La que se llama novela moderna,
la que nace con el Quijote, se inserta en un camino que es único y
el mismo desde la fábula oral. Genios como Flaubert y Dostoievsky
posibilitan que, en el siglo XX, el más intelectual de la historia,
ese camino se bifurque en dos. Como no es el tema de este artículo,
diré simplemente que esos dos caminos, válidos ambos en el sentido
de que los dos responden a preocupaciones espirituales de su tiempo,
son la novela intelectual (Huxley, Mann, Camus, Hesse...) y la
novela estética (Faulkner, Virginia Woolf, Claude Simon, Michel
Butor, Max Frish...), que a veces se funden, sobre todo en obras
como El empleo del tiempo, No soy Stiller, La revuelta,
La ternura
del hombre invisible...). No he de decir que, salvo en casos muy
extremos -Robbe-Grillet, Samuel Becket, Claude Ollier, Pinget- es
muy difícil encontrar el producto químicamente puro, especialmente
en la segunda tendencia.
¿Que ha pasado después? Yo no sé
qué ha pasado en otros lugares, pero sí lo que ha pasado en España
donde, en contra de lo que pudiera parecer y lo que cabría esperar,
en lo que a
literatura se refiere, ha sido menos traumática la
guerra civil, tan trágica, que la transición de la dictadura a la
democracia. Salvo en el enfoque de algunos temas -y el tema nunca es
literariamente determinante-, no hay ruptura entre las novelas de
Sender, Aub, Barea, Serrano Poncela, etc. y las de Castillo Puche,
Matute, Laforet o Aldecoa.
Con el advenimiento de la
democracia, sí se produce un cambio brusco que me atrevo a calificar
de caída. A la novela metafísica, la novela social y la novela
experimental, cuyas manifestaciones, de hecho, no dejan de
producirse, pero sí son marginadas, sucede, con todo los atributos
de una moda de seguimiento obligatorio, "una novela menor, como ha
escrito Antonio Enrique en su excelente Canon heterodoxo, de intriga
policíaca", la cual, a través del marketing llevado a cabo por la
industria cultural, se impone al público y, lo que es mucho peor, a
los escritores. Incluso aquéllos que podríamos considerar serios,
esto es, los que actúan al margen del sistema de la
industria
cultural y no contribuyen a que el libro, de valor de uso, pase a
ser valor de cambio, contribuyen a la decadencia, desde el momento
en que irrumpen muy pendientes de seguir las huellas del boom de la
narrativa suramericana y, en vez de fijarse en Cortázar y Sábato,
profundos, lo hacen en Vargas Llosa y García Márquez, superficiales
y lúdicos. La "manía" española de dar al lenguaje un carácter
capital que no tiene en la composición de una novela, ya venía de
Cela y sus epígonos y panegiristas.
En medio de este panorama
someramente descrito, para unos pocos, entre los que me cuento, ha
representado como un resplandor inaugural la aparición de un relato
de Miguel Baquero, Matilde Borge, aviador (Ed. Libro-Hobby). El teniente Borge, combatiente
en el ejército republicano y autoexiliado en Francia desde el final
de la guerra, vuelve a Madrid de vez en cuando, ya en democracia, y
se relaciona, entre otros miembros de su familia, con dos: un
sobrino perteneciente a la generación de los que no fueron a la
guerra, que conserva el espíritu de lucha y milita en el partido, y
el narrador, hijo de este último. Sin truculencias, el autor nos
hace ver, a través de breves evocaciones, que la vida de los dos
primeros, en las que brilla el idealismo por encima de cualquier
otro valor, no ha sido fácil. Sus hechos pasados, que va conociendo
por referencias de los propios protagonistas o de otros, y sus
palabras "presentes" le hacen pensar y comparar las generaciones de
aquéllos con la suya, indolente, descomprometida, que todo lo
banaliza.
Por eso, aun sin captar en seguida de dónde viene, lo
primero que advierte el lector, junto al pulso narrativo y el buen
estilo, es una profunda melancolía, una nostalgia, cuyo por qué
descubrirá en las páginas finales. Hábilmente, Miguel Baquero le
pone delante unos encuentros, unos contrastes... Y así, poco a poco,
le lleva a descubrir que el principal personaje de la historia no es
el que da título al libro; mucho menos, el padre. El personaje
central es el narrador, que toma a los otros como espejos a los que
interroga o, más bien, en los que se interroga. Aquellos dos
personajes, pertenecientes a generaciones que, de una u otra forma,
se jugaron la vida luchando por un mundo mejor, le hacen, sin proponérselo, comprender el vacío de su generación: la generación
que, volviendo a lo que decíamos al principio, en lo que a la
literatura narrativa se refiere, "alumbró" la novela de peripecia y
de tema, sin fondo, sin ideas, la novela de la banalidad que hoy nos
inunda por todas partes. Y entonces, contemplado el vacío, que no es
su vacío, puesto que él es capaz de estas reflexiones, pero que le
arrastra, llega a sentir, por encima de la nostalgia, envidia, una
sana envidia no ya de la vida o la escala de valores de los otros,
sino hasta de su dolor, de su sufrimiento, porque, dice en frase
decisiva, por lo menos ellos "eran protagonistas de su tiempo".
Tal vez nuestro tiempo no tenga
protagonistas. Pero, de tenerlos, ¿quiénes serían? Sin duda, los
mercaderes y los payasos. No me cabe duda de que Miguel Baquero, que
conoce bien la historia de la novela contemporánea, al tiempo que
envidia, como hombre, a los combatientes idealistas, como escritor
envidiará a aquéllos que concedían a la novela un papel de
instrumento para el conocimiento del hombre y para la transformación
del mundo. Del escritor como héroe se ha hablado en alguna ocasión.
Si se recuerdan aquellos libros de Abellio, de Sartre y Simone de
Beauvoir, de Camus, Weidlé, Albéres, Grenzmann, etc. de los que
emergía el concepto que del escritor, del novelista, que se tenía en
las décadas de los 50 y los 60 y se compara con la figura del
inquilino permanente de las listas de bestsellers, protagonista de
todos esos saraos culturales que se consideran mediáticos,
concluiremos forzosamente que, en efecto, se ha producido una caída.
* Publicado originalmente
en <www.lafieraliteraria.com/>
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