ADOLESCENTE. Si el niño o la infancia
eran la clave arcaica del sujeto en la modernidad clásica, la
adolescencia o la pubertad se han convertido en la paradoja de un
definitivo intermediario transitorio, en un eterno estado de
excepción entre la infancia y la madurez, una suspensión precaria y
a la vez definitiva del tiempo y de la organización del tiempo. Si
la infancia ha sido, desde Descartes, infancia del sujeto, la
pubertad, la adolescencia o aun la juventud son un invento estático
muy reciente —y su "descubrimiento" espectacular por la máquina del
mercado puede ser fechado después de la segunda posguerra. Pero la
psicología de las edades no vacila en describirlo, objetivamente:
labilidad del yo oculta tras una paradójica exacerbación del yo,
tendencias gregarias y tribales, carácter imitativo o mimético,
actings pasionales explosivos en formas extremas de amor-odio,
extrañamiento histérico narcisista (vergonzoso o exhibicionista) del
cuerpo mutante, sumisión absoluta tras una máscara de rebeldía
reactiva, cierta pragmática individualista y hasta hedonista,
tentación con los juegos de desafío y competitividad, con los de
experimentación, con los de vértigo y los estados alterados. Pero
curiosamente, allí donde nos rechina la flagrante y recurrente
tontería de describir un objeto positivo (el
adolescente), triunfa una
especie de verdad metafórica. Podemos decir que al
adolescente
no se lo descubre ni se lo describe: se lo produce, se lo
sobredibuja, se lo caricaturiza. El
adolescente es una creación
hiperrealista. El tema entonces no es el adolescente, sino la
generalización funcional de su figura y su concepto. La cultura de
masas, el cine, la televisión y la publicidad desbordan ejemplos de
esta fascinación del mundo contemporáneo con el adolescente. Sus
grandes tragedias ocurren ahí, en acto o en potencia: conflictos
territoriales de pertenencia o rechazo, la despiadada
competitividad, el comportamiento de manada con su macho alfa y sus
adulones y vasallos, instituciones americanas como las comunidades
de college o de campus, el baile de graduación, el
insoportable momento de vergüenza o de rechazo al que someten al
nerd o al
freaky
al dejarlo en bolas frente a la multitud. Todo eso que germina en un
suicidio colectivo, o en un tiroteo de represalia o venganza, o en
la lenta maduración de un
asesino en serie:
lo asocial más radical, monstruoso y dañino. Las culturas
comunitarias son siempre adolescentes, o sólo logran estabilidad en
ese estado de inestabilidad permanente entre la sumisión al poder y
la libertad abstracta absoluta. El niño era un proyecto del adulto y
el adulto era un proyecto de sí mismo, determinado por el niño —y
ahí se levantaba la historia como drama y organización narrativa del
tiempo colectivo. El adolescente, en cambio, es un paréntesis en el
que se es nada y se es todo. No hay historia ni origen ni destino.
Nuestra
cultura es
adolescente: vivimos aterrorizados o extasiados el momento congelado
de la desmentida: los reyes son los padres, los padres son
idiotas, no existe el bien ni la justicia ni las ideas y todo es
un invento de viejos nihilistas para someter y manipular la energía
de la vida. Solamente existo yo y mi cuerpo y mi libertad. Si
Descartes, Kant o Hegel son adultos, Nietzsche es adolescente. Por
eso la pasión por Nietzsche en las últimas décadas es síntoma
intelectual de algo.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año II, N° 57. 26 de
abril de 2013, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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