Cuando,
a mediados de los sesenta, Lotfi Zadeh creó la lógica
difusa difícilmente pudo imaginar que, alguna vez, su
teoría sería aplicable a asuntos por entonces más
relacionados con la metafísica, la religión y el
espiritismo que con las ciencias duras. Sin embargo, en estos
días, la comunidad global enfrenta un conflicto de cuya
resolución depende el futuro equilibrio en una de las
zonas más explosivas que existen: el mundo.
El
largo proceso de agonía del líder palestino Yasser
Arafat generó muy contradictorias versiones y las más
extrañas declaraciones y desmentidos públicos.
Sin duda, una de las más interesantes es la de un diario
on-line que titulaba el martes 9 de noviembre de 2004,
muy tranquilamente, que aunque Arafat no había muerto,
no estaba vivo. Tal estado intermedio parece posible sólo
en las viejas películas clase C de
los viernes de noche, a menos que apelemos a la teoría
de Zadeh. Según ella, los conjuntos difusos permiten a
los elementos contenidos pertenecer simultáneamente a
más de uno.
La
lógica tradicional establece para cada elemento dos posibilidades
respecto a un conjunto, que son: aquel está o no está
contenido en éste. Un número entero cualquiera,
por ejemplo, pertenece al conjunto de los pares o no pertenece;
no cabe una tercera opción. La lógica difusa, en
cambio, distingue una cierta escala intermedia que ordena los
elementos de acuerdo a grados o niveles de pertenencia. Es posible
mediante operaciones lógico-matemáticas ubicar
con precisión la posición relativa de un elemento
dado. Al manejar, por ejemplo, conceptos como bastante rico,
o medianamente complejo, es factible medir el grado de riqueza
y pobreza, o de complejidad y sencillez para cada caso concreto.
Se puede también encontrar el peso relativo que un elemento
determinado tiene sobre un subconjunto o el tamaño de
éste en relación al universo total.
Evidentemente,
una lógica así parece llevarse mejor con una realidad
no determinada exclusivamente por los valores falso y verdadero.
El problema surge cuando esta visión desborda todo ámbito
y genera razonamientos del tipo: mi vecina anda medio embarazada
o tengo un perro más bien mamífero.
Durante
esos días, y siguiendo la lógica difusa, se hubiera
podido establecer, por ejemplo, el peso relativo que Arafat iba
teniendo sobre el subconjunto de los vivos según la fórmula:
PV(Arafat) =
V(Arafat) / T(V)
siendo:
V(Arafat) el grado de pertenencia del líder al subconjunto
de los vivos y T(V) el tamaño o cardinalidad del subconjunto
de los vivos tomando como universo la totalidad de los seres
humanos, vivos y muertos.
Teniendo
en cuenta que los médicos que atendían al Rais
hablaron primero de un coma profundo y, más delante, de
otro más profundo aún, el concepto de difuso parece
más que pertinente. Porque a él se asocia, además,
la idea de incertidumbre. Es evidente que Arafat se aferró
a la vida como los pulpos (según
descripción de Bustos Domecq). Los tubos, mangueras y líquidos
obscenos que lo seccionaban,
conformaron su versión de la cápsula blindada al
tiempo que conservó 20 años a Eva Perón.
La diferencia es que Arafat evolucionaba constantemente (se agravaba, ahondaba
su coma, infartaba).
Todo
lo que rodeó la situación (las consecuencias geopolíticas,
económicas y religiosas) y su propia extensión
en el tiempo fueron generando discursos cada vez más disparatados.
La principal autoridad religiosa que lo asistía en París
elevó a la n el delirio declarando esta joyita: "estamos
aquí para asegurarnos de que no le desconecten el respirador
artificial, de forma que tenga una muerte natural". ¿Tal
preocupación no debió evitar que lo conectaran?
¿No habría sido incluso más natural sacarlo
de Ramala caminando, o a nado?
Cuando,
continuando su evolución, Arafat dejó de respirar,
ya se había instalado una nueva realidad en Medio Oriente
(cuyas principales
figuras, a la vez que esperaban un desenlace rápido, vieron
en aquella extraña sobrevida una posible forma de perpetuar
su propia influencia aún después de desaparecidos:
hacerse los vivos, digamos). Una madrugada, alguien (la familia, o los médicos,
o la empresa eléctrica francesa a cargo, o Alá)
desenchufó
al viejo guerrero. ¿Quiere decir esto que murió?
No necesariamente. Quizás podamos tener una versión
unplugged de Arafat.
Aún
ahora, cuando la ecuación acerca al Rais al conjunto de
los no vivos y lo aleja del de los no muertos, no hay desaparición
total. Hay un cuerpo enterrado provisoriamente en Ramala, hasta
que (según
declaran los palestinos) pueda ir a Jerusalén. Es decir
que Arafat, menos vivo, estará un tiempo en la Mukata,
generará peregrinaciones y, sobre todo, construirá
un camino a seguir, un objetivo y un motivo de lucha: llegar
a la mezquita de al-Aqsa. Esos despojos célebres son la
nueva forma de Abu Ammar que vive y lucha.
¿Queda
pálpito, soplo restante en tan poca materia? ¿Cuánto?
Está claro que el rendimiento vital de Arafat dibujará
de aquí en más una curva de incremento decreciente.
O sea, aumentará cada vez más levemente su peso
relativo. Pero lo aumentará.
En
un mundo donde las ideologías también agonizan
desde hace décadas, aquellos líderes que al morir
continuaban viviendo en el corazón de su pueblo (como Pacheco Areco en
el de García Pintos) y en las camisetas o banderas (como Guevara en la barra
brava
de Yokohama Marinos),
quizás puedan hoy perpetuarse de verdad, trascendiendo
el álgebra booleana, arropados por Gödel, antes que
por los vapores del formol.
Urge establecer cuán muerto sigue Arafat, o al menos si
lo está lo suficiente como para que otros, más
vivos, se hagan cargo de la situación. Al mismo tiempo,
en Uruguay (mientras el senador
Mujica asegura que algunos de los posibles inversores extranjeros
en Uruguay están pasados
de vivos)
las elecciones de octubre de 2004 han dejado no pocos cadáveres
que deambulan en busca de un respirador libre, un par de pilas
o, al menos, un cable pelado del que asirse.
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