La etimología de la palabra símbolo refiere a un
término técnico de la lengua griega. Se trata de
un fragmento de un utensilio de cerámica que el anfitrión
regalaba a su huésped cuando éste partía
para que, al volver, pudiese reconocer la casa que una vez lo
acogió. La imagen
está, ella misma, grávida de simbolismo. Si -como
afirman muchas tradiciones religiosas- los hombres son viajeros
que buscan a tientas volver al lugar de donde vienen antes -sea
este lugar entendido como Dios, como una pre-existencia a la existencia
terrestre, como útero seguro, como infancia grata, o como
cualquier territorio que su inconsciente o sus sueños hayan
fecundado- el símbolo es la promesa de volver a encontrarse
allí, volver a ligarse con lo que ya no es. Re-ligarse.
La mención inicial al símbolo viene a cuento porque
la astrología es, precisamente, un sofisticado arte
de simbolizar. Una definición simple de la astrología
occidental sería la siguiente: es aquella disciplina que
busca en los cielos símbolos que permitan reconstruir un
sentido para la vida.
La astrología tiene además, por tanto, y desde
el vamos, una dimensión -etimológicamente cuando
menos- religiosa.
El procedimiento esencial de la astrología consiste en
tomar un fragmento del cosmos que acoge temporariamente al hombre,
e intentar, a través de ese fragmento, reconocer la totalidad
a la que pertenece. Los signos zodiacales son verdaderos
signos, es decir, cosas que están en lugar de otras,
que refieren a otras. A diferencia de las palabras escritas frágilmente
en papel, que son los clásicos signos de cualquier lenguaje,
estos extraños signos zodiacales están
escritos para siempre sobre el enorme pizarrón
nocturno, en una especie de lección complicadísima
y dudosa que nunca se termina de aprender.
Una carta natal es un diseño astronómico de un
momento único en el desarrollo del Todo. Volviendo a la
noción de símbolo mencionada al inicio: para los
practicantes de la astrología es, de algún modo,
aquel fragmento de cerámica que el Todo regala a sus criaturas
cuando se van a vivir en la Tierra de la manifestación
objetiva y fragmentada, para que luego recuerden y reconozcan
a través de su estudio qué otro espacio más
total una vez les dio origen.
Desde este punto de vista, la astrología es una de las
tantas formas -tal vez desesperadas- que existen de salvar la
caída, de reconstruir cualquier plenitud perdida
y añorada. Bastante más y bastante menos que una
ciencia -como creen algunos entusiastas entre sus practicantes-,
parece ser también una herramienta de consolación.
Tal vez por eso ha vivido siempre en una tensión mal resuelta
y a menudo belicosa con las religiones institucionales: pregona
que el propio intelecto, el propio raciocinio y la propia intuición
del hombre son suficientes para dialogar con la propia divinidad,
y amenaza así el papel vicario que las estructuras rituales
y las jerarquías sacerdotales juegan en esas religiones.
Algo fáustico de quien se pierde por su soberbio deseo
de conocimiento amenaza, por cierto, a todo astrólogo
de cualquier época.
Ahora bien, las ambiciones -eternamente no colmadas debido a su
pretenciosidad- de la astrología son las de proveer un
sistema de conocimiento. El problema más estentóreo
para una cauta y culta mentalidad occidental actual es que, cuando
uno se interroga acerca de qué es lo que el método
astrológico pretende conocer, la respuesta se resume en
cuatro letras: todo. Se puede hacer la carta natal de una persona,
de un pollo o de una nación, de un equipo de fútbol
o de un matrimonio, del lanzamiento de un cohete interplanetario
o del clon de un dromedario. Para la astrología,
todas y cada una de esas cartas, si están levantadas en
un momento exacto y razonablemente identificable como el de nacimiento
de esas entidades, revelarán algo muy esencial acerca de
cómo éstas son, y de cómo se desarrollarán.
Esta nota pretende mostrar cuál es la historia, y por
qué aún existe esta antigua disciplina o arte
conjectural, con la que se ganó la vida Johannes Kepler
en una época en que aún era posible pensar el mundo
de las apariencias materiales con el rigor de un genio científico
y, a la vez, tratar de construir y ver funcionando un modelo
del cosmos basado en una teoría de la armonía en
donde Dios se expresa a través de ciclos y números.
Un mundo a la vez de apariencias materiales y de mensajes profundos
sólo accesibles a un genio de pensamiento a la vez observador
e intuitivo.
Acaso, el éxito astrológico y científico
a la vez de Kepler sea un recordatorio y una admonición
de que no todo es tan fácil, dirigido a la nueva astrología
masiva que está naciendo ahora, y que da la ilusión
de una carta natal en 10 segundos por ordenador -y en esa trivialidad
oculta y muestra a la vez el inmenso poder de las antiguas representaciones.
De hecho, aunque los hombres no se ponen de acuerdo acerca de
lo que es, algo interesante tiene que haber en la astrología,
si ha seguido viva a pesar de que murió definitivamente
ya dos veces -entre los años 500 y 1200, y en el siglo
XVII. La ciencia no ha podido matarla, tal vez porque, hasta
ahora, ningún científico ha constatado que los
viejos símbolos -y entre ellos los planetarios y zodiacales-,
hayan abandonado el sótano de nuestra psique, donde están
las bases de nuestra capacidad para interpretar el libro del
mundo.
Tales y el pozo
de los comienzos
Tales de Mileto, el primero de los filósofos griegos,
cayó en un pozo de agua mientras caminaba distraído
observando el firmamento. Según se ha contado, fue rescatado
del insuceso por una sirvienta, que le hizo la inteligente y
filosófica observación de que la caída en
el pozo era la demostración de que el interés por
los abstractos cielos desvía al hombre de los asuntos
terrenos de los que debe ocuparse. Seguramente, ésta breve
anécdota dirá mucho acerca de la figura del astrólogo,
a quien la mayor parte del público ve hoy como un freak
medieval o un chiflado místico. El dudoso consuelo que
provee esta anécdota es que ya se los veía así
hace 2500 años.
Y es que Tales de Mileto podría haber sido un astrólogo,
aunque no lo fue, porque -contrariamente a lo que a menudo se
cree- en su tiempo la astrología,
tal como la conocemos hoy, estaba todavía por nacer. Era
Tales, en cambio, un cosmólogo que defendía la preeminencia
del agua como elemento primordial -tal vez a causa de su experiencia
con el pozo- y es por ello citado con razón en la primera
página de una de las poquísimas historias serias
de la astrología occidental que existen -y la única
que existe en castellano-, escrita por Jim Tester en Londres en
1986. Tester recuerda que, muy a pesar de las afirmaciones que
vulgarmente repiten sin fundamento la mayor parte de los astrólogos
de periódico, quienes afirman que la astrología
es inconcebiblemente antigua, puesto que la astrología
propiamente dicha depende de los mapas de los movimientos y las
posiciones de los planetas, no pudo surgir antes del desarrollo
de la astronomía matemática. Debido a que desde
la Antigüedad se han hecho muy diversas y fantásticas
afirmaciones sobre el vasto período de la astronomía
babilónica, se puede decir sin temor a equivocarse que
algún tipo de astronomía teórica y matemática
se desarrolló tardíamente en la historia mesopotámica
a partir del siglo V a.C., y que el verdadero florecimiento de
la ciencia fue obra de los griegos. (...) De esta manera, parece
que la astrología horoscópica no se remonta más
allá del siglo IV a.C.
Esto significa que la astrología tal como se conoce hoy
nace en el siglo de Aristóteles, y no antes, por más
que haya existido un tipo rudimentario de anotaciones de las
posiciones planetarias en tablillas de arcilla con predicciones
puntuales, ya 1800 años antes de Cristo en Mesopotamia.
La astrología egipcia, por su parte, fue una
fuente que aportó parte de su caudal en los orígenes
de la astrología griega.
En cuanto a la hindú -hoy muy desarrollada y socialmente
mucho más aceptada en su país que la occidental
en Occidente- lejos de ser anterior a la astrología griega,
es un derivado de ésta.
De modo que la primera sorpresa parece ser el hecho de que fue
la misma civilización que dio origen a la ciencia, a la
lógica, a la filosofía, a la literatura
y al derecho occidentales, la que adoptó y dio forma a
la astrología. Más exactamente, una antecesora de
ésta llegó a Grecia en el siglo IV desde Babilonia
-los mismos griegos pensaban que fue un personaje referido como
Beroso el caldeo quien la introdujo-, y fue en el
período helenístico, sobre todo en Alejandría,
que se formalizó y codificó en sus rasgos básicos
y principales.
Debe concederse -dice Vitruvio en el siglo I a.C.-
que podemos conocer los efectos que los doce signos, el Sol,
la Luna y los cinco planetas tienen sobre el curso de la vida
humana a partir de la astrología y los cálculos
de los caldeos. El arte genetlíaco [es decir, el que usa una carta astrológica
levantada para el momento del nacimiento de un ser], que le permite descubrir
acontecimientos pasados y futuros mediante cálculos astronómicos,
es propiamente suyo. Son muchos los que han surgido entre la
raza caldea que nos han dejado sus descubrimientos, los cuales
están llenos de agudeza y sabiduría. El primero
fue Beroso, quien se estableció en la isla de Cos y enseñó
ahí, y tras él el docto Antípater y luego
Aquinápolo, quien no obstante hizo sus cálculos
genetlíacos no a partir de la fecha de nacimiento, sino
de la concepción.
En Las leyes, y especialmente en otro diálogo de
autenticidad algo discutida y que a veces se ha considerado debiera
formar naturalmente parte de este último, llamado Epinomis,
Platón argumenta largamente cómo la contemplación
de los ciclos de los cuerpos celestes dan al hombre destinado
a gobernar el número, es decir, la sabiduría
que permite conocer y comprender la armonía que organiza
todo cuanto acontece en este mundo. Es probable que estas ideas
hayan llegado a Platón desde oriente, o por influencia
de la escuela pitagórica, consagrada a la formalización
numerológica y matemática de una visión
simbólica y oculta del cosmos.
Aristóteles, en la Física, sistematiza y
une las combinaciones de las cualidades primordiales de Cálido
o Frío y Húmedo o Seco que había trabajado
Zenón de Elea, para dar origen a la teoría de los
cuatro elementos: Fuego -cálido-seco-; Aire -cálido-húmedo-;
Agua -frío-húmedo-; y Tierra -frío-seco-,
que es aun uno de los pilares de la cosmovisión astrológica.
Concluye Tester: Fueron los griegos quienes a la contemplación
de las estrellas, a su magia y sus conjuros añadieron
la filosofía, añadieron la geometría y el
pensamiento racional sobre ellos mismos y su universo, para crear
así el arte de la astrología.
Lejos, por lo tanto, de ser la astrología, en su origen,
una especie de umbanda griego, reservado a la superstición
de las clases populares, se trató de un sistema sofisticado,
cuya aceptación fue preparada por los -discúlpese
el anacronismo- intelectuales griegos de la época clásica,
y que fue desarrollado luego y en principio por los estoicos,
que se contaban entre los físicos y los lógicos
más grandes de su tiempo. George Sarton, historiador de
la ciencia británico, escribió: Uno casi
podría afirmar que la astrología griega fue fruto
de su racionalismo. En todo caso recibió alguna clase
de justificación a partir de la noción de cosmos,
un cosmos tan bien dispuesto que ninguna parte era independiente
de las otras ni del todo (...) El principio fundamental de la
astrología, una correspondencia entre las estrellas y
los hombres (...) no era irracional. Los griegos aceptaron,
pues, la astrología, y ésta creció dentro
de la cultura oficial que hoy vemos como occidental, contribuyendo
abundantemente a configurarla. Tester concluye que dicha
aceptación como estudio científico y erudito fue
la actitud común, si no es que normal, hacia la astrología
hasta el siglo XVIII. Es imposible comprender a hombres como
Kepler y Newton, a menos que se conciba a la astrología
como lo hicieron los griegos, como un intento racional para trazar
el mapa del cielo e interpretarlo en el contexto de la armonía
cósmica que hace del hombre una parte integral del
universo.
El trabajo de los dioses que viven en el sótano
No estaría bien aquí que siguiéramos adelante
con la historia de una disciplina que básicamente no se
conoce sin antes hacer un esfuerzo por narrar brevemente de qué
se trata.
Todo el mundo en este fin de siglo cree tener una idea acerca
de qué cosa es la astrología. Se la define en general
como una ciencia que intenta la predicción del
futuro a través de la observación de la influencia
que ejercen los astros, afirmación que, para
quien esto escribe, es falsa tanto en general como en cada una
de sus partes.
Para empezar, la astrología no es una ciencia. No es este
el lugar para discutir qué es una ciencia. Si se considera
una idea de ciencia muy amplia, en la cual cualquier actividad
que incluya observación y corrección de las teorías
a partir de la experiencia es ciencia, entonces la astrología
si lo es, pero también lo es conducir un coche, el servicio
doméstico, o vivir. Si restringimos la idea de ciencia,
en cambio, a las actividades como la física o la biología
molecular, la astrología no es ciencia. Por su propia
naturaleza, no puede aplicar con rigor un método controlado.
La afirmación anterior, que molestará a aproximadamente
la mitad de los astrólogos serios que lean esta nota,
trata de fundamentarse en el trabajo de (Charles) Perry titulado Cómo
conocemos lo que creemos que conocemos.
Siguiendo con la lamentable definición, la cuestión
de la predicción del futuro no es en absoluto
lo central de la astrología, sino solamente una de sus
hipotéticas posibilidades. Los astrólogos actuales
hacen básicamente un diagnóstico de las características
y condiciones psicológicas y anímicas de su cliente,
lo cual puede tal vez ser una ayuda para cualquier experiencia
interior de autoconocimiento.
En manos de un profesional formado en psicología, también
puede servir de ayuda para diversas clases de terapia. A su vez,
si las creencias psicológicas y el estado interior de
una persona guardan alguna relación con lo que es su vida
exterior -afirmación que seguramente no parecerá
demasiado descabellada-, la astrología tiene también
algo que decir al respecto de las condiciones exteriores, materiales
de la vida, y esta es la parte que toca al futuro, y al pasado.
Un buen astrólogo puede hacer afirmaciones muy interesantes
respecto no sólo del futuro, sino también del pasado
de la persona, el cual él no conoce, pero su cliente sí.
De este modo, pedirle que le hable sobre lo que ya ocurrió
sería una de las buenas maneras que tiene una persona
de testear la seriedad de su astrólogo antes de gastar
dinero en él.
Finalmente queda la cuestión de las influencias
de los planetas y las estrellas. No hace falta creer en ninguna
influencia astral para ser astrólogo, y de hecho
muchos astrólogos no creen en ellas en absoluto, o al
menos dejan esa cuestión para debatirla en conversaciones
triviales.
Ya para muchos entre los antiguos, los planetas no son causa
de los fenómenos en la tierra, sino meramente signos
de estos. La diferencia no es trivial, sino esencial. Si los
planetas son causas, entonces el universo es una máquina,
y deben detectarse físicamente los rayos que
salen de Marte y le pegan a un recién nacido
para hacerlo belicoso.
Por supuesto, estos rayos no se han descubierto aún, lo
cual permite a los científicos explicar con elegancia
a los astrólogos que la fuerza gravitacional del cuerpo
de la partera es mucho mayor que la de Marte en ese sacro momento
cósmico, para no hablar de la luz de la sala de partos
en relación con la del planeta rojo. El astrólogo
que cree en las influencias queda así en ridículo,
pues se ha auto-invitado a la fiesta del materialismo cientificista
y se encuentra en medio del salón, con su frac, pero sin
pantalones.
En cambio, la tradición astrológica ha dicho siempre
con mucha claridad que los planetas son signos de lo que
ocurre en el cosmos. Esta idea presupone que el cosmos es un
ser vivo, una unidad, en donde todas las partes se comportan
en armonía porque, justamente, son partes de ese todo.
De esta manera, la observación sistemática del
comportamiento de una parte de esa totalidad -los planetas- permite
al estudioso hacer inferencias para conocer el comportamiento
de cualquier otra parte de ese todo -por ejemplo, la vida de
un hombre-, puesto que ambas partes son solidarias.
Es la idea de que el hombre es un microcosmos dentro del macrocosmos,
que su vida y su espíritu particulares repiten y dialogan
con el universo continuamente. Esto es lo que ha dicho siempre
la máxima atribuída a Hermes Trismegisto y que
preside todo conocimiento hermético: Lo
que está arriba es como lo que está abajo, y lo
que está abajo es como lo que está arriba, para
que así se cumpla la maravilla de la Unidad.
De modo que lejos de ser una ciencia predictiva a partir de influencias,
la astrología tiene mucho más que ver con un arte
conjectural -como lo era antiguamente la medicina o la navegación-.
Así la definió Morin de Villefranche, el más
grande entre los astrólogos del Renacimiento.
Un arte que tiene que ver con contenidos mitológicos ahora
aparentemente en desuso, pero que parecen seguir viviendo en
el sótano de la psique. De ser eso así, podrían
seguir siendo ahora tan o más significativos que antes.
Y que esto es así, es algo que saben bien los escritores
de guiones cinematográficos, los escritores en general,
los psicólogos, los políticos mediáticos
y los creativos publicitarios finiseculares, para mencionar sólo
a algunos de los que se ganan la vida con una actualización
de las luchas entre los dioses del panteón griego. La
astrología es parte de ese mismo mundo.
La máquina de asemejar
La astrología funciona como una máquina de hacer
metáforas apoyándose en unas reglas de elocuencia
retórica. Es un sistema de símbolos que, al interrelacionarlos,
produce un lenguaje simbólico. Este lenguaje está
basado en factores independientes de la voluntad de sus intérpretes.
Los planetas, la Tierra, y sus respectivos movimientos celestes
son objetivos, y medibles más allá de la voluntad
del observador. Esas son sus reglas, y son normativas. Por ejemplo,
ningún astrólogo puede considerar que Saturno está
en Virgo, si está en Escorpio. Ningún astrólogo
puede, tampoco, juzgar que la Luna tiene que ver con los largos
plazos, o que Mercurio rige las emociones, etc.
La carta natal es simplemente un esquema astronómico del
cielo visto desde determinado lugar de la Tierra, en un determinado
momento. El lugar y el momento son los del nacimiento del ser
acerca del cual se quiere investigar, y esa es la razón
por la cual los astrólogos necesitan solamente la fecha,
hora y lugar de un nacimiento para hacer una carta natal. Esta
es, grosso modo, la parte de la astrología en la
que la astronomía tiene ingerencia, y sólo esta.
Por eso, parece descaminado que los astrónomos sientan
que aún tienen autoridad para hablar -mal- de astrología.
Se trata, evidentemente, de un mal entendido, puesto que la astronomía
se encarga de la descripción de los aspectos materiales
del universo, mientras que la astrología intenta hacer
una lectura simbólica de ese mismo universo. Nada que
ver entre sí. Es como si el dueño de una imprenta
quisiera ser admitido en un congreso de filosofía, bajo
el argumento de que los libros de filosofía son impresos.
La máquina de asemejar II
Luego viene la interpretación de esa carta, y aquí
es donde comienza el gran problema, el verdadero corazón
de todo lo que interesa decir acerca de la astrología,
y que por supuesto, es por eso lo más difícil.
Metáfora de la estructura de la conciencia occidental,
el zodíaco de 12 signos y los 10 planetas
son una máquina de interpretar, una tecnología
para construir imágenes significativas.
Esta máquina tiene sus reglas de construcción y
funcionamiento. Y la mentalidad científica del hombre
culto occidental de los siglos XIX y XX rechaza esas reglas y
ese método casi por instinto, puesto que se ha habituado
a una visión del mundo en general muy diferente, en que
por un lado están las ciencias, que proveen conocimiento
objetivo y comprobable, y por el otro están las artes,
que proveen placer estético. La astrología es una
disciplina extraña, que está a caballo entre unas
y otras, puesto que a la vez su método es el de metaforizar
de acuerdo a reglas, como lo haría un retórico
medieval, mientras que sus conclusiones se presentan a nuestros
ojos como afirmaciones de verdad objetiva o comprobable. El corto-circuito
epistemológico que subyace aquí es notorio, aunque
son pocos quienes han estudiado ese proceso de encontrar significado
que desarrollan los astrólogos.
Sin embargo, lo que postulamos en esta nota es que ese mecanismo
no es equivocado, sino algo peor o mejor: es anacrónico
en un sentido muy relevante. El hombre occidental ya no piensa
como en el siglo XV, y es precisamente por eso que la astrología
-que supone una cosmovisión del siglo XV y acaso una del
siglo XXI a la vez- ha estado en bancarrota semántica
durante los últimos tres siglos.
Michel Foucault describe muy bien -como veremos un poco más
abajo- el giro copernicano en los modos de conocer
el mundo que fue la anticipada y única guillotina que
verdaderamente mató -provisoriamente, parece- a la astrología
a comienzos del siglo XVII.
La máquina
de asemejar III
Umberto Eco postula en un largo capítulo de su libro Los
límites de la interpretación que lo que él
llama semiosis hermética es un proceso por
el cual el mundo se interpreta como un libro -o un libro, como
mundos-. En este caso, observa el semiólogo italiano,
el practicante de la semiosis hermética tiene una visión
sospechosa del mundo, y ha desarrollado un método
obsesivo. Sospechar, en sí, -dice Eco- no es patológico:
tanto el detective como el científico sospechan por principio
que algunos fenómenos, evidentes pero aparentemente irrelevantes,
pueden ser indicio de algo no evidente; y sobre esta base elaboran
una hipótesis inédita que luego someten a prueba.
Pero el indicio se toma como tal sólo con tres condiciones:
que no se lo pueda explicar de una manera más económica,
que apunte hacia una sola causa (o hacia una clase restringida
de causas posibles) y no a una pluralidad indeterminada y disconforme
de causas, y que pueda formar sistema con otros indicios.
La descripción de Eco cierra muy bien con lo que aparentemente
hace un astrólogo, cuando toma los signos del cielo para
hacer sus inferencias. Y Eco intenta, en el capítulo citado,
una demolición de la semiosis hermética
y de quienes la practican. Los acusa de ser maniáticos
buscadores de un secreto diferido que nunca se encuentra
y que, por lo tanto, no existe, y de sacar conclusiones no económicas
e incomprobables.
Un astrólogo era, cuando la astrología era una
disciplina inserta en una sociedad como la renacentista que comprendía
y conocía el mundo a través de unas cadenas de
signaturas, un erudito intérprete, para sus contemporáneos,
de ese mundo compartido por la experiencia de todos. Era su misma
erudición la que le permitía adivinar, puesto que
el mundo de aquella astrología era un mundo en el cual
los sucesos se iluminaban e interpretaban de acuerdo con un modelo
general preexistente.
Los hechos ilustraban el modelo y sólo tenían lugar
y sentido a partir de él, y no al revés. El erudito
del modelo -por ejemplo, del modelo astrológico- usaba
su erudición para poner en orden lo que ocurría,
para darle sentido, para interpretarlo. La verdad era revelada,
y el destino ya estaba escrito, y la erudición de qué
cosa era semejante con qué otra era la que permitía
descifrar lo que había ocurrido, y lo que iba a ocurrir.
Ahora bien, una vez que el mundo deja de verse de acuerdo con
esos supuestos, una vez que esos modelos interpretativos hechos
de símbolos dejan de constituir el standard, una
vez que son olvidados y que no se enseñan más,
salvo bajo la forma de mitos y cuentos sin referencia aparente,
quien los siga estudiando y conociendo pasa, por un lado, a ser
un marginal de las ideas.
Por otro, si es verdaderamente capaz, pasa a ser un peligro,
pues tiene un conocimiento que ahora subyace por debajo
de los modos de ver e interpretar el mundo aceptados colectivamente.
La astrología es en ese sentido ahora mucho más
esotérica de lo que nunca fue. Y el astrólogo actual
es básicamente un poeta y un retórico, cuyo repertorio
son los mitos fundacionales de la cultura, que parecen olvidados
pero que están allí nomás, a muy poca distancia
de la superficie, completamente vivos por lo demás en
la estructura de los cuentos de hadas, de la literatura, del
cine, y de las historias de poder, sexo y muerte que se escriben
en cualquier diario todos los lunes.
La desconfianza y el método obsesivo del que habla Eco,
y su inteligente e irónica descripción de la semiosis
hermética, dejan de lado que el libro del mundo
que la astrología interpreta, es decir, la carta natal,
sí está sujeta a limitaciones, y éstas vienen
de la estructura misma de la disciplina astrológica, marcada
a su vez por la estructura del cosmos. Esto se explica cuando
se piensa en el astrólogo como si fuese un creador de
pequeños relatos míticos a medida de su cliente,
que es de hecho todo lo que es.
El problema no es interpretar, sino interpretar bien
Lo que hace de hecho un astrólogo es básicamente
lo mismo que hace un artista verbal. Ambos buscan construir analogías
y buscar semejanzas, dos mecanismos clásicos
en la construcción de metáforas. Por ejemplo, en
astrología, Marte se liga con el color rojo, luego con
la sangre, luego con la violencia, luego con las heridas, luego
con la guerra, luego con el hierro, luego con el valor, luego
con el riesgo, luego con los músculos, luego con la voluntad,
luego con la masculinidad, luego con los testículos, luego
con la sexualidad masculina, luego.... Venus se relaciona con
el color verde, luego con la naturaleza primaveral, luego con
pasarla bien, luego con el descanso, luego con el placer, luego
con un estado pacífico y perceptivo, luego con la receptividad,
luego con la sexualidad receptiva, luego con la sexualidad femenina,
luego.... La cadena parece infinita, y para una mentalidad analógica,
es interesantísima y hasta divertida. Para una mentalidad
poética, es preciso que las analogías sean bellas
e iluminen nuevos sentidos. Para una mentalidad predominantemente
científica o racionalista, a menudo todo esto carece de
sentido.
Lo que cree Eco es que, en esta jacarandosa carrera detrás
de la próxima imagen, no existen límtes a una deriva
infinita del sentido, lo cual hace que las interpretaciones sean
radicalmente incontrolables. Es una postulación que considera
que lo que hacen los practicantes del esoterismo, cuando piensan,
es usar el modelo semiótico de Charles S. Peirce tal como
sería aplicado por un mero loco. Lo que subyace a esta
visión -típica a su vez de un mero teórico
de los signos-, es la suposición de que el conocimiento
del mundo, es decir, lo que permite la competencia lingüística
de cualquier hablante, es inexistente o está enferma en
quienes practican la antedicha semiosis hermética.
Pero el problema aquí es de otra índole. No es
que la deriva infinita de significados sea aplicada sin sentido
por los astrólogos, sino que es aplicada con el sentido
que cada astrólogo posee. Es decir, una perogrullada:
cada astrólogo es tan inteligente y tan culto como es.
No es que el sistema en sí garantice el conocimiento falso,
sino que el sistema analógico requiere de determinada
capacidad, determinado talento, que puede mejorarse con la experiencia
y el estudio, pero que sin duda forma también parte de
la capacidad innata de cada persona.
El punto clave en el señalamiento que Eco hace de los
peligros de la semiosis hermética está en que la
semiosis hermética parece menos controlable como forma
de conocimiento que el método de asociaciones experimentalmente
controladas de la ciencia moderna. Y ciertamente, lo es. Es la
razón por la cual se puede formar un ingeniero de modo
que los puentes no se caigan, pero no se puede formar un poeta
de modo que los poemas no rechinen.
Tampoco se puede formar un astrólogo de modo que sus interpretaciones
funcionen.
La preocupación de Eco acerca de que la interpetación
en la semiosis hermética no está limitada por el
texto que se interpreta, como él sostiene que si lo está
en la interpretación de un texto literario, por ejemplo,
es también cuestionable. La interpretación de una
carta astrológica, por ejemplo, está plenamente
limitada porque la interpretación de una carta implica
un diálogo entre al menos dos seres racionales -el astrólogo
y su consultante-, por un lado, y ese diálogo tiene que
tener algún sentido para ambos, en el marco de una cultura.
Y por otro lado, está limitada porque los notorios errores
de interpretación que un astrólogo comete son penados
por sus clientes con el abandono de ese astrólogo, con
lo cual se produce una suerte de selección natural. Los
astrólogos que practican la semiosis hermética
de responsabilidad ilimitada al estilo que Eco cree que hacen
todos los esotéricos, mueren de inanición a la
vuelta de la esquina. Y eso a fines del siglo XX. En el siglo
XIV morían en la hoguera, y en la década del 40
de este mismo siglo, en los campos de concentración. Esos
son los límites de la interpretación de una carta
astrológica, tan materiales que dan miedo.
Foucault y el fin (provisorio) del mundo de lo semejante
Michel Foucault escribe en el capítulo 3 de Las palabras
y las cosas algo un poco más sutil que lo de Eco,
respecto de esta actitud de interpretar el mundo a través
de la semejanza:
El loco, entendido no como enfermo, sino como desviación
constituida y sustentada, como función cultural indispensable,
se ha convertido, en la cultura occidental, en el hombre de las
semejanzas salvajes. Este personaje, tal como es dibujado en
las novelas o en el teatro de la época barroca y tal como
se fue institucionalizando poco a poco hasta llegar a la psiquiatría
del siglo XIX, es el que se ha enajenado dentro de la
analogía. Es el jugador sin regla de lo Mismo y
de lo Otro. Toma las cosas por lo que no son y unas personas
por otras; ignora a sus amigos, reconoce a los extraños;
cree desenmascarar e impone una máscara. Invierte todos
los valores y todas las proporciones porque en cada momento cree
descifrar los signos: para él, los oropeles hacen un rey.
Dentro de la percepción cultural que se ha tenido del
loco hasta fines del siglo XVIII, sólo es el Diferente
en la medida en que no conoce la Diferencia; por todas partes
ve únicamente semejanzas y signos de la semejanza; para
él todos los signos se asemejan y todas las semejanzas
valen como signos. En el otro extremo del espacio cultural, pero
muy cercano por su simetría, el poeta es el que, por debajo
de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuentra
los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas.
Bajo los signos establecidos, y a pesar de ellos, oye otro discurso,
más profundo, que recuerda el tiempo en el que las palabras
centelleaban en la semejanza universal de las cosas: la Soberanía
de lo Mismo, tan difícil de enunciar, borra en su lenguaje
la distinción de los signos.
Lo que le ocurrió -y aún le ocurre- a la astrología,
no es que su sistema no sea verdadero, ni es que
su conocimiento sea necesariamente falso. Es que,
de alguna manera, utiliza una moneda que ya no es de curso. Esa
moneda, se argumenta quizá con mucha razón, es
una moneda de un valor inmenso. Pero mayoritariamente ese valor
no se reconoce. El oro que la astrología tenga para ofrecer
es considerado lata.
Foucault fecha bastante precisamente el momento en que esta caída
del saber analógico tuvo lugar: A principios del
siglo XVII, en este período que equivocada o correctamente
ha sido llamado barroco,
el pensamiento deja de moverse dentro del elemento de la semejanza.
La similitud no es ya la forma del saber, sino, más bien,
la ocasión de error, el peligro al que uno se expone cuando
no se examina el lugar mal iluminado de las confusiones.
Descartes funda y precisa entonces, con rigor, cuáles
son los tipos de comparación. Bacon expone también
una crítica de la semejanza. Todo esto -dice Foucault-
ha tenido las mayores consecuencias para el pensamiento occidental.
Lo semejante, que durante mucho tiempo había sido una
categoría fundamental del saber -a la vez, forma y contenido
del conocimiento- se ve disociado en un análisis hecho
en términos de identidad y de diferencia, además,
ya sea indirectamente por intermedio de la medida o directamente
y al mismo nivel. La comparación se remite al orden; por
último, el papel de la comparación no es ya revelar
el ordenamiento del mundo; se la hace de acuerdo con el orden
del pensamiento y yendo naturalmente de lo simple a lo complejo.
Con esto se modifica en sus disposiciones fundamentales toda
la episteme de la cultura occidental. Y en particular
el dominio empírico en el que el hombre del siglo XVI
veía aún anudarse los parentescos, las semejanzas
y las afinidades y en el que se entrecruzaban sin fin el lenguaje
y las cosas -todo este inmenso campo va a tomar una nueva configuración.
Así es como la astrología murió
a comienzos del siglo XVII. No la mató nadie en particular,
ni ninguna institución. Como dice Tester, la
astrología murió igual que un animal o una planta
dejados a la deriva por la evolución. Nadie la mató.
Sobrevivió a los ataques que le dirigieron sus detractores
casi desde sus comienzos (...). Pero entonces el mundo cambió
a su alrededor y sobre ella, y la dejó atrás
Es en aquel preciso momento que la astrología no muere,
pero queda en estado cataléptico. Sólo sobrevivieron
los almanaques de disparatadas y triviales predicciones,
en todo similares a las que aparecen hoy en la sección
entretenimientos de revistas y diarios de todo el mundo. Ya no
eran grandes pensadores como San Agustín o Pico della
Mirandola quienes la cuestionaban, sino que era un satírico
como Swift quien se encargaba de ella.
Ese panorama no cambió hasta fines del siglo XIX, en que
un nuevo empuje de ideas a-lógicas pero no irracionales
provenientes de la tradición esotérica occidental
y de las culturas orientales la hicieron renacer.
Fue solamente en Inglaterra en donde se mantuvo viva la llama
de cierta preocupación astrológica seria a los
largo de esos doscientos años de ostracismo. Sepharial,
Alan Leo, y otros astrólogos británicos encabezaron
un renacimiento de la astrología que luego se extendió
al resto del mundo, y se concretó de un modo totalmente
sorprendente en el s. XX.
Ahora es la visión moderna del mundo, la visión
racionalista y lineal, materialista y científica
que supuestamente había matado a la astrología,
la que está a su vez en crisis. No es en absoluto curioso
entonces que la astrología haya vuelto a cobrar fuerza
en un mundo no irracional, pero si pos-racional. Desde las primeras
décadas de este siglo hubo nuevos estudiosos de la antigua
disciplina que la refundaron de un modo nuevo.
Oskar Adler, Von Klöcker o Witte en Austria y Alemania.
Dane Rudhyar, Stephen Arroyo o Robert Hand en Estados Unidos.
Charles Carter o Liz Greene en Inglaterra, André Barbault
o Hadès en Francia. La lista debería incluir cientos
de nombres. Todos ellos son o han sido pensadores sincréticos.
Algunos han intentado unir la astrología y la psicología
de corte jungiano, gestáltico, humanista, y hasta psicoanalítico.
Otros han reformulado los conceptos tradicionales en un lenguaje
emparentado con las nuevas metáforas del mundo provenientes
de la física cuántica o de la teoría de
la información. Otros han tratado de reunir de nuevo a
la astrología con su vieja raíz esotérica,
mística o espiritual.
El astrólogo serio de fines de siglo es sin duda un curioso
ejemplar, además de ser difícil de encontrar. Por
un lado, su trabajo es el de mantener viva una forma de la tradición,
siendo en ello un conservador. En esto, comparte su suerte con
los expertos en protocolo de la Corona británica, o con
los investigadores de la heráldica.
A la vez, es un excéntrico incorregible que cree -y tal
vez sabe- que el mundo -sin distinciones entre pasado, presente
o futuro- siempre puede leerse con la máquina de
asemejar. Esta máquina que construye metáforas
y asocia lo sólo aparentemente diverso es tal vez la misma
que desde la poesía o el arte en general sigue proveyendo
al mundo de belleza.
Esta máquina que construye metáforas y asocia lo
sólo aparentemente diverso es tal vez el ánima
que mantiene unido al universo que la ciencia actual
investiga. Aunque las estrellas se ven en el cielo, lo esencial
de ellas es invisible a los ojos, es lo que dice la astrología.
Ya lo había dicho Saint Exupèry, que no era astrólogo,
pero se ocupaba también del cielo y de aquello que no
se ve pero es también de vida o muerte, desde el cockpit
nocturno de un avión.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 42
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