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HOTEL CERVANTES

Hotel Cervantes: ¿una leyenda muerta?

Roberto Mascaró
La leyenda ya existe. Se alimenta de almas que, si se sintiesen debidamente homenajeadas, recorrerían alegremente las habitaciones casi intactas en su mobiliario. Una ciudad tan joven como San Felipe y Santiago merecería más respeto, más dedicación


Pasajero en mi ciudad natal, me alojo esta vez en el Cervantes, Soriano casi Andes. Encajonado hoy entre mayoría de horribles edificios, erguido junto a las montañas de basura que ensucian
Montevideo, aún conserva la vista a la parte superior de esa curiosa y bizarra torta de cemento que es el Palacio Salvo. Esto le deja algo del aire cosmopolita de antaño, cuando tenía vista a la bahía y a la hoy fea y despoblada Plaza Independencia, ese piso sombrío en el que el abultado caballo y su jinete tantean en la oscuridad, adheridos al gris y más gris del entorno.

Los encargados del Cervantes, entusiastas, se ocupan de recordarme que aquí se alojaron celebridades de las letras y las artes.
Jorge Luis Borges es el más nombrado. ¿Compartiría acaso con su madre las habitaciones en suite del segundo piso, en donde todavía nos recibe una Victoria de Samotracia en yeso? ¿Habrá Julio Cortázar gestado su cuento "La puerta condenada" en una noche de insomnio en la habitación 205?

Pero sin dudas, la leyenda inicial del Cervantes la funda nuestro poeta filósofo Emilio Oribe, que viviera durante años en el hotel, hasta su fallecimiento.

Del discreto esplendor pequeñoburgués que tuviera al abrir sus puertas, en 1928, cenizas quedan, aunque curiosamente, la base material esté prácticamente intacta. La dignidad del origen residía en su modernidad, en ser el último grito en confort: 100 habitaciones, 100 cuartos de baño, calefacción central, teléfono en cada cuarto con conexión directa con Buenos Aires, terraza-jardín estilo andaluz en el piso superior, comedor y salón de fiestas con palco para la orquesta, jardín de invierno.

Hoy está espectral, sombrío, discreto, tranquilo, casi banal; se puebla a veces de los gemidos de los amantes ocasionales, del bullicio de algún baile improvisado en el salón
(¿como en una escena de The shining?), pero ningún fantasma aparece. Es claro que yo no los convoco, tal vez por respeto a su buen gusto. Sí me gustaría que la leyenda del Cervantes (documentada en las fotocopias de artículos que Néstor, uno de los encargados, me brinda amablemente) se alimentara de sí misma y que los propietarios actuales entendieran que un estacionamiento de coches que han instalado a la par de la recepción -por la puerta se cuela el monóxido de carbono nuestro de cada día, en esta ciudad tan pero tan poco ecológica- y una pared de madera natural (!) montada allí apresuradamente en nada contribuyen a convocar nobles y gratos espíritus literarios. Tampoco creo que Gardel, Charlo, José Mojica, Atahualpa Yupanqui ni Adolfo Bioy Casares paren en este hotel cuando por aquí pasan.

Me gustaría saber si la Intendencia de Montevideo se interesa en conservar este hotel que viene con la magia y la sugestión incluídas y en el que se alojarían gustosos escritores y artistas que -aunque sean muy pocos- visitan nuestra ciudad de vez en vez. Si Uruguay tuviese una Asociación o Sociedad de
Escritores (¡ay de este vacío!), tal vez se llegara a un acuerdo con la Intendencia, con el Ministerio de Educación y Cultura, con los organizadores de eventos internacionales, con las ferias del libro, festivales de teatro y cine, para que, en cordial concordia, se contribuyese a restaurar y dar nueva vida al Cervantes. ¿O quizá sería mejor dinamitarlo en la madrugada, para que no quedasen rastros materiales y su memoria relumbrase como un reproche sadomasoca, costumbre tan nuestra y tan querida?

La leyenda ya existe. Se alimenta de almas que, si se sintiesen debidamente homenajeadas, recorrerían alegremente las habitaciones casi intactas en su mobiliario. Una ciudad tan joven como San Felipe y Santiago merecería más respeto, más dedicación, digo yo. Para reforzar la leyenda, como quien no quiere la cosa, Mariana Percovich lo marcó hace poco con un espectáculo sobre Gardel, pasajero ilustre. ¿Será necesario que el Mago mismo, acompañado por espectrales guitarristas haga resonar la sala de fiestas, como en una escena Kubrick criolla, para que los montevideanos despierten de su indiferencia, de su recurrente amnesia histórica, y se ocupen de lo nuestro, digamos de limpiar su propio patio?

En el Hotel Cervantes me quedé a vivir un mes entero. No entré en contacto con los espíritus, pero sí con Cristina, mi mucama preferida, y con un grupo de gente muy hospitalaria, que no son los dueños del hotel pero que en él trabajan: ellos sí saben de qué se trata la leyenda
(¿acaso muerta?) del Cervantes. Sé que todos, sin ser profesores de historia o de literatura, desearían que perdurase.


* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 123

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