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           ÉRNAUX, ANNIE - LOS AÑOS - 
			LITERATURA - 
 
			
			
			Los
			años de Annie Ernaux: autobiografiando el mundo* 
			
			 
			 
 
            
			Alma Bolón 
  
			
            
	
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			La autobiografía solo 
			puede ser impersonal, como magistralmente queda ilustrado por Los 
			años, relato que entrelaza los últimos 70 años de la historia de 
			Francia y de la historia de un personaje femenino, cuyos datos 
			civiles coinciden con los de Annie Ernaux (nacida en 1940, en Yvetot, 
			padres propietarios de un bar-almacén, estudiante, profesora de 
			Literatura, esposa, madre de dos hijos, etc.). |  
         
        
          
			
			
				A propósito de 
				Los años, obra mayor de Annie Ernaux, conviene 
				repasar algunas ideas generales. 
				 
				Entre las transformaciones que trajo lo que hoy llamamos 
				“literatura”, si seguimos a Jacques Rancière, estuvo la 
				promoción de una nueva materia narrable. 
				 
				(Lo propio de la hasta entonces llamada “poesía” o “belles 
				lettres” había sido narrar el accionar de hombres superiores, 
				cantar las proezas de hombres más valerosos, más astutos, más 
				sabios o  más hermosos que el promedio. Los menos valerosos o 
				menos astutos  movían a risa, emoción menos prestigiosa aunque 
				tan política como la purga que, a fuerza de temor y de 
				conmiseración, volvía a colocar al espectador en su lugar de 
				hombrecito efímero en manos de fuerzas siderales.)  
				 
				A partir de la Revolución Francesa, la “literatura” empieza a 
				hacerse, sin cejar, con vidas anodinas, con relatos de vidas que 
				nada justificaba que se contaran. Vidas que solo podían ser 
				vistas como vida sin 
				lenguaje, como fuerza
				natural que se impone por sí 
				misma, por fuera de cualquier sentido, por fuera de cualquier 
				propósito de emprender acciones ordenadas hacia una meta. Así, 
				si las acciones de los hombres superiores se armaban en 
				mythos, en concatenaciones ordenadas por causas y efectos, 
				si la causalidad y la finalidad sostenían las acciones de 
				hombres superiores, en cambio, a partir de fines del XVIII, la 
				“literatura” empieza a tramarse en la vida sin sentido, sin 
				propósitos, sin causas y sin efectos de quienes no hacen más que 
				vivir. La vida sin acción, la vida que solo transcurre, llevada 
				por la fuerza natural que solo puede reproducirla. Exactamente, 
				Emma Bovary encarna a esta nueva heroína, desprovista de 
				cualquier cualidad particular, ausente de cualquier empresa 
				digna de volverse objeto de canto, anclada en su diario vivir. 
				De manera ejemplar, Madame Bovary cuenta la historia de 
				quienes no hicieron nada digno de ser contado. Y la genialidad 
				de Flaubert consistió en realizar una obra maestra con una 
				materia en que nada había de “poético” -nada más prosaico que la 
				vida adulterina de un ama de casa provinciana- y, con esa 
				materia incontable producir una nueva forma poética: la poesía 
				de lo desligado absoluto, de lo solo pendiente de su propio ser. 
				Magistral y paradójicamente, esa escritura solamente atenta a sí 
				misma da a luz un mundo, un universo, una infinitud de sentidos.
				
				
				Algunos decenios después de Flaubert, Marcel 
				Proust arremete una obra formidable apoyándose, ya desde su 
				íncipit, en un “yo”, en una primera persona que durante una 
				cuarentena de páginas cuenta sus zozobras en el momento de 
				conciliar el sueño:  “Longtemps je me suis couché de bonne heure” 
				es el inolvidable arranque de En 
				búsqueda del tiempo perdido. 
				
				
				Desde entonces, 
				observamos con alarma cómo han venido multiplicándose los 
				relatos que un “yo” realiza de una materia abandonada por lo 
				memorable y ocupada por lo baladí. Estos relatos se sustentan en 
				la creencia de que alcanza con echar mano a un “yo” titular de 
				sus pequeñas preferencias, de sus grandes sufrimientos, de sus 
				vastas ilusiones de singularidad: un “yo” hecho por un miserable 
				montoncito de secretos, según la fórmula de André Malraux, autor 
				de unas Antimemorias.  
				 
				
				Acompañando esta 
				promoción de una primera persona hecha de la vida vivida por 
				quien no se distingue por nada contable, se expandió su opuesto 
				complementario: el testimonio de quien, en nombre de alguna 
				notoriedad pública, emprende una biografía que 
				retrospectivamente ilumina la manifestación de ese destino 
				notorio. (Por ej.: a los dos meses de nacido le regalaron una 
				pelota de fútbol y a los 20 años es eximio goleador en el Barça; o en su versión a contrapelo: hasta los 
				19 años 
				se dedicó a vender garrapiñada y a los 20 lo compró el 
				Manchester.) Naturalmente, la indigencia de esos relatos, 
				escritos de espaldas a la 
				literatura, va junto con la indigencia 
				de la notoriedad pública de sus titulares. 
				 
				Nada, o poco de esto, sucede con Annie Ernaux, escritora nacida 
				en 1940 en Yvetot, un pueblo normando, autora de una obra 
				iniciada en 1974 y proseguida hasta el día de hoy, cuyos puntos 
				culminantes son El lugar (La place, 1983) y Los 
				años (Les années, 2008), pero que cuenta con una 
				veintena de novelas.  
				 
				Como suele indicarse, Annie Ernaux practica la escritura 
				autobiográfica, y su materia novelística es su propia vida, es 
				decir, la de una muchacha de pueblo (en todos los sentidos de la 
				palabra) que gracias a los estudios entra en otro mundo 
				profesional y personal. De este modo, los relatos de Annie 
				Ernaux se centrarán en momentos claves para la protagonista, 
				aunque escasamente singularizadores: el exitoso concurso que le 
				da un puesto en la enseñanza pública y la muerte del padre, el 
				aborto voluntario de un embarazo accidental, la presencia 
				fantasmática de una hermana muerta antes de su nacimiento, su 
				casamiento y el primer puesto de trabajo en un liceo en la 
				montaña, la enfermedad de Alzheimer de su madre, una pasión 
				amorosa, su propio cáncer de seno, etc..  
				 
				El simple recuento de estos asuntos permite estamparle a la obra 
				de Ernaux la etiqueta “autobiografía” o “escritura del yo”. Sin 
				embargo, estas estampillas se despegan con facilidad,  sobre 
				todo por dos razones.
				Por un lado, la autora se encargó de desacreditarlas, 
				proporcionando otras, tales como “autobiografía impersonal” o 
				“diario del afuera”. Si la primera fórmula se sostiene en un 
				oxímoron y Annie Ernaux la emplea para caracterizar el trabajo 
				de escritura que lleva adelante en Los años, la segunda 
				-título de una obra anterior particularmente ilustrativa del 
				proceder de la autora- es antitética con la idea de “diario 
				íntimo”, con la idea de registro de un adentro hacia donde el 
				diarista vuelve la vista y escruta, a la pesca de lo propio, 
				claramente reconocible porque yace en lo profundo y oscuro. 
				 
				Contrariando esta ideología que ubica a la primera persona en 
				una superlativa interioridad -en lo íntimo- Annie Ernaux imagina 
				un “yo” exterior, hecho en y con el afuera. Así son 
				interpretables los epígrafes con los que la autora baliza la 
				lectura: “Nuestro verdadero 'yo' no está por entero en nosotros” 
				es la cita de Jean-Jacques Rousseau que abre Diario del 
				afuera o “No tenemos más que nuestra historia, y no es 
				nuestra”, cita de Ortega y Gasset que abre Los años.  
				 
				Y también así es interpretable la meditación que inaugura su 
				Diario del afuera: “Y ahora estoy segura de que uno se 
				descubre mejor a sí mismo proyectándose en el mundo exterior que 
				en la introspección del diario íntimo que, nacido hace dos 
				siglos, no es necesariamente eterno. Son los otros, los anónimos 
				con los que nos cruzamos en el metro, en las salas de espera 
				quienes, por el interés, la cólera o la vergüenza con los que 
				nos atraviesan, despiertan nuestra memoria y nos revelan a 
				nosotros mismos”. Y semejantemente es interpretable la 
				meditación que clausura ese Diario del afuera: “Otras 
				veces, encontré gestos y frases de mi madre en una mujer que 
				esperaba en la caja del supermercado. Es entonces afuera, en los 
				pasajeros del metro o del R.E.R., en las personas que andan en 
				las escaleras mecánicas de las Galeries Lafayette y de Auchan, 
				que está depositada mi existencia  pasada. En individuos 
				anónimos que no sospechan que poseen una parte de mi historia, 
				en rostros y cuerpos que nunca vuelvo a ver. Sin duda yo misma 
				soy, en la muchedumbre de las calles y de las tiendas, portadora 
				de la vida de los otros”.  
				 
				Acorde con esta perspectiva, la autobiografía solo puede ser 
				impersonal, como magistralmente queda ilustrado por Los años, 
				relato que entrelaza los últimos 70 años de la historia de 
				Francia y de la historia de un personaje femenino, cuyos datos 
				civiles coinciden con los de Annie Ernaux (nacida en 1940, en 
				Yvetot, padres propietarios de un bar-almacén, estudiante, 
				profesora de Literatura, esposa, madre de dos hijos, etc.).   
				 
				La llamativa ausencia tanto de una primera persona que 
				explícitamente sostenga la indagación de ambas historias y la 
				igualmente llamativa ausencia de nombres propios del ámbito 
				personal se combinan con la abundancia de nombres propios del 
				ámbito público. Alida Valli, Georges Wilson, Padua, Claude 
				Piéplu, los Charlots, la duquesa de Guermantes, el Bois de 
				Boulogne, Céleste Albaret, Bernard Pivot, Palermo, Simone 
				Signoret, Thérèse Raquin, las zapaterías André, la estación 
				Termini, Paic Vajilla, Arenys de Mar, Zappy Max, Philippe 
				Lemaire, Juliette Gréco, Picorette, los Zattere, Venecia… y 
				recién van dos carillas: luego seguirán desfilando marcas de 
				productos de consumo y nombres propios de figuras públicas, 
				comercios, ciudades, hoteles, películas, canciones, modas, 
				plazas, calles, estaciones de metro, teatros y cines. Mientras, 
				un obstinado mutismo silencia los nombres propios de los seres 
				queridos privados, incluido el propio nombre propio. 
				 
				
				
				Por otro lado, la autora hace profesión de fe 
				sociológica, religión esta que se lleva más bien mal con los 
				recovecos del “yo” y con sus ojos vueltos hacia adentro. Más de 
				una vez, Annie Ernaux ha declarado su admiración por Pierre 
				Bourdieu, cuyo descubrimiento le produjo una iluminación que 
				perdura, y a quien, en el elogio fúnebre publicado en Le 
				Monde en 2002, Ernaux no duda en identificar como el 
				heredero de Sartre, pero un heredero que, aunque acabe de morir, 
				seguirá vivo. En consecuencia de ese bourdieusismo, Ernaux hace 
				literatura declarando su aversión de la literatura, identificada 
				como un componente fastidioso del discurso “dominante”. 
				Inevitablemente, el ejercicio de detestación de la literatura 
				lleva a Ernaux a escribir hermosos pasajes cargados de 
				emotividad y de figuras literarias: “Desde hace poco, sé que la 
				novela es imposible. Para dar cuenta de una vida sometida a la 
				necesidad, no tengo derecho a tomar el partido del arte, ni a 
				buscar hacer algo 'apasionante', o 'conmovedor'. Juntaré las 
				palabras, los gestos, los gustos de mi padre, los hechos que 
				marcaron su vida, todos los signos objetivos de una existencia 
				que yo también compartí. Ninguna poesía del recuerdo, ninguna 
				irrisión jubilosa. La escritura llana me viene naturalmente, la 
				misma que yo usaba cuando antaño les escribía a mis padres para 
				decirles las novedades esenciales”. Tal es la metafórica 
				-“escritura llana”- declaración de convicciones antiliterarias 
				que realiza en 1983, en el excelente relato La place.
				 
				
				
				De esta convicción sociológica, Annie Ernaux 
				extrae su propósito de registrar el mundo dividido de dominados 
				y de dominadores, puesto que, como dice Jean Genet y ella 
				recuerda en un epígrafe, “escribir es el último recurso, cuando 
				se ha traicionado”. Y de esa “traición”  consumada en el 
				abandono del universo iletrado y campesino -“sometido a la 
				necesidad”- de su casa natal y alimentada por el discurso 
				sociológico que claramente distingue arribas y abajos, 
				dominantes y dominados, Ernaux hará un asunto constante de su 
				obra, remozando y revigorizando el tan literario como exaltante 
				tema de “la traición”.  
				
				
				Claro que esta no es la mayor de las bienhechoras 
				paradojas que sostienen su obra. La principal consiste en que la 
				opción por una autobiografía impersonal -por un “diario del 
				afuera”- que mire hacia el mundo antes que hacia adentro, y la 
				opción por una escritura sociológica, “objetiva” y enemistada 
				con la tradición literaria producen una escritura intensamente 
				personal, singular, incanjeable, portadora de un mundo que va 
				creando página a página. Dicho de otro modo, una escritura 
				intensamente literaria.  
				
				
				¿Cómo sucede tal feliz desajuste? Entre otras 
				cosas, sucede que los retratos sociales que pinta Ernaux se 
				basan, primordialmente, en maneras de decir, de unos y de otros, 
				que la narradora marca tipográficamente, entrecomillando o 
				cursivando, para mejor señalar su ajenidad, su extranjería. De 
				este modo, son mostradas tanto las maneras de hablar de sus 
				padres iletrados como los de su familia política, urbana y 
				letrada; de esta exhibición de maneras de hablar tan impropias 
				que deben ser mantenidas a distancia y mostradas con las 
				comillas, se desprende un lugar propio difícil, incómodo, hecho 
				de “ni..ni..ni…ni”. Ese lugar construido como absolutamente 
				negativo es el propio, el portador de una singularidad marcada 
				por una serie de no aceptaciones. Y, claro, entre lo recogido y 
				mostrado como ajeno, hay maravillas que el singular oído de la 
				escritora retiene. Así por ejemplo, en Los años, el suave 
				asombro que el lector experimenta cuando la narradora muestra 
				las palabras de una vecina que, en la carnicería del barrio, 
				pide al carnicero “un churrasco para hombre”.  
				 
				
				
				Entonces, si bien la autora se entrega a la 
				descripción “sociológica”, ésta se construye literariamente, con 
				detalles intensamente significativos; igualmente, esa 
				descripción sociológicamente estratificada no depara a la 
				narradora un lugar en el cual ubicarse, sino que por el 
				contrario le permite instalarse en la intemperie de la soledad,
				locus literario si los hay.  
				
				
				Sucede también que, en Los años 
				-libro cuyo tempo son los acontecimientos políticos, 
				desde la Ocupación hasta la derecha sarkozysta, pasando por el 
				auge económico de la postguerra, Mayo del 68, Chile, Mitterrand 
				y el 11 de Setiembre, José Bové- la autora pronuncia una especie 
				de reconciliación con la ficción, con la literatura: “Ella 
				piensa que ese cuadro representa su vida y que ella está dentro 
				como antaño lo estuvo en Lo que el viento se llevó, en 
				Jane Eyre, más tarde en La náusea. A cada 
				libro que lee, Al faro, Los años-luz, se pregunta 
				si ella podría decir su vida así.” Y más adelante: “se le 
				ocurrió la idea de escribir una 'especie de destino de mujer' 
				entre 1940 y 1985, algo así como Una vida de 
				Maupassant, que hiciera sentir el paso del tiempo en ella y 
				fuera de ella, en la Historia, una 'novela total' que terminaría 
				con la desposesión de seres y de cosas, padres, marido, hijos 
				que dejan el hogar, muebles vendidos”. 
  
				 
			
			
			
			* Esta es la 
			versión íntegra que fue publicada 
			originalmente -más breve por motivos de espacio- en interruptor revista, Año I, Nº1, mayo de 2014.   | 
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