-
Del lenguaje como política al
páramo de la comunicación
Vivimos hoy en el páramo de la comunicación. Y, como consecuencia de
esto, vivimos también, hoy más que nunca, en la ilusión de la
transparencia del lenguaje. La proliferación de la expresión
personal, por ejemplo, en Facebook, es el revés que verifica el
estado geológico de la comunicación: allí donde pululan los
enunciados en los muros, las invitaciones de amistad, los
comentarios acerca del “gusto”, no hay sino una máquina en pleno
funcionamiento, alimentada por los propios enunciados que circulan
en su interior. La máquina, pues, produce su combustible en los
enunciados que empuja a decir, que fuerza a aparecer en un escenario
donde predomina más bien una voz impersonal, algo así como una “voz
común” y sin nombre que no llega a tocar lo público, el interés
social.
En Facebook no encontramos un lenguaje político (un lenguaje), sino
un conjunto de voces o dialectos que gritan, con mayor o menor
desesperación, el vacío que los constituye (si uno se lo propone, es
posible oír este vacío, asignificante y, desde cierto punto de
vista, bastante desgarrador). Así pues, tras los enunciados que
componen la red discursiva Facebook no hay un sujeto de la
enunciación que ocupe un lugar público, político, el lugar de la
Verdad. Más bien lo que encontramos es la singularidad de las
pequeñas voces que se expresan porque no pueden dejar de expresarse,
porque la lógica del funcionamiento de la máquina que alimentan así
lo requiere. Existe el medio tecnológico para expresarse; luego,
forzosamente, debo expresarme, comunicarme, dice
Sandino Núñez[1].
En este sentido, Facebook es el reino de cierta necesidad de una
expresión cuasilírica del yo, del
ser
en tanto que
me expreso, en tanto que ejerzo el derecho a expresarme, aunque no
haya una razón que justifique la expresión, aunque no exista un
deseo que me lleve a decir algo. Porque, en efecto, este algo falta
en Facebook (no hay que engañarse pensando que los enunciados de
Facebook siempre tienen ese algo, su contenido, su necesidad o lo
que fuera). El juego comunicativo de Facebook obtura la aparición de
ese algo, porque, por definición, no lo necesita e, incluso, debe
rechazarlo para constituirse como el “espacio común” donde todo se
vuelve indiferenciado, donde domina la horizontalidad pragmática más
básica y radical. Aquí solo hay individuos que se comunican, que
interactúan según la hipertelia inmanente de la máquina comunicativa
de Facebook[2].
Digamos entonces que Facebook es la apoteosis y la verificación
máxima de la victoria de la comunicación, del predominio de lo
global sobre lo universal. Y es también el predominio de lo oral
sobre lo escrito, de lo trivialmente pragmático sobre lo sintáctico,
de la comarca sobre la ciudad, del
oikos sobre la
polis.
Esta lógica de funcionamiento que Facebook ilustra claramente tiene
mucho que ver con la que se ha instalado en
la escuela uruguaya
desde la década de los noventa, momento en el cual la oralidad y la
pragmática comienzan a desplazar a la
escritura y la gramática. El
punto que quiero mostrar es el siguiente: la escuela ha ido
perdiendo la pisada del lenguaje; ha ido cediendo terreno o, mejor,
ha ido preparando el terreno (el terreno, hoy día, ya está más que
preparado y abonado) para que la idea de comunicación germinara, al
punto de hacer colapsar el campo mismo de la enseñanza de la lengua.
Por colapso no debemos entender la desaparición del campo de la
lengua, de una didáctica de la lengua como formación discursiva
específica, sino el hecho de que esa formación discursiva no ha
podido estructurar adecuadamente la enseñanza de la lengua, no ha
podido generar una praxis que diera como resultado que los alumnos
escolares aprendan a leer y a escribir sin mayores problemas.
En este sentido, solo una hipótesis radical es capaz de explicar los
problemas actuales de los alumnos escolares en
lectura y
escritura;
y solo una hipótesis radical que advierta la transformación ocurrida
en el campo mismo de la didáctica de la lengua, en esa formación
discursiva hegemonizada por la idea de comunicación, está en
condiciones de plantear un antagonismo lo suficientemente fuerte
como para imaginar una reversión del problema analizado, una
antagonismo que, vale decir, sea capaz de estructurar de una nueva
forma la didáctica de la lengua y el trabajo en las aulas escolares.
La hegemonía de la comunicación, pues, instalada en los noventa, ha
reducido la escritura a sus aspectos técnicos: véanse, si no, los
títulos de los libros de Daniel Cassany con que los maestros nos
hemos formado tanto en la etapa de estudiantes de Magisterio como en
la etapa posterior al egreso:
Reparar la escritura (Barcelona, Graó, 1993),
La cocina
de la escritura (Barcelona, Anagrama, 1995),
Taller de escritura (Barcelona, Paidós, 2006),
Afilar el lapicero (Barcelona, Anagrama, 2007) y, en colaboración
con García del Toro,
Recetas
para escribir (San Juan de Puerto Rico, Editorial Plaza Mayor,
1999). Adviértase entonces el foco puesto en “lo técnico”, en
aspectos prácticos que permitan resolver problemas más o menos
complejos, pero siempre concretos: escribir, y hacerlo bien. Desde
luego que no estoy diciendo que el aspecto técnico de la
escritura
deba desatenderse ni mucho menos, que no haya que escribir bien;
tampoco que convendría dejar de lado los libros de Cassany;
simplemente entiendo que el predominio de “lo técnico” puede
interpretarse como la verificación de la crisis de la enseñanza
lingüística actual, en el sentido de una ausencia de reflexión
teórica fuerte respecto de la relación entre la oralidad y la
escritura y la comunicación y el lenguaje, en particular, respecto
de las necesidades de la educación uruguaya actual.
La focalización de la escritura en su dimensión técnica pasa por
alto su carácter antitecnológico y conlleva el problema de entender
que la oralidad se sitúa en el extremo opuesto de la escritura en el
complejo continuo que forman. Este enfoque obtura la posibilidad de
pensar “lo antitecnológico” de la escritura, su papel en lo social,
en lo político; cancela la posibilidad de entender que lo político
está estructurado por la escritura y, a la inversa, la escritura
pertenece al orden de lo político (siempre en el sentido clásico
relativo a la organización de la
polis).
En un análisis del problema de la enseñanza de la lengua, en
particular, de la enseñanza de la lectura y la escritura en la
escuela, no podemos soslayar este aspecto, porque en él se juega,
incluso, la razón de ser de la propia institución escolar.
En este sentido, expresa Sandino Núñez:
El primer caso es bastante más complejo: la relación
entre la oralidad y la escritura (o entre las voces y el lenguaje)
no es espacial, no es de exterioridad simple. En primer lugar, la
oralidad es (míticamente) aquello que estaba
antes que la escritura. La
oralidad es la infancia de la
escritura: es una
inmadurez de la escritura. Es aquello que la escritura era
antes de ser escritura, sin que ese
antes deje de ser un tiempo postulado por la propia escritura, una
ficción de la escritura […]. Así, el tiempo de la escritura es el de
un siempre-ya hegeliano
[…][3].
Esto es: la escritura no mantiene con la oralidad una relación
lineal simple, sino que configura una dialéctica en la que la propia
escritura ocupa el tercer polo desde el que se puede plantear el
antagonismo. Es decir, la barra que antagoniza oralidad y escritura
es la propia escritura desdoblada en una
síntesis inclusiva. En este sentido, la oralidad es interna a la
escritura, está hecha de escritura, pues la oralidad emerge como tal
porque la escritura la
hacer emerger al decir oralidad.
El problema es más bien lógico: la oralidad no puede tener una
teoría sobre sí misma porque no tiene conciencia de ser oralidad; en
cambio, la escritura es la instancia que hace aparecer la conciencia
de sí misma y de una especie de etapa cronológica previa e inmadura
llamada oralidad. La escritura, en suma, constituye una teoría sobre
la oralidad (que es, también, una teoría de la escritura como eso
que se deslinda de la oralidad) y una teoría sobre sí misma en tanto
que tecnología, en tanto que potencia de desdoblamiento, de
conciencia. En esto reside el carácter antitecnológico de la
escritura, pasado por alto en todos los trabajos que se proponen
abordar el concepto de oralidad, en el sentido de que no reparan en
que la oralidad solo es posible por la escritura[4].
No se advierte, pues, que la oralidad, como se dijo, está hecha de
escritura; que es esta la que instaura a aquella como un concepto
pensable, es decir, recortable respecto de la escritura y reificado
como un momento anterior a la propia escritura, el momento en el que
aún no se es maduro con relación al pensamiento, o en el que las
cosas se mantienen dispersas, no sometidas a la organización
espacial de la escritura.
Podríamos preguntarnos si hoy día es posible pensar el campo de la
didáctica de la lengua prescindiendo del concepto de oralidad, si es
posible, por ejemplo, leer el
Programa escolar vigente suspendiendo la oralidad, anulando lo que
el Programa prescribe
respecto de su enseñanza. Habría que preguntarse en qué
circunstancias históricas fue posible que el concepto de oralidad
apareciera como un contenido a ser enseñado, como un objeto de
estudio legítimo al mismo nivel de importancia que la escritura. Así
pues, habría que plantearse la pregunta acerca de cómo estaba
estructurado el campo de la didáctica de la lengua en el momento en
que la oralidad irrumpe como concepto capaz de organizar las
prácticas de enseñanza de la lengua, lo que terminaría por aparecer
en los apartados específicos que el
Programa vigente le
destina[5].
Es en este contexto en el que hay que observar la aparición de la
oralidad, aparición que, vale decir, coincide con cierto predominio
de las ideas de comunicación, de expresión, de tipología textual a
la van Dijk[6], así como con
las dicotomías que se instalaron entonces, a saber: gramática
oracional versus gramática textual, gramática versus pragmática y,
en su versión más simplificada y banal, escritura versus oralidad.
Resulta curioso, en este escenario, que el término “comunicación” no
diera lugar a una dicotomía en la que participara (por ejemplo,
comunicación versus lenguaje). En efecto, “comunicación” no vino a
antagonizar con nada, lo que prueba, hasta cierto punto, según mi
manera de ver, que “lenguaje”, posible término antagónico de
“comunicación”, ya había sido absorbido por la idea de
comunicación,
había quedado incluido, presupuesto, en la noción misma de
comunicación. Dicho de otra forma, la idea de lenguaje había quedado
anulada por la de comunicación.
Creo que aquí está una de las grandes pérdidas del campo de la
didáctica de la lengua, por no decir “la” gran pérdida. Creo que
aquí se ha estado jugando (lo que se ha pasado completamente por
alto) el destino del trabajo escolar en materia de enseñanza de la
lengua en general y de la lectura y la escritura en particular.
Volcados sobre la idea de comunicación, los maestros nos sentimos
más amparados en un campo que se volvía rápidamente pantanoso,
inestable, allí donde se comenzaban a experimentar cambios teóricos
que ponían en jaque ciertas prácticas áulicas desarrolladas hasta el
momento. La adecuación a “los tiempos que corrían” tenía lugar vía
circulares, visitas y charlas de inspectores, algún curso que otro,
modificaciones en el temario del concurso de efectividades, algún
cambio en los programas de Lengua de Magisterio, etc., pero nunca se
tocaba el problema de fondo, lo que ha permanecido en las mismas
condiciones hasta el día de hoy. Ese problema tiene que ver con el
modo como la comunicación ha ido sembrando un páramo en el ámbito
escolar.
-
Variedades lingüísticas, géneros
discursivos y gramática
Los cursos de Lengua I y II de Magisterio proponen el estudio de la
gramática del español de una manera bastante superficial. Lo demás
se reparte,
grosso modo,
entre cuestiones de lingüística, sociolingüística y sociología del
lenguaje y de adquisición de la lectura y la escritura.
Este modo de armar la formación en lengua de los maestros debe
leerse como la verificación del desplazamiento que ha sufrido el
concepto mismo de lenguaje en el sentido del
logos clásico, como
principio organizador de lo social, condición y efecto de lo
político, en beneficio de “lo comunicativo”, “lo pragmático”. El
conocido paradigma de la comunicación se abrió paso en los noventa y
produjo un reordenamiento en la articulación de los conceptos
centrales que dan forma al campo de la didáctica de la lengua.
Así, de una forma bastante extraña, la escuela pasó a ocuparse de
ciertos textos que, en principio, no parecen centrales en la
enseñanza de la lengua: afiches, folletos, cartas de solicitud de
empleo, currículos, instrucciones sobre cómo armar tal o cual
objeto, dorsos de cajas de salsa de tomate, etc. Por su parte, los
libros de texto también experimentaron transformaciones
significativas: lo verbal se redujo, los márgenes laterales se
ensancharon y las imágenes, del tipo que fueran, pasaron a dominar
el espacio de la hoja. Parece estar funcionando aquí una visión del
aprendizaje relacionada con “lo divertido”, con un trabajo
intelectual que puede prescindir de lo verbal[7], de la palabra
escrita, es decir, de la sintaxis y el léxico complejos. En este
sentido es en el que podemos decir que la gramática cedió casi todo
su lugar a la pragmática y, al mismo tiempo, sus rescoldos fueron
desplazados a los márgenes laterales a modo de pequeñas definiciones
colgadas de un pincho de los que se utilizan para colgar papeles en
paneles de corcho.
Este fenómeno de los libros de texto no ocurrió solo en el dominio
de la lengua, sino también, y fundamentalmente, en el área de las
ciencias sociales, lo cual revela una concepción del lenguaje
brutalmente instrumental, según la cual, por ejemplo, la historia
tiene menos que ver con el sentido, con la interpretación, que con
la exhibición de reproducciones de pinturas, objetos de tal o cual
época, mapas, estadísticas, etc. La historia no tiene que ver, pues,
con el lenguaje, con la construcción de una trama siempre objetable,
sino con la yuxtaposición de objetos parciales cuya combinación (un
mosaico) está a la vista del lector, por lo cual no hace falta que
ninguna voz ordenadora articule esos objetos, incluidas las ��voces
otras” extraídas de documentos de la época en consideración, de la
literatura, de la historiografía más fuerte y de la más débil en
términos teóricos, etc.
Resulta muy elocuente, en esta línea de análisis, el nombre del
libro de ciencias sociales oficial editado en el 2000:
Espacio, tiempo: ¡acción!
Como se puede advertir, la historia parece tener que ver más con el
orden de cierto tipo de ficción, con la exhibición de una mímesis
(las “voces otras” se van alternando, como si los personajes
históricos estuvieran frente a frente, hablando ante nosotros,
representando la obra del pasado), y no con una exégesis, con el
“autoritarismo” de una Verdad que, en un mismo movimiento, construye
el pasado y lo ordena en virtud de determinados principios de
sentido[8].
En este marco, la historia tiene que ver menos con lo simbólico, el
lenguaje, el discurso que se pone en funcionamiento, que con el
objeto positivo clásico, la “cosa misma” que, en Lacan, podríamos
llamar lo Real. En última instancia, este libro de texto parece
estar mostrando la historia en sí misma, los hechos despojados de
cualquier lenguaje, lo que supone la destrucción de la malla
simbólica a partir del hecho de que nunca se ha advertido que la
realidad está
siempre ya
simbolizada, que no existe una realidad fuera del lenguaje sino como
un efecto reificado producido por el propio lenguaje[9].
En consecuencia, el lenguaje es más un obstáculo para el estudio de
la historia que la condición de su posibilidad; más un velo
ideológico que distorsiona la realidad histórica que la estructura
misma de esa realidad, la red simbólica que instala el pasado como
tal.
Con las variedades lingüísticas y los géneros discursivos ha
ocurrido que, en cierta forma, el lenguaje también ha desaparecido
de la escena didáctica. En efecto, cabría preguntarse cuál es el
lugar y el papel exactos que les corresponden a estas dos nociones
tan significativas, especialmente a partir del
Programa escolar vigente.
Si bien esta pregunta es fácilmente contestable, no por ello resulta
ingenua o innecesaria. Por el contrario, entiendo que la inclusión
de las variedades lingüísticas y de los géneros discursivos como
nociones que estructuran el campo de la didáctica de la lengua ha
supuesto una especie de
aggiornamiento por el
aggiornamiento mismo, la celebración de la fiesta de la
diversidad como si la diversidad fuera una valor en sí, a priori de
cualquier puesta en sentido (lo que equivale, desde luego, a una
puesta en objeción).
Es posible detectar, entonces, que las variedades lingüísticas y los
géneros discursivos son nociones cuya incorporación se ha dado más
por una corrección política que por una necesidad teórica y
metodológica. ¿En dónde se sitúa la escuela respecto del amplísimo
abanico de las variedades lingüísticas y de los géneros discursivos?
¿No es la escuela por definición el emplazamiento que permite
efectuar un corte (definir una pertinencia) en el interior de la
“fiesta” pletórica de las variedades lingüísticas y los géneros
discursivos?
¿No es la
escuela, en cierto sentido, el punto definicional y estructuralmente
“autoritario” de la Verdad, del establecimiento de criterios que
separen convenientemente las variedades y los géneros a trabajar en
las aulas, partiendo de la base de que las variedades y los géneros,
en términos didácticos, no se justifican por sí mismos, por su
propia existencia como manifestación de la compleja comunicación
humana?
Una cosa es la multiplicidad y heterogeneidad de las prácticas
discursivas humanas, así como el carácter histórico y dialógico de
estas prácticas, y otra muy distinta es el trabajo sistemático de la
escuela respecto de la enseñanza de la lengua, cuya lógica exige un
“corte de pertinencia”, la definición de lo que se considera
pertinente para la enseñanza lingüística y aquello otro que no, por
más problemática que resulte esta definición.
En este sentido, resulta curioso cómo los géneros discursivos, tal
como fueron entendidos e incorporados en Primaria, hayan desplazado
la gramática hasta el punto de volverla casi inexistente, como si
Bajtín la hubiera borrado de un plumazo, como si el carácter
dialógico del enunciado no supusiera más que temas, organización del
contenido y selección léxica. El estilo[10] del que habla
Bajtín al caracterizar los géneros discursivos, junto con la
selección de los recursos gramaticales, implica un lugar central de
la gramática, cosa que fue completamente ignorada. El énfasis se
colocó sobre las condiciones históricas (los “contextos históricos”)
en que funcionan o que constituyen cada género discursivo, sin
percatarse de que el dialogismo planteado por Bajtín supone, antes
que nada, que el contexto de un discurso es siempre otros discursos
(esto, y no otra cosa, significa que la voz del otro, la voz ajena,
habita (en) la propia: el contexto no es un “marco” que encuadra,
sino un elemento interior a los discursos)[11].
Asimismo, entender adecuadamente el hecho de que la palabra ajena es
constitutiva de la propia ha resultado de una dificultad extrema
(más allá, claro, de las interpretaciones más simplistas y
lineales), porque supone postular un sujeto que no es soberano
respecto de su decir; en otras palabras, supone admitir que el
discurso y la lengua son órdenes que se le imponen al hablante,
órdenes que “viven” independientemente del hablante, y que la
historia o eso que se llama contexto histórico no es sino el
allende discursivo de
otros discursos que integran también el contexto, de manera tal que
la separación de un discurso respecto de su contexto histórico
resulta, por lo menos, teóricamente cuestionable. Nunca llegaremos a
las cosas que supuestamente componen el contexto histórico, porque
cualquier movimiento “hacia atrás” o “hacia el costado”, por así
decirlo, siempre nos sitúa dentro de un discurso, o mejor, dentro de
un diálogo entre discursos.
En 2013, el Programa de Lectura y Escritura en Español (ProLEE)
publicó la Gramática del español para maestros y profesores del Uruguay[12], cuya
elaboración les fue encargada a las lingüistas Ángela Di Tullio
(Universidad del Comahue, Argentina) y Marisa Malcuori (Universidad
de la República, Uruguay). Esta obra, de carácter pedagógico, no ha
sido leída por los maestros, entre otras cosas, porque no existe una
base teórica sobre la que pueda efectuarse la lectura necesaria para
que la gramática se incorpore firmemente a la enseñanza de la lengua
en las aulas escolares.
Este hecho, en apariencia secundario con relación a los problemas de
la enseñanza lingüística en Uruguay, pone de manifiesto,
precisamente, uno de los principales obstáculos para revertir la
situación crítica en la que nos encontramos: la formación docente y,
posteriormente, la formación en servicio. Si bien es cierto que el
dominio de la gramática a nivel teórico no soluciona por sí solo los
problemas en lectura y escritura, no es menos cierto el hecho de que
la falta de conocimiento gramatical de los maestros, dada su
formación, es un síntoma inobjetable del estado actual de las cosas.
En este sentido, la didáctica de la lengua habla de
lectura y
escritura (de que leer es comprender e inferir), de la escritura
como tecnología y como proceso sociohistórico que hubo de cambiar el
rumbo de la humanidad; habla también del interaccionismo
sociodiscursivo, de las estrategias de lectura, de tales o cuales
tipologías de inferencias, etc., etc., pero desatiende brutalmente
lo que está en la base misma de todo texto: las palabras y las
combinaciones que pueden formar de acuerdo con el sistema de la
lengua. En última instancia, la didáctica de la lengua le ha venido
dando la espalda a la gramática, curiosamente desdeñada en el juego
de la incorporación de las nociones de variedades lingüísticas y
géneros discursivos.
-
En suma
En suma, pensar la didáctica de la lengua como una formación
discursiva supone advertir el conjunto de nociones que determinan y
regulan esa formación, es decir, el conjunto de las nociones
fundamentales que estructuran el campo de la didáctica de la lengua.
Así pues, en toda formación discursiva es posible advertir un
término que le proporciona a la formación misma las coordenadas de
su interpretación. Este término asume una función hegemónica en
virtud de la cual el resto de las nociones son “acolchadas”[13],
esto es, insertas en una cadena de equivalencias por encima de la
cual se sitúa, precisamente, el término que habrá de irradiarle a la
cadena su valor y poder hegemónicos. Toda la cadena se ilumina de
otra forma a partir de ese elemento supernumerario, poseedor de un
excedente de sentido que le permite precisamente cumplir esa función
de “acolchamiento”.
Así pues, según entiendo, el término hegemónico de la formación
discursiva de la didáctica de la lengua es “comunicación”, el que
infunde otro poder a la oralidad y a la pragmática y desinfla
dramáticamente la escritura y el lenguaje. Este desinflamiento, como
he intentado mostrar a lo largo de todo el artículo, supone la
pérdida más significativa de la didáctica de la lengua y una de las
causas fundamentales que pueden explicar la situación actual en la
escuela uruguaya respecto de la enseñanza de la lengua.
“Comunicación” no antagoniza con “lenguaje”, sino que absorbe su
sentido, lo cancela, lo anula, dando lugar a una interpretación en
la que ambos términos se entienden como coextensivos. La tarea
crítica que debemos desarrollar y sostener hoy día es la
construcción de un antagonismo entre “comunicación” y “lenguaje”,
proporcionándole a este último término la potencia teórica necesaria
para situarse en el lugar hoy ocupado por “comunicación”.
Notas:
[1]
Sandino Núñez,
El miedo es el mensaje, Montevideo, HUM, 2012. Véase aquí el planteo
que hace Núñez estableciendo una
diferencia entre lenguaje y voces,
estas últimas como pequeños objetos
parciales que cantan el carnaval de
la diversidad, de la irrestricta
posibilidad de expresarse.
[2]
Esta es la lógica de Facebook, lo
que no significa que la red social
no pueda ser empleada con otros
objetivos más interesantes. Aun así,
habría que ver qué posibilidades de
trascendencia tienen estos otros
usos, si no quedan, en definitiva,
en la simple conexión de las
partículas de la máquina.
[3]
Sandino Núñez, “Escritura
tecnológica y escritura ideológica.
El sueño de lo real”, en
Prohibido pensar.
Escrituras, N° 3, Año 1, Montevideo, HUM, 2014, p. 32.
[5]
En la revisión programática de 1986
no hay nada cercano a la oralidad,
aunque sí hay ciertos aspectos de la
enseñanza de la lengua que pueden
relacionarse con lo que hoy se
denomina oralidad. Pero entre una
cosa y la otra hay mucha diferencia.
[6]
Teun A. van
Dijk,
La ciencia del texto, Barcelona,
Paidós, 2001. Los géneros
discursivos como problema en
Magisterio fueron muy posteriores a
la tipología vandijkiana, y entraron
triunfalmente en acción sin que los
problemas asociados a las tipologías
fueran más o menos resueltos, lo que
supuso una especie de superposición
entre las superestructuras textuales
y los géneros discursivos. Se
comprenderá, pues, que la didáctica
de la lengua, en este punto, se haya
vuelto un terreno completamente
resbaladizo, hecho que se ve
expresado en el
Programa escolar vigente.
[7]
Hoy ya
no se puede hablar siquiera de “lo
textual” aludiendo a lo compuesto
exclusivamente por un “lenguaje
verbal”, porque de inmediato se
objeta que las imágenes también son
textos o forman parte de los textos
integrales, globales, multimodales,
en que aparecen. Esta transformación
en el concepto de texto y,
consecuentemente, en el de lectura,
debe ser interpretada como la
verificación de una muerte, la del
orden letrado. La conocida frase
según la cual “una imagen vale más
que mil palabras” ilustra claramente
la tesis de esta muerte. El problema
que aquí se pasa por alto es que una
imagen necesita palabras para ser
comprendida y explicada (seguramente
necesita más de mil palabras), es
decir, el “lenguaje” de las imágenes
no dice nada si no es “decodificado”
y “codificado” lingüísticamente;
incluso, una imagen aparece como tal
sobre un fondo siempre discursivo.
Así pues, cuando se impone y se
acepta aproblemáticamente la idea
expresada por la frase en cuestión,
es porque no se entiende cabalmente
qué papel desempeña el lenguaje en
la vida de los sujetos; es porque el
lenguaje ya está siendo visto como
un mero instrumento comunicativo,
algo secundario en la actividad de
interpretación, y el hablante no es
sino un usuario de ese instrumento.
Nada más lejos de la verdad.
[8]
Para mi gusto, lo que pasa con la
historia en el libro de ciencias
sociales es sintomático del
predominio de la perspectiva según
la cual el lenguaje es un mero
instrumento de comunicación,
completamente exterior al hablante
(su usuario). De esta manera, la
historia tiene que ver con el orden
deíctico, con la mostración de los
hechos del pasado, que existen
per se, y no con la construcción
de un relato, de un discurso que
produce el propio pasado del que
habla.
[9]
Sobre la idea de que la realidad y
la historia están
siempre ya simbolizadas, véase
Slavoj Žižek,
El sublime objeto de la ideología,
Buenos Aires, Siglo XXI editores,
2009. Dice Žižek:
“En cuanto entramos en el orden simbólico, el pasado
está siempre presente en forma de
tradición histórica y el significado
de estas huellas [los síntomas] no
está dado; cambia continuamente con
las transformaciones de la red del
significante” (p. 88). Y más
adelante agrega: “El pasado existe a
medida que es incluido, que entra
(en) la sincrónica red del
significante –es decir, a medida que
es simbolizado en el tejido de la
memoria histórica– y por eso estamos
todo el tiempo ‘reescribiendo la
historia’, dando retroactivamente a
los elementos su peso simbólico
incluyéndolos en nuevos tejidos –es
esta elaboración la que decide
retroactivamente lo que ‘habrá
sido’” (pp. 88-89).
[10]
Véase Mijaíl M. Bajtín,
Estética de la creación verbal,
Buenos Aires, Siglo XXI editores,
2003.
[11]
Esta lectura es también la que puede
hacerse de la postura foucaultiana
en
La arqueología del saber, Buenos
Aires, Siglo XXI editores, 2004 y en
El orden del discurso,
Barcelona, Tusquets, 2005.
Jacqueline Authier-Revuz (por
ejemplo, en
Detenerse ante las palabras. Ensayos sobre la enunciación,
Montevideo, Fondo de Cultura
Universitaria, 2011) desarrolla una
teoría del discurso a partir del
hecho de que la palabra propia
siempre está habitada por la palabra
ajena.
[12]
Ángela Di Tullio y Marisa Malcuori,
Gramática del español para maestros
y profesores del Uruguay,
Montevideo, Tradinco S.A., 2013.
[13]
Slavoj
Žižek, o. cit.
|
|