Freddy
Krueger era un psicópata. Pero en él había
un plan
y una implementación, un proceso. Estaba lleno de sadismo, picardía, crueldad,
recursos, efectos. Había un deseo
de atemorizar que lo antecedía y lo lanzaba. Krueger era
histeria, un actuador. Tenía algo de Guasón, de
payaso.
Era barullento, espectacular, se reía, desafiaba y provocaba
a sus víctimas con una voz aguda y áspera. Se travestía,
se transformaba, mentía. Era una enfermera, un niño,
un auto.
Algún rasgo propio siempre lo delataba: las cuchillas,
la combinación de verde y naranja, la voz. Esa era la
idea,
por otra parte. Krueger jugaba y quería que la víctima
lo supiera. A pesar de las carnicerías de las que era
capaz,
su performance tenía mucho de travesura de duende o de
pequeño demonio. Era más molestón, dañino
o insolente
que destructivo.
Jason Voorhees, es
obvio, no era sino un empuje. Sin lenguaje, sin espesor, sin
heroísmo, sin psicología.
Era, en todo caso, un oligofrénico. Un ángel exterminador
que arrasaba todo a su paso lentísimo. Neutro, silencioso
y opaco, sin más expresión que la respiración
pesada detrás de la máscara (¿rudimentariedad?
¿violencia contenida?),
Voorhees era nada. Una nada
que descuartizaba, desolla-ba, desguaza-ba, destripa-ba.
Al igual que en Krueger, una historia pretendía justificar
la serie de muertes espectaculares. Pero una historia desdibujada,
que ya no importaba. Se trataba, comprendíamos, de una
venganza. Pero, a diferencia de
la de Krueger, ésta era una venganza desplazada, masiva,
compulsiva, indiscriminada (se
trataba menos de una venganza que de una maldición). Si había un motivo,
éste se había perdido detrás del automatismo
de su ejecución. Mientras los muertos de Krueger eran
un orden, una organización, una sintaxis (descendientes de quienes lo mataron,
tour de force y de ingenio con la heroína), los de Voorhees eran una
serie, una acumulación, un amontonamiento.
Krueger era, típicamente,
un perverso. Se entrometía
en la privacidad, en la intimidad, en los sueños, en la
cama, en la bañera, en las conversaciones telefónicas.
Miraba por hendijas y cerraduras, veía lo que no debía
verse, oía lo
que no debía ser oído. Necesitaba reconocerse en
los límites
para poder ser.
Precisamente por querer subvertirlos, traspasarlos y transgredirlos,
no podía ignorarlos. Krueger era un especialista en límites.
Jason era un hipertélico, no entendía de límites:
las puertas y las paredes se derrumbaban, caían, no interesaban.
Lento, torpe, opresivo, imparable, arrancado de lo imaginario
más crudo, Voorhees era la forma misma de un miedo primordial.
Era chato, como la propia muerte.
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