Algunos historiadores de la cultura
popular rioplatense señalan el año 1884 como el
del surgimiento del teatro regional. Precisamente es en ese entonces
cuando se estrena una versión pantomímica de "Juan
Moreira", basada en la novela homónima del argentino
Eduardo Gutiérrez, publicada en forma de entregas en el
diario "La Patria Argentina", entre 1879 y 1880. Puesta
en escena en los precarios picaderos de los circos finiseculares,
la pantomima gauchesca, plena de una épica martinferriana
y una heroicidad contagiosa, es el resultado de un largo y complejo
proceso espectacular y es, al mismo tiempo, precursora de nuevas
modalidades dramáticas: aquellas que constituyen el denominado
"género chico criollo".
El "género
chico criollo" (Primera
parte)
El circo fue
el espectáculo más popular en estas tierras, durante
los tiempos de la colonia y los de la vida republicana independiente.
En el siglo pasado, ya en extramuros, ya en las villas más
alejadas, ya en los baldíos de barrios periféricos,
se instalaba una carpa -o un remedo de carpa, como lo fue la
primera empresita de los hermanos Podestá en la década
del '70-, se instalaba una carpa, que atraía al público
de diversas edades, especialmente al adulto, con su variedad
de números y propuestas.
Si nos remontamos al año 1829, encontraremos que algunos
programas incluyen oberturas y arias de óperas en sus
funciones, junto a las pruebas de destrezas, equilibristas, forzudos
y jinetes habilidosos. También se interpretan modalidades
dramáticas embrionarias, como el "baile-pantomima",
cuyas técnicas de expresión corporal fueron incorporadas
en Montevideo por los hermanos Cañete.
El primer payaso hecho y derecho que expone sus gracias y volteretas
al público rioplatense fue el italiano Pedro Sotora, "el
hombre incombustible", quien en 1834 deleita a los montevideanos
y bonaerenses, comiendo estopa ardiendo y realizando saltos mortales.
A fines de la década del '20, llega a Montevideo el circo
de mayor envergadura visto por estos lares desde la época
fundacional: la Compañía ecuestre Laferost Smith.
Uno de sus números centrales se anunciaba en cartelera:
"Ejercicios ecuestres por la Sra. Smith, en el que ejecutará
muchas pruebas y actitudes elegantes". Gran escándalo
se produjo, incluidos golpes, improperios y proyectiles improvisados
arrojados al picadero, cuando la hermosa ècuyére
de veintiséis años, lanzó al centro de la
pista unos banderines con los colores del pabellón nacional,
en señal de que el espectáculo había concluido.
En realidad finalizaron las presentaciones del renombrado circo,
que levantó sus carpas y marchó al otro puerto
del estuario en busca de un público que bieninterpretara
sus simbólicas y arriesgadas puestas en escena.
Tal era la importancia que iba cobrando el espectáculo
circense en esta región del mundo, que el mismísimo
Juan Manuel de Rosas, cuando asumió el poder por segunda
vez, un año después de la malograda cabalgata de
Mrs. Smith en Montevideo, no asistió a una función
de gala en el teatro, sino que concurrió a una función
de la empresa Laforest-Smith. El propio titular de la compañía,
realizó el temerario número del "ropero volante",
vistiéndose y desvistiéndose sobre el caballo al
trote.
Durante el período rosista, el teatro y las formas del
espectáculo en general, tuvieron un fuerte impulso y apoyo
oficial, incluso se conformó una escuela de actores criollos.
Los federalistas veían, además, con regocijo, al
final de cada función, la quema de un judas con el nombre
de algún unitario refugiado en Montevideo.
Es en estos mismos espacios circenses, donde por primera vez
se exhibe la natación, la lucha libre y los primeros conatos
de box, como espectáculos públicos. En 1858 se
realiza la primera función de domadores y fieras: los
ojos atónitos de los espectadores contemplaban de qué
manera una domadora se las arreglaba para controlar en la jaula
a latigazos, a dos leones, un oso, una hiena y dos gatos monteses.
El picadero cobra protagonismo en la escena rioplatense en forma
paralela al teatro tradicional, con compañías europeas
y con nutrida asistencia de las burguesías locales. Cabe
acotar que el propio circo incorporó tempranamente comedias
jocosas y algunas piezas con mayores pretensiones dramáticas.
Esto sucedía en tiempos de la Guerra Grande, cuando el
Circo Olímpico era un lugar de culto para las clases medias
y populares.
Las zanahorias y el titán en el ring
En 1869 llega a Buenos Aires el circo italiano Chiarini,
típica compañía clánica, cuyo eje
actoral \ empresarial lo conforma el núcleo familiar.
Los números ecuestres de Giusseppe Chiarini y su elenco
fascinan al público durante mucho tiempo. Pero la novedad
de esta compañía estaba en el vestuario de sus
asistentes: libreas anaranjadas compradas en un remate en México,
durante una gira, luego de la derrota de las tropas del emperador
Maximiliano por las fuerzas de Juárez. Las prendas eran
de la servidumbre imperial, Chiarini las compra y viste con ellas
a los ayudantes de pista, desde ese entonces denominados en la
jerga del circo, "zanahorias".
Ese mismo año comienza a actuar en Montevideo y luego
en Buenos Aires, el payaso genovés, acróbata y
luchador consumado, Pablo Raffetto, discípulo en su tierra
natal de Sicurgo Amato, un anciano griego maestro en lucha romana.
Raffetto monta una pequeña empresa y deambula por ambas
márgenes del Plata, mostrando su número del cañón.
En nuestro país, tiene problemas por circular con un cañón
en tiempos de guerras
intestinas. El arma es requisada, usada en combate y expuesta
luego en la fortaleza del Cerro
.
Las enseñanzas del catcher griego, se transforman
en una importante fuente de trabajo para el genovés. Los
espectadores lo desafían a pelear en las funciones, y
es así que la lucha se transforma en el plato fuerte del
espectáculo. El reglamento recomendaba: "Es prohibido
poner los dedos en los ojos como de hacer uso de los dientes",
y también "Se avisa a los luchadores de no pegar
cabezazos, no cometer acciones hostiles".
Interesan a la historia del espectáculo rioplatense las
andanzas de este "titán en el ring" por su encuentro,
en 1877, con los hermanos Podestá, quienes asomaban en
ese entonces a los picaderos locales con sus habilidades acrobáticas.
La prehistoria de los Podestá
Raffetto contrata a los jóvenes hermanos uruguayos durante
seis meses, para realizar una gira por el sur de la provincia
de Buenos Aires, casi hasta la línea de fortines donde
se percibía el olor de la amenaza del malón.
No sólo compartían estos grandes artistas los extremos
de un contrato laboral y las vicisitudes de la peregrinación
en desvencijados carretones -once llegaron a tener los Podestá
años después-, sino además la sangre genovesa.
Los padres de los actores uruguayos llegaron desde la tierra
zeneize a Buenos Aires, ciudad de la que huyeron frente a la
inminencia de la batalla de Caseros, cuando se corría
el rumor de que las tropas de Urquiza iban a degollar a cuanto
extranjero hallaran avecinado en la urbe.
Unos años después, en 1858, nace el tercer hijo,
José Podestá, ya instalada la familia en Montevideo.
Será el más famoso de los hermanos, el futuro "Pepino
88". Se mostró en su juventud como excelente nadador
en las costas de los Pocitos y mejor acróbata en trapecios
y aparatos de fabricación doméstica.
El adolescente Podestá
instala un circo de barrio, en un galpón ubicado en las
calles Isla de Flores y Convención. Allí, junto
a sus hermanos, ofrece diversas piruetas y números arriesgados.
Alternaba en ese entonces el futuro cuñado y socio, Alejandro
Scotti (1857), quien deleitaba al público
del barrio Sur con su "crucifixión de Cristo",
colgado de las argollas sólo con los dedos mayores. Scotti
se asocia, años después, con Raffetto, y luego
integrará la compañía Podestá-Scotti
de gran éxito popular.
Los Podestá atraían público en las dos capitales.
Llegaron a recibir un premio en el mismísimo teatro Colón,
en un espectáculo a beneficio de los huérfanos
de los batallones de Mitre, luego de acallarse las armas del
estallido revolucionario. Allí son aplaudidos por la poderosa
burguesía rioplatense y por los albaceas del poder político.
Un número de alto riesgo que practicaban Pepe y Pablo
Podestá en un circo de 18 de Julio donde luego se levantara
el Palacio Jackson, fue muy aplaudido en Buenos Aires. El "vuelo
de los cóndores", con el Pepe volando por los trapecios
y el pequeño Pablo montado a sus espaldas, dejó
atónito a los espectadores. Luego de ejecutada la prueba,
y disminuida la tensión, arrojaron al picadero una lluvia
de golosinas, sombreros, flores y cigarros.
Los dos rostros del payaso
Además del genovés Raffetto, dos fueron los payasos
que conquistaron las plateas del fin de siglo: Pepino 88 y Frank
Brown. Este último, a quien Rubén Darío
elogiara en su "Autobiografía", llega a estas
tierras en 1884. Con un estilo
distinto al del clown criollo, el inglés nacido
en Brighton en 1858, aparece en carteleras como "El rey
de los clowns". Conoce el español y los niños
los aclaman cuando lanza golosinas de una cesta a las tribunas:
"A mí, a mí Flon Blon [sic].
Prepara un espectáculo en clave de sátira, en el
que se propone como candidato al Congreso en plena campaña
electoral de legisladores (1884), en Buenos Aires.
En 1893, cuando Marcelo Torcuato De Alvear participaba del levantamiento
revolucionario, acudió Brown al campamento de Temperley,
donde estaban los rebeldes -un grupo de paisanos mal armados-
e improvisó un espectáculo con reparto de cigarrillos
para los alzados en armas.
Durante algún tiempo Brown trabajó en sociedad
con los hermanos Podestá. De esa época es la anécdota
que le cuenta Pablo a Vicente Salaverri, cuando el primero sufrió
un accidente laboral y se "arrancó la cadera por
completo": "Fue en Buenos Aires, en el San Martín,
donde erigía su imperio cascabelero y frívolo Frank
Brown. Trabajaba yo en los tres trapecios volantes. El calor
hubo de traicionarme. No pude asir las manos al hierro, ascendí
por sobre la plataforma, pasé por encima de la red y fui
a dar a un corredor, donde quedé maltrecho. A más
de la cadera habíame destrozado una pierna y un brazo.
Recuerdo que cuando me conducían exhausto, el doctor Máximo
Paz -que era en aquel entonces gobernador de La Plata- puso en
una de mis manos un papel de cien pesos, compadecido sinceramente
de mi infortunio".
Mayor infortunio tuvo el trapecista catalán Enrique Caballé,
cuando cayó de una altura de 8 metros en plena función
y murió instantáneamente, una tarde de 1875 en
Durazno, en la carpa de la compañía del francés
Felix Henault. El empresario decidió que un joven trapecista
montevideano sustituyera al infortunado español: José
Podestá.
El trapecista deviene en payaso y conforma un repertorio de canciones,
letrillas y chistes, vinculados a los tópicos de actualidad.
Varios cancioneros del payaso oriental fueron publicados durante
décadas: "Voy a decir alguna cosa \ sobre los
tipos del día \ que con gran categoría \ se la
echan de literatos \ siendo sólo unos pazguatos \ enamorados
por demás, \ que si ven una mamá \ con alguna de
sus hijas, \ los cara de lagartijas \ le dicen alguna cosa: \
Adiós pimpollo, ¡qué hermosa! \ ¿Quién
será el afortunado? \ ¡Qué tipo desvergonzado!
\ la mamá furiosa grita \ y ellos van con la varita \
entre los dedos jugando... \ sin un medio en el bolsillo \ y
la barriga silbando".
Además de sus habilidades de músico y cantante,
Pepino 88 desarrollaba una suerte de espectáculo interactivo
con el público, con quien dialogaba y a quien involucraba
en su propuesta de humor.
Es un precursor de los personajes que encarnarán años
después los capocómicos Luis Vittone, Enrique Muiño
y Florencio Parravicini. Este último, después de
despilfarrar una herencia, y antes de ser el ídolo del
público rioplatense, se gana la vida como tirador experto,
en un número en el que desnuda a tiros a su partenaire,
acertando a los broches de su vestido. No se cobraba entrada
a este número que desafiaba a la muerte, pero sí
existía una "consumición mínima".
Juan Moreira entre el picadero y el escenario
En 1884 la Compañía de los hermanos Carlo había
tenido una excelente temporada circense. Los empresarios deseaban
responder a la buena acogida del público con un número
nuevo, original y de destaque en las carteleras.
Surge así la idea de representar un drama gauchesco en
el picadero, y se invita a Eduardo Gutiérrez -autor de
novelas de folletín, verdaderos best sellers en
la época- a preparar un guión para la pantomima
"Juan Moreira" basada en su novela homónima.
Contrataron a Pepe Podestá, exitoso payaso, buen jinete
y cantor. Se preparó concienzudamente el espectáculo,
con la dirección artística a cargo del maestro
de coreografías Pratessi. Hasta 1886 se presentó
con el auxilio de la gestualidad de los actores. Escenas como
las del cepo, la pelea con la partida, los encuetnros con Sardetti
y don Francisco, se hacían sin el auxilio de la palabra
hablada. No obstante, se escuchaba la voz de Pepe cantando las
décimas que comienzan: "El hondo pesar que siento
\ y ya el alma se desgarra..."
Pocos años después, independizados los Podestá,
José escribe un libreto en base a los diálogos
de la novela y se representa el "Juan Moreira" parlante,
con un gran éxito en las carpas de ambas orillas. Baste
saber que sólo en Montevideo se puso en escena 42 veces
consecutivas en el año 1889. Para ello se habilitó
un local ubicado en la esquina de Yaguarón y san José
donde los Podestá actuaron con el asesoramiento del doctor
Elías Regules.
La "moreirización" del espectáculo circense
es un hecho incuestionable en la última década
del siglo XIX .Hasta surgen neologismos en el habla coloquial,
como "amoreizarse", y, en los partes policiales, se
registran expresiones como "por hacerse el Moreira fulano
de tal está detenido".
Situaciones diversas se provocan entre los concurrentes a la
carpa. Una crónica de un diario argentino testimonia un
incidente que se produce en Mercedes (Argentina) cuando se desarrolla la escena
en la que Moreira trepa al muro del prostíbulo "La
estrella" y es muerto por un cabo de la policía:
"en el momento culminante un concurrente a las gradas
que venía siguiendo con particular alharaca el desarrollo
de la pieza, gritó con toda su voz: -¡ Ah, cobarde!
¡Así no se mata a un hombre!, y se largó
a la pista, puñal en mano, resuelto a vérselas
con el Chirino de mentirijillas".
Los dramones gauchescos, con mucha sangre corriendo en el picadero,
con heroicos centauros criollos apechugando el destino fatal,
inundan desde 1886 los escenarios de teatrillos de barrio, los
picaderos de circo de pueblo, para luego llegar a los teatros
renombrados de las ciudades. Cuenta el escritor Eugenio López,
que el empresario Raffetto -ex payaso -le pidió en una
oportunidad "un drama terrible"; "me tenés
que matar todos los milicos que puedas", le dijo al
guionista.
Las leyes de la oferta y la demanda del espectáculo masivo
se cumplían con absoluto rigor. El matrero solitario,
el tano malhumorado y la "costurerita que dio el mal paso",
agotarían en tres décadas sus propios modelos harto
estereotipados.
Otros gauchos, como "Martín Fierro" adaptado
a la escena por Elías Regules y "Juan Cuello"
preparado por Luis Mejías, saturaron las arenas y las
tablas. En 1896 se estrena "Calandria", comedia de
costumbres del entrerriano Martiniano Leguizamón. Su protagonista
marca el pasaje entre el gaucho matrero y el campesino: "Calandria-Ya
este pájaro murió \ en la jaula (por Lucía)\pero
ha nacido, amigazos,\ el criollo trabajador!..."
A esa altura, el modelo original del "Juan Moreira",
ya había sido reformulado muchas veces, agregándosele
escenas y personajes, como por ejemplo el inefable Cocoliche.
Según algunas versiones el personaje nació de la
improvisación de un estudiante de Medicina que acostumbraba
ir a la carpa y a los camarines. Una noche ingresó al
picadero en plena función del Moreira. El público
rió mucho con sus dichos y payasadas improvisadas, pensando
que estaban previstas en el libreto: "Ma quiame Franchisque
Cocoliche, e songo cregollo gasta lo güese de la taba e
la canilla de lo caracuse, amique".
Los contenidos del sainete criollo ya estaban perfilados. El
circo dio sus frutos y propició las circunstancias para
que ese género teatral cuajara. La reiteración
y el desgaste de sus recursos temáticos y escénicos,
provocarían 30 años más tarde la declinación
de la modalidad más productiva del denominado "género
chico criollo".
El 29 de mayo de 1930, un cronista bonaerense anotaba que el
sainete criollo "El conventillo de la Paloma" de Alberto
Vacarezza, había registrado mil funciones, pero la obra
se mantenía en cartel "no por el capricho del
empresario, sino por el público que concurre a verla".
No obstante, el público había comenzado a interesarse
en un nuevo subgénero dramático que aportaba una
visión irónica de la vida, una mueca trágica
junto a la sonrisa compasiva, el dislocamiento de la realidad
desde el sesgo dolido de la carcajada.
El grotesco criollo dejó
al descubierto la relatividad de los valores, el amor,
la solidaridad, meras máscaras que caen. La crisis económica,
los golpes de estado y la pérdida de referencias personales
y sociales cuajan en la escena. Un personaje de "Relojero"
(1934) de Armando Discépolo, dirá:
"...el hombre es el mismo siempre, bajo cualquier cielo,
bajo cualquier fórmula: una fiera que busca su bienestar".
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 20
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