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ISSN 1688-1672

 



AUTÓMATAS - GOLEMS - LÍMITES DE LO NATURAL -

Autómatas*

Carlos Pellegrino
Cada época tuvo el autómata que mereció y su autómata preferido, y si estrenamos un discurso más fanático, lo tuvo según el límite gnoseológico que le imponía una u otra determinada concepción del mundo...

 

“Nos permitimos como última definición llamar autómatas a ciertas construcciones que no tienen lo que llamamos un alma, gozan del poder de moverse por si mismas, y como organismo artificial, de modo fetichista y controlable no padecer la enfermedad y la muerte.”

Un autómata antes que nada, es una máquina, un mecanismo artificial. Pero también puede ser un instrumento musical que toca con ayuda de un mecanismo oculto,
muy a menudo adoptando la forma de un instrumentista
que toca otro instrumento. A pesar de que a muchos lectores la sospecha del interés que puedan ofrecer semejantes ingenios les haga fruncir el ceño con desconfianza, la historia y evolución de los autómatas desde mucho antes de la civilización griega fatiga la mente del hombre y recorre todas las épocas, hasta llegar a nuestros días, arrastrando en su cauda incandescente muchos de los prodigios de la técnica del siglo XX. Bajo formas siempre renovadas, gozarán de buena vida aún en el siglo XXI.

Natural, artificial...

Los autómatas nacieron de remotísimos ancestros, las máscaras animadas de Africa y Oceanía, a partir de mecanismos ingeniosos y progresivamente complejos.
Desde el Príncipe hindú Bochum y los hermanos All-Jazari -autores de tratados de construcción-, hasta Vaucansson y los modernos Wiener y Ashby, estos ingenios fueron exigiendo proyectos cada vez más rigurosos, para llegar hasta el computador. El mundo automático arrastra una prole farragosa, que incluye los juguetes mecánicos y los relojes, los que, desde los más primitivos hasta los relojes astronómicos, derivan todos de los mismos procedimientos técnicos.

La distinción entre objetos artificiales -el mecanismo de un reloj o una paloma que está hecha de metal y tela, o la pantalla de un televisor-, y los objetos naturales -una planta o un pato, el trueno o la reacción que nos provoca el sueño-, nos parece inmediata, aprehensible e indudable. Pero meditar sobre ello arroja indefiniciones. Un artefacto es un aparato construido, es decir producido con arte y/o técnica. Se piensa así que la naturaleza no tiene una índole derivada o proyectual como el artefacto, es decir, el propósito de quien lo construyera con determinada intención de uso.
De lo contrario, deberíamos hablar como los creyentes del plan de Dios, y no se nos escapa que estamos escribiendo para lectores de respetable fe desconocida. Sin embargo,
las estructuras dotadas de proyecto de construcción no se diferencian de aquellas que, aún sin obedecer a ninguno, gozan de estructuras regulares y repetitivas, sean estas artificiales o naturales.

Ciencia y autómatas

Si los autómatas se abrieron paso tan lentamente, es porque debieron esperar el avance de las tecnologías más diversas, acompañar la evolución de la filosofía para no ser considerados una práctica sacrílega, y aún seguir la historia del arte, requiriendo de la sensibilidad el soplo para comunicarse con el hombre en cada momento histórico.
Cada época tuvo el autómata que mereció y su autómata preferido, y si estrenamos un discurso más fanático, lo tuvo según el límite gnoseológico que le imponía una u otra determinada concepción del mundo.

Veamos en qué se puede diferenciar al autómata de otros entes dotados de movimiento. Lo que diferencia un organismo de una máquina es, más que ninguna otra cosa, aquello que no puede ser referido a las categorías de fuerza o materia. Una magnitud independiente que no es ni energía ni substancia, sino una tercera categoría, expresada por la medida del orden de un sistema, o sea, su grado de organización. Esto que ha sido establecido por Norbert Wiener en 1948 con claridad, remonta al problema de la forma, tal como fuera concebido por Platón y Aristóteles,
y ocupa el centro del museo imaginario o virtual de los autómatas de todas las épocas.

Si en algo la historia de la ciencia ha sido ambigua, y negligente con secretos que pertenecen por un lado a la historia de los mitos y por otro a la anticipación pura, es con la dichosa estación (ya que no depende de cambios climáticos) de las criaturas artificiales a las que llamamos autómatas. Sin embargo, éstos no existirían si la ciencia no los hubiera amamantado con incansables y renovadas nodrizas. Si no hubiese permitido explicar el movimiento retrógrado, los motores, los principios y leyes de la física,
la mecánica e hidráulica, y tantos otros fenómenos que no
es el momento de enumerar ahora.

Máquinas de borronear el deseo

En la Antigüedad recibían el nombre de autómatas ciertas máquinas sin una aparente utilidad inmediata, que tenían el aspecto de personajes o animales dotados de movimiento, procurando de que externamente no se advirtiera la causa
del mismo. El primer uso que tuvieron fue como artefactos inauditos o instrumentos de magia en manos de poderosos sumos sacerdotes/dignatarios, cuyos designios se descuentan inescrutables.

La caída de un peso, el escurrimiento de un fluído (agua o mercurio en general) o el de un sólido reducido a polvo, un chorro de agua, la presión del aire comprimido o la del vapor de una substancia en ebullición, aportaban a los autómatas pneumáticos e hidráulicos -respectivamente-, la fuerza motriz que les daba “vida” o etimológicamente los animaba, es decir, les prestaba un alma. A lo largo de la historia estas máquinas de borronear el deseo del hombre, de reconvertirlo en máquina con ingenio demiúrgico, exigieron la operación de prestarles un alma, y ello no se hizo sólo con mecanismos, sino también con palabras secretas, pases de encantamiento y cálculo del misterio de la vida misma.

A medida que las invenciones permitieron su evolución desde el reloj-elefante-descrito en el célebre tratado de Al-Jazari, y que estaba animado por una multitud de autómatas que desplegaban significados simbólicos precisos, alrededor de 1200 antes de Cristo- y la Paloma de Arquitas -una paloma artificial que se movía y asombró a los más incrédulos en la época de Carlomagno-, hasta los actuales robots fabricados en serie para la fabricación de torres en un programa aeroespacial, hay una servo-pista de información continua.

Los autómatas y su relación con las artes del tiempo y los jardines.

Por su naturaleza híbrida y la ambigüedad que les es inherente, los autómatas mantienen plegadas sus raíces mitológicas filosóficas y teatrales, técnicas y materiales, para luego de cuarenta siglos de evolución reclamar una visión global del/los saber(es) y del/los poder(es).

Los autómatas se relacionaron con la evolución de los jardines, primero, como consecuencia de la aplicación a su diseño y construcción de los avances técnicos y tecnológicos aunque, y ello es lo que nos parece más importante, como una exploración -no siempre muy explícita- de la dimensión sonora del paisaje, y su contribución a la percepción, o sea, al por qué y al cómo se produce el impacto emocional -y luego estético- con el que los elementos y seres naturales
nos impresionan cerebralmente.

La ciencia sólo muy tardíamente estuvo dispuesta a considerar al paisaje como un objeto unitario de estudio científico, a partir de Humboldt, y abriéndose el paso a machetazo limpio contra el funesto pero a sus comienzos esclarecedor positivismo, hasta el desarrollo pleno de la geografía, ciencia madre de todo lo que hoy es motivo del ufanismo ecológico y de la nueva moral.

Un capítulo interesante de esta saga, aunque nos bifurcaría aún más, es el de intentar aproximar la historia de los jardines a la inaudita sucesión de los autómatas construidos como golems o juegos de ingenio superior. Lo antedicho podría parecer insensato, si no se advirtiera la relación que tiene la evolución de algunos instrumentos musicales primitivos (órganos de agua y otros dispositivos semejantes, los que a nadie le sorprenderá que se usaran en los jardines), que luego tuvieran una larga descendencia a través de la historia del sonido grabado. Ésto habilita a ciertos autómatas como ancestros legítimos de la síntesis sonora y el sonido digital, así como de todo aparato de medida del tiempo y sus dimensiones. (*)

Por otra parte, el diseño de jardines y áreas verdes no sólo debe ser considerado en cuanto a su condición de espacios inventados, a partir siempre de un lugar anterior y una imagen mental de lugares pre-existentes en el cerebro del hombre sino, y sin recortes, como la experiencia de lo extraordinario. Es decir, construir un jardín según un riguroso proyecto de diseño no es simplemente colocar plantas buscando analogías y estereotipos de gustos o modelos reconocidos o fragmentos de jardines pretéritos. Bien por el contrario, siempre que un lugar construido por el hombre mereció propiamente el nombre de jardín, no consistió simplemente en un arreglo más o menos efímero de plantas y construcciones.

Antes que nada, fue la ocasión de una experiencia estética intransferible, y para ello mal se podría copiar lo que muda desde el clima a la mezcla de sensación y vivencias. Se trata del mismo problema que el que plantea el intento de copiar la relación entre un rostro y los gestos que lo animan.

Una planta o un grupo de plantas rodeadas de pasto segado y relacionadas de modo explícito al horizonte, todo ello calculado por el sonido de una fuente, se convierten en algo más que cada una de ellas por separado y sueltas como ganado ante su límite más lejano, por señalar un tímido ejemplo. Al ser compuestas por un esfuerzo de diseño cabal, lo común y ordinario no serán la dimensión característica.

Se nos revelarán rasgos espectaculares y hasta heroicos de un lugar. Puede hasta ocurrir la resurrección de lo original, de lo prístino del lugar o de un paisaje. Ello prescribe muchas veces un trabajo ímprobo. Cada lugar tiene trazas intransferibles, que trascienden su mero aspecto.

Determinadas operaciones, como la percepción precisa de la naturaleza del límite, juegan como trampolín para lanzarnos a un imaginario in progress, que pasa por el lugar para ir y venir desde el afuera y el adentro del mismo. Pero volvamos a los autómatas. El autómata asociado al escenario del jardín, entre otras cosas, contribuyó a formalizar la promesa de lo inaudito, la presentación en cada sociedad en la que le tocó actuar de lo extraordinario mismo. No poca cosa para un artefacto.

Conjunciones y bifurcaciones: ¿lo natural versus lo artificial?

En realidad la de los autómatas es una historia de muchas historias en las que entrelazan la historia de la cultura humana, la historia de la técnica y la filosofía, la naturaleza e historia de los jardines, y aún lo que excede todo ello, su límite, es decir la idea que el hombre tiene de lo divino.

Quizá se trate de historias incompletas, parciales, o desplegadas en sentido retrógrado a partir del olvido culpable en el que fueron sumergidas aunque no definitivamente ahogadas, una vez que el hombre pudo desembarazarse de muchos de los dilemas y obstáculos infranqueables que había que superar técnica, mental y materialmente para construirlos.

¿Son los mitos formas de conocimiento anticipatorio? Probablemente. ¿Es la anticipación una extrapolación de lo que si bien sabemos, no alcanzamos a utilizar plenamente? Sin duda. Por eso, desde Aristóteles -en la Physica- ya está todo embargado por la pre-ciencia/sencia, al mismo tiempo sueño y perspectiva de un paisaje del espíritu: “si cada instrumento pudiera a partir de un cierto orden dado o aún presentido, trabajar por si mismo como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Vulcano que llegaban por sí mismos a las reuniones de los dioses, si las lanzaderas trabajaran solas, si el plectro (el arco) tocara solo la cítara, los constructores no necesitarían de obreros y los maestros de esclavos”

No insistiremos con Prometeo y su oscilante chispa de riesgo vertiginoso atribuída a un dios. No hablaremos de falsos Adanes para así jugar con la desesperada exhortación de quien los juzga indignos de su criatura -tal como lo hace Cutie, el robot positrónico, que Isaac Asimov imaginó.
La creación genética de un hombre por otro a través de su pareja sexuada es tan angustiosa cuanto ansiada porque, entre otras cosas, es incomprensible a fuer de “natural”.
Lo que en ella se confía a los mecanismos biológicos es mucho más de lo que podemos o creemos saber.

Los llamados bebés de probeta que asombran a algunos reticentes, no consisten sino en la aplicación sencilla de algunos mecanismos biológicos controlados parcialmente,
y no hacen sino separar el acto de la concepción biológica del proceso de la gestación. La construcción del inconsciente actúa sobre el feto poblándolo de un océano de razones desconocidas. ¿Es acaso el autómata menos natural que un hombre como nosotros, al que la sociedad ha domesticado
o ‘servilizado’ el instinto hasta convertirlo en determinado animal de reflejos y comportamientos previsibles?

Digamos que en el caso de los autómatas se trata tan sólo
de máquinas. De máquinas arrogantes, pero sin pretensiones de humanidad vencida. Aunque afortunadamente, se trata de máquinas dotadas de mecanismos de autorregulación, lo que las hace de cierto modo independientes, y ello, a partir de “la esencia de la técnica”(Hegel) que formaliza todos los “fondos” -quien quiera saber el exacto significado de tal dichtum sutil hará bien en referirse a los expertos en Hegel- en los que aparece a la luz. Nos permitimos como última definición llamar autómatas a ciertas construcciones que no tienen lo que llamamos un alma, gozan del poder de moverse por si mismas, y como organismo artificial, de modo fetichista y controlable no padecer la enfermedad y la muerte.

* Para una información cabal sobre esto puede revisarse la Historia del Sonido Grabado y algunos Instrumentos Musicales, de Hugh Davies, con ayuda de la cual y de muchas consultas y fuentes bibliográficas que una beca Fullbright en California Berkeley nos permitiera hacer, se presentan de manera reducida en el Gráfico No 2, lo que aparecerá inextenso en un ensayo, cuyo título probable es Autómatas Sonidos y Paisajes)

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