IZQUIERDA.
Como siempre estamos en la ansiedad del tiempo electoral, pero
ahora más, Vázquez dice: "Nuestra disputa no
es entre nosotros; es con la
derecha". Todo descansa sobre la confianza en la potencia
sobrenatural de una palabra: izquierda. Una palabra redentora, con
algo angelical todavía, todavía con algo guerrero, rebelde, furioso
y ardiente. Pero una palabra
deteriorada, sin dudas. Una palabra
cansada, achatada por
politólogos descriptivos, empiristas
y cuantificadores, que son esas proyecciones
serias, académicas y trajeadas, de los viejos contadores de votos de
comité. El continuo electoral que reabsorbe el antagonismo conceptual en una
línea que liga izquierda, centro y derecha, enriquecida
continuamente con un degradé que mapea la imaginería de medios y
encuestadores: extrema izquierda, izquierda, centroizquierda,
centro, centroderecha, derecha, extrema derecha. Una ontología
simple, práctica y bastante estúpida que todo el mundo ha asumido
pues permite plantear con
comodidad y sin fisuras lo
político en la lógica misma de
lo electoral. El centro
es la moneda asignificante que todos
luchan por conquistar, como en
una partida de ajedrez, en
el buen entendido de que la masa
electoral siempre viene, natural
y espontáneamente, a
situarse ahí. El centro aparece como
una especie de punto de
neutralización y de absorción final y gloriosa de toda política y
de toda ideología: es la forma
insustancial del deseo insustancial de la masa: sensatez, pragmatismo, eficacia, eficiencia, gestión. Pero a izquierda y a derecha de
ese centro inefable, el
espectro todavía
se abre en forma asimétrica: mientras la derecha es incapaz de
decirse, declararse y proclamarse derecha (a pesar de los intentos
discursivos
de cierta nueva derecha,
todavía insignificantes, pero que ya indican
la posibilidad de cierto sujeto de enunciación
de
derecha, o de cierto interés de que ese sujeto
exista), la izquierda todavía muestra los residuos de un daño
neurótico y parece no poder
renunciar a su Yo: soy de
izquierda —que es bastante distinto a voto a la izquierda.
Un yo vacilante, senil, anémico,
que a veces quiere estructurarse en torno a los derechos, otras
veces en torno al desarrollismo,
otras en torno a cierto caudillismo populista que apuesta a
un capitalismo bueno o a
la buena fe de los empresarios, otras en
torno a la prolijidad de un pequeño país confiable y serio que
paga sus deudas y tiene sus
cuentas en orden, otras en torno al cansador estribillo
anecdótico de lo que fue, en fin. Un sujeto oscuro y pusilánime que
no se anima a meterse con los medios de comunicación, ni con el
latifundio, ni con las cámaras empresariales, ni con la propiedad
privada, ni pasiva ni especulativa ni explotadora, por miedo a los
costos electorales. Que canta la indignada protesta newage
contra el consumismo
pero olvida al capital y transpira orgullo
cuando escucha los aplausos en ADM, en los organismos
multilaterales, en los medios. Que no ha conseguido en todos estos
años plantear un antagonismo político razonable en lo
social. Pero que a pesar de todo
eso todavía es capaz de decir soy de izquierda y mi enemigo
es la derecha.
Y en esa lógica el
enemigo ya lo ha derrotado hace
tiempo, porque el enemigo es esa
lógica. No la de la derecha, que
nunca puede decirse a sí misma,
sino la del capital
y la del mercado, que nos dice a todos.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año II, N° 68. 18 de
octubre de 2013, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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