La pose vamp salta
a los ojos desde la carátula del CD. Marilyn
Manson (el nombre es una
combinación de dos iconos indiscutiblemente pop, que se
presume oximorónica)
exhibe una imagen desarticulada, de homúnculo, de humanoide
imperfecto esculpido en greda. Cuerpo
invertebrado, sustancia blanduzca que evoca una mezcla de hellraiser,
travestismo y decrepitud. Es la puesta en escena más de
una estrategia de simulación que de una estética,
cuya eficacia radica seguramente, en el vínculo conflictivo
de los medios y una cultura protestante reacia a las incorrecciones,
a los desajustes agresivos, que repudia menos el gesto sacrílego,
que su excibición pública.
La verosimilitud requerida
para ser objeto de repudio no está, demás está
decirlo, en que alguien se autoidentifique como el anticristo,
sino que lo publicite, lo divulgue como grifa. Marilyn
Manson es un compendio de urban legend, un transplante
desde la pantalla chica al escenario público, a la escenografía
del show business, compendio que a su vez se acrecienta
vertiginosamente, en la medida en que el propio backstage
salta a un primer plano para reforzar ese perfil: cuando "la
vida privada" es la esencia irreductible del backstage
-que a su vez ya no es sino una parte fundamental de la producción
de una imagen pública, de la "personalidad" artística,
el lado oscuro que cierra, que completa un nombre como totalidad.
El cuerpo es el soporte de un gesto, y el gesto la representación
de esa pulsión de agitación, residuo imperecedero
de la mitología del rock en su fase extrema, terminal:
hipertélica. Una afectación, un manierismo dark
que se apropia del cuerpo, que lo manipula mediante el camuflaje,
no para retocarlo como en la cirugía plástica (ver doble),
sino para disimularlo, esconderlo detrás de aquello que
verdaderamente quiere ser: una pancarta.
Este cuerpo-pancarta, que
sólo se siente logrado a través de la fotografía,
de la cinta de video, de todas las formas mediáticas que
remiten a la repetición, se muestra como deshumanizado,
o más bien, como vaciado de su humanidad (los ojos congelados, parecidos a los de un
carnero, muertos, disímiles, el rostro embozado, distorsionado
por un trapo que le tapa y le comprime la mitad de la cara: una
foto trucada o retocada, que es un manifiesto, una proclama, un
slogan).
La impostura y la intimidación:
la voz que posa de ultraterrena, las líneas melódicas,
el porte, se enlazan a ese compilado de escatologías, sellan
esa dramaturgia del esoterismo para dar eficacia a esa estrategia
que quiere ser pública, que quiere ser legitimada, que
quiere ser consumida, que quiere, en suma, ser arte.
Un arte que no le importa
ser más que una acumulación de gestos, una proclama
gestual de sus propios preceptos.
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