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AGARRATE CATALINA - MURGA - CARNAVAL -

Derecho a ofenderse*

Jorge Barreiro 

Hay mucha confusión en esta era de las identidades supuesta o realmente estigmatizadas. Por eso no está demás aclarar que en una sociedad democrática se debe respetar la libertad y los derechos de los demás, no la susceptibilidad de cada uno.


Se veía venir. Era previsible que la tradicional vocación de las murgas por la irreverencia y el sarcasmo terminara ofendiendo a algunos. En esta provincia nunca andamos escasos de causas sagradas que demandan protección frente al irrespeto y la pérdida de valores. Ni de voluntarios para defenderlas. El motivo del desvelo de los tutores espirituales es esta vez el buen nombre de uno de nuestros pueblos originarios, los charrúas. Lo curioso es que en este caso la acusada de perjurio ha sido una murga, una de las expresiones más auténticas de nuestra más auténtica fiesta popular, el carnaval. Es que hasta en las propias filas puede ocultarse un hereje.

Al parecer, la murga Agarrate Catalina incurrió en el pecado de ignorar la sofisticada y venerable cultura de nuestro propio pueblo originario, que lo tenemos, ¿no lo sabían? Lean a qué extremos llegaron estos murguistas incapaces de apreciar cuánto de todo lo que hoy somos se lo debemos a nuestros aborígenes. “Acá estaban los charrúas,/ pura garra y corazón,/ puro corazón y garra,/ poca civilización./ No te hacían edificios/ ni ninguna construcción/ no tenían calendario,/no tenían plantación./ Lo más revolucionario/ en el plano cultural/  fue una cuerda con un palo,/era el arco musical./ No tenían sacerdotes,/ no tenían religión./¡Pero no tenían nada,/la puta que los parió!”, sostiene la letra del cuplé.

No se podía dejar pasar semejante afrenta. Es un alivio, pues, que la Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa (Adench) saliera al cruce de esta murga insolente y expresara su “desagrado” y “dolor” por el hecho de que “artistas de y para el pueblo” incurran en “el error de (pensar) que nuestros pueblos originarios no han dejado nada”. Ya era hora de que nos sacaran de la ignorancia. Presten atención, porque, según Adench, Erich Fromm y el pensamiento ecologista se inspiraron en nuestros charrúas: “…a grandes rasgos tenemos dos tipos de civilizaciones, las del tener y las del ser, encontrándose los charrúas en esta última”. Parece incluso que “el universo de los habitantes originarios de estas tierras era más complejo de lo que se creía” y ciertos estudios demuestran que tenían “un manejo amigable de los recursos naturales”. Entre otras costumbres ancestrales contaban con “el consumo de mate, que (…) también ha sido tratado con total falta de respeto”. ¡Inaudito! Hay que decir que hubiera sido un verdadero milagro que gentes cuya herramienta más sofisticada era una flecha hubieran logrado dañar el medio ambiente.

Por su parte, Juan José López Mazz, el mayor estudioso de la cultura charrúa, también atacó impiadosamente a la murga y para ello recurrió a categorías nada precolombinas. “El cuplé (de Agarrate Catalina) sobre los charrúas –dijo– es clasista, fascista y discriminatorio” y fue escrito por “planchas ignorantes”. Sin embargo, no fue capaz de darnos un solo ejemplo del riquísimo legado de nuestros pueblos originarios. Argumento definitivo de López Mazz: la letra de la murga le “enojó mucho”.

A la infinita lista de derechos que invoca el ciudadano posmoderno, habrá que agregar a partir de ahora el derecho a que no se ofendan nuestras convicciones. Asunto complicado el del derecho a no ser ofendido. Imagínense a dónde iríamos a parar si cada cual pretendiera ejercerlo sin más. Deberíamos proscribir el sarcasmo, la ironía y el humor todo. Viviríamos en un mundo de una seriedad insoportable. Cualquiera que alegara que sus gustos musicales, estilo de peinado, preferencias futbolísticas, fe religiosa, pensamientos o creencias han sido objeto de burla o escarnio podría presentarse ante un tribunal de ofensas para reclamar reparación.

Hay mucha confusión en esta era de las identidades supuesta o realmente estigmatizadas. Por eso no está demás aclarar que en una sociedad democrática se debe respetar la libertad y los derechos de los demás, no la susceptibilidad de cada uno. Nada nos impide reírnos de la fe y las convicciones ajenas, de los mitos nacionales, de las creencias que nos parecen infundadas o fundadas en supersticiones o carcajearnos de lo políticamente correcto, cuya última versión viene con pueblo originario y tradiciones ancestrales incluidos. Ni qué hablar si el respeto que se reclama refiere a un objeto inanimado como el mate.

Al igual que Agarrate Catalina, me puedo mofar de la pretensión de que los charrúas nos dejaron una herencia eterna y, al parecer, sagrada. Lo que no puedo, en el incierto caso de que algún charrúa quedara entre nosotros, es coartar sus derechos ni puedo impedir que un antropólogo políticamente correcto diga lo que se le ocurra. Y si me paso de la raya y pretendo ir más allá de la burla y conculcar algún derecho, están las leyes. Burlarme de las convicciones ajenas no equivale a prohibir que los otros ejerzan su derecho a difundirlas ni eventualmente a burlarse de las mías. Hay que andarse con cuidado con esta pretensión de no ofender, herir o enojar a nadie. Podría condenarnos a la mudez. Fíjense que hay millones que consideran sagrados (e intocables) a Fidel Castro, al Dalai Lama, Benedicto XVI, Perón, al batllismo, Peñarol o Cataluña, y son capaces de ofenderse o enojarse si nos metemos con ellos. Si se tutelaran los sentimientos ofendidos, podría terminar presentando una demanda contra el primero que se burlase de mis manías personales. Los portavoces de Adench invocan asuntos tan poco susceptibles de normativizarse como el “dolor” y el “desagrado” que les provocó la letra de la murga. Lo mismo alegaron los fundamentalistas islámicos cuando el bendito episodio de las caricaturas de Mahoma. Y otro tanto hacen los fieles de todas las religiones cuando se nos ocurre catalogarlas de supersticiones. Qué le vamos a hacer, no tienen derecho al pataleo: es el tributo a pagar por haber pasado a retiro a todos los tutores del alma humana, que pretendieron determinar qué estaba permitido pensar o decir y qué no.

La tolerancia y la libertad en las democracias modernas suponen precisamente aceptar aquello que, siendo legal, nos disgusta moralmente. Todo lo público (y la invención y sacralización de nuestra “herencia charrúa” ha ingresado en ese ámbito) puede ser profanado. No censurado ni silenciado ni prohibido, que, a juzgar por el griterío que se ha levantado, no ha ocurrido ni por asomo.

Ya lo dijo el ex situacionista Raoul Vaneigem (y antes que él los ilustrados): “Nada es sagrado. Todo el mundo tiene derecho a criticar, a burlarse, a ridiculizar todas las religiones, todas las ideologías, todos los sistemas conceptuales, todos los pensamientos. Tenemos derecho a poner a parir a todos los dioses, mesías, profetas, papas, popes, rabinos, imanes, bonzos, pastores, gurúes, así como a los jefes de Estado, los reyes, los caudillos”. Y a las inciertas herencias de los pueblos originarios. Ni más ni menos.

Parece que aún es necesario explicarles a los descendientes de charrúas, y a algunos antropólogos, la diferencia entre burlarse de una idea, una fe, una convicción y enviar a la hoguera a una persona de carne y hueso, que son las únicas susceptibles de tener derechos, incluido el incierto derecho a ofenderse. No, señores charrúas, no todas las ideas y creencias son respetables. Y mucho menos sagradas. Los únicos respetables son los individuos. Y hasta donde me lo permite mi ignorancia sobre el carnaval, percibo que la murga Agarrate Catalina no se burló de nadie en particular, sino de la estúpida creencia de que todo lo nuestro, por el solo hecho de ser nuestro, debe ser objeto de culto o motivo de orgullo. Yo celebro esa burla.

Los portavoces del charruismo escarnecido parecen ignorar además que la murga es arte. Arte popular, si lo prefieren, pero arte al fin ¿Y qué sería del arte, de la creación en general y del pensamiento en particular si hubiera tradiciones, sentimientos y creencias sagradas? Si hubiera tradiciones que no pueden ser profanadas, no podría hablarse de cultura, aunque los fundamentalistas de todos los tiempos y todos los credos siempre nos quisieron hacer creer que la cultura equivale a tradiciones inmutables. ¿Qué sería del arte en general –y del carnaval en particular– sin humor, sin sarcasmo, sin irreverencias? No tendríamos novela ni cine ni pintura. Ni murgas, por descontado.

Pero, claro, los portadores de la herencia charrúa no se inmutan (con toda razón) por el “dolor” y el “desagrado” cuando el objeto de la burla y la irreverencia son los Bordaberry, los Lacalle, la Iglesia, la Policía y todas las instituciones y tradiciones que, al parecer, deben ser sometidas a escarnio público. Pero cuando lo que está en juego es algo serio (y ahora nos enteramos de que la defensa de los pueblos originarios lo es), alegan desagrados, dolores y ofensas. En ese caso no hay ironías ni irreverencias que valgan. Ahí el humor debe ponerse serio. Tan serio que podría llegar al absurdo. Porque si los murguistas de Agarrate Catalina le llevaran el apunte a nuestro antropólogo charrúa (que los acusó de “ignorantes”), deberían dedicarse a la investigación historiográfica y no a la sátira. Alguien debería avisarle que se está en carnaval y no en el congreso anual de la Academia de Historia.

Pero si los charrúas se quieren poner serios a pesar de todo, deberían contarnos en qué consiste esa herencia que, al parecer, los murguistas se tomaron a la chacota. Porque lo cómico de todo esto es que se pone el grito en el cielo porque una murga afirma, palabra más palabra menos, que los charrúas eran unos auténticos salvajes, pero no se aporta un solo dato que nos saque de esa falsa creencia. Salvo que alguien se tome en serio lo del tratamiento amigable del medio ambiente o que descubrieron antes que Erich Fromm que no hay que confundir ser con tener. No debe de resultar nada fácil identificar el famoso legado de la civilización charrúa a la posteridad si ante las muestras de escepticismo sólo se lanzan insultos.

Concedido, pues, el derecho a ofenderse y enojarse; pero ni hablar de blindar creencias, ideas, ídolos, culturas, mates y otros utensilios sagrados ante el sarcasmo o la irreverencia.
 

* Publicado originalmente en http://jorgebarreiro.wordpress.com/2010/02/26/derecho-a-ofenderse/

 

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