El antiguo ghetto Terezín y su
prisión, cerca de Praga, en la República Checa, y el campo de
concentración de Sachsenhausen, en las afueras de Berlín, Alemania,
sobreviven a modo de mudos y elocuentes testimonios de la alienación
nazi. Recorrerlos hoy, a más de medio siglo de la rendición del III
Reich, es una experiencia brutal y alucinante. A su vez es un
recordatorio acerca de viejas y nuevas intolerancias que continúan
sobrevolando el planeta.
A sesenta minutos de Praga
Tras la debacle del comunismo europeo, la maravillosa Praga
comparte la ancestral belleza de su arquitectura con
hamburgueserías, tiendas de modistos internacionalmente consagrados,
conocidísimos refrescos cola y otros emblemas de la
globalización
comercial. Los rasgos culturales propios empero parecen mantenerse
indemnes, pues estos reductos empresariales se han asentado en
antiguos edificios magníficamente conservados, y las multinacionales
son o han sido los directos responsables de su reconstrucción.
Paraíso de turistas. Precios bajos y un deleite constante para la
vista que no se harta del paisaje urbano ni de la excitante
hermosura de unas mujeres gráciles, esbeltas, dotadas de sinuosas
curvas y cutis de porcelana. Las damas seguramente hallarán su
equivalente en los hombres de la ciudad de
Kafka.
Teatro Negro. La linterna mágica (que ha perdido su ingenuo
encanto). Excursiones. Todo al alcance de la mano. Las comidas, las
enormes jarras de cerveza. La salchicha con mostaza y un trozo de
pan, servida en bandeja de cartón. El “city tour”. Un paseo
inolvidable en barco por el río Vltava. El viejo cementerio judío.
La vivienda que un tal Franz K. habitara en cierta época. El
castillo de Praga. Los pintorescos tranvías. Los puentes. El reloj
de la plaza,.....y Terezín, antiguo ghetto con prisión adyacente
durante la ocupación nazi.
Terezín y la segunda guerra. El juego de la memoria emerge
cual reinvención de los filmes de Resnais o algún texto de Kundera.
Montevideo en los últimos años de la década del cincuenta. Cine
Universitario exhibe en su vetusta sede de la calle Andes un filme
checo: “El ghetto Terezín” (Daleká Cesta, l948-49 de Alfred Radok).
Con menos de veinte años vi aquella producción estremecedora,
hablada en checo, sin subtítulos, con impactantes y elocuentes
imágenes reconstruyendo la sobrevivencia en el ghetto; un lugar
lejano, desconocido, en el cual ni remotamente soñaba poner los
pies. Ahora estaba allí cerca. Coloridos folletos venden “Terezín”
como otra de las atracciones ciudadanas; poco menos de cincuenta
dólares bastan para convertirse en parte de uno de tantos rebaños de
turistas. Me niego a ser conducido por una de esas rutinarias
excursiones, implacables administradoras de nuestro tiempo. Opto por
ir a Terezín en un ómnibus de línea. No hablo checo y en la estación
de Praga simplemente digo Terezín. El cartel con los horarios
indica que en alrededor de una hora estaré allí.
Rápidamente, Praga queda atrás. La campiña checa ofrece el
verdor de sus prados salpicados por rojas flores que me persiguen
por toda Europa. Un panorama encantador. El mismo que seguramente
contemplaron aquellos judíos y gentiles que hacinados en camiones
eran conducidos a Terezín. La curiosidad del turista se convierte
en horror. Para muchos ese fue el último vistazo al mundo.
El
ómnibus se detuvo en su destino. La plaza de Terezín.
Con torpe inglés pregunto por el “ghetto”. La empleada de la oficina
de turismo explica que todo el pueblo fue el ghetto: una veintena de
“manzanas” rodeadas por la antigua muralla de una fortaleza
medieval. El pueblo ya existía y su peculiar ubicación facilitaba al
ocupante nazi convertirlo en un pequeño núcleo de “administración
judía autónoma”.
Recorro las calles mientras placas metálicas en varios
idiomas identifican a los edificios y sus tenebrosos usos durante la
ocupación: Gestapo, residencia de oficiales, residencia para cientos
de judíos donde solamente pueden convivir malamente unas docenas de
personas. Las calles son demoledoramente tristes. La gente, sus
habitantes, esos checos de hoy, lucen doblegados por el peso de un
pasado que emerge desde el pavimento y las fachadas. Las flores en
las ventanas no modifican la pesadumbrosa atmósfera.
El folleto de la oficina turística indica que a pocos pasos
se halla el museo del “ghetto”. La quietud del lugar es quebrada por
el silencioso movimiento de gente que desciende de ómnibus de
excursión. Los miro y pienso: “judíos”. Inmediatamente “mi”
catalogación étnica se sumerge en el escozor moral. Acaso no eran
los nazis quienes identificaban “razas” por rasgos antropomórficos.
¿Qué es ser judío? No lo soy y nunca comprendí con exactitud la
autodefinición que me dieran algunos amigos judíos. No soy judío, no
soy comunista (apenas me queda el diluido recuerdo del izquierdismo
no militante abrazado a fines de los 60 y durante los años de
dictadura); seguramente hubiera sido un sobreviviente.
La ciudad se agota rápidamente. El museo del holocausto es
pequeño y no satisface mi necesidad de testimonios materiales. Las
paredes arrojan las consabidas
fotografías y poco más. Había latas
del mortal gas zyklon utilizado por los nazis para aniquilar
indefensos prisioneros. O acaso no las había y las que recuerdo
estaban en el museo del Holocausto en Washington, en la muestra del
Imperial War Museum de Londres, o en alguna otra exposición
testimonial del genocidio de los años cuarenta. No lo puedo
precisar. Pero siempre me pregunté porque en esos sitios, junto a
las latas de gas zyklon provenientes de diversas empresas de la
Alemania Nazi, no aparece ninguna de las proporcionadas por la
factoría Bayer. A pocos minutos de allí, fuera de los muros de
Terezín, se encuentra el “pequeño fuerte”, o simplemente la prisión.
A ella se arriba luego de caminar alrededor de un kilómetro por
solitaria carretera. Pasando el puente, me indica alguien en un
idioma que ya no recuerdo cual era.
Ahí está. El fuerte, la prisión, el campo. Desde
fines del siglo XVIII cumplió siempre la misma función: prisión.
Durante la ocupación nazi el fuerte vivió su hora de mayor
esplendor macabro. Desde junio de 1940 y hasta el final de la
contienda por allí pasaron ciudadanos checos, soviéticos, polacos,
alemanes, yugoslavos y cuando la guerra llegaba a su fin miembros
del ejército británico, rehenes franceses y otros. Pero el
predominio fue de los judíos. Para la mayoría de ellos el fuerte
constituyó una escala transitoria. Luego serían conducidos ante los
tribunales nazis, a otras prisiones y a los grandes campos de
concentración, mejor dotados para cumplir con la “solución final”.
El plano entregado a los visitantes, similar al que se utiliza en
museos y pinacotecas, detalla todo prolijamente, imposible no
identificar cada recinto, cada pasadizo, cada túnel, cada metro del
terreno: la oficina de ingreso, los patios con las celdas, la
“enfermería” donde los médicos prisioneros atendían a sus compañeros
de infortunio, el depósito de cadáveres, el patíbulo, los
degradantes gabinetes higiénicos, los cuarteles de la SS, la
llamada Casa Solariega, residencia del comandante de la prisión y
algunos vigilantes, las fosas comunes...
La soledad es quebrada por escasos turistas. Cuando
al caminar entre esos solitarios habitáculos los zapatos rozan el
suelo de pequeñísimas piedras, producen un sonido evocador de negras
botas, mientras del silencio brotan ecos de órdenes terminantes y el
ruido de tacones que se golpean secamente uno contra otro. El resto
es más silencio aún: la agonía y la muerte ya no se ven. Un desnivel
del terreno lleva hacia el túnel. Por allí circulaban los
condenados a muerte. Lo atravieso sin darme vuelta. Nuevamente
percibo un panorama que para otros fue su despedida de la vida.
Sobre el terraplén puede verse el muro hollado por las balas. Las
que no dieron en el blanco y las que traspasaron los cuerpos.
No hay flores. Solamente algunas pequeñas piedras que los visitantes
judíos dejan en el lugar. El doloroso recuerdo de las vidas
arrebatadas con industrializada y perversa planificación, tan igual
para todos, marca sus diferencias a la hora del homenaje. Flores
para unos, piedras para otros. La muerte y la tortura como
denominador común.
“Arbeit Macht Frei” se lee en contundentes caracteres
blancos sobre el negro arco de un grueso muro que separa diversas
áreas de la prisión de Terezín. “El trabajo os hará libres”, es
aproximadamente su traducción. El lema con que los nazis “motivaban”
a sus prisioneros. El mismo que tantas veces pudo verse en filmes
sobre campos de concentración, películas donde los héroes
sobrevivían en porcentaje suficiente para dejarnos abandonar la sala
con cierta dosis de sosiego espiritual. Ahora no se trata de cine.
Extraña sensación. El pequeño fuerte de Terezín, la prisión
de Terezín, puede evocar a la fortaleza de Santa Teresa por su
arquitectura. Dentro, calles solitarias y edificios de ladrillo con
su invitación casi morbosa para transitar el pasado. Penetro por un
largo corredor sobre una de cuyas paredes se abren las negras
puertas de hierro de las celdas. Paso golpeándolas una tras otra,
pretendo sentir al unísono la sensación del oficial nazi y la del
prisionero. Pero nada resulta tan perturbador como el silencio y los
espacios vacíos, los camastros, las claraboyas, escuálido reflejo
del dolor que aún flota en cada uno de esos diminutos recintos
donde se apiñaban hasta cien personas.
La historia gusta superponer fechas. Si Goya inmortalizó
con su pincel los fusilamientos del 2 de mayo en Madrid, otro 2 de
mayo, pero de 1945, y en Terezín, fue testigo de la ejecución de
miembros de organizaciones de resistencia. Esos cuerpos fueron a la
fosa común, convertida hoy en ligero montículo donde aún yacen
aquellos despojos que no pudieron ser exhumados en el verano de
1945.
La prisión de Terezín atrapa. La recorro una y otra vez.
Esas letras góticas a que son tan afectos los germanos parecen
amenazar aún hoy al visitante: Geschäftszimmer (oficina de ingreso),
Waschstube (puesto de guardia), Krankenreiver (hospital), y otros
grafismos que más allá de su preciso significado en alemán no se
despojan de lóbregas connotaciones. Se me ocurre que un especialista
en semiótica podría utilizar estos carteles para complejas
explicaciones acerca de la diferencia entre significante y
significado.
Una gigantesca
estrella de David y una cruz cristiana del mismo tamaño conviven a
las puertas del fuerte, y en torno a ellas, cientos de lápidas. Me
dirijo nuevamente a la carretera que lleva al pueblo, al viejo
“ghetto”. Los arboles bordean el camino y recostada contra un
pequeño muro, una bella y joven mujer –una inconfundible belleza
local, pienso rápidamente- me habla en checo. Al percatarse que no
le entiendo, apela a un inglés tan primario como el mío y me ofrece
su amor por una suma irrisoria. Le pregunto si es checa. Con
cautivante sonrisa me aclara que vive en ese país, pero es
alemana.
El amor, aunque sea mercenario, puesto a disposición de
quienes acaban de repasar las formas más abyectas de la muerte.
Acaso toda una estratagema de mercado desplegada por la hermosa
germana. O tal vez, me gusta imaginar, una manera de exorcizar los
fantasmas de uniformados abuelos.
En una caprichosa ecuación ajena a Einstein, el espacio y
el tiempo cobran nuevos significados. En el viaje de retorno siento
que la distancia entre Terezín y la Praga contemporánea no se mide
en kilómetros ni en el tiempo que demora el ómnibus en efectuar el
recorrido. Las dos ciudades están separadas por más de medio siglo
en cuyos extremos se ubican el infierno real, no el que proclaman
los mitos religiosos, y la esperanza, eternamente renovada, acerca
del futuro.
El bello suburbio
Los ciudadanos comunes y
corrientes nada sabían pues los campos de concentración estaban en
zonas a las que no tenían acceso. La frase fue repetida infinitas
veces para explicar cierta pasividad ante el genocidio. Otros lo
sabían y más de medio siglo después pidieron disculpas. Muchos otros
simplemente lo sabían, lo callaban y frecuentemente lo aceptaban, o
eran sus impulsores.
En las afueras de
Berlín, a pocos minutos por autopista y a menos de media hora en
tren urbano (S-Bahn) se encuentra Oranienburg, urbanísticamente
unido a la capital alemana. Pintoresco y apacible pueblo con
hermosos chalets y tranquilas calles donde conviven simpáticos
transeúntes, ciclistas y automóviles. El viajero desprevenido
seguramente reducirá el lugar a esta bucólica imagen. Pero bastan
pocos minutos para llegar a pie hasta una de las zonas periféricas
del lugar: Sachsenhausen, “pequeño” campo de concentración nazi
entre 1936 y 1945, de cuya existencia tuve noticia por un amigo
alemán no judío residente en Montevideo.
De planta triangular,
diseñado por arquitectos especialistas en la materia, Sachsenhausen
fue una especie de prototipo. Un campo de vanguardia, incluso por la
fecha en que comienza a alojar prisioneros que llegaron a superar
las 200.000 personas. Cantidad exigua si se considera a sus más
avanzados sucesores (Auschwitz, Treblinka y un larguísimo etcétera
que sombrea los mapas históricos de los dominios del III Reich).
Sachsenhausen se
pliega a la imagen tradicional de los campos de concentración:
largos muros de bloques coronados por alambradas de púas,
periódicamente interrumpidos por altas torres donde se alojaban
guardias provistos de ametralladoras y poderosos reflectores. Y a
unos metros de esos muros, en la zona interna del campo, los
carteles advirtiendo que allí comienza la “zona neutral”. Penetrar
en la misma implicaba ser barrido por las balas. Como muchos otros
visitantes, “me atrevo” a internarme en la franja prohibida. Una
marca en el terreno constituía la diferencia entre la vida y la
muerte.
El campo es enorme y
en el se ubicaban varias decenas de barracas de madera en las que se
hacinaban los prisioneros. Hoy solamente hay unas pocas de esas
barracas, reconstruidas, y el lugar que ocupaban las restantes ha
sido cubierto por pulcro césped donde no faltan las flores. Me
molesta ese “maquillaje”, esta versión “light” del sitio donde
fueron exterminados oponentes al nacionalsocialismo, discapacitados,
y pueblos considerados racial y biológicamente inferiores.
Catalogación que incluyó a judíos, gitanos y otros grupos “no arios”
Una
enorme planchada de hormigón erigida luego de la guerra y sostenida
por gruesas columnas, se eleva a la altura de un segundo o tercer
piso. Bajo ella, los restos de un viejo edificio. Apenas vestigios
de las paredes y unos pisos hundidos. En un ángulo del recinto se
encuentran algunos hierros retorcidos aún identificables en su
primitiva función: hornos crematorios.
La
planificada industria de la muerte poseía una ajustada cadena de
producción. Un cartel indica la habitación donde los prisioneros
eran gaseados, mientras otros, en total aprovechamiento del “tiempo
laboral”, eran fusilados en la parte inferior de un desnivel del
terreno excavado con ese concreto propósito. Alternancia, ritmo,
precisión, eficiencia. No perder tiempo. Mientras se recoge a los
fusilados, se ingresa a los hornos a los gaseados. Otra habitación
permitirá depositar las pertenencias reciclables. Ein volk, ein
reich, ein fuherer. Heil Hitler. Nadie sabía nada. La culpa la tuvo
Hitler.
El
sobretecho de hormigón preserva los restos a la vez que parece
quitarles elocuencia.
A
través de la ventana de un pequeño y blanco “chalet” de
Sachsenhausen me contempla un rostro enjuto y desencajado. Aunque se
trata de una fotografía en blanco y negro sus ojos hundidos y sin
expresión delatan la condición de prisionero. Su mirada me llama.
Ingreso al “chalet” y descubro que ese era el sitio reservado a las
“experiencias médicas”. Un panel explica las tropelías que allí se
cometían con los reclusos, y tan explícitas como esas palabras son
las mesas de blancos azulejos, las piletas, y unas canaletas por
donde corrían los postreros fluídos de aquellos que en vida
conocieron el tratamiento que en la morgue puede darse a un cadáver.
Un par de fotos testimonian el horror.
El
armario de paredes vidriadas, guarda celosamente las pinzas,
bisturíes y demás herramientas de los médicos del nazismo. Imposible
describir la náusea emanada de la presencia de esos metales.
Una
angosta escalera conduce al sótano del “chalet”. Tenues luces
alumbran una habitación vacía. Es el depósito de cadáveres. Más
canaletas de “desagüe” se ubican contra las paredes. Vomito.
No
quiero perder detalle. Prosigo mi caminata hasta la muralla más
lejana. Allí, una pequeña abertura comunica con otra zona de
Sachsenhausen. Lo que fuera el Campo Especial Soviético No. 7/ No.
1. Luego de la guerra el ejercito soviético tomó Sachsenhausen y
allí detuvo a oficiales y altos funcionarios nazis. Las
instalaciones originales resultaron insuficientes y se construyeron
algunas barracas suplementarias. Eran de ladrillo y con solidez
suficiente para aún hoy mantenerse en pie. Uno de los folletos
obtenibles al ingreso a Sachsenhausen aclara que “los soviéticos
dieron al campo el mismo uso que los nazis, es decir campo de
prisionero, si bien no utilizaron ni el recinto de “experimentos
médicos” ni los hornos crematorios. Obscena, grosera, agresiva,
burlona y torpe comparación. De la brutalidad soviética y sus
“gulags” pueden hablar sus víctimas, jamás los hijos y nietos de los
constructores de los campos de exterminio del nazismo.
La
irritación se agrava cuando descubro que los folletos del campo se
ilustran con dibujos realizados por los nazis prisioneros de los
soviéticos. Sin decirlo expresamente, se trata de otra inadmisible
comparación. Esta vez con los dibujos mediante los cuales los niños
prisioneros de la Alemania nazi testimoniaron instantes de su
infancia pervertidamente robada en esos mismos lugares.
En
Berlín, continúo hurgando en el pasado. Los cimientos del viejo
cuartel de la Gestapo, lo único que queda del edificio, conviven con
un tramo del muro de Berlín. El muro es silencioso testimonio de
otras formas de opresión y desde los cimientos del cuartel de la
Gestapo se alzan paneles acusadores de la barbarie nazi. Cerca de la
puerta de Brandenburgo, donde hoy existe un terreno desolado en
cuyos alrededores se levantará el monumento a las víctimas del
Holocausto, estaba la Cancillería del III Reich, y bajo ella el
bunker. “Todo estaba aquí, pero ya no queda nada” me indica
cortésmente un berlinés al que reclamo datos precisos sobre la
Cancillería y el bunker. Pero en ese terreno veo una zona donde se
ha construido un pavimento relativamente pequeño. Nuevamente dejo
lugar a la imaginación y supongo que bajo varios metros de tierra,
aún subsiste el bunker de Hitler. Los soviéticos han de haberlo
preservado y seguramente hoy es una presencia justificadamente
oculta. Dificilmente, desde fuentes oficiales, me aclaren que ha
ocurrido con el bunker.
El
viejo Reichstag hoy posee una espectacular cúpula vidriada desde
cuyo interior se aprecia el crecimiento y la transformación de
Berlín. Catorce “plumas” de construcción rodean el histórico
recinto. Postdamerplatz, hasta hace unos años territorio de nadie
atravesado por el oprobioso muro deslumbra, con rascacielos de
fachada vidriada. Las lóbregas viviendas grises y las monocordes
fábricas del antiguo Berlín Oriental ceden paso a modernos y
coloridos edificios. Incluso lo que fuera Berlín Occidental no
escapa a esta magnífica renovación. Es como si el vértigo de
“Berlín, sinfonía de una gran ciudad”, el deslumbrante documental
que Walter Ruttman rodara en 19xx, se trasladara a este siglo XX que
finaliza. Berlín, a ojos del espectador, posee el deslumbrante
vértigo que Ruttman lograra mediante el montaje. Alemania reclama
admiración, pero también me atemoriza cuando la contemplo a la
sombra de su pasado. ¿Disciplina, tesón, capacidad de trabajo....el
triunfo de la voluntad?
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