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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL INTELECTUAL COMO CADENA DE MONTAJE

Think tank

Carlos Rehermann

Cadena de montaje

Cuando faltaba poco más de un año para las elecciones nacionales de 2014, uno de los probables candidatos al cargo presidencial, Jorge Larrañaga, anunció una serie de movimientos destinados a, según anunciaron representantes de su grupo político, “reclutar intelectuales” que “rivalicen con los cuadros de la izquierda”. Al parecer se va a reanimar la Fundación Wilson Ferreira Aldunate —que viene exhibiendo una energía que no hace honor a la del gran dirigente del partido nacional— con la finalidad de convertirla, según dijeron, en un think tank.

En un artículo acerca de la corporación RAND (Research AND Developement —investigación y desarrollo) una misteriosa organización creada poco después de terminada la segunda guerra mundial para asesorar a la fuerza aérea estadounidense, pero que hoy asesora a empresas y gobiernos en múltiples áreas, la periodista Virginia Campbell dice que la expresión “think tank” nació en Gran Bretaña durante la guerra, y que se aplicó por primera vez a esa corporación. Tiene sentido: un tanque, para funcionar adecuadamente, no puede tener filtraciones, y RAND trabaja casi siempre en proyectos tan “estratégicos y sensibles para la seguridad pública”, que los que piensan ahí dentro deben estar protegidos de filtraciones. Pero el asunto de las filtraciones ya no parece ser tan importante (todos los tanques han resultado ser notablemente porosos), de modo que en la actualidad se emplea la expresión para referirse a algo así como un comité de sabios.

Incluso se emplean expresiones con voluntad sinónima, como “usina de ideas”, seguramente con la confianza de que la industria y sus sistemas de montaje como técnica para aumentar la riqueza son una buena metáfora para el pensamiento creativo.

Todo esto no necesariamente es una lucubración gratuita: la versión oficial de RAND dice que la primera “usina de ideas” o “think tank”, es decir, esa corporación, se independizó del gobierno de Estados Unidos gracias al apoyo financiero de la Fundación Ford.

Ford, aquel que inventó la cadena de montaje.

Las metáforas siempre hablan de la capacidad de imaginación del que las emplea. Como se ve, la metáfora de la usina o la del tanque de pensar no auguran resultados ni innovadores ni sensibles al entorno, porque si el tanque funciona bien hay un control político —es decir, que no proviene de las unidades pensantes del tanque— de los ingresos y los egresos. Es decir, el éxito del think tank dependerá de la capacidad para identificar problemas del que lo promueve, ya que los pensadores serán elegidos de acuerdo al criterio del dueño del tanque.

Según se ha informado, el equipo de campaña de Larrañaga constató, a través del análisis de focus groups, que hay bastante gente que votó al actual partido de gobierno (considerado de izquierda) pero que no está conforme ni con la manera que gestiona ni con los valores que  promueve, o sea, no está de acuerdo con nada. La idea es la de lanzar una agrupación nueva, con un perfil diferente, pero que sume votos, dijeron.

Uno diría que deberían haber esperado a crear el think tank antes de empezar a largar ocurrencias.

Larrañaga pretende, redundaron las fuentes de su equipo de campaña, crear una organización suficientemente amplia como para “reclutar personalidades, referentes e intelectuales nacionales”.  Alguien cercano al precandidato dijo que se busca captar “un perfil intelectual disconforme con la izquierda”. Los temas que se tratarán en el tanque de pensar son, anunciaron “temas como desarrollo e infraestructura, entre otros”. Como puede verse, he ahí el techo: lo que puede imaginar el precandidato es el repertorio habitual de los asuntos que los políticos consideran dignos de ser tenidos en cuenta; cosas que se acumulan encima de otras cosas, cosas que multiplican cosas, cosas que conectan con cosas.

Hay que destacar dos aspectos de este asunto: el primero, encomiable, es que Larrañaga es el único candidato que dice claramente que es necesario que en Uruguay alguien comience, de una vez por todas, a pensar.

El segundo es que la iniciativa será, evidentemente, un fracaso.

No tiene sentido cambiar nada

Parece evidente que el crecimiento de la izquierda en Uruguay tuvo que ver con la instalación de algunas certezas en el imaginario colectivo, con la creación de determinada agenda, a través de múltiples plataformas, casi ninguna de ellas política, sino más bien perteneciente a la más etérea superestructura: el arte y la cultura. La literatura, el teatro, el cine, la música, en sus versiones eruditas y populares, y además el arte del pueblo, como la murga y el periodismo, construyeron a lo largo de 60 años un discurso en una sola dirección, que fue la que asumió la izquierda política como propuesta para decidir los votos.

La base teórica tenía que ver con un marxismo filtrado por la filosofía francesa y el estructuralismo, y el proceso llegó a un logro político después de que el análisis feminista, la deconstrucción, los estudios poscoloniales, entre otras tendencias de los estudios culturales, hubo puesto en la agenda temas de género, sexualidad o imperialismo.

Pero la izquierda en el gobierno resultó ser más bien dextrógira. Hoy, cada vez que la derecha (se podría decir la oposición, da igual, porque las palabras ya no son más que bienes transables) abre la boca, no dice nada, porque cuando dice no puede sino caer en los viejos discursos de la izquierda. Pero aun sin pensar en lo que realmente ocurre, cualquiera termina por pensar que para ganar hay que instalar algunos temas, y hay que hacerlo como supo hacerlo la intelectualidad de izquierda, es decir bien.

“Bien” significa “eficiente”; los intelectuales de izquierda lograron convencer a una masa importante de personas que era necesario el cambio, y marcaron una base ética y una dirección con ciertas metas de justicia social.

Pero los logros actuales de la izquierda se parecen mucho a los de cualquier buena administración liberal: reducción de la evasión fiscal, racionalización de la burocracia, modernización de las telecomunicaciones, aumento de presupuesto para áreas claves como la educación o la salud, universalización de la inclusión digital, creación de plataformas diseñadas específicamente para la inclusión social.

  

Claro que todos estos asuntos son probablemente dignos de críticas: la evasión fiscal se redujo pero las cargas sobre las clases medias no parecen menores que antes, y no ocurre lo mismo con quienes ganan más; la burocracia racionalizó sus procedimientos pero sigue teniendo los mismos objetivos idiotas; las telecomunicaciones se modernizaron pero la principal consecuencia parece ser el aumento de tamaño de los celulares; el aumento del presupuesto en educación parece no haber afectado la calidad; la inclusión digital no es genuina, sino que quedó en poco más que el mero reparto de hardware; la inclusión social parece anclada en una irritante filantropía estatal.

Cuando la oposición trata de decir algo acerca de todo esto, siempre termina limitándose a marcar ineficiencia o en general mala gestión. En cambio, cuando la oposición era de izquierda, lo que hacía era proponer un mundo nuevo: la ineficiencia y la mala gestión eran meros accidentes de un sinsentido histórico, que era el gobierno de la derecha. Pero incluso cuando la actual oposición lanza la acusación de mala gestión, la izquierda en el gobierno simplemente hace notar que los anteriores gobiernos de derecha ni siquiera intentaron algunas sencillas prácticas de buena gestión. De manera que la oposición se enfurruña y balbucea borborigmos, incapaz de cumplir con su función política.

Larrañaga parece creer que los intelectuales son parte de una cadena de montaje, que lo que le falta a la oposición es un discurso como el que hábilmente usó la izquierda durante 50 años: parece creer que basta con encargar la fabricación de un discurso que servirá para cualquiera que pueda pagarlo.

Es lícito que piense de esa manera (hay que recordar que anda corto de ideas porque todavía no tiene un think tank que se las suministre) porque desde hace algún tiempo los políticos le hacen mucho caso a los publicitarios que dirigen sus campañas. Está claro que fue un publicitario el que tuvo la ocurrencia del think tank. Y quizá, en esta época en la que la izquierda y la derecha se diferencian entre sí tanto como se distinguen la Coca de la Pepsi, lo más práctico sea dejar la tarea de ganar las elecciones a un publicitario. Pero lo cierto es que las ideas no se instalan en una sociedad porque se cree una agrupación política seductora para intelectuales disconformes.

Las ideas se instalan en ambientes donde tiene sentido cambiar las cosas. El sentido viene dado a través de alguna clase de evaluación de lo que hay y de una intención (fundada en una ética) de cambiar lo que hay. Pero aquí hay un problema que no tiene mucho que ver con la incapacidad de un partido para cambiar algo.

Aquella famosa tesis undécima de Marx sobre Feuerbach ha sido limpiamente vuelta del revés por el mundo posmoderno, tal como ironiza Terry Eagleton en su libro más reciente (El acontecimiento de la literatura), cuando reseña el trabajo del crítico Stanley Fish: “La cuestión es interpretar el mundo, no cambiarlo”.

Teoría e izquierda a la baja

Eagleton, en un libro que ya tiene diez años de publicado (Después de la teoría) dice que la declinación de la teoría con el simultáneo auge de los estudios culturales, que ocurrió en los años setenta y parte de los ochenta del siglo pasado en la academia del hemisferio norte, se relaciona íntimamente con el decaimiento de la izquierda política. Cuando expone la puntería de ciego del posmodernismo en cuestiones de arte y cultura se comprende por qué el discurso de la izquierda parece impracticable y el de la derecha se muestra desconcertado:

"Rimbaud, Picasso y Bertolt Brecht todavía contaban con una burguesía clásica con la que ser groseros. Pero su descendiente, el posmodernismo, no la tiene. Sucede solamente que parece no haberse dado cuenta de este hecho, quizá porque es un hecho demasiado penoso de reconocer. El posmodernismo parece comportarse en ocasiones como si la burguesía clásica estuviera sana y salva, y por ello se ve a sí mismo viviendo en el pasado. Dedica gran parte de su tiempo a atacar la verdad absoluta, la objetividad, los valores morales eternos, la investigación científica y cierta creencia en el progreso histórico. Pone en cuestión la autonomía del individuo, las normas sociales y sexuales rígidas y la creencia de que existen fundamentos sólidos para el mundo. Como todos estos valores pertenecen a un mundo burgués en decadencia, la cosa se parece bastante a escribir airadas cartas a los periódicos sobre los hunos a caballo o los saqueadores cartagineses que han tomado los condados de los alrededores de Londres."

Los intelectuales que pusieron a la izquierda en el poder se retiran ahora, avergonzados de no poder decir algo coherente, o se acoplan como funcionarios enarbolando protestas acerca de la eficiencia y el éxito empresarial que no tiene banderas ideológicas y otros etcéteras tristes e irrisorios. Si hubo alguna vez un intelectual de derecha, ahora no puede salir del estupor al escuchar a los intelectuales de izquierda hablando como Raymond Aron. No queda espacio para el discurso, porque no hay enemigos, dado que desapareció la teoría capaz de identificarlos.

La inocente iniciativa de la oposición para crear un ámbito de pensamiento sobre la realidad tiene al menos la virtud de  traer una pequeña carga acusatoria contra una izquierda que, con la precaución de un merodeador nocturno, evita mencionar que no le conviene que se piense.

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