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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


 


ÉRNAUX, ANNIE - LOS AÑOS - LITERATURA -
 

Los años de Annie Ernaux: autobiografiando el mundo*


Alma Bolón
 

La autobiografía solo puede ser impersonal, como magistralmente queda ilustrado por Los años, relato que entrelaza los últimos 70 años de la historia de Francia y de la historia de un personaje femenino, cuyos datos civiles coinciden con los de Annie Ernaux (nacida en 1940, en Yvetot, padres propietarios de un bar-almacén, estudiante, profesora de Literatura, esposa, madre de dos hijos, etc.).
A propósito de Los años, obra mayor de Annie Ernaux, conviene repasar algunas ideas generales.

Entre las transformaciones que trajo lo que hoy llamamos “literatura”, si seguimos a Jacques Rancière, estuvo la promoción de una nueva materia narrable.

(Lo propio de la hasta entonces llamada “poesía” o “belles lettres” había sido narrar el accionar de hombres superiores, cantar las proezas de hombres más valerosos, más astutos, más sabios o  más hermosos que el promedio. Los menos valerosos o menos astutos  movían a risa, emoción menos prestigiosa aunque tan política como la purga que, a fuerza de temor y de conmiseración, volvía a colocar al espectador en su lugar de hombrecito efímero en manos de fuerzas siderales.)

A partir de la Revolución Francesa, la “literatura” empieza a hacerse, sin cejar, con vidas anodinas, con relatos de vidas que nada justificaba que se contaran. Vidas que solo podían ser vistas como vida sin lenguaje, como fuerza natural que se impone por sí misma, por fuera de cualquier sentido, por fuera de cualquier propósito de emprender acciones ordenadas hacia una meta. Así, si las acciones de los hombres superiores se armaban en mythos, en concatenaciones ordenadas por causas y efectos, si la causalidad y la finalidad sostenían las acciones de hombres superiores, en cambio, a partir de fines del XVIII, la “literatura” empieza a tramarse en la vida sin sentido, sin propósitos, sin causas y sin efectos de quienes no hacen más que vivir. La vida sin acción, la vida que solo transcurre, llevada por la fuerza natural que solo puede reproducirla. Exactamente, Emma Bovary encarna a esta nueva heroína, desprovista de cualquier cualidad particular, ausente de cualquier empresa digna de volverse objeto de canto, anclada en su diario vivir. De manera ejemplar, Madame Bovary cuenta la historia de quienes no hicieron nada digno de ser contado. Y la genialidad de Flaubert consistió en realizar una obra maestra con una materia en que nada había de “poético” -nada más prosaico que la vida adulterina de un ama de casa provinciana- y, con esa materia incontable producir una nueva forma poética: la poesía de lo desligado absoluto, de lo solo pendiente de su propio ser. Magistral y paradójicamente, esa escritura solamente atenta a sí misma da a luz un mundo, un universo, una infinitud de sentidos.

Algunos decenios después de Flaubert, Marcel Proust arremete una obra formidable apoyándose, ya desde su íncipit, en un “yo”, en una primera persona que durante una cuarentena de páginas cuenta sus zozobras en el momento de conciliar el sueño:  “Longtemps je me suis couché de bonne heure” es el inolvidable arranque de En búsqueda del tiempo perdido.

Desde entonces, observamos con alarma cómo han venido multiplicándose los relatos que un “yo” realiza de una materia abandonada por lo memorable y ocupada por lo baladí. Estos relatos se sustentan en la creencia de que alcanza con echar mano a un “yo” titular de sus pequeñas preferencias, de sus grandes sufrimientos, de sus vastas ilusiones de singularidad: un “yo” hecho por un miserable montoncito de secretos, según la fórmula de André Malraux, autor de unas Antimemorias.

Acompañando esta promoción de una primera persona hecha de la vida vivida por quien no se distingue por nada contable, se expandió su opuesto complementario: el testimonio de quien, en nombre de alguna notoriedad pública, emprende una biografía que retrospectivamente ilumina la manifestación de ese destino notorio. (Por ej.: a los dos meses de nacido le regalaron una pelota de fútbol y a los 20 años es eximio goleador en el Barça; o en su versión a contrapelo: hasta los 19 años se dedicó a vender garrapiñada y a los 20 lo compró el Manchester.) Naturalmente, la indigencia de esos relatos, escritos de espaldas a la literatura, va junto con la indigencia de la notoriedad pública de sus titulares.

Nada, o poco de esto, sucede con Annie Ernaux, escritora nacida en 1940 en Yvetot, un pueblo normando, autora de una obra iniciada en 1974 y proseguida hasta el día de hoy, cuyos puntos culminantes son El lugar (La place, 1983) y Los años (Les années, 2008), pero que cuenta con una veintena de novelas.

Como suele indicarse, Annie Ernaux practica la escritura autobiográfica, y su materia novelística es su propia vida, es decir, la de una muchacha de pueblo (en todos los sentidos de la palabra) que gracias a los estudios entra en otro mundo profesional y personal. De este modo, los relatos de Annie Ernaux se centrarán en momentos claves para la protagonista, aunque escasamente singularizadores: el exitoso concurso que le da un puesto en la enseñanza pública y la muerte del padre, el aborto voluntario de un embarazo accidental, la presencia fantasmática de una hermana muerta antes de su nacimiento, su casamiento y el primer puesto de trabajo en un liceo en la montaña, la enfermedad de Alzheimer de su madre, una pasión amorosa, su propio cáncer de seno, etc..

El simple recuento de estos asuntos permite estamparle a la obra de Ernaux la etiqueta “autobiografía” o “escritura del yo”. Sin embargo, estas estampillas se despegan con facilidad,  sobre todo por dos razones. Por un lado, la autora se encargó de desacreditarlas, proporcionando otras, tales como “autobiografía impersonal” o “diario del afuera”. Si la primera fórmula se sostiene en un oxímoron y Annie Ernaux la emplea para caracterizar el trabajo de escritura que lleva adelante en Los años, la segunda -título de una obra anterior particularmente ilustrativa del proceder de la autora- es antitética con la idea de “diario íntimo”, con la idea de registro de un adentro hacia donde el diarista vuelve la vista y escruta, a la pesca de lo propio, claramente reconocible porque yace en lo profundo y oscuro.

Contrariando esta ideología que ubica a la primera persona en una superlativa interioridad -en lo íntimo- Annie Ernaux imagina un “yo” exterior, hecho en y con el afuera. Así son interpretables los epígrafes con los que la autora baliza la lectura: “Nuestro verdadero 'yo' no está por entero en nosotros” es la cita de Jean-Jacques Rousseau que abre Diario del afuera o “No tenemos más que nuestra historia, y no es nuestra”, cita de Ortega y Gasset que abre Los años.

Y también así es interpretable la meditación que inaugura su Diario del afuera: “Y ahora estoy segura de que uno se descubre mejor a sí mismo proyectándose en el mundo exterior que en la introspección del diario íntimo que, nacido hace dos siglos, no es necesariamente eterno. Son los otros, los anónimos con los que nos cruzamos en el metro, en las salas de espera quienes, por el interés, la cólera o la vergüenza con los que nos atraviesan, despiertan nuestra memoria y nos revelan a nosotros mismos”. Y semejantemente es interpretable la meditación que clausura ese Diario del afuera: “Otras veces, encontré gestos y frases de mi madre en una mujer que esperaba en la caja del supermercado. Es entonces afuera, en los pasajeros del metro o del R.E.R., en las personas que andan en las escaleras mecánicas de las Galeries Lafayette y de Auchan, que está depositada mi existencia  pasada. En individuos anónimos que no sospechan que poseen una parte de mi historia, en rostros y cuerpos que nunca vuelvo a ver. Sin duda yo misma soy, en la muchedumbre de las calles y de las tiendas, portadora de la vida de los otros”.

Acorde con esta perspectiva, la autobiografía solo puede ser impersonal, como magistralmente queda ilustrado por Los años, relato que entrelaza los últimos 70 años de la historia de Francia y de la historia de un personaje femenino, cuyos datos civiles coinciden con los de Annie Ernaux (nacida en 1940, en Yvetot, padres propietarios de un bar-almacén, estudiante, profesora de Literatura, esposa, madre de dos hijos, etc.).  

La llamativa ausencia tanto de una primera persona que explícitamente sostenga la indagación de ambas historias y la igualmente llamativa ausencia de nombres propios del ámbito personal se combinan con la abundancia de nombres propios del ámbito público. Alida Valli, Georges Wilson, Padua, Claude Piéplu, los Charlots, la duquesa de Guermantes, el Bois de Boulogne, Céleste Albaret, Bernard Pivot, Palermo, Simone Signoret, Thérèse Raquin, las zapaterías André, la estación Termini, Paic Vajilla, Arenys de Mar, Zappy Max, Philippe Lemaire, Juliette Gréco, Picorette, los Zattere, Venecia… y recién van dos carillas: luego seguirán desfilando marcas de productos de consumo y nombres propios de figuras públicas, comercios, ciudades, hoteles, películas, canciones, modas, plazas, calles, estaciones de metro, teatros y cines. Mientras, un obstinado mutismo silencia los nombres propios de los seres queridos privados, incluido el propio nombre propio.

Por otro lado, la autora hace profesión de fe sociológica, religión esta que se lleva más bien mal con los recovecos del “yo” y con sus ojos vueltos hacia adentro. Más de una vez, Annie Ernaux ha declarado su admiración por Pierre Bourdieu, cuyo descubrimiento le produjo una iluminación que perdura, y a quien, en el elogio fúnebre publicado en Le Monde en 2002, Ernaux no duda en identificar como el heredero de Sartre, pero un heredero que, aunque acabe de morir, seguirá vivo. En consecuencia de ese bourdieusismo, Ernaux hace literatura declarando su aversión de la literatura, identificada como un componente fastidioso del discurso “dominante”. Inevitablemente, el ejercicio de detestación de la literatura lleva a Ernaux a escribir hermosos pasajes cargados de emotividad y de figuras literarias: “Desde hace poco, sé que la novela es imposible. Para dar cuenta de una vida sometida a la necesidad, no tengo derecho a tomar el partido del arte, ni a buscar hacer algo 'apasionante', o 'conmovedor'. Juntaré las palabras, los gestos, los gustos de mi padre, los hechos que marcaron su vida, todos los signos objetivos de una existencia que yo también compartí. Ninguna poesía del recuerdo, ninguna irrisión jubilosa. La escritura llana me viene naturalmente, la misma que yo usaba cuando antaño les escribía a mis padres para decirles las novedades esenciales”. Tal es la metafórica -“escritura llana”- declaración de convicciones antiliterarias que realiza en 1983, en el excelente relato La place.

De esta convicción sociológica, Annie Ernaux extrae su propósito de registrar el mundo dividido de dominados y de dominadores, puesto que, como dice Jean Genet y ella recuerda en un epígrafe, “escribir es el último recurso, cuando se ha traicionado”. Y de esa “traición”  consumada en el abandono del universo iletrado y campesino -“sometido a la necesidad”- de su casa natal y alimentada por el discurso sociológico que claramente distingue arribas y abajos, dominantes y dominados, Ernaux hará un asunto constante de su obra, remozando y revigorizando el tan literario como exaltante tema de “la traición”.

Claro que esta no es la mayor de las bienhechoras paradojas que sostienen su obra. La principal consiste en que la opción por una autobiografía impersonal -por un “diario del afuera”- que mire hacia el mundo antes que hacia adentro, y la opción por una escritura sociológica, “objetiva” y enemistada con la tradición literaria producen una escritura intensamente personal, singular, incanjeable, portadora de un mundo que va creando página a página. Dicho de otro modo, una escritura intensamente literaria.

¿Cómo sucede tal feliz desajuste? Entre otras cosas, sucede que los retratos sociales que pinta Ernaux se basan, primordialmente, en maneras de decir, de unos y de otros, que la narradora marca tipográficamente, entrecomillando o cursivando, para mejor señalar su ajenidad, su extranjería. De este modo, son mostradas tanto las maneras de hablar de sus padres iletrados como los de su familia política, urbana y letrada; de esta exhibición de maneras de hablar tan impropias que deben ser mantenidas a distancia y mostradas con las comillas, se desprende un lugar propio difícil, incómodo, hecho de “ni..ni..ni…ni”. Ese lugar construido como absolutamente negativo es el propio, el portador de una singularidad marcada por una serie de no aceptaciones. Y, claro, entre lo recogido y mostrado como ajeno, hay maravillas que el singular oído de la escritora retiene. Así por ejemplo, en Los años, el suave asombro que el lector experimenta cuando la narradora muestra las palabras de una vecina que, en la carnicería del barrio, pide al carnicero “un churrasco para hombre”. 

Entonces, si bien la autora se entrega a la descripción “sociológica”, ésta se construye literariamente, con detalles intensamente significativos; igualmente, esa descripción sociológicamente estratificada no depara a la narradora un lugar en el cual ubicarse, sino que por el contrario le permite instalarse en la intemperie de la soledad, locus literario si los hay.

Sucede también que, en Los años -libro cuyo tempo son los acontecimientos políticos, desde la Ocupación hasta la derecha sarkozysta, pasando por el auge económico de la postguerra, Mayo del 68, Chile, Mitterrand y el 11 de Setiembre, José Bové- la autora pronuncia una especie de reconciliación con la ficción, con la literatura: “Ella piensa que ese cuadro representa su vida y que ella está dentro como antaño lo estuvo en Lo que el viento se llevó, en Jane Eyre, más tarde en La náusea. A cada libro que lee, Al faro, Los años-luz, se pregunta si ella podría decir su vida así.” Y más adelante: “se le ocurrió la idea de escribir una 'especie de destino de mujer' entre 1940 y 1985, algo así como Una vida de Maupassant, que hiciera sentir el paso del tiempo en ella y fuera de ella, en la Historia, una 'novela total' que terminaría con la desposesión de seres y de cosas, padres, marido, hijos que dejan el hogar, muebles vendidos”.
 

 

* Esta es la versión íntegra que fue publicada originalmente -más breve por motivos de espacio- en interruptor revista, Año I, Nº1, mayo de 2014.

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