Se veía venir. Era previsible que la tradicional
vocación de las murgas por la irreverencia y el sarcasmo terminara
ofendiendo a algunos. En esta provincia nunca andamos escasos de
causas sagradas que demandan protección frente al irrespeto y la
pérdida de valores. Ni de voluntarios para defenderlas. El motivo
del desvelo de los tutores espirituales es esta vez el buen nombre
de uno de nuestros pueblos originarios, los charrúas. Lo curioso es
que en este caso la acusada de perjurio ha sido una
murga, una de
las expresiones más auténticas de nuestra más auténtica fiesta
popular, el carnaval. Es que hasta en las propias filas puede
ocultarse un hereje.
Al parecer, la murga Agarrate Catalina incurrió en el
pecado de ignorar la sofisticada y venerable cultura de nuestro
propio pueblo originario, que lo tenemos, ¿no lo sabían? Lean a qué
extremos llegaron estos murguistas incapaces de apreciar cuánto de
todo lo que hoy somos se lo debemos a nuestros aborígenes. “Acá
estaban los charrúas,/ pura garra y corazón,/ puro corazón y garra,/
poca civilización./ No te hacían edificios/ ni ninguna construcción/
no tenían calendario,/no tenían plantación./ Lo más revolucionario/
en el plano cultural/ fue una cuerda con un palo,/era el arco
musical./ No tenían sacerdotes,/ no tenían religión./¡Pero no
tenían nada,/la puta que los parió!”, sostiene la letra del
cuplé.
No se podía dejar pasar semejante afrenta. Es un
alivio, pues, que la Asociación de Descendientes de la Nación
Charrúa (Adench) saliera al cruce de esta murga insolente y
expresara su “desagrado” y “dolor” por el hecho de que “artistas de
y para el pueblo” incurran en “el error de (pensar) que nuestros
pueblos originarios no han dejado nada”. Ya era hora de que nos
sacaran de la ignorancia. Presten atención, porque, según Adench,
Erich Fromm y el pensamiento ecologista se inspiraron en nuestros
charrúas: “…a grandes rasgos tenemos dos tipos de civilizaciones,
las del tener y las del ser, encontrándose los charrúas en esta
última”. Parece incluso que “el universo de los habitantes
originarios de estas tierras era más complejo de lo que se creía” y
ciertos estudios demuestran que tenían “un manejo amigable de los
recursos naturales”. Entre otras costumbres ancestrales contaban
con “el consumo de mate, que (…) también ha
sido tratado con total falta de respeto”. ¡Inaudito! Hay que
decir que hubiera sido un verdadero milagro que gentes cuya
herramienta más sofisticada era una flecha hubieran logrado dañar el
medio ambiente.
Por su parte, Juan José López Mazz, el mayor
estudioso de la cultura charrúa, también atacó impiadosamente a la
murga y para ello recurrió a categorías nada precolombinas. “El
cuplé (de Agarrate Catalina) sobre los charrúas –dijo– es clasista,
fascista y discriminatorio” y fue escrito por “planchas ignorantes”.
Sin embargo, no fue capaz de darnos un solo ejemplo del riquísimo legado de nuestros pueblos originarios. Argumento
definitivo de López Mazz: la letra de la murga le “enojó mucho”.
A la infinita lista de derechos que invoca el
ciudadano posmoderno, habrá que agregar a partir de ahora el
derecho a que no
se ofendan nuestras convicciones. Asunto
complicado el del derecho a no ser ofendido. Imagínense a dónde
iríamos a parar si cada cual pretendiera ejercerlo sin más.
Deberíamos proscribir el sarcasmo, la ironía y el humor todo.
Viviríamos en un mundo de una seriedad insoportable. Cualquiera que
alegara que sus gustos musicales, estilo de peinado, preferencias
futbolísticas, fe religiosa, pensamientos o creencias han sido
objeto de burla o escarnio podría presentarse ante un tribunal de
ofensas para reclamar reparación.
Hay mucha confusión en esta era de las identidades
supuesta o realmente estigmatizadas. Por eso no está demás aclarar
que en una sociedad democrática se debe respetar la libertad y los
derechos de los demás, no la susceptibilidad de cada uno. Nada nos
impide reírnos de la fe y las convicciones ajenas, de los mitos
nacionales, de las creencias que nos parecen infundadas o fundadas
en supersticiones o carcajearnos de lo políticamente correcto, cuya
última versión viene con pueblo originario y tradiciones ancestrales
incluidos. Ni qué hablar si el respeto que se reclama refiere a un
objeto inanimado como el mate.
Al igual que Agarrate Catalina, me puedo mofar de la
pretensión de que los charrúas nos dejaron una herencia eterna y, al
parecer, sagrada. Lo que no puedo, en el incierto caso de que algún
charrúa quedara entre nosotros, es coartar sus derechos ni puedo
impedir que un antropólogo políticamente correcto diga lo que se le
ocurra. Y si me paso de la raya y pretendo ir más allá de la burla y
conculcar algún derecho, están las leyes. Burlarme de las
convicciones ajenas no equivale a prohibir que los otros ejerzan su
derecho a difundirlas ni eventualmente a burlarse de las mías. Hay
que andarse con cuidado con esta pretensión de no ofender, herir o
enojar a nadie. Podría condenarnos a la mudez. Fíjense que hay
millones que consideran sagrados (e intocables) a Fidel Castro, al
Dalai Lama, Benedicto XVI, Perón, al batllismo, Peñarol o Cataluña,
y son capaces de ofenderse o enojarse si nos metemos con ellos. Si
se tutelaran los sentimientos ofendidos, podría terminar presentando
una demanda contra el primero que se burlase de mis manías
personales. Los portavoces de Adench invocan asuntos tan poco
susceptibles de normativizarse como el “dolor” y el “desagrado” que
les provocó la letra de la murga. Lo mismo alegaron los
fundamentalistas islámicos cuando el bendito episodio de las
caricaturas de Mahoma. Y otro tanto hacen los fieles de todas las
religiones cuando se nos ocurre catalogarlas de supersticiones. Qué
le vamos a hacer, no tienen derecho al pataleo: es el tributo a
pagar por haber pasado a retiro a todos los tutores del alma
humana, que pretendieron determinar qué estaba permitido pensar o
decir y qué no.
La tolerancia y la libertad en las democracias
modernas suponen precisamente aceptar aquello que, siendo legal, nos
disgusta moralmente. Todo lo público (y la invención y sacralización
de nuestra “herencia charrúa” ha ingresado en ese ámbito) puede ser
profanado. No censurado ni silenciado ni prohibido, que, a juzgar
por el griterío que se ha levantado, no ha ocurrido ni por asomo.
Ya lo dijo el ex situacionista Raoul Vaneigem (y
antes que él los ilustrados): “Nada es sagrado. Todo el mundo tiene
derecho a criticar, a burlarse, a ridiculizar todas las religiones,
todas las ideologías, todos los sistemas conceptuales, todos los
pensamientos. Tenemos derecho a poner a parir a todos los dioses,
mesías, profetas, papas, popes, rabinos, imanes, bonzos, pastores,
gurúes, así como a los jefes de Estado, los reyes, los caudillos”. Y
a las inciertas herencias de los pueblos originarios. Ni más ni
menos.
Parece que aún es necesario explicarles a los
descendientes de charrúas, y a algunos antropólogos, la
diferencia entre burlarse de una idea, una fe, una convicción y
enviar a la hoguera a una persona de carne y hueso, que son las
únicas susceptibles de tener derechos, incluido el incierto derecho
a ofenderse. No, señores charrúas, no todas las ideas y creencias
son respetables. Y mucho menos sagradas. Los únicos respetables son
los individuos. Y hasta donde me lo permite mi ignorancia sobre el
carnaval, percibo que la murga Agarrate Catalina no se burló de
nadie en particular, sino de la estúpida creencia de que todo lo
nuestro, por el solo hecho de ser nuestro, debe ser objeto de
culto o motivo de orgullo. Yo celebro esa burla.
Los portavoces del charruismo escarnecido
parecen ignorar además que la murga es arte. Arte
popular, si lo prefieren, pero arte al fin ¿Y qué sería del arte, de
la creación en general y del pensamiento en particular si hubiera
tradiciones, sentimientos y creencias sagradas? Si hubiera
tradiciones que no pueden ser profanadas, no podría hablarse de
cultura, aunque los fundamentalistas de todos los tiempos y todos
los credos siempre nos quisieron hacer creer que la cultura equivale
a tradiciones inmutables. ¿Qué sería del arte en general –y del
carnaval en particular– sin humor, sin sarcasmo, sin irreverencias?
No tendríamos novela ni cine ni pintura. Ni murgas, por descontado.
Pero, claro, los portadores de la herencia charrúa no
se inmutan (con toda razón) por el “dolor” y el “desagrado” cuando
el objeto de la burla y la irreverencia son los Bordaberry, los
Lacalle, la Iglesia, la Policía y todas las instituciones y
tradiciones que, al parecer, deben
ser sometidas a escarnio público. Pero cuando lo que está en
juego es algo serio (y
ahora nos enteramos de que la defensa de los pueblos originarios lo
es), alegan desagrados, dolores y ofensas. En ese caso no hay
ironías ni irreverencias que valgan. Ahí el humor debe ponerse
serio. Tan serio que podría llegar al absurdo. Porque si los
murguistas de Agarrate Catalina le llevaran el apunte a nuestro
antropólogo charrúa (que los acusó de “ignorantes”), deberían
dedicarse a la investigación historiográfica y no a la sátira.
Alguien debería avisarle que se está en carnaval y no en el congreso
anual de la Academia de Historia.
Pero si los charrúas se quieren poner serios a pesar
de todo, deberían contarnos en qué consiste esa herencia que, al
parecer, los murguistas se tomaron a la chacota. Porque lo cómico de
todo esto es que se pone el grito en el cielo porque una murga
afirma, palabra más palabra menos, que los charrúas eran unos
auténticos salvajes, pero no se aporta un solo dato que nos saque
de esa falsa creencia. Salvo que alguien se tome en serio lo del
tratamiento amigable del medio ambiente o que descubrieron antes que
Erich Fromm que no hay que confundir ser con tener. No debe de
resultar nada fácil identificar el famoso legado de la civilización
charrúa a la posteridad si ante las muestras de escepticismo sólo se
lanzan insultos.
Concedido, pues, el derecho a ofenderse y enojarse;
pero ni hablar de blindar creencias, ideas, ídolos, culturas, mates
y otros utensilios sagrados ante el sarcasmo o la irreverencia.
* Publicado originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2010/02/26/derecho-a-ofenderse/
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