Chivo expiatorio
El
chivo expiatorio es una figura que
James Frazer
usó para explicar algunos fenómenos sociales que se dan en diferentes
comunidades, cuya forma original se encuentra en un episodio de la
Biblia:
“[…] y pondrá Aarón sus
dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él
todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y
todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y
lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto.
Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a
tierra inhabitada; y dejará ir al macho cabrío por el desierto.”
(Levítico, 16:22)
El
mito tiene la misma forma que la explicación más frecuente de los
parlamentarios uruguayos para justificar las dificultades que
experimentan para hacer bien su trabajo.
Frazer cuenta que, en Roma, cada 14 de marzo un hombre era llevado en
procesión, golpeado durante el camino y expulsado de la ciudad, con la
finalidad de sacar fuera algunos males. En Queronea (Grecia), la ciudad
de Plutarco, los agricultores y el primer magistrado repetían anualmente
el rito de golpear a un esclavo que personificaba el hambre y expulsarlo
al campo, al grito de “¡Afuera con el hambre, adentro con la riqueza y
la salud!”. En épocas de peste, en tiempos de los griegos, en Marsella
se alimentaba a un voluntario hasta el hartazgo durante meses, y luego
se lo expulsaba de la ciudad, y en ocasiones, se lo lapidaba fuera de
las murallas.
En
su libro El chivo expiatorio,
René Girard
recupera un texto del siglo XIV, debido a un tal
Guillaume de Machaut,
en el que se da cuenta de una epidemia de la cual fueron culpables los
judíos. Las matanzas de judíos acusados de provocar la peste (incluso
antes de que se desatara una epidemia, como medida de prevención) fueron
comunes en Europa hasta el siglo XX (la peste se cambió por otras
calamidades, catástrofes económicas, degeneración de la raza, etcétera).
Girard alerta acerca de una confusión de la que responsabiliza a Frazer:
no todas las víctimas propiciatorias son chivos expiatorios.
Guillaume de Machaut
cree firmemente que los judíos son culpables. La matanza, pues, tiene
sentido: la justificación del castigo se basa en la firme y sincera
creencia de la culpabilidad del perseguido. A partir de esta hipótesis,
Girard explica algunas variantes. La figura del chivo expiatorio puede
ser estructurante (es el caso de Machaut) o puede ser el tema
de un mito, como en el texto bíblico del Nuevo Testamento en el cual
Caifás explica que es mejor sacrificar a un hombre (Jesús) que a un
pueblo entero. En el fondo, dice Girard, esta última no deja de ser una
buena política.
Sin delito no hay culpa
Durante los primeros meses de 2011, el parlamento uruguayo trató una
ley, cuyo contenido no es relevante para esta discusión, propuesta por
el partido de gobierno. Hubo allí tres episodios de víctimas, chivos
expiatorios y viejos marselleses que conviene traer a colación un año y
medio después, cuando sobre uno de ellos ha caído un castigo
ejemplarizante.
Las
fuerzas políticas están divididas en mitades entre
oficialismo y
oposición. Cuando se vota una ley, se trata primero en una cámara (por
ejemplo, la de senadores) y, si es aprobada, debe tratarse en la otra
cámara. Los números, en ocasión de la votación de la ley mencionada,
eran tales que si un senador oficialista votaba en contra, la ley se
aprobaba de todas maneras; pero si dos votaban en contra, la ley no se
aprobaba. Dos senadores oficialistas, Saravia y
Fernández Huidobro, no
estaban de acuerdo en votar la ley. Saravia votó en contra; en cambio,
Fernández Huidobro, a pesar de estar en desacuerdo, votó a favor,
aduciendo que su deber era acatar la decisión mayoritaria de su partido.
Inmediatamente después de dar su voto para la aprobación de la ley,
Fernández Huidobro renunció a su banca parlamentaria en un sacrificio
bastante aplaudido, especialmente por opositores al
gobierno. Igual que
el viejo marsellés, abandonó la ciudad voluntariamente. Hizo lo que
consideraba incorrecto (votar afirmativamente) y luego se ofrendó a sí
mismo. Es un auténtico y clásico chivo expiatorio: no es culpable de
nada, puesto que no hizo nada contra la masa (aquí la masa es la mayoría
de los senadores del oficialismo) ni su acto ocasionó ningún mal.
Fernández Huidobro sabe que no hizo nada; todos sabemos que no hizo
nada. Lo que hizo fue negar su propia naturaleza (según afirmó) con tal
de seguir el dictado de los sacerdotes (es decir, de los políticos que
deciden qué se vota en el parlamento). Lo que Fernández Huidobro saca de
la ciudad (del parlamento) es esa peligrosa tendencia suya a pensar por
sí mismo y querer votar lo que se le da la gana, en vez de seguir
instrucciones consensuadas. Con su renuncia, se lleva consigo “todas las
iniquidades de ellos a tierras inhabitadas”, como el macho cabrío de
Aarón.
El
caso del senador Saravia, que opinaba, al parecer, igual que Fernández
Huidobro pero levantó la mano en secuencias diferentes, es más complejo
e interesa por las capas de significado que provee el apellido de
revolucionario retobado (un antepasado suyo fue un célebre líder de
ejércitos irregulares), que se lleva bien con el aura tupamara de
indomable rebeldía justiciera, y justamente desobedece a quienes lo
mandatan. Pero su acción tiene explicación: en el fondo no es uno de
nosotros: en efecto, Saravia había pertenecido antes a un partido de
la oposición (y después de este episodio volvió a sus filas), por lo
cual cabe dudar de la pureza ideológica de sus posiciones. Este tipo sí
es culpable, porque votó mal. Judío de mierda, causa de la peste, diría
Machaut o cualquier cabeza rapada. El caso es que de todas maneras no se
produjo un suceso (la peste) que requiriera la activación del mecanismo
persecutorio: todo funcionó como si la masa fueran un bloque unánime. El
acto de Saravia fue inocuo, ya que su voto no fue esencial, y por lo
tanto no generó culpa.
Pero
el olor de la peste comenzaba a sentirse.
La culpa es del pelado ese
Cuando en otro ciclo del universo (la cámara de diputados) el diputado
oficialista Víctor Semproni anunció su voto en contra del proyecto de
ley que había sido aprobado con el voto de Fernández Huidobro en el
senado y alguien hizo la suma de las manos que se levantarían en la sala
de sesiones, las cosas cambiaron. Si Semproni no votaba la ley, la ley
no se aprobaba. Aquí sí hay un culpable, aquí sí un individuo es
responsable de todo. Este no es un chivo expiatorio, como
Fernández Huidobro, cuyos compañeros lloran ante su heroica resignación
de prócer obligado por los de a pie, ni uno que no es de los nuestros, y
por lo tanto, como Saravia, ni siquiera cabe calificar de traidor
—aunque mantendremos un ojo sobre tu prepucio, desgraciado—: a este
diputado Semproni hay que sacrificarlo porque es culpable. Es una
víctima propiciatoria real, el verdadero responsable de la peste negra.