respecto de la enseñanza de la lengua. “Comunicación” no antagoniza con “lenguaje”, sino que absorbe su sentido, lo cancela, lo anula, dando lugar a una interpretación en la que ambos términos se entienden como coextensivos. La tarea crítica que debemos desarrollar y sostener hoy día es la construcción de un antagonismo entre “comunicación” y “lenguaje”, proporcionándole a este último término la potencia teórica necesaria para situarse en el lugar hoy ocupado por “comunicación”.


Notas:

[1] Sandino Núñez, El miedo es el mensaje, Montevideo, HUM, 2012. Véase aquí el planteo que hace Núñez estableciendo una diferencia entre lenguaje y voces, estas últimas como pequeños objetos parciales que cantan el carnaval de la diversidad, de la irrestricta posibilidad de expresarse.

[2] Esta es la lógica de Facebook, lo que no significa que la red social no pueda ser empleada con otros objetivos más interesantes. Aun así, habría que ver qué posibilidades de trascendencia tienen estos otros usos, si no quedan, en definitiva, en la simple conexión de las partículas de la máquina.

[3] Sandino Núñez, “Escritura tecnológica y escritura ideológica. El sueño de lo real”, en Prohibido pensar. Escrituras, N° 3, Año 1, Montevideo, HUM, 2014, p. 32.

[4] Véase Amir Hamed, “Los monos de Copán”, en Interruptor. La columna de H enciclopedia, disponible en http://www.henciclopedia.org.uy/Columna%20H/HamedLosmonosdeCopan.htm.

[5] En la revisión programática de 1986 no hay nada cercano a la oralidad, aunque sí hay ciertos aspectos de la enseñanza de la lengua que pueden relacionarse con lo que hoy se denomina oralidad. Pero entre una cosa y la otra hay mucha diferencia.

[6] Teun A. van Dijk, La ciencia del texto, Barcelona, Paidós, 2001. Los géneros discursivos como problema en Magisterio fueron muy posteriores a la tipología vandijkiana, y entraron triunfalmente en acción sin que los problemas asociados a las tipologías fueran más o menos resueltos, lo que supuso una especie de superposición entre las superestructuras textuales y los géneros discursivos. Se comprenderá, pues, que la didáctica de la lengua, en este punto, se haya vuelto un terreno completamente resbaladizo, hecho que se ve expresado en el Programa escolar vigente. 

[7] Hoy ya no se puede hablar siquiera de “lo textual” aludiendo a lo compuesto exclusivamente por un “lenguaje verbal”, porque de inmediato se objeta que las imágenes también son textos o forman parte de los textos integrales, globales, multimodales, en que aparecen. Esta transformación en el concepto de texto y, consecuentemente, en el de lectura, debe ser interpretada como la verificación de una muerte, la del orden letrado. La conocida frase según la cual “una imagen vale más que mil palabras” ilustra claramente la tesis de esta muerte. El problema que aquí se pasa por alto es que una imagen necesita palabras para ser comprendida y explicada (seguramente necesita más de mil palabras), es decir, el “lenguaje” de las imágenes no dice nada si no es “decodificado” y “codificado” lingüísticamente; incluso, una imagen aparece como tal sobre un fondo siempre discursivo. Así pues, cuando se impone y se acepta aproblemáticamente la idea expresada por la frase en cuestión, es porque no se entiende cabalmente qué papel desempeña el lenguaje en la vida de los sujetos; es porque el lenguaje ya está siendo visto como un mero instrumento comunicativo, algo secundario en la actividad de interpretación, y el hablante no es sino un usuario de ese instrumento. Nada más lejos de la verdad.    

[8] Para mi gusto, lo que pasa con la historia en el libro de ciencias sociales es sintomático del predominio de la perspectiva según la cual el lenguaje es un mero instrumento de comunicación, completamente exterior al hablante (su usuario). De esta manera, la historia tiene que ver con el orden deíctico, con la mostración de los hechos del pasado, que existen per se, y no con la construcción de un relato, de un discurso que produce el propio pasado del que habla.  

[9] Sobre la idea de que la realidad y la historia están siempre ya simbolizadas, véase Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2009. Dice Žižek: “En cuanto entramos en el orden simbólico, el pasado está siempre presente en forma de tradición histórica y el significado de estas huellas [los síntomas] no está dado; cambia continuamente con las transformaciones de la red del significante” (p. 88). Y más adelante agrega: “El pasado existe a medida que es incluido, que entra (en) la sincrónica red del significante –es decir, a medida que es simbolizado en el tejido de la memoria histórica– y por eso estamos todo el tiempo ‘reescribiendo la historia’, dando retroactivamente a los elementos su peso simbólico incluyéndolos en nuevos tejidos –es esta elaboración la que decide retroactivamente lo que ‘habrá sido’” (pp. 88-89).

[10] Véase Mijaíl M. Bajtín, Estética de la creación verbal, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2003.

[11] Esta lectura es también la que puede hacerse de la postura foucaultiana en La arqueología del saber, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2004 y en El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 2005. Jacqueline Authier-Revuz (por ejemplo, en Detenerse ante las palabras. Ensayos sobre la enunciación, Montevideo, Fondo de Cultura Universitaria, 2011) desarrolla una teoría del discurso a partir del hecho de que la palabra propia siempre está habitada por la palabra ajena.

[12] Ángela Di Tullio y Marisa Malcuori, Gramática del español para maestros y profesores del Uruguay, Montevideo, Tradinco S.A., 2013.

[13] Slavoj Žižek, o. cit.

 

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