Cuatro púberes asesinan
a un comerciante. Un homosexual
mata a su pareja de quince puñaladas. Un niño es
torturado por madre y padrastro. Una niña es violada por
su tío. Aquí hay silencio. El asistente social,
el sociólogo o el penalista los enmarcan en un artefacto
discursivo que funciona como una especie de limbo categorial.
Violencia doméstica, delincuencia juvenil, maltrato
y abuso de menores -figuras sociológicas o jurídicas
que los clavan en su negatividad, que los convierten en un superorganismo
colectivo, privándolos de rasgos individuales, de propiedad,
de alma. Estos crímenes y estos criminales tienen una Historia
-una historia cultural o estadística de las figuras que
los tipifican- pero no un pasado, una historia privada que pueda
escribirse.
Con Pablo Gonçalvez,
un asesino serial apareció en
la historia de la criminología uruguaya. Gonçalvez
desató un rápido exceso de discursividad, un ligero
enloquecimiento
de conferencias, artículos, ateneos, mesas redondas, debates.
Algo creaba la necesidad de superar la crónica, el testimonio
y la tipificación, o, por lo menos, creaba la necesidad
de volverlos reflexivos, profundos, inteligentes.
No solamente el sociólogo y el criminólogo, sino
también (y sobre todo) el psicólogo, el psiquiatra,
el psicoanalista, y hasta el filósofo, tienen cosas que
decir sobre Gonçalvez. Quizá no estamos lejos del
sueño provinciano de parecernos a Londres victoriana,
de tener un psicohomicida, un Hannibal Lecter, una crónica
roja con estilo, con tradición
y nobleza literarias.
Lo cierto es que Pablo
Gonçalvez, niño inofensivo, hijo de familia acomodada,
comete homicidio. Profundo misterio. Sin motivos o razones aparentes,
sin que lo abandone su ectoplasma indiferente y cool,
vuelve a matar. ¿Por qué mata? ¿Qué
piensa? ¿Qué siente si siente? (Qué
novela,
qué romance).
Repetición (vuelve
a matar), inmotivación
(no sabemos
por qué mata):
dos rasgos que, paradójicamente, proveen
a Gonçalvez de una psicología. Justo al cuestionar
la existencia de su alma y ponerla en la línea de la sospecha,
se crea el obsesivo interés por ella, se le da un grosor,
una individualidad (una concentración
de individualidad, para
ser exactos).
Repetición e inmotivación son precisamente
puertas de entrada para el discurso psico: compulsión,
tics, indiferencia, aparente ausencia de culpas o conflictos
-accidentes en la vasta geografía del alma, cuya hipotética
cartografía será útil en medio de la tormenta
romántica.
Pero repetición
e inmotivación son también, y esto es lo interesante,
coartadas literarias. Retórica, recursos, estrategias
y figuras de una novela, de un psychothriller desdibujado
e impersonal. Repetición: suspenso en línea,
cadena metonímica, sospecha (¿esperanza?) de que detrás de la
serie (de crímenes) hay un orden, de que detrás
de la acumulación y el amontonamiento (de
muertas) hay una
jerarquía, una gramática -igual que el viejo lingüista
o el viejo semiólogo: interpretar obliga a convertir en
frase, en lenguaje, al asesino y a su oscuro itinerario de estranguladas
y apuñaladas. Inmotivación: abducir, inventar,
llenar con relato hipotético, con historia, los agujeros
y las fallas en la lógica causal de la conducta.
La distancia, o mejor,
la lejanía, es la clave narrativa. Distancia entre
las condiciones y circunstancias del actor
y la acción realizada (comete
homicidio). Lejanía
afectiva: Gonçalvez está lejos de lo que hace,
es neutro, parece no sentir. Lejanía sociocultural: Gonçalvez
está histórica y socialmente lejos del homicidio.
Lejanía tipológica: el aspecto y el empaque de
Gonçalvez están lejos de lo que somos capaces de
imaginar como un asesino.
Es desde esa lejanía
de pintor paisajista que Gonçalvez mata. La misma lejanía
desde la cual el discurso psico lo mira y lo inventa.
Cámara de Gesell. La lejanía dibuja la forma de
lo enigmático. La misma lejanía que permite dibujar
al propio asesinato y estetizarlo, quitarle peligrosidad y volverlo
inofensivo, tratable.
En la medida en que nos arranca del estupor y nos sienta tranquilamente
en la máquina de la reflexión. Hace que cuestionemos
su alma (¿puede tener
alma una persona que parece no sentir, que parece reunir todas
las condiciones para no delinquir y que sin embargo incurre en
la forma más brutal y helada de la delincuencia?), y precisamente, al cuestionarla,
hace que nos sorprendamos dudando, discutiéndola, afirmándola
oblicuamente. Lo hemos llenado de psico. Gonçalvez,
el actor, puede estar eventualmente vacío (¿poseído?), pero no su historia. La novela
que él ha escrito y actuado, está llena de alma.
La lejanía es
también la diferencia entre Gonçalvez y los crímenes
que mencioné al principio. La marca de éstos es,
precisamente, la proximidad, el compromiso cultural y afectivo
inmediato y local. Tan inmediato y tan local, a decir verdad,
que lastima y mata. Crímenes de pensión: vivimos
tan cerca, sentimos tanto unos por otros, nos estorbamos, nos
lastimamos. Marginalidad y delincuencia juvenil son rasgos solidarios,
ya próximos, pegados, adheridos, no necesito aproximarlos
a través de recursos teórico-narrativos de interpretación.
Hay una lógica superficial de la conducta, que se explica
a sí misma: procedencia socioeconómica, entorno
afectivo, privaciones, exposición y habituación
temprana a la violencia, hiperafectividad. El delincuente (el monstruo
psicopático, a diferencia del enfermo, del conflictuado)
es descrito o aun
explicado, o mejor, diluido en el entorno, en lo exógeno,
en un afuera. Recorte negativo de su circunstancia social, emergencia
torcida y patológica de un contexto torcido y patológico,
no hay necesidad alguna de inventarle una psicología profunda.
Pura ananké.
No hay misterios ni enigmas románticos a resolver. No
hacen falta detectives del alma. La violencia marginal, o iletrada,
o pobre, o promiscua, es un pastiche
sin estilo y sin forma
-no es un policial deductivo como los historiales clínicos
de Freud.
Es pura superficie de exposición, no esconde absolutamente
nada, ningún secreto familiar, ningún conflicto
a (re)construir desde la emergencia sintomática.
Los delincuentes, los
monstruos biológicos o automáticos son héroes
trágicos, no caracteres del teatro burgués. Son
máquinas (en el sentido
de autómatas, desalmados),
están sumergidos en la lógica carnívora
de la sobrevivencia, donde matar o morir no requiere explicaciones
metafísicas ni interpretaciones profundas. Viven en permanente
estado de guerra, en un espacio lleno de socius, exactamente
al revés que Gonçalvez, que se llena de psico
precisamente en la medida en que se vacía de socius.
(Este vaciamiento tiene aquí
un sentido metafórico trivial: la introversión,
la casa grande en la que vivía casi solo, el barrio residencial
tranquilo y vacío, lleno de espacio y vacío de
gente. Es el mismo sentido en el que las clases sociales altas
son cada vez menos sociales).
Ellos son una alternativa del hacer, y no del ser como Gonçalvez.
El hacer (psicopático,
acting out)
no se psicoanaliza, sólo el ser puede funcionar como fundamento
para una lectura del alma.
Crear, hablar, escribir, herir, acariciar, matar.
En psico,
toda acción, en última instancia, expresa algo (un
conflicto, un alma, un inconsciente, una intimidad, un pasado). El monstruo psico o el homicida psico
dice algo de él cuando mata (de hecho, no hace otra cosa). Todo es símbolo y lenguaje
-actividades humanas por excelencia, que redimen por lo menos
parte del carácter monstruoso de su ejecutante, que enfatizan
lo humano en "humanoide".
En socio, en cambio, toda acción resuelve, o intenta resolver,
un problema práctico. El monstruo socio o el homicida
socio (el alien) se quita a alguien molesto
de encima, o se defiende, o consigue dinero, o alivia un desborde
inmediato. Si el crimen socio dice algo (indica),
es menos sobre su autor que sobre sus circunstancias.
En psico, la acción es una rúbrica romántica,
la signature,
la grifa, el copyright: es el orden del símbolo:
marca de lo único, de lo irrepetible, de lo subjetivo
y personal.
Aunque las instituciones
que tratan y tramitan a Gonçalvez son las que definen
al delincuente (lo jurídico,
lo penal, lo policial),
no se ha dejado de darle, incesantemente, la investidura humana
del enfermo, de alguien provisto de un alma, de una psicología,
aunque ésta esté degradada, desviada, mórbida,
retorcida, crecida y, en suma, dramatizada. Del otro lado, en
el arrabal, en la zona fantasma, están las figuras animalizadas
del Pelado o el Negro Sol.
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