Desde Sri Lanka a Turquía y
también con notable prosapia castellana, se cuenta desde hace buena
ración de siglos cierta historia aleccionadora, que habla de las
inseguridades de los encumbrados, pero también de la voluntariosa
ceguera del alcahuete. Su motivo, por lo general, es el de las flamantes
prendas del emperador, suavísimas, inconsútiles, tan ajustadas al cuerpo
y al andar que se dijera quien la porta anda desnudo. Desde el siglo XIX
se la conoce como literatura infantil, cuando la recopilara Hans
Christian Andersen, pero a él le llegó por el
exemplo XXXII del Conde
Lucanor, obra del siglo XIV, como bien se sabe, joya del castellano
compuesta por el Infante Juan Manuel.
Le cuenta Patronio al Conde Lucanor en este ejemplo de tres pícaros que
fingen estar haciendo un vestido con una tela que no puede ser vista por
bastardos, para que la luzca el rey, quien manda sucesivos emisarios a
que verifiquen cómo anda la cosa con esta sastrería. Uno detrás del otro
dicen verla, y así luego con ella se deslumbra el rey, que sale a
lucirla una cálida tarde de verano. Todos los súbitos la alaban, porque
es muy preferible verla que dejar de ser hijo del padre que se le
atribuye, hasta que “un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra
que conservar, se acercó y le dijo: —Señor, a mí lo mismo me da que me
tengáis por hijo del padre que creí ser tal o por hijo de otro; por eso
os digo que yo soy ciego o vos vais desnudo”. En la versión de Andersen,
quienes no puedan ver la tela serán aquellos que sean estúpidos, o
incapaces para el cargo, mientras el que rompe el pacto es un niño, que
denuncia la desnudez del monarca.
Quien quiera pensar que la historia se ceba exclusivamente en
inseguridades y alcahuetería, puede incluso agregar el entremés
metadramático con que en su siglo, el XVII, Cervantes adaptara el motivo
en
El retablo de las maravillas. Allí, unos cómicos de la legua montan
un tinglado que solo puede ser apreciado por los que sean puros de
sangre, así que la obra inexistente es festejada por el público hasta
que llega un militar, no alertado de las condiciones requeridas para
apreciar la obra, que nada ve, por lo que es acusado de ser “de ellos”
(moro, o judío), hasta que el asunto se resuelve a palos.
Si se sigue la línea interpretativa más obvia, queda claro que, en el
afán de pertenecer, de tener honra (de no ser bastardo) o de ser dignos
para el cargo, todos se muestran dispuestos a ver lo que otros, que no
estén por así decirlo en el secreto, no solo no pueden sino que además
no deben ver. Pero la clave de la historia, más que la ruptura del
pacto, es su necesidad: el rey, por definición, no puede estar desnudo,
y si para eso debe ser estafado cien veces, que así sea. Se parte del
presupuesto de que el rey es digno, y de que los súbditos también lo
son: cuando el palafrenero o el niño rompen el pacto, lo único que queda
es la indignidad del monarca, y también la del público que se aprieta
para verlo desfilar (lo mismo, claro, sucede con el público del tablado
cervantino). Alguien dirá, y dirá con razón, que se trata del viejo
“mentime que me gusta”; lo cierto es que sin esa suspensión del
descreimiento, para citar la estrategia que prescribió Coleridge para la
lectura de lo ficcional, no hay país que funcione. La norma, como
recordaba
Walter Benjamin, siempre esconde la violencia que la engendró
(su bastardía, podríamos decir), disfrazándola de justicia, y es esa
norma el pacto por el cual el rey por definición anda vestido, aunque
nos parezca que el vestido le marca como una cicatriz de apendicectomía
y una verruga en el prepucio.
Se trata de un pacto que debe ser respetado celosamente, como hace el
emperador del cuento de Andersen, quien enterado ya por la multitud de
su desnudez, continúa de todos modos el desfile. Su incumplimiento solo
puede traer palos y desazón, algo que recientemente se empieza a
percibir en un país, no de nunca jamás, sino de aquí nomás, el Uruguay,
al que amenaza sumir en desconcierto.
El mequetrefe y la sospecha
Hace un par de meses, según es fama, hubo una muy acalorada sesión
gabinete. A este gabinete se
lo supone una instancia de coordinación, pero el resultado de aquella
junta fue que sus participantes, o un buen porcentaje de ellos,
filtraran, a los medios, información de lo sucedido a puertas cerradas.
Se sabía que las discrepancias de fondo se daban entre el funcionamiento
del ministerio de Economía, órbita de influencia del vicepresidente
Danilo Astori, y los de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, que
responden directamente al presidente José Mujica. Entre los mensajes
filtrados, que narraban la caótica sesión, se hacía decir al presidente
algo que tal vez pasó desapercibido en su momento (al menos no fue
glosado) pero que en sí mismo implica una catástrofe.
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Según las filtraciones, para reafirmar su autoridad, Mujica habría dicho
lo siguiente: "El presidente soy yo. A mí me votó la gente. No soy un
mequetrefe". Quien haya sido el responsable de esta frase, el presidente
o quien filtró, cometió la gordísima imprudencia de juntar, en una misma
serie, las palabras “presidente” y “mequetrefe”, que son tan
inconcebibles en un mismo universo como un rey paseando ante sus
súbditos orondísimo y en cueros. Dicho de otro modo, si yo niego ser
mequetrefe es porque asumo que alguien puede pensar que lo soy. Si
niego, en estos casos, afirmo, lo mismo que el Espartaco de la película
que terminó dirigiendo Stanley Kubrick, quien al gritar “I am not an
animal” nos está enterando de que sus amos creen, precisamente, que un
esclavo es algo infrahumano.
La calificación de mequetrefe, o inútil, es precisamente lo que deben
mantener lo más lejos de sí rey y súbditos del relato de Andersen. Lo
opuesto ha hecho la filtración a los medios: ha adherido esta
calificación a la figura del presidente. Por más que éste lo niegue, o
precisamente a partir de que lo niega, se ha abierto en la mente de los
uruguayos un, acaso insubsanable, pabellón del mequetrefe, o si se
quiere, un estado de sospecha mequetreferil. En términos clásicos, un
presidente jamás puede decirse (o negarse) mequetrefe porque con ello
afecta su ethos, su autoridad, y rompe automáticamente el pacto con sus
gobernados. A pocos días de filtrada la frase, y a raíz de declaraciones
más bien turbias de Mujica respecto a profesionales universitarios,
alguien le instruyó una
denuncia penal por injurias y solicitó se le
realizara pericia siquiátrica. Mientras la justicia se apuraba por
archivar el caso, un nuevo desliz, ahora ante un micrófono que se quería
apagado, puso al país en pie de conflicto con la Casa Rosada, que de
momento, cuando recibe su llamada, lo deja “esperando con la musiquita”.
Cualquiera de estos sucesos se reduce a mera anécdota si reparamos en lo
más profundo: una filtración irresponsable puede arruinar la autoridad
del rey (en este caso del presidente), inhibiéndolo, en adelante, de
emitir juicio válido. Hasta la filtración, los dichos de Mujica, lo
mismo que su indumentaria, podían ser (y trataban de ser) absorbidos
como idiosincrásicos, pintorescos, “suyos”. Después de esa involuntaria
confesión de ineptitud, su ethos presidencial se ha desmoronado de tal
forma que, para justificar sus desaciertos verbales, incurre en uno
nuevo, incluso menos aceptable dentro del pacto simbólico con sus
gobernados: la figura de
víctima del ayer. El emperador, ahora, necesita urgente ropa nueva,
pero esta es por completo inaceptable, como en su momento
le recordara al presidente la jueza Mariana Mota, prontamente
destituida: nadie puede gobernar con perspectiva de inmolado. ¿Pero cuál
ropa le quedará bien? De acá en más, cada uno de sus dichos será puesto
bajo una lupa insostenible. Bajo esa lupa, lo único que cabe ver es al
presidente, como de costumbre de chaqueta y lentes negros, preguntando,
ahora con voz sonora, “qué estoy haciendo en pelota”.
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