¿Cuánto en la crisis de la
educación tiene que ver con el borroneado límite entre
las siguientes dos categorías que, en tiempos, eran duramente distintas:
estar calificado para algo, y “sentirse” calificado para algo?
Hay una palabreja de dudosa
catadura: “empoderamiento”. En principio, es meramente un anglicismo,
mejor dicho un engendro léxico
de mala calidad tomado del inglés “empowerment”. El
concepto empezó en el mundo intelectual anglosajón
por algunos círculos de pensamiento sobre género y
minorías, en donde la idea misma de aumentar el poder y la autoconfianza
de grupos y personas históricamente oprimidas era excelente, y
pertinente. Y si se lo mantuviese allí, sin llevarlo más allá de sus
límites genuinos, no habría nada más que buenas cosas que decir sobre
él.
Pero una vez que se acuña un
concepto, éste se extiende como la mala
yerba, y enseguida hay mucha gente que, en
lugar de considerarse persona, o individuo, encuentra terreno fértil
para considerarse oprimido o minoría, y con derecho a empoderarse de
cualquier manera. Entonces, la idea de empoderarse empieza a mezclarse
con ideologemas de lo más perniciosos para la salud mental,
“espiritual, política y social de las personas o
las comunidades”, como dice una definición de la palabreja en cuestión
que puede consultarse en Wikipedia y que es de vil factura.
Dice:
“Empoderamiento o apoderamiento,
se refiere al proceso por el cual las personas aumentan la fortaleza
espiritual, política, social o económica de los individuos y las
comunidades para impulsar cambios positivos de las situaciones en que
viven. Generalmente implica el desarrollo en el beneficiario de una
confianza en sus propias capacidades.” El
empoderado que escribió, a trompicones por lo que se ve, la definición
citada, no nos explica cuál es exactamente, en este caso, la diferencia
entre “persona” e “individuo”. No nos dice si es sustancial, o
cosmética, o si es lo mismo, en cuyo caso el individuo, que al parecer
es además persona, se toma por sus propios pelos y se levanta a sí mismo
el ánimo, los derechos políticos, o su estatus social.
Fuera de sus límites
originales la práctica amateur de tal “empoderamiento” ayuda mucho a que
en un mundo en el cual la persona, internet mediante, no es cognoscible,
controlable ni comprobable, los saberes y capacidades profesionales
genuinos cada vez se divorcien más del hecho de tener una voz autorizada
en la comunidad. En un tiempo, para tener una voz pública había, antes,
que educarse un poco. Ahora, alcanza más bien con reclamar el derecho a
hablar, o con encontrar una retórica que empalague las creencias
generales de la mayoría, no desafiándola para que crezca
—que es lo que generalmente hace quien sabe más con
quien sabe menos— sino halagándola en tales
creencias, incluso las peores de ellas —que
es exactamente lo que hace quien no tiene otra cosa que ofrecer, cada
vez que quiere conseguir atención y estatus.
Educarse pasa a ser,
insensiblemente así, no aprender algo que uno no sabía antes
—eso cuesta eesfuerzo,
tiempo, y uno arriesga fracasar y no conseguirlo—, sino aprender las
formas por las cuales uno, a partir de que se empodera, busca asegurarse
el derecho a tener una voz tan fuerte como sea posible, aunque no sepa
un ápice de nada en realidad. Eso no cuesta, es instantáneo, y basta con
darse cuenta de un par de triquiñuelas retóricas (la simulación de una
debilidad o la amenaza de una agresión) que cualquier bicho dotado de
signos aprende sin problemas, y que se puede extender y aplicar a casi
toda situación, para obtener el mismo
coactivo resultado.
Internet ha sido el gran
empoderador de las masas antes privadas de toda voz. El presidente de
México está fascinado con el
Plan
Ceibal, y ha venido a Uruguay en persona a estudiarlo para
implementarlo en México. Lo cual, considerando las diferencias de
heterogeneidad social, tamaño, violencia y exclusión entre ambas
naciones, es como decir que el primer
ministro chino ha ido a estudiar cómo han
solucionado los problemas del tránsito en Luxemburgo, para aplicar lo
mismo en su país. Lo que aun no funciona en tal comparación,
lamentablemente, es que Luxemburgo resolvió sus problemas de tránsito,
mientras que Uruguay no resolvió ningún
problema educativo conocidocon el Plan
Ceibal, salvo el de lograr que el gobierno se venda a quienes ven el
asunto de lejos como habiendo “encarado y resuelto los problemas de la
exclusión digital
al estilo del siglo XXI”, o alguna frase
marketinera semejante. El Plan Ceibal puede que haya resuelto el
problema de acceso a cierta tecnología básica para todos, lo que no es
poco, pero es distinto y no tiene relación inteligible con la
educación.
Internet y el falso conocimiento
Es que la insidiosa idea de
que es a través de internet que se va a igualar y reincluir a “los
excluidos” está llena de triquiñuelas. Una de las más evidentes es la
que hace una especie de metonimia espiritual, y considera que,
porque le doy “la herramienta” de la ceibalita al
niño, tengo algo hecho en el camino de
ayudar a esa persona a subir a un nivel humano superior.
Pero no es así, porque una de las primeras cosas que internet enseña, a
través de la iteración infinita (en términos de contenido) de las redes
sociales, es el fácil truco del empoderamiento de todos acerca de todo.
De ahí a empezar a considerar que educarse
en serio quizá no sea tan urgente, ¿qué
distancia hay?
Elias Aboujaoude,
un psicólogo que ha estudiado el asunto de los
cambios de personalidad y sociabilidad ligados al presente entorno
comunicativo, resume el problema en un pasaje
que al principio parece un elogio a la
democratización que ha traído internet, pero que bien leído tiene
también una advertencia fuerte respecto de lo que esta democratización
conlleva en otros niveles:
“Debido al modo en que esparce
la información, la internet iguala el campo de acción, al juntar a gente
cuyas vidas de otro modo no se intersectarían jamás, y cuyas voces, en
casi cualquier otro entorno, tendrían cada una un peso específico muy
distinto, este último en proporción a su clase, raza, profesión, o
edad”.
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Internet ha sido, pues, el
gran democratizador, nos dice el psicólogo. Permite, como dice, que
todas “las voces” sean escuchadas con independencia de casi cualquier
otra consideración previa —clase, raza,
edad—. Pero también profesión. Y este último es, precisamente, uno de
los detalles a notar. Porque en el concepto mismo de “voz” hay algo más
que meramente ser capaz de hablar o
escribir. La idea de “voz” en el
sentido de tener una voz pública, implicó (antes de internet y la
generalización del seudónimo) una selección previa, y un trabajo previo
sobre uno mismo. El mismo Aboujade lo
sintetiza en un párrafo de su libro:
“De hecho, internet le
confiere a la mayoría de nosotros un falso dominio del conocimiento, en
la medida en que nos convence de que somos más calificados, educados, o
maduros de lo que es el caso. Al hacerlo, facilita un fenómeno social
potencialmente peligroso —la disolución de
las relaciones jerárquicas offline cuando se trata de
información, sean éstas entre niño y padre, estudiante y profesor,
paciente y doctor, o lego y experto”.
No basta con sentirse calificado
Esta forma de ver el asunto
es, qué duda cabe, más antipática al empoderado contemporáneo, y va sin
duda en contra de cierta tendencia que internet ha consolidado.
Internet, al tiempo que ha creado un entorno de comunicación más
colectivista y comunitario que nunca antes se hubiera visto, de modo que
quien opina no soy realmente “yo” (pues quien opina es en general una
interfaz dada por la suma de un seudónimo y un dispositivo de mediación
que convierte “mi” opinión en el mero input de un don
nadie a una suma estadística de significados
impersonales), también ha impulsado, quizá para compensar, el ego
hasta niveles nunca antes vistos. El narcisismo más rampante campea.
Toda clase de intervenciones y exposiciones que en otro tiempo y en
entornos de comunicación anteriores habrían sido consideradas del peor
gusto, completamente falaces, o directamente impresentables, campean hoy
en la comunicación general y aun se exhiben con orgullo. Al mismo
tiempo, queda feo insinuar siquiera que debiera haber alguna defensa
ante la nauseabunda exposición del último poema cursi, la enésima
repetición del mismo “pensamiento profundo” ya profundizado mil veces
antes, o el último exabrupto proto-nazi de apoyo a mi equipo de fútbol y
derogación de todos los demás. Ir en contra de esas manifestaciones,
insinuar siquiera que quizá no valen la
ínfima energía eléctrica que cuestan, parece equivalente a
“desempoderar” a alguien que no lo merece, pues es un ciudadano igual a
los demás y con derecho a hacer uso de su voz como le plazca.
Ya conoció la humanidad
fenómenos parecidos, aunque nunca en esta escala. En el tiempo del
primer barroco histórico, quienes se consideraban cultos resentían la
marea de nuevos sujetos que, desde el Renacimiento, estaban
ingresando en el espacio público, y el sujeto se
defendía autorepresentándose a veces como misántropo o monstruoso ser
imposibilitado de aceptar una entrada en el caótico espacio público de
la comunidad. A fines del siglo XIX, con la gran marea de urbanización y
masificación de las sociedades transatlánticas, tanto decadentes poetas
y artistas que aborrecían lo común, cuanto voces como las de Ernest
Renan, Hyppolite Taine o
Paul Groussac (mucho más tardíamente
Ortega y Gasset) se alzaban para condenar esa masificación, y a
veces directamente la democracia. Pero por equivocados que hayan estado
estilitas o torremarfilinos al subvalorar la capacidad de sana
renovación de estas mareas democráticas, ellos aun tenían razón en una
cosa, porque nadie está equivocado cien por ciento. En lo que tenían
razón es en que a cada marea democratizadora debe oponerse, porque es un
factor necesario en esa ulterior mejora que vendrá como ha venido
siempre (y será seguramente una autorregulación de los propios
individuos a través de un uso más fino de las nuevas tecnologías),
una fuerza de limitación y jerarquización, que siga diciendo, por más
antipático que parezca, que hay quien está calificado para unas cosas, y
quien no lo está, aunque “se sienta” calificado.
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