Gerardo, Arzobispo de York, murió en mayo de 1180. Habiendo
sido un alto dignatario de la iglesia, no logró no obstante
ser enterrado dentro de la abadía. Los rumores de que
leía a Firmico Materno -un connotado astrólogo
del siglo IV- a la hora de sus oraciones se vieron plenamente
confirmados después de que murió de golpe en su
jardín.
Debajo del cojín en que se encontraba sentado cuando Saturno
tronchó su existencia, fue encontrado un libro "del
maligno arte" de la astrología.
Este no fue el primer caso de contradicción interna dentro
de la Iglesia respecto de lo que ocurre en la parte del Cielo
que se ve. En realidad, la contradicción perenne parece
ser la norma en esta parte de la historia.
La Iglesia Católica
ha dado algunos de los principales astrólogos de la historia,
comenzando con San Alberto Magno, y a algunos de sus más
prestigiosos defensores, comenzando por Santo Tomás de
Aquino.
A la vez, se ha opuesto
casi siempre institucionalmente -y actualmente se sigue oponiendo-
a un conocimiento que, de tener algo de cierto, otorgaría
un lenguaje para dialogar directamente -sin curas ni autoridades
vicarias- con aquello que es más grande que ellos, llámese
Dios o el orden del universo.
La primer condena explícita
institucional de la Iglesia católica a la astrología
es del Concilio de Laodicea, en 364 d.C.. La última, del
mes de agosto de 1998 d.C., emitida por Juan Pablo II. Básicamente,
el contenido es el mismo: previene a los católicos acerca
de consultar astrólogos, a los que se iguala con los adivinos
de cualquier especie. La razón es que sólo Dios
conoce el futuro. La burocracia eclesiástica no explica
por qué no puede Dios, que manifiesta lo que quiere, manifestar
ese conocimiento a través del medio que sea.
El fundamento serio
de la objeción eclesiástica a la astrología
es, en realidad, la cuestión de predeterminación
versus libre albedrío. Al predecir, la astrología
limita la libertad de elección del alma humana, dice la
Iglesia. Así planteada en términos binarios, ésta
cuestión es básicamente insoluble -de no serlo,
en los pasados miles de años, ya muchas personas más
avisadas que se encargaron del asunto la habrían resuelto-.
Sin embargo, el hecho
de que surja y resurja continuamente sugiere que forma parte
de los planteos eternamente empatados, prestigiosa turba de la
que forman parte dicotomías del tipo de idealismo-materialismo
en filosofía, centro-periferia en sociología, o
significante-significado en lingüística.
Simplemente, uno de
los términos no tiene sentido sin el otro -una situación
que los astrólogos catalogarían como típicamente
geminiana. Se atribuye al psicólogo suizo Carl G. Jung
-los adeptos al esoterismo psicológico tienen el reflejo
condicionado de atribuirle a él casi todas las cosas inteligentes
dichas en este siglo en torno a estas materias- haber superado
el asunto, cuando dijo que a menudo "el hombre experimenta
su predestinación como si fuese libre albedrío",
lo cual es la manera más sagaz de superar la cuestión
dejándola, a la vez, en su sitio.
Mucho antes de Jung,
ya en su Summa Theologica había explicado Santo
Tomás de Aquino -defendiendo las potencialidades de la
astrología- por qué se puede creer en Dios y en
la astrología a la vez: "muchos hombres ceden a sus
pasiones, que son impulsos del apetito sensible y en las que
los cuerpos celestes pueden operar; pocos son lo bastante sabios
para resistir pasiones de este tipo. Por lo tanto, los astrólogos,
como en muchas cosas, pueden hacer predicciones verdaderas, y
esto especialmente en general; sin embargo, no en particular,
ya que nada impide a un hombre resistir a sus pasiones mediante
su libre albedrío. Es así que los propios astrólogos
dicen que "el sabio domina a sus astros" (sapiens
homo dominatur astris), en la medida en que es amo de sus pasiones".
La argumentación
que desarrolla Tomás en el siglo XIII había aparecido
ya mucho antes, y reaparecerá siempre después,
igual que las prohibiciones de la Iglesia.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 42
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