Por qué resignarse a ser sólo uno, pudiendo ser
tantos, fue la lección que nos dejó Fernando
Pessoa, quien compartió la mano, el escritorio y el
asiento con otros tantos poetas, tres de los cuales fueron, como
se recuerda, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos.
Como se sabe, la obra de quien biográficamente fue Fernando
Pessoa, está escrita a muchas voces, todas ellas diferentes.
Porque Pessoa concibió meticulosamente a cada uno de sus
heterónimos, dándoles lugar de nacimiento, rasgos
físicos y temperamentos particulares. Las máscaras
o firmas de Pessoa no se agotan en el travestido; son una lección
por la cual la teoría poética, y la poesía,
se homologaron a la vida.
El mandato simbolista de que había que intentar vivir hizo
carne en muchas voces,
todas ellas disímiles. Pessoa, quien asumía conjugar
su temperamento lírico con el registro dramático,
dejó en evidencia -para los muchos que todavía lo
dudaban- que "el poeta es un fingidor/finge tan completamente/que
llega a fingir que es dolor/el dolor que de veras siente".
Y en gran medida, las tantas voces de Pessoa ayudan a recordar
que el arte de escribir consiste en inventarse, porque una de
las gimnasias fundamentales del escritor
está en encontrar el resquicio por el cual colocar la voz
y, desde ahí, quedar poseído por la obra.
Por ello, poco hay de identidad
en un autor. Más bien
hay una pulsión, una ceguera avasalladora, que es la obra
gritando por ser escrita, y que aniquila lo que había del
individuo. En ese sentido, el truco consiste en colocarse para
recibir el envión de la obra y -como mejor que casi nadie
escribió Alvaro de Campos- saberse "con el sentimiento
de deliciosa entrega de una mujer poseída".
Una vez alcanzada esta gimnasia, ya es dable que empiece a cobrar
existencia la obra. Una vez concluida la obra habrá nacido
ese impostor, el autor, que por ella vive, y con ella muere.
"No soy nada/nunca seré nada/ no puedo querer
ser nada/ aparte de eso, tengo en mí todos los sueños
del mundo", había escrito de Campos. Poseído
por sus sueños, voces o versos, que tal vez eran demasiada
carga para un solo cuerpo, aquel individuo al que habían
llamado Fernando Pessoa, con el diagnóstico de cólico
hepático, murió a las 20.35 de un día de
noviembre de 1935. "Si después de muerto quieren
escribir mi biografía" -había escrito
Caeiro "no hay nada más simple/Tomen sólo
dos fechas -la de mi nacimiento y la de mi muerte-/Entre una
y otra cosa todos los días son míos"
Esto último era
una superstición del señor cuatro personas: ni bien
se empieza, la escritura
-el escritor, los alteregos, el más insonoro adverbio-
le pertenece a Nadie, es decir, al lector.
* Publicado originalmente
en Insomnia
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