Las ideas de progreso, de dirigirse en línea recta hacia
adelante, de ir de mal en mejor parecieron obsesionar a los tempranos
historiadores de la literatura uruguaya. Por ello, prácticamente
toda la literatura del siglo XIX uruguayo (salvo las honrosas
excepciones de Eduardo Acevedo Díaz y Zorrilla de San
Martín) cayó en el olvido, al punto de que aún
hoy es difícil determinar fehacientemente cual fue la
primer novela uruguaya.
Ahora, cuando estas ideas rectoras del pensamiento moderno se
han puesto en entredicho y adquieren nueva relevancia los estudios
sobre la identidad y los orígenes,
la mirada se posa sobre lo que sucedía en el Uruguay de
mediados del siglo XIX, cuando nuestros hombres y mujeres de letras
daban a luz las primeras narraciones de largo alcance en nuestro
país.
Es en ese marco que Virginia
Cánova -quien desde hace varios años se encuentra
abocada al estudio de los orígenes de nuestra narrativa-,
ha encontrado, en los inexplorados y polvorientos anaqueles de
la Biblioteca Nacional, lo que sería la primer novela escrita
por una mujer en Uruguay y, horror de los horrores, la misma sería
de tema feminista.
La primera no importa
Bastante se ha debatido
últimamente sobre los orígenes de la novela uruguaya,
aunque hasta hace algunos años el asunto parecía
no tener demasiada importancia para la crítica. La primer
novela uruguaya podía ser cualquiera: de todas maneras
sería mala, algo para olvidar. Caramurú
de Alejandro Magariños Cervantes se estableció
consensualmente como la primer novela nacional, habiéndose
puesto en juego para tal determinación una serie de elementos
confusos y de segunda o tercera mano.
Así lo determinó,
por ejemplo, Alberto Zum Felde -hasta el medio siglo, el crítico
literario uruguayo por antonomasia- en La literatura del Uruguay
(1939):
"La primera novela propiamente dicha, de autor uruguayo,
es Caramurú, de Alejandro Magariños Cervantes,
uno de los representantes más encumbrados del romanticismo
en el país; y no por el mérito en sí de
su producción, que es casi nulo, sino por la nombradía
y la posición de gran figura consular de las letras que
alcanzó en su tiempo y en su medio. Caramurú,
su única producción novelesca que vio la luz hacia
el 1850, en Madrid, donde residía el autor es un espécimen
acabado de esa doble aberración del gusto y del criterio,
en que incurrió la escuela romántica entre nosotros,
que consistió en el remedo pueril del modelo europeo,
y por tanto, en la deformación libresca de la vida americana
que pretendía novelar."
A idéntica conclusión llegaron John E. Englekirk
y Margaret M. Ramos, de la Universidad de California en La
narrativa uruguaya. Estudio crítico-bibliográfico
(1967). Tras plantear que la compulsa final por el cetro
era entre Magariños y Manuel Luciano Acosta, desechan
los argumentos de Barbagelata en favor de éste último
planteadas en La novela y el cuento en Hispanoamérica
(1947).
Barbagelata afirma en la obra citada: "no fue Caramurú
el primer intento de narración imaginativa...; en la ciudad
sitiada concibe un poco antes sus novelas el uruguayo Manuel
Acosta y las imprime poco después llamándolas Los
dos mayores rivales (1856) y La guerra civil entre
los Incas (1861), ensayos casi ignorados que
no pueden rivalizar siquiera con los juveniles tanteos de Magariños."
Englekirk y Ramos aducen que el eufemismo "concebir"
no significa "escribir" y que aún cuando hayan
sido escritas hacia 1837 no hay más prueba que las declaraciones
del propio autor al respecto, ya que las novelas fueron publicadas
muy posteriormente a esa fecha. No queda otra opción,
entonces, que declarar ganador a Alejandro Magariños Cervantes.
La edición
de 1848
Habiéndose resuelto
que Magariños fue el primer y muy ilustre novelista uruguayo,
las cosas no se detuvieron allí, porque -a pesar de que
parece haber consenso en que aunque el primero, de todas formas
muy malo-, Magariños escribía y viajaba mucho,
asunto funesto en el momento de establecer primeras ediciones.
La pregunta que se hacen los críticos es si Caramurú
tuvo una primera edición en Madrid, 1848. Hay varios elementos
que apoyan esa afirmación pero de hecho nadie vio nunca
esa edición. A pesar de ello Englekirk la da por buena
y Zum Felde -quien nada dice de la edición de 1848 y la
fecha "hacia el 1850"- de todas formas otorga a Caramurú
el status de primer novela uruguaya.
Pero resulta que Magariños
ha escrito otra novela y ésta se publicó en Málaga,
en 1849. Ésta no es otra que La estrella del sud.
Memorias de un buen hombre y que el autor habría escrito
durante la travesía que le llevó a Europa en 1846
(¡siete tomos! ¡1396 páginas!)
Virginia Cánova,
investigadora radicada en Suecia y quien ha dedicado largos años
al estudio de la narrativa olvidada del siglo XIX en nuestro
país, ha descrito la obra en Una ilustre desconocida
¿la primer novela uruguaya? (1989). Cánova, quien parece
ser una de las pocas personas que ha tenido la obra a la vista,
prefiere postular que, dado que la publicación de Caramurú
en 1848 es dudosa, y basándose en los dichos de Weinberg
de que Magariños siempre consideró a La estrella
del sud su primera novela editada, es lícito otorgarle
la primacía a ésta hasta que se pruebe fehacientemente
que existió la edición de Caramurú
de 1848. Si a Caramurú le corresponde algún
laurel este sería el de ser -por lo menos- la primer novela
con tema nacional uruguayo.
Al parecer, Cánova
está decidida a probar que, en materia de nuestros orígenes
literarios, sabemos poco y mal, arremetiendo contra lo que ella
llama "el mito del automodelo" y contra los críticos
que han formado nuestro "imaginario literario".
A los románticos,
palos
En 1990, Virginia Cánova
había publicado Bibliografía de obras desconocidas
u olvidadas de la narrativa uruguaya de mediano y largo alcance
(1806-1888). De esa investigación la autora concluye
que entre los años estudiados se escribieron por lo menos
treinta y cinco obras narrativas de mediano o largo alcance.
Tomando como referencia un corpus de nueve libros de historia
literaria uruguaya, bibliografías, diccionarios, antologías
y trabajos de investigación sobre nuestra literatura,
y comparando los datos que en ellos figuran con los que ella
misma recabó en esa investigación, Cánova
saca las siguientes conclusiones:
En el 69% de los casos
no se registran las obras, en el 20% de los casos se registran
las obras pero con datos bibliográficos insuficientes
o incorrectos, sólo el 11% de los casos las obras se registran
con los datos bibliográficos correctos y en el 50% de
los casos no se registran los autores.
A esto se le suma la
particularidad de que 6 obras no son registradas por ninguno
de los libros de referencia, 9 obras figuran con datos bibliográficos
incompletos o incorrectos en todos los libros de referencia y
sólo 1 obra (Caramurú) se registra en todos
los libros de referencia.
La autora considera
que esta falta de información está "a veces
motivada por la descalificación valorativa de un gran
número de textos, otras simplemente porque se desconoce
su existencia."
Esa desvalorización
parece generar absoluto consenso y parece ser una muletilla aceptada
por todos que "hasta Acevedo Díaz no se escribió
ninguna narración que valga la pena molestarse en leer".
Zum Felde, en el Proceso intelectual del Uruguay dice
refiriéndose al período romántico: "Anotemos
-por fidelidad histórica, más que por exigencia
crítica-, algunos de esos nombres y de esas obras, sin
detenernos mayormente en unos ni en otras, por ser de calidad
y significación demasiado exiguas; que si el tiempo sólo
ha respetado de los primaces, lo representativo de la figura,
mas no el valimiento intrínseco de la obra, no es lícito
cargar en demasía las páginas de esta Historia
con el montón de escombro que han dejado los otros, secundarios.
El nuevo siglo ha aplanado ya ese escombro; y sobre su olvido
se han levantado nuevas ciudades." La metáfora del
escombro concuerda a la perfección con lo lapidario del
juicio.
Pero la prosa de Zum
Felde es siempre una invitación al regocijo irónico
y, aunque la cita sea larga, creemos merece la pena detenerse
a disfrutar de las páginas que dedica a la valoración
de Caramurú (¡la primer novela uruguaya!):
"En Caramurú la trama es mucho más
complicada [que en Celiar, poema épico del autor};
y mucho más disparatada también. La acción
acaece en 1823, durante la dominación portuguesa; y la
novela se inicia con un rapto: Caramurú (que es gaucho
-aunque su nombre es de indio-) se lleva a lo más recóndito
del monte a la pálida Lía (¿qué sería
de los románticos sin las eles?), tan celestial doncella
como dama en pro.
Mas, habiendo dado muerte, luego, a otro compinche, en una reyerta
de pulpería, el raptor se ve obligado a huir de la policía,
que le persigue; y llega a casa de un poderoso hacendado de Paysandú,
a pedirle un préstamo de diez mil patacones. El hacendado
promete ayudarlo, pero a condición de que le consiga un
caballo, seguro ganador en unas carreras próximas. Caramurú
acepta el trato y va a apoderarse de un parejero famoso que tiene
una tribu de charrúas; para lograr lo cual, y en combinación
con el cacique (!) se disfraza de espíritu maligno, atemorizando
a la tribu, que se esconde. El mismo Caramurú monta al
parejero en las pencas, pero no puede cobrar los diez mil patacones
del hacendado, porque la policía lo reconoce y lo obliga
a escapar nuevamente, pero esta vez al bosque, en cuya recóndita
espesura se haya aún la angélica Lía, virgen
y mártir.
Como todo esto puede parecer demasiado simple, el autor resuelve
enredar algo más los hilos de la trama. Sabe Caramurú,
recién entonces, que su raptada Lía es hija de
un ilustre abogado de Montevideo ¡su propio protector!;
y generosamente, corre a devolvérsela. El abogado da a
su hija al gaucho por esposa, creyendo tal vez que la había
dejado imposible para otra solución; creencia errónea,
sin embargo, porque Caramurú, cual cumplido caballero
medioeval, sólo había besado a su dama la punta
de los dedos.
Pero el autor no se
da por satisfecho; antes de terminar la novela, asistimos todavía
a los lances caballerescos del gaucho oriental con el conde brasileño
don Alvaro Abreu de Itapebí etc., ex novio de Lía.
El gaucho vence al conde y le perdona la vida; mas, vuelven a
encontrarse, en duelo singular, nada menos que en plena batalla
de Ituzaingó. ¿Eso es todo? ¡No, aún
queda por saber lo más sorprendente: Caramurú es
hermano natural del conde!
Magariños ha
batido el record de lo incongruente. La imaginación folletinesca,
que es imaginación sin brújula ni sentido, está
aquí en auge horroroso. Lo único que restaría,
como recurso de salvación a estas obras, a pesar de la
incongruencia de su argumento, esto es, la vivacidad del relato,
la plasticidad en la pintura de cuadros naturales y escenas de
costumbres, falta también en absoluto. Prosaicas, desabridas,
desprovistas de colorido, y de una prolijidad pueril, ninguna
de sus descripciones tiene valor literario. Hay allí payadas
en pulperías, pencas de parejeros, luchas con jaguaretés,
espesos montes con matreros, ¡qué jugosa sustancia,
de suyo, para un escritor, aunque no fuera mucho su genio! Pero
Magariños no supo aprovecharla. Da verdadera lástima
leer estas descripciones y relatos incoloros y desabridos, cuando
uno se acuerda, por ejemplo, de las páginas de Sarmiento,
en Facundo."
De la misma manera
podrían citarse las palabras de Ángel Rama respecto
a la finalidad del romanticismo que:
"pasó por encima de la realización y como
era previsible las buenas intenciones empedraron el infierno
de la mala literatura con una producción monótona
que se agotaba en las páginas de los periódicos
a las cuales correctamente se destinaba, entre los editoriales
y las informaciones extranjeras";
o las de Pablo Rocca, quién refiriéndose también
a Magariños anota que: "hoy engrosa esa vasta columna
de escritores de nuestro siglo XIX que ya nadie lee ni cita"
agregando que dado que más allá de toda utilidad
primero va el placer "Caramurú queda fuera
de todo márgen posible..."
Las mujeres también
escribían malas novelas
Aparentemente no se
puede escapar al juicio de valor. Antes que nada hay que dejar
bien claro que las novelas son malas y todos lo sabemos, aunque
ya a esta altura la insistencia suene a complejo y vergüenza
que hay que conjurar.
En el marco de su larga
investigación, Cánova se ocupó también
de Caramurú (¡la primer mala novela con tema
uruguayo!) publicado con el título Caramurú: la
obra que inicia el camino de la novela nacional uruguaya editado
en 1989 por Banda Oriental con prólogo de Arturo Sergio
Visca. En el mismo Visca anota: "Comparto plenamente el
punto de vista o la óptica con que se enfoca el estudio
de dicha novela. En efecto: su total carencia de valores estéticos
no supone que no tenga significación cuando se estudia
el proceso evolutivo de la literatura uruguaya. Y es, por ende,
desde este punto de vista que debe ser estudiada, ubicándola
en su contexto, histórico, social y cultural. Sólo
de éste modo, y tal como se hace en este trabajo, Caramurú
adquiere su real significación."
Justificado el objetivo,
pues, es lícito acercarse a una obra tan aberrante.
Para Cánova,
esta insistencia de la crítica en negar cualquier relevancia
a la narrativa uruguaya en sus orígenes es producto de
la "autocaracterización" ("El mecanismo
fundamental que confiere unidad a los diferentes niveles y subconjuntos
de la cultura está representado por el modelo que la cultura
tiene de si misma, por el mito que [...} la cultura se forma
de sí misma. Tal mito se manifiesta en la creación
de autocaracterizaciones").
Dicha autocaracterización está presente en las
representaciones de la propia cultura que postulan historiadores
y críticos. Para Cánova, Zum Felde sería
uno de los ejemplos más claros en este sentido: "Este
escritor pertenece a la escuela crítica que se sirve de
la exclusión de la literatura del siglo XIX como pretexto
para construir y reforzar la idea del "automodelo".
Sus ya clásicas
y sentenciosas frases referidas al "romanticismo" han
calado hondo en el inconsciente colectivo nacional y se podría
decir que en lugar de promover el debate y la discusión
sobre temas candentes de nuestra cultura decimonónica,
cumplen la función de la censura. Sobre el "romanticismo"
no se admite la investigación puesto que los críticos
de esta escuela así lo establecen en su canon.".
Y junto a Zum Felde van Carlos Roxlo, Ángel Rama y Pablo
Rocca.
En el marco de sus investigaciones sobre los orígenes y
desarrollo de la narrativa uruguaya, Cánova descubrió
en la Biblioteca Nacional, en 1991 un ejemplar de lo que sería
hasta la fecha la primera novela escrita por una mujer en Uruguay:
Por una fortuna una cruz,
de Marcelina Almeida, publicada
en Montevideo en 1860. Y eso no es todo: sería además
una novela feminista (no demasiado buena, por supuesto).
Agrandar la cocina
Por una fortuna
una cruz es
una novela de casi 400 páginas, escrita por una mujer,
publicada por la Imprenta Oriental en 1860 y que plantea claras
vinculaciones con el pensamiento feminista del siglo XIX. No
sólo sería la primer novela uruguaya escrita por
una "representante del bello secso" (sic) conocida
hasta ahora sino que presenta la peculiaridad de tratar el tema
del matrimonio obligado de la mujer y a ello se refiere el título
de la misma.
El hallazgo de la novela planteaba la doble sorpresa de encontrar
una narración de largo aliento escrita tan tempranamente
por un individuo de sexo femenino sumándose al hecho de
que aparentemente -de acuerdo a la cultura uruguaya del siglo
XIX- ese objeto no podría existir allí por su temática
y el sexo del autor. Por una parte, la novela evidenciaba una
mayor participación de la mujer en la cultura letrada
del Uruguay del siglo XIX y ubicaba a Almeida al lado de Petrona
Rosende de la Sierra.
El primer cuento publicado por una mujer en nuestro país
(o al menos bajo seudónimo
femenino) había sido La caja de costura de Eloísa
B. publicado en 1857 y entre otras cosas planteaba la disyuntiva
entre la lectura y las labores del hogar, a tono con la discusión
que se daba en la época respecto a la educación
de la mujer. La incorporación de la misma al público
lector fue motivo de agrias polémicas así como su
derecho a la educación y ni que hablar del posible status
de escritoras, del cual es un claro ejemplo un artículo
sin firma publicado en Semanario Uruguayo en 1860 titulado Educación
de la mujer en el cual el ignoto escriba eleva la siguiente
plegaria: "En la vida activa, en la vida de todos los días,
líbrenos Dios de todas las mujeres poetisas, ellas no son
las que Fernán Caballero llama 'mujeres de puertas adentro'..."
Ya en 1857, otro anónimo
escritor, esta vez en La semana se escandalizaba frente
a la aparición de un Club Socialista formado por damas:
"es una cosa nueva entre nosotros que se intente la formación
de un Club Socialista [y es} mucho más nuevo aún,
que ese Club sea exclusivamente compuesto de mugeres [...} Como
quiera que sea, parece estar funcionando ya y haber tenido más
de una sesión imponente, pues las afiliadas toman en ese
club un aspecto misterioso y siniestro, presentándose
con la faz velada, lo que simplemente supone que tienen por que
taparse la cara que Dios les diera. [...}. El Club Socialista
[...} Es una escentricidad de algunos cerebros desorganizados
con la lectura de las malas novelas, una locura, un delirio que
merecería ocupar una sesion de policía correccional-
-y nada más".
Las mujeres estaban en el ojo del huracán y la literatura
cumplía un gran papel en el asunto. Sin embargo, la novela de Marcelina Almeida
no es el primer texto de defensa de los derechos de la mujer
que se publica en nuestro país, pero pone de manifiesto
un malestar en la cultura en el siglo XIX mucho más profundo
de lo que se ha supuesto.
Del rescate de esta y otras novelas está compuesta la
Colección Narrativa Uruguaya Olvidada Siglo XIX,
dirigida por Virginia Cánova y auspiciada por la Academia
Nacional de Letras y la Asociación de Escritores del Uruguay
de la cual Por una fortuna una cruz es el primer tomo,
siendo también la segunda novela del corpus manejado (siguiendo
a Caramurú) que tiene una reedición en el
siglo XX.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 33.
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