En 1646 se imprime Pseudodoxia Epidemica o Sobre
errores vulgares, obra del autor inglés Sir Thomas Browne que
ilustra una afición por la observación de la naturaleza, los
animales, pero enfatiza aún más acerca del culto del saber, el
conocimiento y los libros. De su título original en inglés (Pseudodoxia
Epidemica: or Enquires into Very many received Tenents, And commonly
presumed Truths), algo así como Epidemia de conocimientos falsos:
inquisiciones en cuanto a la sabiduría popular y los errores
vulgares (la traducción libre es mía), se decantan los conceptos de
“error”, “verdad”, “inquisición” y una noción de “vulgo” o vulgar.
Esta última, en especial, procede del latín “vulgus” y define al
vulgo, al populacho, la plebe, entre otras acepciones semejantes.
Una serie de conocimientos falsos o erróneos, entonces, la
pseudodoxia, es emitida y transmitida con tenor epidémico (big bang
o expansión geométrica) por la turba o el vulgo, hacia alguna parte
y ninguna en especial, en pos de algún destinatario cualunque. Eso,
en primer lugar. Tras la abducción, a mitad de camino entre la
oposición conceptual y una dialéctica de lo bicéfalo, se entrega el
territorio común donde conviven lo vulgar y lo culto: el paisaje
social urbano. Ambos miembros de esa dualidad alternan, como todos
podremos convenir sin demasiado esfuerzo, en esgrimir cierto
protagonismo a la hora del destaque en sociedad. Uno, enfáticamente
terrestre, el otro elevándose un tanto más del suelo, aledaño a la
platea olímpica purcelestial. Son dos portadores del conocimiento:
por una parte, el lego, que trajina entre relinchos el carromato de
la pseudodoxia epidémica, pueblo por pueblo, agilitando una retórica
de la baratija, mezcla de bufón y goliardo, y por otra parte, el
ilustre portador del fuego prometeico, hombre del ágora, convencido
de la posesión de una sabiduría de marca registrada.
En una de sus obras más interesantes, denominada Museum Clausum,
sive Bibliotheca abscondita, Sir Thomas se divierte imaginando la
existencia de libros y curiosidades que, o bien nunca existieron o
yacen perdidas en remotos parajes, allende mapas y palimpsestos,
apenas accesibles al
intelectual y a sus deseos imaginarios. Es en
ese mismo ejido en el que pasta, lejos del tumulto bochinchero del
mercado de variedades, la ávida obsesión de
Jorge Luis Borges por el
conocimiento escondido en bibliotecas inextensas, el amor por los
retruécanos y los laberintos múltiples, donde el monstruo (o el
minotauro), preso de soledad y olvido, pasea y deambula de aquí para
allá, sin poder conciliar el inmerecido sueño.
El peronismo en la Argentina fue mucho más que un hito político y
social liderado por uno de los últimos caudillos populares que ese
país supo contar entre sus filas. El contenido de la gesta del
General Juan Domingo Perón y sus acólitos fue y será, por su
impronta hiperbólicamente populachera, padre y madre de mucha prole
bastarda, entre otros, el que supo vociferar en actos y discurso la
ineficacia y prescindencia de tanto cenáculo intelectual e instancia
de progreso artístico emergente. Considerados sospechosos, inútiles,
innecesarios, en resumidas cuentas: un verdadero lastre, todos
aquellos intentos de índole cultural diferencial y picos que
sobrepasaran un ápice la modesta modorra del protectorado
proletario, fueron motivo de inquina y considerados peligrosos para
la gesta, yendo a parar a los márgenes, a esa zona fronteriza con el
exilio del outsider, más allá de las montañas y el apunamiento
educativo.
En este estado de cosas, la recuperación mnemónica del peronismo, en
su irrefutable actualidad, deviene fundamental a la hora de
comprender el espacio intelectual, cultural e ideológico que rige
hoy, ambos márgenes del Río de la Plata, pese a quien pese.
En el principio era Borges. Y es desde
Borges que se ve con mayor
claridad el esbozo metafórico de errores vulgares, bibliotecas
escondidas, laberinto y monstruo que mencionamos al principio. Pues
es desde Borges y su
exordio que nos enfrenta con inmejorable poder ejemplarizante la
clase de rol primordial que jugó y juega hoy el nuevo peronismo “reloaded”, con respecto al panorama cultural de los
argentinos, que por desgraciada —aunque no casual— adyacencia, se
transmite hacia este lado de Guermantes. Y si no, que alguien
testifique cuales fueron las actividades culturales que promovió el
hangar uruguayo en la 39ª Feria del libro de Buenos Aires de este
año.
Se han agotado ya los márgenes donde aquellos biógrafos curiosos
tildaron las notas que trascriben y repiten hasta lo exhaustivo las
innumerables menciones, sugerencias, alegorías, connotaciones y
demás apostillas que, velada, apócrifa o expresamente, pusiera de
manifiesto Borges con respecto a la epopeya peronista. Hombre de
letras, de familia acomodada y culta, más cercano a los gustos con
perfil modesto y silencioso, amante de la tradición y los pequeños
actos heroicos de cada día, no es difícil comprender las
tribulaciones que le habrían provocado semejantes estallidos
populistas, de fervor exageradamente masivo, de sino social menos
justiciero que activista. Y esto, a modo de establecer una mera
naturaleza en Borges, explícita en parte de su obra, implícita en la
totalidad de su discursividad, crítica para con la vulgaridad que
suscitaba el entorno político de la época, y que le valiera el
“merecimiento”, en plena apoteosis del “monstruo”, y a instancias
particularmente suyas, de “Inspector de conejos y aves de corral” en
los mercados vecinales.
No es casualidad que en La fiesta del Monstruo,
Borges, y también
Bioy Casares, con quien escribiera en colaboración este cuento,
emprendan una suerte de connato lingüístico-político, al relatar el
cuento en un lenguaje ramplón, de baja estofa, con “horrores” de
expresión y mucho menos de lunfardo que brutalidad rusticana, sumado
a un evidente mal gusto y torva grosería. En el cuento se describe,
entre otras barbaridades, el abuso hacia el intelectual, mediante la
minuciosa descripción de una golpiza a uno de ellos por parte de
unos matones de la avanzada del “monstruo”. Es obvio que la idea es
la escenificación de una parodia lúdica, de una realidad que podía
verse a diario en las calles de Buenos Aires, durante la vigencia
del generalato. Es desde ese côté de Swann, o de Guermantes, que
podemos leer la noción de vulgaridad, de “vulgo”, borgiana, y
vislumbrar el que ver de las bibliotecas escondidas, el laberinto, y
que, antes que nada, hay un monstruo diferente al minotauro.
Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El
pelo era colorado, los libros, bajo el brazo y de estudio. Se
registró como un distraído, que cuasi se llevaba por delante a
nuestro abanderado, el Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los
detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune desacatara el
estandarte y foto del Monstruo. Ahí no más lo chumbó al Nene
Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que
siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada
como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a
Bonfirraro, le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de
respeto de la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del
Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él también tenía
su opinión. El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó
con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la
carnasa y de bife de chorizo.[1]
Todos estos tópicos, a saber: el de los errores del vulgo o
conocimientos falsos, el de la biblioteca escondida, el del
laberinto y el del monstruo, resisten un análisis polisémico o por
lo menos más de una versión, en cuanto a sus contenidos
paradigmáticos esenciales. Nuestra cultura rioplatense, por ejemplo,
ha sabido, y puede aún hoy, reconocer en este tránsito, por los usos
y significados de las palabras, los referentes menos simbólicos, más
llanamente directos, a los que pueden asociarse la biblioteca
escondida, el laberinto y los monstruos, y asimismo vincularlos a
una cierta cotidianeidad, más o menos visible, dependiendo del poder
de abstracción que cada realidad individual tenga el talento de
descodificar.
Nuestra cultura rioplatense.
Los que hemos agotado páginas de Charoná o Billiken, y quizá, por
qué no (los mismos nos), de Ángel Rama o García Canclini, Dante o el
gran William, sin llegar a comprender jamás lo que significa en toda
su expresión el término “cultura”, sabemos que, a medida que
transcurre el tiempo, nuestra historicidad, y a medida que nacen
nuestros hijos y crecen nuestros burros y nuestros intelectuales, la
cultura, dependiendo para su rapidez expansiva de algunos pormenores
o sucesos ininteligentes, amén de diversificarse, metamorfosearse,
metaforizarse, se incrementa, adoptando nuevos vástagos para su
prole, desde una palabra impronunciable en el argot de una tribu
urbana minoritaria al nuevo grito de la moda en cuestiones de
vestimenta de uso, desde darse cuenta de que los miembros de la
tercera generación desde nuestros abuelos tienden a adoptar niños de
piel amarilla, al uso del alcohol en la dieta de los perros
deprimidos. En fin, la cultura es cualquier cosa que ande por ahí
que sepamos que forma parte de nuestro entorno identitario.
Pero cultura debería ser contenido, y, sin quizás, no continente;
parte integrante, constitutiva de una territorialidad o una
geografía y no territorio a ocupar. Cultura no es simplemente una
palabra que figura prodigio, arte de memorizar pintores y escritores
o acervo de conocimientos para generar prestigio de clase. La
cultura, nuestra cultura, caracteriza de alguna manera al individuo
en una comunidad dentro de los límites socio-geográficos de un
territorio dado, así de sencillo. Por eso mi estupor al escuchar, en
ocasión de la visita que realizara a la 39ª Feria del libro de
Buenos Aires, hora aproximada entre nona y vísperas, el reclamo
perentorio y vocinglero de una caterva de estudiantes, increpando
como a escupitajos, desde lo más profundo de los cónclaves del
aparato difusor del indignado (aparentemente desde el culo
dolorido), el eco voseante y martilleo monódico de la oración de
cinco palabras y una permutación putativa: «¡Pará de vaciar la
cultura, dejá de vaciar la cultura!».
Esa caca repiqueteó por varios segundos sobre los trajes de corte
impecablemente azules, de hedor algo mestizo entre Carolina Herrera
para hombre y cierto tufo de alcanfor o pomada china para el dolor
de espalda, cristalizando, finalmente, sobre los rostros de rocalla,
labios apretados y mandíbulas contraídas de visir, guardaespaldas y
séquito consorte. Opinar por opinar, no parece del todo posible eso
de vaciar la cultura, daban ganas de decirles. A lo sumo tupirla,
abarrotarla, exacerbarla con mil y un agregados, hasta que uno no
pueda distinguir entre una bombilla para el mate y una sonda de
enemas que se puso de moda porque tal o cual músico de cumbia la usa
como sorbito para beber refresco cuando tiene calor. Qué importa si
tenés que recurrir a Wikipedia para saber de nuestros próceres
históricos. ¿Cómo podría un individuo, pertenezca o no a las altas
esferas gubernamentales, al mismísimo olimpo, o a la corte del Rey
Arturo, vaciar la cultura?
Ante semejante exabrupto teórico, y sin poder eludir el preguntarnos
por el tipo de desplazamiento o de desvío que sería necesario, o el
carácter de clivaje metafórico que significaría desocupar la
cultura, solo nos queda decidirnos e ingresar a ese contrato de
ficción; aceptar la derrota y, con esa curiosidad que caracteriza a
todo ser humano vacilante, inquirir: ¿De qué? ¿Con qué métodos?
¿Para qué?
Aquí es donde el peregrino de este valle de lágrimas opta por
regresar a sus metáforas de hace unas cuantas páginas, las de los
errores vulgares, la biblioteca escondida, el laberinto, y el
monstruo, por supuesto. Porque si el vaciamiento de la cultura tiene
algo de razonable o de lógico, eso es que no se puede vaciar sin que
antes haya sido llenada, y qué mejor novedad que la de agregarle
gatos a la caja y luego ir sacándolos de allí, como si fueran
conejos de la galera del mago, siempre atentos a los arañazos y los
mordiscones. En nuestro caso, el vaciado de la cultura es el error
vulgar, y los gatos serían la biblioteca escondida, el laberinto y
el monstruo, que ahora sí es el minotauro.
Es que en la biblioteca (y si está escondida sirve mejor a nuestro
propósito de ilustrar esta suerte de acto de magia gatuna) vive el
saber y se concentra su luz. Es en su monumental dimensión
—eventualmente según Borges—, en sus vastos anillos, en su índole
laberíntica, donde uno puede perderse en el camino de la búsqueda de
parte de esa cultura que venimos anunciando, la que supuestamente
está en trámite de vaciado, por lo que cabe deducir que antes estaba
llena, o al menos semiplena, ¿de qué? Pongamos que sean libros,
gatos, sorbitos de enema o errores vulgares, a la usanza de Sir
Thomas Browne. De hecho, si estuviese llena de libros, como
establece la norma que rige las existencias de las bibliotecas, no
habría demasiados problemas, estaría dentro del prefijo
estandarizado de su generalidad. Pero si la llenamos de gatos, de
sorbitos de enema, de errores vulgares, como por ejemplo el supuesto
de que la cultura es pasible de ser vaciada, entonces la
convertiríamos en un monstruo. La cultura es la biblioteca,
dependerá de nosotros, de lo que le pongamos adentro, que nos
represente con mayor o menor felicidad, que nos guste lo que veamos
en su espejo.
En Borges, la biblioteca es el laberinto, donde se oculta el libro
que esconde la página que esconde la palabra divina, el hálito
sagrado, las cuatro o las catorce letras del nombre de la divinidad:
la cultura. En su jerga, la mayor o menor respetabilidad del
monstruo que la resguarda, el minotauro, dependerá del tipo de busca
que nosotros mortales emprendamos en su territorio. En Sir Thomas
Browne, la Bibliotheca Abscondita es parecida a la de Borges, un
laberinto con minotauro, quizás más inespecífico, menos
especialmente libresco, como lo demuestra la variedad y multitud de
obras y objetos raros —además de libros— que se mencionan en su
inventario. A la biblioteca escondida se llega por una lucha
denodada por ganar el camino del laberinto y evitar la feria de
vanidades que rodea la existencia social humana, porque no se teme
al monstruo, porque el monstruo que está allí dentro nos gusta, o
porque nosotros somos el monstruo.
Por eso la metáfora infeliz del vaciado de la cultura, error vulgar
y pseudodoxia (ese conocimiento falso del que habla Thomas Browne),
no hace más que “enchastrar” la cancha, nuestro territorio cultural.
Se entiende la figura del vaciado de “contenidos” importantes de
nuestro bagaje cultural, por encima de la feria de baratijas que la
explosión del mercantilismo y el consumo masivo establece para la
media ciudadana. No se precisa ser demasiado ilustrado ni
inteligente para comprender la justicia y la pertinencia del
reclamo. Banalizarlo todo, hartarnos de clichés, transformar el arte
en un simple negocio lucrativo de multinacionales y merchandising,
es abarrotarlo todo de lugares comunes y ejercer un efecto de tabula
rasa o tirar una bomba de fragmentación sobre nuestra sabiduría
potencial y la de nuestros hijos, eso sí es verdad. La producción en
serie de objetos de arte, la profusión libresca de índole netamente
mercantil, el engendro de la televisión hiper-emocional, borrega del
reality show y la monada que distrae a grandes y chicos: el “chow”,
ese fascismo del corazón, ni tan solapado, está hecho de la misma
sustancia del engaño, y reverbera en la canalera abierta de par en
par, como las bocas de esos niños que mueven sus cabezas al compás
de ese barroco crepuscular, del baile del vampiro, que es apenas una
anécdota para llenar de escombros la nada.
La visibilidad es otra mentira. Las vidrieras con libros apilados
son una mentira. Es otro tipo de pseudodoxia, neón disparado,
publicidad, espectáculo de revistas. Los libros que dicen cosas
están escondidos en la biblioteca, en la biblioteca escondida, y
como el minotauro, están perdidos. Los discursos que dicen cosas se
transmiten en medios ignotos, a horas insólitas y se archivan en la
misma biblioteca escondida, igual de monstruos, igual de laberinto.
El arte preferido por la mayoría es el arte de espiar a los demás,
fácil de encontrar y de comprar, está por todas partes, y no hay que
sortear ningún obstáculo, ni monstruo, ni laberinto, está allí, al
alcance de los dedos. En vano fatigarías, Teseo, tus pies en busca
de la punta del cordel de oro que te guíe hasta ella, que no espera
para ser salvada, no viste de lujo, ni sabe de laberintos. Esta
Ariadna yace en cama de agua, terciopelo rojo, plumas, lentejuelas y
boca enfurruñada de carmín de aplausos, eso es el monstruo, porque
se puede comprar. En estos términos, la cultura sí se puede vaciar.
Nota:
Jorge
Luis Borges, “La fiesta del Monstruo”, en Nuevos Cuentos de
Bustos Domecq, Obras completas en colaboración, Buenos Aires:
Emecé, 1997, pp. 400-401.
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