¡Mi hija es una nínfula!
Unas noches atrás alguien me preguntaba qué estaba leyendo, a lo
que sin demasiado interés respondí: “Lolita,
de Vladimir Nabokov”. No fue poca mi sorpresa cuando mi interlocutor
–un hombre entrado en años, noctámbulo, con quien me había topado
fruto del azar– confesó no haber podido leer dicha novela. De
inmediato le salí al cruce, alegando no comprender del todo bien lo
que quería decir (en el fondo tal vez sí lo había hecho, pero una
curiosidad evidente me hacía querer saber más sobre el asunto).
Cierta inflexión en la voz y la adopción de un aire de gravedad,
auguraban la inminencia de una respuesta contundente, es que –el
individuo era padre de una púber de 12 años–, ¡su hija bien podía
ser, en términos de Humbert (el protagonista de la novela en
cuestión), una “nínfula”!
El caso me recordó –salvando las distancias– a
aquellos docentes de literatura que, en mis tiempos de estudiante,
expresaban abiertamente no haber podido enseñar más “El
hijo”, de Horacio Quiroga, una
vez que fueron padres. Y si bien no faltará quien diga: “seamos
honestos, solo se trata de una obra de
ficción”, lo cierto es que existe un
fuerte núcleo emocional, que habla de un encuentro íntimo y una
experiencia estética personalísima a la que es difícil arribar en
clave intelectiva. Sin embargo, el caso del padre de la chica de 12
años era distinto, el centro problemático (o la ausencia de) tenía
otros alcances e implicaciones.
La ley es otra
Podríamos conformarnos con enjuiciar, sin más, a
Humbert en clave jurídico-moral, sentenciar que un pederasta con sus
características no merece la pena vivir o que debe estar a lo menos
una eternidad en prisión; no obstante, la controversial obra que
Nabokov publicó hacia 1955
va más allá de los límites que le imponen estas categorías. Lo
primero es pensar la compleja relación que se tiende entre ley y
transgresión. Dicho de otro modo: en Lolita el poder legal no
está ausente, sino que, muy por el contrario, es una presencia
recurrente, inquietante. Una interferencia. Cuando la madre de
Lolita muere a raíz de un accidente de tránsito, el profesor recorre
con su hijastra el mapa de los Estados Unidos; el viaje no parece
ser más que una excusa para estar con la joven sin
impedimentos. Cualquiera pensaría que, en este marco, la novela
tiende a una secuencia ininterrumpida de escenas eróticas o de la
más ramplona pornografía.
Nada de eso. Hay lugar para que Humbert se cuestione
en términos jurídicos, investigando, consultando volúmenes
polvorientos en bibliotecas públicas, citando a diferentes juristas:
El lector reirá, pero debo decir que en verdad nunca
pude saber con exactitud cuál era mi situación legal. Y aún no la
conozco. Oh, me he enterado de algunos pormenores. Alabama prohíbe
que el tutor cambie de domicilio del menor sin orden del tribunal;
Minnesota, ante la que me quito el sombrero, prescribe que cuando un
pariente se hace cargo de la custodia permanente de cualquier menor
de catorce años la autoridad de un tribunal es improcedente.
Pregunta: ¿el padrastro de una encantadora niña sollozante –un
padrastro con sólo un mes de parentesco, un viudo neurótico de años
maduros y medios moderados pero independientes, con los parapetos de
Europa, un divorcio y unos cuantos manicomios en su haber– puede
considerarse un verdadero pariente y, así, un tutor natural? (…) Los
muchos libros sobre matrimonio, violación, adopciones, etc., que
consulté culpablemente en las bibliotecas públicas de ciudades
grandes y pequeñas nada me dijeron, aparte de insinuarme oscuramente
que el Estado es el tutor máximo de todos los menores.
(1959: 141-142)
Y mucho antes, cuando repasa sus años precedentes y
reflexiona, ahora en clave psicoanalítica, sobre los modos de vivir
su economía libidinal, no puede evitar inscribirse, una vez más, en
la legislación adoptada por los distintos países a propósito del
tema:
Permítaseme recordar que en Inglaterra, durante la
aprobación del Acta de Niños y Jóvenes en 1933, se definió el
término «niña» como «criatura que tiene más de ocho años, pero menos
de catorce» (después de lo cual, desde los catorce hasta los
diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado, en
Massachusetts, EE.UU., un «niño descarriado» es, técnicamente, un
ser «entre los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se
asocia habitualmente con personas viciosas e inmorales). Hugh
Broughton, escritor polemista del reinado de Jaime I, probó que
Rahab era una prostituta de diez años de edad.
(1959: 19)
A partir de estas cavilaciones, Humbert traza la
reciprocidad que se establece entre los límites disciplinarios que
imponen las leyes y los alcances de la transgresión que habilitan
estos en su mismo seno. Podríamos decir, en términos freudianos, que
un yo puramente hedónico se enfrenta con un no-yo exterior,
restrictivo, que amenaza con anteponerse al libre devenir de sus
pulsiones, pero tal vez estaríamos cayendo en un reduccionismo. La (des)localización
del protagonista en el propio constructo del poder es lo que, en el
fondo, resulta más perturbador. La supuesta obscenidad de Lolita
tiene otra faz: la posibilidad de visibilizar en la base de un
aparatoso sistema legal un silencio fundante. Esto se materializa en
la obra, entre otros, a través de la presencia de un registro
irónico en la voz de Humbert: “Pero seamos decorosos y civilizados,
Humbert Humbert hacía todo lo posible para ser correcto. Y lo era de
veras, genuinamente.” (1959: 19) Lo dice
mientras contempla en las sombras de un parque (zona oculta de la
naturaleza dominada), simulando leer un “trémulo libro” (el epíteto
es subjetivo, mientras que el libro es casi un principio metonímico
de civilización), cómo un grupo de “nínfulas” juegan libremente a su
alrededor, el “estudioso” –así se autodenomina– se regodea en el
mundo de sus fantasías, y en su mente bullen tensiones e imágenes
libidinales de todo tipo.
Pero volvamos a lo primero, ¿es Humbert un
neurótico que traza las fronteras del discurso legal para,
precisamente, disfrutar del acto mismo de vulnerarlas? ¿Qué secretas
voces de culpa o de goce circulan por su conciencia mientras conduce
el vehículo Sedan azul de la difunta señora Haze? ¿Hasta qué punto
es real que “en cierto modo fatal y mágico Lolita empezó con
Annabel”, como él mismo expresara en un momento? (Annabel forma
parte de una relación pasada del protagonista, cuyo final deviene en
la confesión de infidelidad por parte de esta). Un psicoanalista
podría deleitarse a sus anchas con estos pormenores, regodearse
hasta el éxtasis en el lenguaje psicopatológico, pero lo cierto es
que no está Humbert en el diván, sino en este tejido textual (menudo
pleonasmo) que es Lolita. Las apropiaciones e incrustaciones
por parte del sujeto de enunciación de lo que establecen las leyes
no tiene un fin instrumental, se imbrican en una trama más extensa
que tensa los horizontes y las posibilidades de todo el campo
simbólico.
Inmortalizarte en cintas de celuloide
Ahora bien, hemos hablado de Humbert, pero ¿qué decir
de Dolores Haze, a quien conocemos mejor como “Lolita”? ¿Es
efectivamente cierto que, como se dice en algún momento, el tema
de este libro es Lolita? ¿Hasta qué punto su figura no es un
enigma, una presencia fantasmática? ¿O, por el contrario, es lo
único que se erige, palpable, en el entramado de una escritura
paranoico-delirante? Lolita no solo es la imagen de Lolita, es
también el señuelo fascinante que desparrama al lector en un océano
sin costas. Un algo problemático colmado de sentidos y, al
mismo tiempo, sin un sentido concreto. Una representación. Lolita es
la secuencia de fotogramas dispuestos de manera ininteligible en el
interior de Humbert. Una creación propia en el universo de su
imaginación, quizá “otra Lolita fantástica, acaso más real que
Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni
conciencia, sin vida propia.” (1959: 54) La censura moral no lee la
semiosis de Lolita, sino la posibilidad obscena de que el
prototipo real –que está por definición desterrado fuera del
texto– exista de forma eclipsada en la mente de quien censura. El
acto mismo, el referente. Lolita, el foco de atracción que da título
a toda la obra, no está completamente en ninguna parte. O,
mejor, existe en la umbría y negra Humbertlandia. De
aquí que haya algo inherentemente desconcertante en una
confrontación con ella; es que, como señala Slavoj Zizek: “En la
ficción literaria, a menudo nos encontramos con una persona que
resulta ser otra dentro del espacio diegético, pero que en realidad
no es «Nadie» (…).” (2011: 101)
En una entrevista concedida a la televisión francesa,
Nabokov realiza una serie de
consideraciones que pueden ser de utilidad al momento de abordar el
asunto:
En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras
que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la
de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese
vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo
lugar, la imaginación del triste sátiro convierte en criatura mágica
a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como
el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada
maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, solo
existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Este es un
aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una
popularidad artificiosa.
Permítasenos una digresión. Hay quienes leen las
referencias y los cruces del narrador a propósito del séptimo arte
como un elemento más –que viene a reunirse con las historietas, los
campamentos de verano, los catálogos de venta– que satiriza el
estilo de vida norteamericano de mediados del siglo XX. Y puede que
algo de esto haya.
Sin embargo, algunos de estos pasajes, leídos en sus dobleces,
pueden funcionar como auténticas aproximaciones al valor de
Lolita en el sistema de escritura de Humbert. No se trata, entonces,
de las transposiciones cinematográficas llevadas a cabo por
distintos directores (quizá la versión más recordada sea la de
Stanley
Kubrick, cuyo guión estuvo a cargo del propio Nabokov), sino
de cómo los giros discursivos construyen, en el interior del texto,
una imagen y una percepción determinada, lo que tiene consecuencias
estéticas evidentes. Varios son los fragmentos en que el profesor ninfulómano se lamenta por no poseer filmaciones de distintas
secuencias con/de Lolita: ambos lidiando por una manzana en la vieja
casa de la viuda Charlotte Haze: “lástima que ninguna película haya
registrado el extraño dibujo, la trabazón monogramática de nuestros
movimientos simultáneos o sobrepuestos”
(1959: 51),
Lolita jugando al tenis: “¡Idiota, triple idiota! Pude haberla
filmado. Ahora estaría conmigo ante mis ojos, en la sala de
proyecciones de mi dolor y mi desesperación.” (1959: 189),
entre otras.
A través del efecto fílmico Lolita existe
(puede existir) para Humbert en una cinta de celuloide. No podemos
decir lo mismo del fenómeno fotográfico, dado que, como observa
Roland Barthes en su libro Retórica de la imagen, allí el
individuo reconoce, desde su mirada eminentemente espectatorial, un
ruido entre las nociones de tiempo y espacio (se trata de un
haber-estado-allí). Agrega Christian Metz: “La fotografía es
así muy distinta del cine, arte de ficción y narrativo, cuyo
considerable poder proyectivo ya conocemos; el espectador de cine no
apunta hacia un haber-estado-allí sino a un estar-allí viviente.”
(2002: 34) El carácter “mágico” que atribuye
Humbert a la Lolita de sus fantasías tiene mucho de cinematográfico,
en el sentido en que lo que lo único importante es recuperar una y
otra vez el flujo, la impresión, “como si hubiera sido ella una
imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde
encorvado que se atormentaba a sí mismo en la oscuridad”.
(1959: 54) Unas líneas después e ironía mediante:
“Ahora, vean ustedes cuál fue el premio de mis angustias. Lolita no
regresó a casa: se había ido con los Chatfield a un cinematógrafo.”
(1959: 55) Dicho de otro modo: la criatura
fantasmática abandona el dominio espectral de la pantalla, deja de
ser (su) espacio diegético para asistir ella misma al espectáculo,
al espacio de la sala: el cruce de un mundo a otro. El profesor
asiste, desgarrado, al callejón sin salida de lo simbólico y lo
real, al abismo de su escisión. Finalmente, el rollo atascado de una
Lolita un par de centímetros más alta y con anteojos de armazón,
inmensamente encinta, con proyectos de irse a Alaska con su
marido Dick, marcará el último ocaso de su simulacro. De su
catástrofe.
* * *
El hecho de articular juegos e incrustaciones con
discursos decididamente instalados en la Norteamérica de mediados
del siglo XX (ingresar en los pliegues que estos ocultan o
soslayan), termina por delinear uno de los mecanismos del artefacto
estético que es Lolita. La obra de Nabokov es un gran
cinematógrafo que revela al espectador la circulación oscurecida de
la fantasía y los deseos en el espacio de la ley y la transgresión.
En este sentido, “novela pornográfica”
no es solo una burda y eficaz praxis de censura, es la
negación misma de su mayor conquista: el juego con los velos de la
realidad, la ilusión, la metáfora. El lenguaje.
Bibliografía:
Metz, Christian (2002): Ensayos sobre la significación en el cine
(1964-1968). Volumen uno. Barcelona: Paidós.
Nabokov, Vladimir (1959): Lolita. Buenos Aires: Editorial
Sur.
--- (1975). Entrevista de Bernard Pivot. Apostrophes.
Televisión francesa.
Zizek, Slavoj (2011): El acoso de las fantasías. Madrid:
Akal.
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