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							Del lenguaje como política al 
							páramo de la comunicación
 
			 
			
			
			  
			
			
			
			
			Vivimos hoy en el páramo de la comunicación. Y, como consecuencia de 
			esto, vivimos también, hoy más que nunca, en la ilusión de la 
			transparencia del lenguaje. La proliferación de la expresión 
			personal, por ejemplo, en Facebook, es el revés que verifica el 
			estado geológico de la comunicación: allí donde pululan los 
			enunciados en los muros, las invitaciones de amistad, los 
			comentarios acerca del “gusto”, no hay sino una máquina en pleno 
			funcionamiento, alimentada por los propios enunciados que circulan 
			en su interior. La máquina, pues, produce su combustible en los 
			enunciados que empuja a decir, que fuerza a aparecer en un escenario 
			donde predomina más bien una voz impersonal, algo así como una “voz 
			común” y sin nombre que no llega a tocar lo público, el interés 
			social.  
			
			
			En Facebook no encontramos un lenguaje político (un lenguaje), sino 
			un conjunto de voces o dialectos que gritan, con mayor o menor 
			desesperación, el vacío que los constituye (si uno se lo propone, es 
			posible oír este vacío, asignificante y, desde cierto punto de 
			vista, bastante desgarrador). Así pues, tras los enunciados que 
			componen la red discursiva Facebook no hay un sujeto de la 
			enunciación que ocupe un lugar público, político, el lugar de la 
			Verdad. Más bien lo que encontramos es la singularidad de las 
			pequeñas voces que se expresan porque no pueden dejar de expresarse, 
			porque la lógica del funcionamiento de la máquina que alimentan así 
			lo requiere. Existe el medio tecnológico para expresarse; luego, 
			forzosamente, debo expresarme, comunicarme, dice 
			Sandino Núñez[1].
 
			
			
			En este sentido, Facebook es el reino de cierta necesidad de una 
			expresión cuasilírica del yo, del 
			ser  
			en tanto que
			
			me expreso, en tanto que ejerzo el derecho a expresarme, aunque no 
			haya una razón que justifique la expresión, aunque no exista un 
			deseo que me lleve a decir algo. Porque, en efecto, este algo falta 
			en Facebook (no hay que engañarse pensando que los enunciados de 
			Facebook siempre tienen ese algo, su contenido, su necesidad o lo 
			que fuera). El juego comunicativo de Facebook obtura la aparición de 
			ese algo, porque, por definición, no lo necesita e, incluso, debe 
			rechazarlo para constituirse como el “espacio común” donde todo se 
			vuelve indiferenciado, donde domina la horizontalidad pragmática más 
			básica y radical. Aquí solo hay individuos que se comunican, que 
			interactúan según la hipertelia inmanente de la máquina comunicativa 
			de Facebook[2]. 
			
			
			Digamos entonces que Facebook es la apoteosis y la verificación 
			máxima de la victoria de la comunicación, del predominio de lo 
			global sobre lo universal. Y es también el predominio de lo oral 
			sobre lo escrito, de lo trivialmente pragmático sobre lo sintáctico, 
			de la comarca sobre la ciudad, del 
			oikos sobre la
			
			polis. 
			 
			 
			
			
			Esta lógica de funcionamiento que Facebook ilustra claramente tiene 
			mucho que ver con la que se ha instalado en 
			la escuela uruguaya 
			desde la década de los noventa, momento en el cual la oralidad y la 
			pragmática comienzan a desplazar a la 
			escritura y la gramática. El 
			punto que quiero mostrar es el siguiente: la escuela ha ido 
			perdiendo la pisada del lenguaje; ha ido cediendo terreno o, mejor, 
			ha ido preparando el terreno (el terreno, hoy día, ya está más que 
			preparado y abonado) para que la idea de comunicación germinara, al 
			punto de hacer colapsar el campo mismo de la enseñanza de la lengua. 
			Por colapso no debemos entender la desaparición del campo de la 
			lengua, de una didáctica de la lengua como formación discursiva 
			específica, sino el hecho de que esa formación discursiva no ha 
			podido estructurar adecuadamente la enseñanza de la lengua, no ha 
			podido generar una praxis que diera como resultado que los alumnos 
			escolares aprendan a leer y a escribir sin mayores problemas. 
			
			
			En este sentido, solo una hipótesis radical es capaz de explicar los 
			problemas actuales de los alumnos escolares en 
			lectura y 
			escritura; 
			y solo una hipótesis radical que advierta la transformación ocurrida 
			en el campo mismo de la didáctica de la lengua, en esa formación 
			discursiva hegemonizada por la idea de comunicación, está en 
			condiciones de plantear un antagonismo lo suficientemente fuerte 
			como para imaginar una reversión del problema analizado, una 
			antagonismo que, vale decir, sea capaz de estructurar de una nueva 
			forma la didáctica de la lengua y el trabajo en las aulas escolares. 
			
			
			La hegemonía de la comunicación, pues, instalada en los noventa, ha 
			reducido la escritura a sus aspectos técnicos: véanse, si no, los 
			títulos de los libros de Daniel Cassany con que los maestros nos 
			hemos formado tanto en la etapa de estudiantes de Magisterio como en 
			la etapa posterior al egreso: 
			
			Reparar la escritura (Barcelona, Graó, 1993),  
			La cocina 
			de la escritura (Barcelona, Anagrama, 1995),
			
			Taller de escritura (Barcelona, Paidós, 2006),
			
			Afilar el lapicero (Barcelona, Anagrama, 2007) y, en colaboración 
			con García del Toro,  
			Recetas 
			para escribir (San Juan de Puerto Rico, Editorial Plaza Mayor, 
			1999). Adviértase entonces el foco puesto en “lo técnico”, en 
			aspectos prácticos que permitan resolver problemas más o menos 
			complejos, pero siempre concretos: escribir, y hacerlo bien. Desde 
			luego que no estoy diciendo que el aspecto técnico de la 
			escritura 
			deba desatenderse ni mucho menos, que no haya que escribir bien; 
			tampoco que convendría dejar de lado los libros de Cassany; 
			simplemente entiendo que el predominio de “lo técnico” puede 
			interpretarse como la verificación de la crisis de la enseñanza 
			lingüística actual, en el sentido de una ausencia de reflexión 
			teórica fuerte respecto de la relación entre la oralidad y la 
			escritura y la comunicación y el lenguaje, en particular, respecto 
			de las necesidades de la educación uruguaya actual. 
			   
			
			La focalización de la escritura en su dimensión técnica pasa por 
			alto su carácter antitecnológico y conlleva el problema de entender 
			que la oralidad se sitúa en el extremo opuesto de la escritura en el 
			complejo continuo que forman. Este enfoque obtura la posibilidad de 
			pensar “lo antitecnológico” de la escritura, su papel en lo social, 
			en lo político; cancela la posibilidad de entender que lo político 
			está estructurado por la escritura y, a la inversa, la escritura 
			pertenece al orden de lo político (siempre en el sentido clásico 
			relativo a la organización de la 
			polis).  
			
			En un análisis del problema de la enseñanza de la lengua, en 
			particular, de la enseñanza de la lectura y la escritura en la 
			escuela, no podemos soslayar este aspecto, porque en él se juega, 
			incluso, la razón de ser de la propia institución escolar. 
			 
			
			En este sentido, expresa Sandino Núñez:  
			
			El primer caso es bastante más complejo: la relación 
			entre la oralidad y la escritura (o entre las voces y el lenguaje) 
			no es espacial, no es de exterioridad simple. En primer lugar, la 
			oralidad es (míticamente) aquello que estaba
			antes que la escritura. La 
			oralidad es la infancia de la 
			escritura: es una 
			inmadurez de la escritura. Es aquello que la escritura era
			antes de ser escritura, sin que ese
			antes deje de ser un tiempo postulado por la propia escritura, una 
			ficción de la escritura […]. Así, el tiempo de la escritura es el de 
			un siempre-ya hegeliano 
			[…][3].  
			 
			
			
			Esto es: la escritura no mantiene con la oralidad una relación 
			lineal simple, sino que configura una dialéctica en la que la propia 
			escritura ocupa el tercer polo desde el que se puede plantear el 
			antagonismo. Es decir, la barra que antagoniza oralidad y escritura 
			es la propia escritura desdoblada en una
			
			síntesis inclusiva. En este sentido, la oralidad es interna a la 
			escritura, está hecha de escritura, pues la oralidad emerge como tal
			
			porque la escritura la 
			hacer emerger al decir oralidad.   
			
			
			El problema es más bien lógico: la oralidad no puede tener una 
			teoría sobre sí misma porque no tiene conciencia de ser oralidad; en 
			cambio, la escritura es la instancia que hace aparecer la conciencia 
			de sí misma y de una especie de etapa cronológica previa e inmadura 
			llamada oralidad. La escritura, en suma, constituye una teoría sobre 
			la oralidad (que es, también, una teoría de la escritura como eso 
			que se deslinda de la oralidad) y una teoría sobre sí misma en tanto 
			que tecnología, en tanto que potencia de desdoblamiento, de 
			conciencia. En esto reside el carácter antitecnológico de la 
			escritura, pasado por alto en todos los trabajos que se proponen 
			abordar el concepto de oralidad, en el sentido de que no reparan en 
			que la oralidad solo es posible por la escritura[4]. 
			
			
			No se advierte, pues, que la oralidad, como se dijo, está hecha de 
			escritura; que es esta la que instaura a aquella como un concepto 
			pensable, es decir, recortable respecto de la escritura y reificado 
			como un momento anterior a la propia escritura, el momento en el que 
			aún no se es maduro con relación al pensamiento, o en el que las 
			cosas se mantienen dispersas, no sometidas a la organización 
			espacial de la escritura. 
			
			
			Podríamos preguntarnos si hoy día es posible pensar el campo de la 
			didáctica de la lengua prescindiendo del concepto de oralidad, si es 
			posible, por ejemplo, leer el
			
			Programa escolar vigente suspendiendo la oralidad, anulando lo que 
			el  Programa prescribe 
			respecto de su enseñanza. Habría que preguntarse en qué 
			circunstancias históricas fue posible que el concepto de oralidad 
			apareciera como un contenido a ser enseñado, como un objeto de 
			estudio legítimo al mismo nivel de importancia que la escritura. Así 
			pues, habría que plantearse la pregunta acerca de cómo estaba 
			estructurado el campo de la didáctica de la lengua en el momento en 
			que la oralidad irrumpe como concepto capaz de organizar las 
			prácticas de enseñanza de la lengua, lo que terminaría por aparecer 
			en los apartados específicos que el
			
			Programa vigente le 
			destina[5]. 
			 
			
			
			Es en este contexto en el que hay que observar la aparición de la 
			oralidad, aparición que, vale decir, coincide con cierto predominio 
			de las ideas de comunicación, de expresión, de tipología textual a 
			la van Dijk[6], así como con 
			las dicotomías que se instalaron entonces, a saber: gramática 
			oracional versus gramática textual, gramática versus pragmática y, 
			en su versión más simplificada y banal, escritura versus oralidad. 
			Resulta curioso, en este escenario, que el término “comunicación” no 
			diera lugar a una dicotomía en la que participara (por ejemplo, 
			comunicación versus lenguaje). En efecto, “comunicación” no vino a 
			antagonizar con nada, lo que prueba, hasta cierto punto, según mi 
			manera de ver, que “lenguaje”, posible término antagónico de 
			“comunicación”, ya había sido absorbido por la idea de 
			comunicación, 
			había quedado incluido, presupuesto, en la noción misma de 
			comunicación. Dicho de otra forma, la idea de lenguaje había quedado 
			anulada por la de comunicación.
			    
			
			
			Creo que aquí está una de las grandes pérdidas del campo de la 
			didáctica de la lengua, por no decir “la” gran pérdida. Creo que 
			aquí se ha estado jugando (lo que se ha pasado completamente por 
			alto) el destino del trabajo escolar en materia de enseñanza de la 
			lengua en general y de la lectura y la escritura en particular. 
			Volcados sobre la idea de comunicación, los maestros nos sentimos 
			más amparados en un campo que se volvía rápidamente pantanoso, 
			inestable, allí donde se comenzaban a experimentar cambios teóricos 
			que ponían en jaque ciertas prácticas áulicas desarrolladas hasta el 
			momento. La adecuación a “los tiempos que corrían” tenía lugar vía 
			circulares, visitas y charlas de inspectores, algún curso que otro, 
			modificaciones en el temario del concurso de efectividades, algún 
			cambio en los programas de Lengua de Magisterio, etc., pero nunca se 
			tocaba el problema de fondo, lo que ha permanecido en las mismas 
			condiciones hasta el día de hoy. Ese problema tiene que ver con el 
			modo como la comunicación ha ido sembrando un páramo en el ámbito 
			escolar.     
			
							- 
							
							Variedades lingüísticas, géneros 
							discursivos y gramática
 
			 
			
			
			Los cursos de Lengua I y II de Magisterio proponen el estudio de la 
			gramática del español de una manera bastante superficial. Lo demás 
			se reparte,  
			grosso modo, 
			entre cuestiones de lingüística, sociolingüística y sociología del 
			lenguaje y de adquisición de la lectura y la escritura.  
			 
			
			
			Este modo de armar la formación en lengua de los maestros debe 
			leerse como la verificación del desplazamiento que ha sufrido el 
			concepto mismo de lenguaje en el sentido del
			
			logos clásico, como 
			principio organizador de lo social, condición y efecto de lo 
			político, en beneficio de “lo comunicativo”, “lo pragmático”. El 
			conocido paradigma de la comunicación se abrió paso en los noventa y 
			produjo un reordenamiento en la articulación de los conceptos 
			centrales que dan forma al campo de la didáctica de la lengua. 
			 
			 
			
			
			Así, de una forma bastante extraña, la escuela pasó a ocuparse de 
			ciertos textos que, en principio, no parecen centrales en la 
			enseñanza de la lengua: afiches, folletos, cartas de solicitud de 
			empleo, currículos, instrucciones sobre cómo armar tal o cual 
			objeto, dorsos de cajas de salsa de tomate, etc. Por su parte, los 
			libros de texto también experimentaron transformaciones 
			significativas: lo verbal se redujo, los márgenes laterales se 
			ensancharon y las imágenes, del tipo que fueran, pasaron a dominar 
			el espacio de la hoja. Parece estar funcionando aquí una visión del 
			aprendizaje relacionada con “lo divertido”, con un trabajo 
			intelectual que puede prescindir de lo verbal[7], de la palabra 
			escrita, es decir, de la sintaxis y el léxico complejos. En este 
			sentido es en el que podemos decir que la gramática cedió casi todo 
			su lugar a la pragmática y, al mismo tiempo, sus rescoldos fueron 
			desplazados a los márgenes laterales a modo de pequeñas definiciones 
			colgadas de un pincho de los que se utilizan para colgar papeles en 
			paneles de corcho.  
			
			
			Este fenómeno de los libros de texto no ocurrió solo en el dominio 
			de la lengua, sino también, y fundamentalmente, en el área de las 
			ciencias sociales, lo cual revela una concepción del lenguaje 
			brutalmente instrumental, según la cual, por ejemplo, la historia 
			tiene menos que ver con el sentido, con la interpretación, que con 
			la exhibición de reproducciones de pinturas, objetos de tal o cual 
			época, mapas, estadísticas, etc. La historia no tiene que ver, pues, 
			con el lenguaje, con la construcción de una trama siempre objetable, 
			sino con la yuxtaposición de objetos parciales cuya combinación (un 
			mosaico) está a la vista del lector, por lo cual no hace falta que 
			ninguna voz ordenadora articule esos objetos, incluidas las ��voces 
			otras” extraídas de documentos de la época en consideración, de la 
			literatura, de la historiografía más fuerte y de la más débil en 
			términos teóricos, etc.  
			
			
			Resulta muy elocuente, en esta línea de análisis, el nombre del 
			libro de ciencias sociales oficial editado en el 2000:
			
			Espacio, tiempo: ¡acción! 
			Como se puede advertir, la historia parece tener que ver más con el 
			orden de cierto tipo de ficción, con la exhibición de una mímesis 
			(las “voces otras” se van alternando, como si los personajes 
			históricos estuvieran frente a frente, hablando ante nosotros, 
			representando la obra del pasado), y no con una exégesis, con el 
			“autoritarismo” de una Verdad que, en un mismo movimiento, construye 
			el pasado y lo ordena en virtud de determinados principios de 
			sentido[8]. 
			 
			
			
			En este marco, la historia tiene que ver menos con lo simbólico, el 
			lenguaje, el discurso que se pone en funcionamiento, que con el 
			objeto positivo clásico, la “cosa misma” que, en Lacan, podríamos 
			llamar lo Real. En última instancia, este libro de texto parece 
			estar mostrando la historia en sí misma, los hechos despojados de 
			cualquier lenguaje, lo que supone la destrucción de la malla 
			simbólica a partir del hecho de que nunca se ha advertido que la 
			realidad está  
			siempre ya 
			simbolizada, que no existe una realidad fuera del lenguaje sino como 
			un efecto reificado producido por el propio lenguaje[9].
 
			
			
			En consecuencia, el lenguaje es más un obstáculo para el estudio de 
			la historia que la condición de su posibilidad; más un velo 
			ideológico que distorsiona la realidad histórica que la estructura 
			misma de esa realidad, la red simbólica que instala el pasado como 
			tal.  
			
			
			Con las variedades lingüísticas y los géneros discursivos ha 
			ocurrido que, en cierta forma, el lenguaje también ha desaparecido 
			de la escena didáctica. En efecto, cabría preguntarse cuál es el 
			lugar y el papel exactos que les corresponden a estas dos nociones 
			tan significativas, especialmente a partir del
			
			Programa escolar vigente. 
			Si bien esta pregunta es fácilmente contestable, no por ello resulta 
			ingenua o innecesaria. Por el contrario, entiendo que la inclusión 
			de las variedades lingüísticas y de los géneros discursivos como 
			nociones que estructuran el campo de la didáctica de la lengua ha 
			supuesto una especie de  
			aggiornamiento por el 
			 
			aggiornamiento mismo, la celebración de la fiesta de la 
			diversidad como si la diversidad fuera una valor en sí, a priori de 
			cualquier puesta en sentido (lo que equivale, desde luego, a una 
			puesta en objeción).   
			
			
			Es posible detectar, entonces, que las variedades lingüísticas y los 
			géneros discursivos son nociones cuya incorporación se ha dado más 
			por una corrección política que por una necesidad teórica y 
			metodológica. ¿En dónde se sitúa la escuela respecto del amplísimo 
			abanico de las variedades lingüísticas y de los géneros discursivos? 
			¿No es la escuela por definición el emplazamiento que permite 
			efectuar un corte (definir una pertinencia) en el interior de la 
			“fiesta” pletórica de las variedades lingüísticas y los géneros 
			discursivos?  
			¿No es la 
			escuela, en cierto sentido, el punto definicional y estructuralmente 
			“autoritario” de la Verdad, del establecimiento de criterios que 
			separen convenientemente las variedades y los géneros a trabajar en 
			las aulas, partiendo de la base de que las variedades y los géneros, 
			en términos didácticos, no se justifican por sí mismos, por su 
			propia existencia como manifestación de la compleja comunicación 
			humana? 
			
			
			Una cosa es la multiplicidad y heterogeneidad de las prácticas 
			discursivas humanas, así como el carácter histórico y dialógico de 
			estas prácticas, y otra muy distinta es el trabajo sistemático de la 
			escuela respecto de la enseñanza de la lengua, cuya lógica exige un 
			“corte de pertinencia”, la definición de lo que se considera 
			pertinente para la enseñanza lingüística y aquello otro que no, por 
			más problemática que resulte esta definición.  
			
			
			En este sentido, resulta curioso cómo los géneros discursivos, tal 
			como fueron entendidos e incorporados en Primaria, hayan desplazado 
			la gramática hasta el punto de volverla casi inexistente, como si 
			Bajtín la hubiera borrado de un plumazo, como si el carácter 
			dialógico del enunciado no supusiera más que temas, organización del 
			contenido y selección léxica. El estilo[10] del que habla 
			Bajtín al caracterizar los géneros discursivos, junto con la 
			selección de los recursos gramaticales, implica un lugar central de 
			la gramática, cosa que fue completamente ignorada. El énfasis se 
			colocó sobre las condiciones históricas (los “contextos históricos”) 
			en que funcionan o que constituyen cada género discursivo, sin 
			percatarse de que el dialogismo planteado por Bajtín supone, antes 
			que nada, que el contexto de un discurso es siempre otros discursos 
			(esto, y no otra cosa, significa que la voz del otro, la voz ajena, 
			habita (en) la propia: el contexto no es un “marco” que encuadra, 
			sino un elemento interior a los discursos)[11]. 
			Asimismo, entender adecuadamente el hecho de que la palabra ajena es 
			constitutiva de la propia ha resultado de una dificultad extrema 
			(más allá, claro, de las interpretaciones más simplistas y 
			lineales), porque supone postular un sujeto que no es soberano 
			respecto de su decir; en otras palabras, supone admitir que el 
			discurso y la lengua son órdenes que se le imponen al hablante, 
			órdenes que “viven” independientemente del hablante, y que la 
			historia o eso que se llama contexto histórico no es sino el
			
			allende discursivo de 
			otros discursos que integran también el contexto, de manera tal que 
			la separación de un discurso respecto de su contexto histórico 
			resulta, por lo menos, teóricamente cuestionable. Nunca llegaremos a 
			las cosas que supuestamente componen el contexto histórico, porque 
			cualquier movimiento “hacia atrás” o “hacia el costado”, por así 
			decirlo, siempre nos sitúa dentro de un discurso, o mejor, dentro de 
			un diálogo entre discursos.   
			
			
			En 2013, el Programa de Lectura y Escritura en Español (ProLEE) 
			publicó la  Gramática del español para maestros y profesores del Uruguay[12], cuya 
			elaboración les fue encargada a las lingüistas Ángela Di Tullio 
			(Universidad del Comahue, Argentina) y Marisa Malcuori (Universidad 
			de la República, Uruguay). Esta obra, de carácter pedagógico, no ha 
			sido leída por los maestros, entre otras cosas, porque no existe una 
			base teórica sobre la que pueda efectuarse la lectura necesaria para 
			que la gramática se incorpore firmemente a la enseñanza de la lengua 
			en las aulas escolares.  
			
			
			Este hecho, en apariencia secundario con relación a los problemas de 
			la enseñanza lingüística en Uruguay, pone de manifiesto, 
			precisamente, uno de los principales obstáculos para revertir la 
			situación crítica en la que nos encontramos: la formación docente y, 
			posteriormente, la formación en servicio. Si bien es cierto que el 
			dominio de la gramática a nivel teórico no soluciona por sí solo los 
			problemas en lectura y escritura, no es menos cierto el hecho de que 
			la falta de conocimiento gramatical de los maestros, dada su 
			formación, es un síntoma inobjetable del estado actual de las cosas. 
			 
			
			
			En este sentido, la didáctica de la lengua habla de 
			lectura y 
			escritura (de que leer es comprender e inferir), de la escritura 
			como tecnología y como proceso sociohistórico que hubo de cambiar el 
			rumbo de la humanidad; habla también del interaccionismo 
			sociodiscursivo, de las estrategias de lectura, de tales o cuales 
			tipologías de inferencias, etc., etc., pero desatiende brutalmente 
			lo que está en la base misma de todo texto: las palabras y las 
			combinaciones que pueden formar de acuerdo con el sistema de la 
			lengua. En última instancia, la didáctica de la lengua le ha venido 
			dando la espalda a la gramática, curiosamente desdeñada en el juego 
			de la incorporación de las nociones de variedades lingüísticas y 
			géneros discursivos.  
			 
			
							- 
							
							En suma 
 
			 
			
			
			En suma, pensar la didáctica de la lengua como una formación 
			discursiva supone advertir el conjunto de nociones que determinan y 
			regulan esa formación, es decir, el conjunto de las nociones 
			fundamentales que estructuran el campo de la didáctica de la lengua. 
			Así pues, en toda formación discursiva es posible advertir un 
			término que le proporciona a la formación misma las coordenadas de 
			su interpretación. Este término asume una función hegemónica en 
			virtud de la cual el resto de las nociones son “acolchadas”[13], 
			esto es, insertas en una cadena de equivalencias por encima de la 
			cual se sitúa, precisamente, el término que habrá de irradiarle a la 
			cadena su valor y poder hegemónicos. Toda la cadena se ilumina de 
			otra forma a partir de ese elemento supernumerario, poseedor de un 
			excedente de sentido que le permite precisamente cumplir esa función 
			de “acolchamiento”.  
			
			
			Así pues, según entiendo, el término hegemónico de la formación 
			discursiva de la didáctica de la lengua es “comunicación”, el que 
			infunde otro poder a la oralidad y a la pragmática y desinfla 
			dramáticamente la escritura y el lenguaje. Este desinflamiento, como 
			he intentado mostrar a lo largo de todo el artículo, supone la 
			pérdida más significativa de la didáctica de la lengua y una de las 
			causas fundamentales que pueden explicar la situación actual en la 
			escuela uruguaya respecto de la enseñanza de la lengua. 
			“Comunicación” no antagoniza con “lenguaje”, sino que absorbe su 
			sentido, lo cancela, lo anula, dando lugar a una interpretación en 
			la que ambos términos se entienden como coextensivos. La tarea 
			crítica que debemos desarrollar y sostener hoy día es la 
			construcción de un antagonismo entre “comunicación” y “lenguaje”, 
			proporcionándole a este último término la potencia teórica necesaria 
			para situarse en el lugar hoy ocupado por “comunicación”. 
			 
			
			
			 
			
							
							Notas: 
							
							
											
											
											
											
											
											[1] 
											Sandino Núñez,
											El miedo es el mensaje, Montevideo, HUM, 2012. Véase aquí el planteo 
											que hace Núñez estableciendo una 
											diferencia entre lenguaje y voces, 
											estas últimas como pequeños objetos 
											parciales que cantan el carnaval de 
											la diversidad, de la irrestricta 
											posibilidad de expresarse. 
											 
							 
							
											
											
											
											
											
											[2] 
											Esta es la lógica de Facebook, lo 
											que no significa que la red social 
											no pueda ser empleada con otros 
											objetivos más interesantes. Aun así, 
											habría que ver qué posibilidades de 
											trascendencia tienen estos otros 
											usos, si no quedan, en definitiva, 
											en la simple conexión de las 
											partículas de la máquina. 
											 
							 
							
											
											
											
											
											
											[3]
											
											
											Sandino Núñez, “Escritura 
											tecnológica y escritura ideológica. 
											El sueño de lo real”, en
											
											Prohibido pensar.
											Escrituras, N° 3, Año 1, Montevideo, HUM, 2014, p. 32. 
							 
							
							
											
											
											
											
											
											[5]
											
											
											En la revisión programática de 1986 
											no hay nada cercano a la oralidad, 
											aunque sí hay ciertos aspectos de la 
											enseñanza de la lengua que pueden 
											relacionarse con lo que hoy se 
											denomina oralidad. Pero entre una 
											cosa y la otra hay mucha diferencia. 
											 
							 
							
											
											
											
											
											
											[6] 
											 
											Teun A. van 
											Dijk,
											
											La ciencia del texto, Barcelona, 
											Paidós, 2001. Los géneros 
											discursivos como problema en 
											Magisterio fueron muy posteriores a 
											la tipología vandijkiana, y entraron 
											triunfalmente en acción sin que los 
											problemas asociados a las tipologías 
											fueran más o menos resueltos, lo que 
											supuso una especie de superposición 
											entre las superestructuras textuales 
											y los géneros discursivos. Se 
											comprenderá, pues, que la didáctica 
											de la lengua, en este punto, se haya 
											vuelto un terreno completamente 
											resbaladizo, hecho que se ve 
											expresado en el
											
											Programa escolar vigente. 
											 
							 
							
											
											
											
											
											
											[7] 
											Hoy ya 
											no se puede hablar siquiera de “lo 
											textual” aludiendo a lo compuesto 
											exclusivamente por un “lenguaje 
											verbal”, porque de inmediato se 
											objeta que las imágenes también son 
											textos o forman parte de los textos 
											integrales, globales, multimodales, 
											en que aparecen. Esta transformación 
											en el concepto de texto y, 
											consecuentemente, en el de lectura, 
											debe ser interpretada como la 
											verificación de una muerte, la del 
											orden letrado. La conocida frase 
											según la cual “una imagen vale más 
											que mil palabras” ilustra claramente 
											la tesis de esta muerte. El problema 
											que aquí se pasa por alto es que una 
											imagen necesita palabras para ser 
											comprendida y explicada (seguramente 
											necesita más de mil palabras), es 
											decir, el “lenguaje” de las imágenes 
											no dice nada si no es “decodificado” 
											y “codificado” lingüísticamente; 
											incluso, una imagen aparece como tal 
											sobre un fondo siempre discursivo. 
											Así pues, cuando se impone y se 
											acepta aproblemáticamente la idea 
											expresada por la frase en cuestión, 
											es porque no se entiende cabalmente 
											qué papel desempeña el lenguaje en 
											la vida de los sujetos; es porque el 
											lenguaje ya está siendo visto como 
											un mero instrumento comunicativo, 
											algo secundario en la actividad de 
											interpretación, y el hablante no es 
											sino un usuario de ese instrumento. 
											Nada más lejos de la verdad.   
											  
							 
							
											
											
											
											
											
											[8] 
											Para mi gusto, lo que pasa con la 
											historia en el libro de ciencias 
											sociales es sintomático del 
											predominio de la perspectiva según 
											la cual el lenguaje es un mero 
											instrumento de comunicación, 
											completamente exterior al hablante 
											(su usuario). De esta manera, la 
											historia tiene que ver con el orden 
											deíctico, con la mostración de los 
											hechos del pasado, que existen
											
											per se, y no con la construcción 
											de un relato, de un discurso que 
											produce el propio pasado del que 
											habla.
											  
							 
							
											
											
											
											
											
											[9] 
											Sobre la idea de que la realidad y 
											la historia están
											
											siempre ya simbolizadas, véase 
											Slavoj Žižek,
											
											El sublime objeto de la ideología, 
											Buenos Aires, Siglo XXI editores, 
											2009. Dice Žižek: 
											“En cuanto entramos en el orden simbólico, el pasado 
											está siempre presente en forma de 
											tradición histórica y el significado 
											de estas huellas [los síntomas] no 
											está dado; cambia continuamente con 
											las transformaciones de la red del 
											significante” (p. 88). Y más 
											adelante agrega: “El pasado existe a 
											medida que es incluido, que entra 
											(en) la sincrónica red del 
											significante –es decir, a medida que 
											es simbolizado en el tejido de la 
											memoria histórica– y por eso estamos 
											todo el tiempo ‘reescribiendo la 
											historia’, dando retroactivamente a 
											los elementos su peso simbólico 
											incluyéndolos en nuevos tejidos –es 
											esta elaboración la que decide 
											retroactivamente lo que ‘habrá 
											sido’” (pp. 88-89). 
							 
							
											
											
											
											
											
											[10] 
											Véase Mijaíl M. Bajtín,
											
											Estética de la creación verbal, 
											Buenos Aires, Siglo XXI editores, 
											2003.  
							 
							
											
											
											
											
											
											[11] 
											Esta lectura es también la que puede 
											hacerse de la postura foucaultiana 
											en
											
											La arqueología del saber, Buenos 
											Aires, Siglo XXI editores, 2004 y en
											
											El orden del discurso, 
											Barcelona, Tusquets, 2005. 
											Jacqueline Authier-Revuz (por 
											ejemplo, en
											Detenerse ante las palabras. Ensayos sobre la enunciación, 
											Montevideo, Fondo de Cultura 
											Universitaria, 2011) desarrolla una 
											teoría del discurso a partir del 
											hecho de que la palabra propia 
											siempre está habitada por la palabra 
											ajena.  
							 
							
											
											
											
											
											
											[12] 
											Ángela Di Tullio y Marisa Malcuori,
											
											Gramática del español para maestros 
											y profesores del Uruguay, 
											Montevideo, Tradinco S.A., 2013. 
											 
							 
							
											
											
											
											
											
											[13] 
											
											 
											Slavoj 
											
											Žižek, o. cit. 
											 
							 
			 
              
			
	
			
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