Por qué Guénon
Uno de los problemas que se le
plantean a quien decide hablar de
René Guénon es el de los
motivos. Se habla de alguien cuando se considera necesario darlo a
conocer, aprobar o discutir sus ideas, en razón de su importancia.
Pero no es fácil establecer el grado de importancia de la obra de Guénon. No resulta en absoluto evidente que haya influido en
ningún filósofo (más allá de ciertas llamativas coincidencias
entre algunos de sus textos y obras posteriores de
Heidegger).
Tampoco parece pertinente buscar en sus escritos rastros de
filósofos anteriores; Vico, Marx,
Nietzsche o Bergson aparecen en
la imaginación del lector de Guénon, pero sólo para notar, a las
pocas líneas, la separación abismal que los emparenta.
No abundan comentarios de
terceros acerca de la obra de Guénon; muy pocos lo elogian; menos
aun lo atacan. André Gide, en su Diario, resumió así esta
curiosidad: “Si Guénon tiene razón, bueno, toda mi obra cae. No
tengo nada, absolutamente nada que objetar a lo que ha escrito
Guénon. Es irrefutable”.
La pregunta por el motivo
parece comenzar a contestarse: ¿qué mejor razón para hablar de un
hombre y su obra que el hecho de ser ambos inefables?
La decadencia de Occidente
La obra de Guénon consta de
una veintena de libros y casi 400 artículos, aparecidos casi todos
ellos en tres revistas francesas durante los años veinte, y en una
publicación de la tradición sufí publicada en Egipto, donde Guénon
vivió los últimos 20 años de su vida.
Nacido en 1886 en una familia
de clase media, Guénon se educó en colegios católicos. En el París
cosmopolita anterior a la Gran Guerra de 1914 se relacionó con
varios grupos esotéricos, hinduístas, islámicos y masónicos. Luego
de pasar un tiempo en la Escuela Hermética de Gérard Encausse (que
firmaba sus libros sobre magia con el seudónimo Papus), en 1912
fue iniciado en el islamismo sufí. Su primera obra,
Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, fue
su tesis de doctorado en filosofía, al parecer inspirada
directamente por maestros de la escuela Vedanta.
En 1930, poco después de la
muerte de su esposa, Guénon se radicó en El Cairo, donde adoptó el
nombre Abdel
Wahed Yahia (que significa “el servidor del Único”), y procuró
vivir retirado. Algunos allegados creen que temía ataques de
grupos espiritistas, cuyo fraude sistemático había sido
expuesto en El error espiritista, publicado en 1923.
En la época en que comenzaba a
publicar sus primeras obras, los espiritistas de Blavatski hacían
furor, y los Rosacruces adquirían fuerza y generaban gran cantidad
de epígonos. Pasada la guerra, la Iglesia Católica intentó
recuperar el esoterismo perdido de su rica herencia medieval, como
medio de reencauzar feligreses descarriados. En Francia el medio
empleado fue la revista Reignabit, y en España, El
mensajero social del Sagrado Corazón.
Fue desde esas páginas que
comenzó la crítica al mundo moderno que luego Spengler, con su muy
influyente La decadencia de Occidente, y Ortega, con La
rebelión de las masas, difundirían como denuncia que
rápidamente encendió polémicas en todo el mundo. Casi
simultáneamente con el libro de Ortega, Guénon publicó La
crisis del mundo moderno. Ambos autores centran sus ataques
contra asuntos similares: la manía por la cantidad en desmedro de
la cualidad; la invención de nuevas y artificiales necesidades
para sostener un consumo creciente, y la celebración de un
individualismo exacerbado. Pero la interpretación de las causas y
la propuesta de soluciones de ambos son radicalmente diferentes.
Ortega era un defensor del
progreso; para Guénon, tal idea no existe. Para Ortega, el
hombre masa dejará de serlo cuando comprenda el verdadero
valor del progreso; para Guénon, en ese punto exacto se encuentra
el fin del mundo tal como lo conocemos.
Los temas
Guénon abordó tres grandes
temas: el carácter del mundo moderno, que él llamaba “el reino de
la cantidad”; la metafísica, que para Guénon era la Verdad, asunto
que trasciende la materia y al individuo, es universal e inmutable
y sólo se puede aprehender a través de lo que él llamaba
intelectualidad pura, una forma de intuición muy distinta a la
de Bergson; y finalmente, el área que le abrió las puertas a una
tímida lectura académica: el estudio de los símbolos, disciplina
en la que sobresale su claridad expositiva y su enorme erudición.
Sus primeras obras están
dedicadas a la exposición de doctrinas orientales, y a la puesta
de manifiesto de lo que Guénon considera el problema esencial del
mundo moderno: el olvido de la Tradición. La Tradición de Guénon no
tiene nada que ver con el tradicionalismo superficial de los
defensores de viejas costumbres, que consideraba conservador en el
peor de los sentidos. La Tradición que postulaba Guénon es un
conocimiento “no humano”; no es una idea acerca de la divinidad,
sino de un Único del que el hombre es manifestación y no reflejo.
Ese conocimiento no proviene de ningún aprendizaje (meta de
la educación occidental), sino de una comprensión (fin de
la meditación oriental) que se resiste a la razón y sólo aflora
mediante el ejercicio de la intelectualidad pura.
Su sentencia sobre la crisis
del mundo moderno se apoya en la concepción hindú acerca de las
edades del hombre. Para Guénon vivimos en la etapa final —y más
degradada, el Kali-Yuga, o “edad sombría”—de un ciclo de
cuatro edades. La actual etapa comenzó en el siglo VI antes de
nuestra era, con el abandono del orfismo y los misterios en
Grecia, el cambio que sufrió en Persia el mazdeísmo, el
surgimiento del budismo en la India y la implantación del
confucionismo en China. Dentro de esta última etapa la peor crisis
surge alrededor del siglo XIV, cuando comienza la caída del
feudalismo en Europa y se sientan las bases del humanismo, que
para Guénon es simple y crudo individualismo. Guénon sostiene que
el cristianismo es la vertiente occidental del saber tradicional,
y que la Iglesia Católica fue su auténtico depositario hasta el
nacimiento del humanismo renacentista. Como Nietzsche, condena la
reforma protestante por su acento en lo que llama moralismo
(y aquél nombraba moralina).
Guénon habla del fin del mundo
moderno sin intención apocalíptica. Así como han desaparecido
incontables civilizaciones, la nuestra ha de desaparecer; nacerá
otra nueva, quizá una edad de oro; también es posible que no
desparezca todo rastro del presente, y que la sabiduría de algunos
logre preservar lo poco que todavía tenemos de valioso.
Su tesis es que la única
esperanza radica en la formación de una élite que ponga en
funciones la pura intelectualidad. Guénon (que condena la
democracia como aparato de dominación de las masas a través de la
sugestión), aclara que esa élite no tiene nada que ver con los
gobiernos o con los Estados. Se trata de un núcleo de auténticos
gurús capaces de dotar al mundo de una luz de verdad.
Asentado el dato del desastre
contemporáneo, que perdió toda o casi toda conexión con la
Tradición, busca su reducto último, y lo encuentra en Oriente, en
tres lugares: el sufismo, el vedanta y el taoísmo. Sus trabajos
sobre el Hinduismo y el Islam merecieron, si no la difusión en
Europa, sí traducciones y aprobación tanto en la India como en
Egipto; este último albergaba en su época a la casi totalidad de
los eruditos coránicos.
El Occidente tradicional
mereció gran parte de su dedicación, plasmada en abundantes
trabajos sobre el simbolismo. La esvástica, el Grial, el lenguaje
de los pájaros (o los ángeles), el
laberinto, el rey del mundo, el crismón, el zodíaco, la mesa
redonda, Jano, los dos San Juan, el octógono, la piedra angular,
el arco iris, la ciudad de Dios, y decenas de símbolos de casi
imposible rastreo documental fueron abordados por su fina
inteligencia.
La vía del medio
Los textos de Guénon hablan de
ciencias ocultas, de conocimiento tradicional y del mundo
espiritual de una forma tan alejada de la superstición como de la
filosofía y la filología occidentales. Tampoco intenta
interpretaciones psicologistas para explicar el impulso místico.
Es característico de sus exposiciones de ideas que tome símbolos
tradicionales o relatos míticos o religiosos y explique entonces
un aspecto de la realidad aplicando la estructura simbólica como
un modelo del mundo. Prescinde, al contrario que los antropólogos,
de toda contextualización social de los símbolos: los considera
plasmaciones de esa intelectualidad pura capaz de
comprender completamente la realidad.
Es difícil descubrir el
criterio que lo guía para la elección de los símbolos a partir de
los que elabora sus tesis. Quizá en esa opacidad de su obra radica
su mayor debilidad, puesto que la aleja de un método científico
capaz de ser aceptado por la
academia. De cualquier manera, cuando
se cumplió el centenario de su nacimiento, en 1986, la Sorbonne
organizó un coloquio sobre su obra, que ha generado cierto interés
académico y editorial.
Puede que el lector occidental
no encuentre la obra de Guénon de su gusto; difícilmente podrá
considerarla errónea.
* Publicado
originalmente en El país Cultural |
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