La fecha de publicación de
Yo era una brasa es un día de guardar en el raquítico
calendario de la literatura uruguaya. La primera gran
novela
sobre la negritud uruguaya: escrita por un blanquillo lechoso,
de los que se ponen colorados con el primer sol. Estoy seguro
de que nuestra comunidad negra la va a leer como un
invalorable homenaje, como una exuberante demostración de la
posibilidad –a pesar de todo- de la empatía entre las razas.
El eje de la novela es el itinerario vital de Lola, que cruza
casi de punta a punta el siglo veinte. Pero la constelación de
anécdotas no es más que el trampolín para alcanzar
ese rincón remoto, allá entre las estrellas, al que van a
parar las memorias y los sueños, y en el que, misterio de
misterios, las peripecias de la subjetividad se convierten en
la sal de los mitos.
Nadie mejor equipado que
Roberto Echavarren (poeta, ensayista, novelista) para encarar
literariamente a esa, la más humana de las mutaciones,
quintaesencia de las que Ovidio recopilara en su biblioteca.
La constelación de anécdotas, que la memoria devuelve a la
anciana como restos del feliz naufragio de su vida, resume
todos los colores de la sensibilidad, la imaginación y el
deseo. Desde el sueño de los
orígenes, cuando inventa al jefe masai
Orejas-Largas-Decoradas, gran cazador de leones; al delicado
patetismo, cuando recuerda el fin de su amiga Yolanda o el de
la vecina que se enganchó con la droga; a la peripecia marktwainesca, cuando con el Raposa desciende a
una mina
inundada; a la narración de una gran zapada de base candombera
y, sobre todo, una y otra vez, a la deliciosa picaresca desestructuradora de las
nociones de género, marca de fábrica
del producto
Echavarren, cuando recuerda al travesti
costurera, o cuando recuerda el destino del Manduca, o sus
amores con el pardo Aída, pero sobre todo cuando trasvestida
en gauchito lleva sus amores con el peón Tomás Diago, o cuando
de muchacha, interna en un asilo, fungió como esclava de
Marlena, la mandamás marimacho, la memoria de Lola es una
especie de aleph en el que convergen todas las formas y
maneras de la imaginación.
La novela de
Echavarren no
sólo trasciende al género literario que toma como punto de
partida –la novela testimonial– sino que despliega, con una
facilidad demasiado parecida a la magia, el abanico de todas
las poéticas que son capaces de bailar en esa cabeza de
alfiler que es la creatividad humana. Semejante proyecto
abarcador, semejante estallido es inédito en nuestras letras
tan dadas a repasar y repasar un mismo trillo (sea el onettiano, o el felisbertiano, o el benedettiano, o, ahora, el
levreriano, o el que sea, pero siempre el mismo, hasta la
náusea). Con Echavarren, con Yo era una brasa, las letras
uruguayas descubren que en literatura no sólo todo es posible,
sino que, además, todo está siempre por hacerse.
* Publicado
originalmente en
www.montevideo.com.uy en mayo de 2009. |
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