Pasajero en mi ciudad natal, me alojo esta vez en el Cervantes,
Soriano casi Andes. Encajonado hoy entre mayoría de horribles
edificios, erguido junto a las montañas de basura que ensucian
Montevideo, aún conserva
la vista a la parte superior de esa curiosa y bizarra torta de
cemento que es el Palacio Salvo. Esto le deja algo
del aire cosmopolita de antaño, cuando tenía vista
a la bahía y a la hoy fea y despoblada Plaza Independencia,
ese piso sombrío en el que el abultado caballo y su jinete
tantean en la oscuridad, adheridos al gris y más gris del
entorno.
Los encargados del Cervantes, entusiastas, se ocupan de recordarme
que aquí se alojaron celebridades de las letras y las artes.
Jorge
Luis Borges
es el más nombrado. ¿Compartiría acaso con
su madre las habitaciones en suite del segundo piso, en donde
todavía nos recibe una Victoria de Samotracia en yeso?
¿Habrá Julio Cortázar gestado su cuento
"La puerta condenada" en una noche de insomnio en la
habitación 205?
Pero
sin dudas, la leyenda inicial del Cervantes la funda nuestro
poeta filósofo Emilio Oribe, que viviera durante años
en el hotel, hasta su fallecimiento.
Del discreto esplendor pequeñoburgués que tuviera
al abrir sus puertas, en 1928, cenizas quedan, aunque curiosamente,
la base material esté prácticamente intacta. La
dignidad del origen residía en su modernidad, en ser el
último grito en confort: 100 habitaciones, 100 cuartos
de baño, calefacción central, teléfono en
cada cuarto con conexión directa con Buenos Aires, terraza-jardín
estilo andaluz en el piso superior, comedor y salón de
fiestas con palco para la orquesta, jardín de invierno.
Hoy está espectral, sombrío, discreto, tranquilo,
casi banal; se puebla a veces de los gemidos de los amantes ocasionales,
del bullicio de algún baile improvisado en el salón
(¿como
en una escena de The shining?), pero ningún fantasma aparece. Es claro
que yo no los convoco, tal vez por respeto a su buen gusto. Sí
me gustaría que la leyenda del Cervantes (documentada en las fotocopias
de artículos que Néstor, uno de los encargados,
me brinda amablemente) se alimentara de sí misma y que los
propietarios actuales entendieran que un estacionamiento de coches
que han instalado a la par de la recepción -por la puerta
se cuela el monóxido de carbono nuestro de cada día,
en esta ciudad tan pero tan poco ecológica- y una pared de
madera natural (!) montada allí apresuradamente en nada
contribuyen a convocar nobles y gratos espíritus literarios.
Tampoco creo que Gardel, Charlo, José Mojica, Atahualpa
Yupanqui ni Adolfo Bioy Casares paren en este hotel
cuando por aquí pasan.
Me gustaría saber si la Intendencia de Montevideo se interesa
en conservar este hotel que viene con la magia y la sugestión
incluídas y en el que se alojarían gustosos escritores
y artistas que -aunque sean muy pocos- visitan nuestra ciudad
de vez en vez. Si Uruguay tuviese una Asociación o Sociedad
de Escritores (¡ay de este vacío!), tal vez se llegara
a un acuerdo con la Intendencia, con el Ministerio de Educación
y Cultura, con los organizadores de eventos internacionales, con
las ferias del libro, festivales de teatro y cine, para que, en
cordial concordia, se contribuyese a restaurar y dar nueva vida
al Cervantes. ¿O quizá sería mejor dinamitarlo
en la madrugada, para que no quedasen rastros materiales y su
memoria relumbrase como un reproche sadomasoca, costumbre tan
nuestra y tan querida?
La leyenda ya existe. Se alimenta de almas que, si se sintiesen
debidamente homenajeadas, recorrerían alegremente las
habitaciones casi intactas en su mobiliario. Una ciudad tan joven
como San Felipe y Santiago merecería más respeto,
más dedicación, digo yo. Para reforzar la leyenda,
como quien no quiere la cosa, Mariana Percovich lo marcó
hace poco con un espectáculo sobre Gardel, pasajero ilustre.
¿Será necesario que el Mago mismo, acompañado
por espectrales guitarristas haga resonar la sala de fiestas,
como en una escena Kubrick criolla, para que los montevideanos
despierten de su indiferencia, de su recurrente amnesia histórica,
y se ocupen de lo nuestro, digamos de limpiar su propio patio?
En el Hotel Cervantes me quedé a vivir un mes entero.
No entré en contacto con los espíritus, pero sí
con Cristina, mi mucama preferida, y con un grupo de gente muy
hospitalaria, que no son los dueños del hotel pero que
en él trabajan: ellos sí saben de qué se
trata la leyenda (¿acaso
muerta?) del
Cervantes. Sé que todos, sin ser profesores de historia
o de literatura, desearían que perdurase.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 123
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